Revista Vitral No. 78 * año XIII * marzo - abril de 2007


REFLEXIONES

 

IDENTIDAD, ESPIRITUALIDAD
Y COMPROMISO SOCIAL DE
NUESTROS PRÓCERES


P. JESÚS FERNANDO MARCOLETA RUIZ

 

 

 

Como oyente, como auditor en el mejor sentido de la palabra, he participado muchas veces en conferencias que otros han impartido. Pocas veces como conferencista, oficio para el que soy poco. De manera que, en los preliminares, ruego a ustedes que se alleguen a las fronteras de mis incapacidades y allí me colmen de perdones. Antes del roto el zurcido.
Le agradezco al hermano Dagoberto Valdés la invitación que me puso a correr. Compromiso serio en este momento tan delicado para ustedes, católicos pinareños que estrenan un nuevo Obispo, momento intenso de clausuras e inauguraciones.
Nací en 1963 y comencé la escuela primaria en 1969. Por aquel tiempo no se hablaba mucho de los patriotas cubanos. Se hacía mucho más hincapié en la historia reciente, en la pléyade de héroes y mártires de la Revolución de 1959.
Pero tuve varias suertes. Mi escuela primaria llevaba y lleva el nombre de Carlos Manuel de Céspedes, siempre supe que era el Padre de la Patria y siempre supe también por qué era el Padre de la Patria. Había un busto suyo a la entrada del plantel que provenía, de lo que me enteré años más tarde, de un templo masónico de Cárdenas que había sido intervenido.
En el patio de la escuela existía otro busto de Martí, de José Martí. Los 28 de enero era fiesta en la escuela, me aprendí “Los zapaticos de rosa”, también algunos Versos sencillos, al son de la Guantanamera, como más tarde hice míos los textos de algunos salmos con los ritmos cubanos de Perlita Moré. Pero no sabía que era el Apóstol. Sabía que era el Héroe Nacional y que era el autor intelectual del asalto al cuartel Moncada. Eso, más que aprenderlo lo capté mucho más tarde, cuando se reeditó Martí, el Apóstol, de Jorge Mañach.
Supe de Maceo, supe de él y de la figura del general Arsenio Martínez Campos porque en esa misma escuela se escenificaba en el mes de diciembre la epopeya de la protesta de los Mangos de Baraguá. Como pueden apreciar le agradezco mucho a mi escuela primaria.

P. Jesús Fernando Marcoleta Ruiz,
dictando la conferencia.


Entonces no se hablaba mucho del padre Varela. Me enteré cabalmente de su figura cuando en una ocasión botaron muchos libros de la biblioteca del Instituto de Segunda Enseñanza de Cárdenas, donde cursé mis estudios pre-universitarios. Allí recogí y leí alborozado una biografía suya escrita por Hernández Travieso.
No culpemos a nadie por el olvido de la figura del padre Varela. Sus restos no están por gusto en la Universidad de La Habana. Hubo un tiempo que a quienes más molestaba el padre Varela era a los católicos de Cuba.
Pero ninguno de estos requiebros ha podido borrar de la memoria histórica del pueblo a nuestros próceres. Permanecen más allá del mármol y el bronce: el padre Félix Varela Morales, Carlos Manuel de Céspedes y Castillo, el Padre de la Patria, primer Presidente de la República de Cuba en Armas; Máximo Gómez Báez, el Generalísimo; el Lugarteniente General Antonio Maceo Grajales; el Mayor General José Martí Pérez, el Apóstol de la Independencia de Cuba.
Faltan muchos. Aquí está lo más alto, lo más elevado, lo más eminente de nuestra historia.
El prócer era aquel individuo que por derecho propio o por nombramiento del rey, bajo el régimen del Estatuto real, formaba el procerato.
Este es nuestro procerato, el que se fundió telúricamente en las contiendas del 68 y el 95. Ellos han ingresado en él por la manera tan especial como concibieron su compromiso con Dios o con el pueblo, o con Dios y con el pueblo. Tan altos, tan dignos, tan eminentes, tan próceres que nada ni nadie ha impedido, ni en los momentos más oscuros, que generaciones y generaciones, vuelvan a ellos sus miradas. En ellos está el alma nutricia de la cubanidad.
Está la consabida frase: “cuando se piense en Cuba habrá que pensar en aquél que nos enseñó en pensar primero”. La expresión, la evaluación, proviene de un discípulo, también sembrador, don José de la Luz y Caballero, sobre el maestro, el presbítero Félix Varela.
El padre Varela vino al mundo casi en la bisagra de dos siglos: el XVIII y el XIX. Vivió más tiempo fuera que dentro de la Isla pero vivió amándola como único se puede amar verdaderamente una causa: cuando el fuego de una espiritualidad especialmente arraigada quema desde dentro.
Únicamente así podemos entender a este sacerdote católico tan bien equipado para asumir lo cambiante, lo imprevisto, a veces asumido por la obediencia; otras, impuestas por las mismas circunstancias.
El padre Varela fue un hombre de una clara inteligencia cultivada seriamente por los altos estudios filosóficos y teológicos que realizó, que pensó desplegar en el ministerio parroquial pero que hubo de poner al servicio de la pastoral educativa, investigativa y política en una primera etapa de su vida.
Primero profesor de Filosofía, Física y Química luego en la Cátedra de Constitución y, después, diputado a las Cortes donde presenta tres proyectos que no fueron aprobados, pero que revelan no sólo su calidad como mentor en lo económico, en lo social y en lo político sino, y creo que más, que revelan que su accionar social estaba motivado por su rica, por su cálida espiritualidad evangélica. Me refiero a:

1. El proyecto de abolición de la esclavitud.
2. Al reconocimiento de las naciones hispanoamericanas que habían alcanzado su independencia y al otorgamiento de la condición de autonomía para las demás.
3. Y, al establecimiento de una comunidad hispánica de naciones, mucho antes, creo que más de un siglo antes, que este proyecto lo materializaran ingleses y franceses.

Carlos Manuel de Céspedes,
Padre de la Patria.

Todos sabemos que la salida legal y oficial de Varela para España significó su exilio definitivo. Que muere muy pobre donde había ido muy niño con su familia en San Agustín de la Florida.
En Estados Unidos, el padre Varela, nunca alejado de corazón de Cuba, se reencuentra con su sueño de ejercer el ministerio pastoral como párroco.
Se había convencido de que la solución para Cuba estaba en la independencia, pero más convencido estaba de que no existían las condiciones para ello y hace lo que le parece, incluso políticamente lo más viable: escribe, enseña, siembra, muestra horizontes, pone cimientos, a través de El Habanero y de sus Cartas a Elpidio, que vienen a ser, en expresión de monseñor Carlos Manuel de Céspedes “el fundamento ético de la nacionalidad en ciernes y de la república prevista”.
Desde su parroquia de la Transfiguración Varela fue el padre de los emigrantes europeos y chinos. Su conocimiento del idioma inglés y el parecido de su apellido con otro muy común, de origen irlandés, le allanó muchos caminos con estos emigrantes, profundamente católicos, que llegaban a un país eminentemente protestante y con una Iglesia católica muy pobre que él mismo ayudó a organizar. Para los pobres desarrolló numerosas obras sociales.
Mientras pudo, mientras la vista le alcanzó, mientras el pulso no le tembló en demasía, mientras sus pulmones de asmático le suministraron el oxígeno indispensable, el padre Varela se presentó siempre como una pro-existencia. Así alimentó su vida como soldado de Cristo en su designio de salvar almas y no de matar hombres. Así murió en olor de pobreza y de profesión de fe en el Jesús eucaristía, centro de su vida sacerdotal, apasionado por la verdad, por el hombre, por la Iglesia.
En varias oportunidades he escuchado a monseñor Manuel de Céspedes una queja, un reproche al referirse al estado actual del alma de los cubanos. Lo ha hecho con una añoranza que tiene, por lo que ha bebido en la historia de sus apellidos, un tono testimonial, él se pregunta sobre qué ha pasado con nosotros los cubanos que otrora estábamos dispuestos a dejarlo todo, hacienda y familia por la consecución de un ideal noble. Hoy nos presentamos, muchas veces, como desalmados.
Carlos Manuel de Céspedes Castillo, salió de una familia patriarcal de Bayamo. La educación que recibió, las posibilidades que tuvo le venían por los medios económicos que le aportaba su casa. Creció en una familia católica.
Se hizo abogado. Viajó a España y allí trabó amistad con Juan Prim. Entró en la masonería. Estaba profundamente empapado de los principios miliares de la época: libertad, igualdad y fraternidad. En el fondo también principios cristianos.
Como en Varela, que es inabordable sin el esfuerzo por entender la esencia del sacerdocio católico, en Céspedes y Martí no es posible el abordaje sin el esfuerzo por entender lo que significaba en su época estudiar la carrera de Derecho, ejercer la abogacía, todo lo que insuflaba de talante y fuste.
Céspedes se distinguió como empresario de la agricultura y de la industria y llegó a introducir adelantos en el cultivo de la caña de azúcar.
Pero cuando toma conciencia, desde su mentalidad liberal, de que lo de la Metrópolis era sólo promesas, comienza a conspirar contra el régimen colonial y pasa pronto de co-partícipe a líder de profundos cambios que apuntan no sólo a lo económico, sino a profundas mudanzas en lo social y en lo político.
No era la primera vez que se declaraba la libertad de los esclavos. Había pasado a principios del 1800 con los negros de las minas de cobre, en Santiago del Prado, a los pies de la Virgen de la Caridad.
Esta vez, el 10 de octubre de 1868, era un representante de la aristocracia, de la sacarocracia criolla, quien manumitía a los esclavos, quien no sólo incendiaba a Bayamo sino que ponía dinamita en los cimientos que sustentaban el régimen de colonia y esclavitud. Se convertía en toda una personalidad corporativa, encarnación y cauce de muchas tensiones.
La fecha célebre del 10 de octubre de 1868, marca el nacimiento de una nueva época para Cuba. Céspedes tomó a sangre y fuego la ciudad de Bayamo, pero fue más poderoso su ejemplo que, de inmediato, levanta al Camagüey y Las Villas.
Tenía un sentido de civilidad increíble. Asumió la presidencia de la República en Armas por elección del Poder Legislativo y se dio, sin más jurisprudencia que la de sus propios estudios, a la responsabilidad de organizar democráticamente la Nación cuyas pautas se habían establecido en Guáimaro.
El mismo Poder Legislativo que lo eligió lo depuso de su alta investidura y aceptó todo esto con entereza, sin reservas mentales, animado por el alto propósito de no impedir en nada la unidad de los separatistas.
Se retiró a un sitio aislado, en el campo, dedicado a la instrucción primaria, mientras espera el permiso para salir del territorio en armas.
El 27 de febrero de 1874, Céspedes fue sorprendido en San Lorenzo, con la exigua escolta que le habían asignado. Lucha prácticamente solo y cae el Presidente depuesto y se levanta el Padre de la Patria.
Máximo Gómez Báez no era cubano. Nació en la República Dominicana, en la ciudad de Baní. Era una zona de la isla La Española de raíz y composición hispana, pero nace allí en los momentos en que toda la isla se hallaba dominada por Haití.
Viene para Cuba cuando en su tierra se extingue la soberanía española, se dedica al cultivo de la tierra y, parece ser que fueron los desmanes de la esclavitud los que fueron metiendo dentro de sí el deseo de colaborar, en su momento, al desmantelamiento de dicho régimen. Parecer ser también que se mantenía al tanto de las corrientes políticas, sociales, económicas que se movían entre los criollos.
Máximo Gómez asciende a las cumbres de la realidad y de la leyenda en la Guerra de los Diez Años. Asciende así por sus excepcionales condiciones de mando, que lo convierten no solo en el jefe del Ejército Libertador, sino también en un afamado maestro guerrero.

Estatua de Ignacio Agramonte, procer insigne
de nuestra guerra de independencia.


Fue también un hombre lúcido en política. Es de los que se da cuenta cabal de que era imposible continuar aquella guerra larga, muy larga ya y cruenta más. Sale de Cuba en extrema pobreza y comienza a recorrer varios países de América buscando aliviar la penuria económica de su familia.
En el ínterin entre 1878 y el comienzo de la Guerra de 1895, Máximo Gómez se acerca junto con Maceo a José Martí. Aquel encuentro significó una ruptura que pareció irreconciliable para siempre. Sin embargo, cuando Martí, organizador, al frente del Partido Revolucionario Cubano, lo requiere para que asuma el mando militar de la contienda que se avecina, Gómez no mira que van a volver las penas de todo tipo sobre su familia, o las laceraciones producidas por las ingratitudes humanas. Firma el Manifiesto de Montecristi y vuelve a Cuba junto con el propio Martí y conduce con Maceo la invasión de Oriente a Occidente.
Alcanzada la independencia, Gómez, el único de los tres grandes que sobrevivió la contienda, se reveló como un genio político en la paz, así como lo había sido para la guerra.
Quizá la llamada de atención de Martí: “no se funda, General, una república como se manda un campamento”, le valió crecer en muchas horas de meditación para este dominicano que conocía, como pocos, el corazón del cubano.
Antonio Maceo Grajales nace libre, nace de padres libres, nace en un país de esclavos. Su color representaba una desgracia en el tiempo que le toca vivir.
Creo que en esta condición Maceo debe de haber cultivado su gran deseo de luchar por librar a Cuba, paradigma de las bellezas del físico mundo, de los horrores del mundo moral.
Su madre, Mariana, inculcó junto con la fe católica, una fe muy mariana, muy enraizada en la devoción a la Virgen de la Caridad, un cúmulo de valores humanos, cívicos, morales.
Maceo se ganó muy rápido el respeto de sus superiores y de sus subordinados. No lo ganó de balde, sino peleando mucho, con mucha constancia. Defendía el principio de la autoridad en la organización republicana una vez que Cuba fuera libre. Era un hombre de disciplina y no admitía el relajamiento de las normas.
No estaba exento del genio político aun cuando en el hidalgo gesto de la Protesta de Baraguá, muchos vean la clarinada que avisó el rearme de los españoles en Cuba. Pero él veía que el Pacto del Zanjón no resolvía el problema de la esclavitud en Cuba.
Maceo también tiene que partir al exilio. Fue un exilio muy fecundo. No se quedó con los brazos cruzados y, a la par que luchaba con éxito por el sustento de su familia, se granjeó amistades entre españoles y cubanos para la causa de Cuba. Y es, posiblemente, gracias a sus méritos personales y a la alta conducta moral que en todos los casos observó, que pudo allanar como ninguno el camino del reencuentro entre Martí y Gómez.
José Julián Martí Pérez, cuyo nacimiento en 1853, en el mismo año del fallecimiento del padre Varela en San Agustín es para muchos visión premonitoria, traspaso de una antorcha, aprendió la fortaleza de su padre y de su madre, españoles ambos.
Tuvo una niñez y una adolescencia muy pobres. Y, como desde tan temprano tuvo que asistir en las canteras de San Lázaro, a la escuela del dolor físico y moral, aprendió a amar al prójimo, sobre todo al menesteroso y al perseguido. Él mismo sufrió persecución y presidio y fue muy incomprendido.
En España estudió Derecho y Filosofía y Letras, con cuyas carreras vino a equipar con las herramientas más necesarias su espíritu adelantado.
Viajó mucho y trabajó mucho en el extranjero, posiblemente el que más de todos nuestros próceres. Todo esto forjó en Martí, en grado eminente, como pocas veces en una sola persona, al orador, al poeta, al crítico, al periodista, al maestro, al economista, al revolucionario, al que fomentaba estados de conciencia colectivos, en una época en que esto sólo era posible mediante el discurso directo o la prensa plana.
Martí renunció a todo lo que pudo en él haber facilitado su ascenso económico y social para dedicarlo a la obra de la revolución, que podría tornársele muy ingrata.
Empujando para echar los cimientos de la patria nueva, anima la confianza de que ésta se haría con todos y para el bien de todos y, con una primera ley, la del culto a la dignidad plena del hombre. Y acelera la organización de la guerra, y redacta con Gómez el Manifiesto de Montecristi, y mide el alcance de su responsabilidad por haber convocado a la guerra, y se traslada él mismo a Cuba, al campo de guerra donde, finalmente, enfrenta a la muerte.
Denominadores comunes. Existen en nuestros próceres, además de sus excelencias específicas, denominadores comunes.

Estatua de José Martí.


A todos les animó un profundo espíritu cívico.
Todos buscaron el estado de derecho y propugnaron por el beneficio de todas las clases.
Todos, cuando el momento lo requirió, fueron capaces de ceder las altas investiduras que ostentaban.
Todos dieron lo mejor que tenían en el orden material y espiritual a favor de la salud de la patria. No excluyeron nada, ni el sacrificio de sus vidas. Y todos enrostraron la ingratitud de los hombres.
A pesar de las duras pruebas, tan duras como perder a sus hijos, todos se vieron libres de odios y resentimientos. Nunca los alimentaron. Más bien se crecieron a través del dolor y, denodadamente abogaron por el perdón y el olvido de los agravios.
Todos fueron paradigmas de austeridad.
Para todos la doctrina de Cristo, aún cuando mejor conocida por unos que por otros, venía tomada de la mano de modo inseparable de los ideales de libertad. Se sentían hombres libres y hombres profundamente espirituales, amén de lo obvio en el padre Varela, casi todos profundamente religiosos.
La vida de todos ellos aparece signada por el apasionamiento por la verdad. Y fueron hombres de compasión.
Fueron hombres que miraron las circunstancias de su época y las iluminaron con el Evangelio o con doctrinas tras las cuales no es difícil descubrir la matriz cristiana y actuaron en consecuencia.
Existe un libro precioso para comprender muchas de las cosas que llevaron a las guerras del 68 y del 95, es el libro de Rafael María Merchán titulado Cuba. Justificación de sus guerras de independencia. Se lee rápido, se siente avidez por terminarlo. Luego deja una profunda marca.
Y analiza tantas cosas, tantos campos: la corrupción administrativa, la deuda pública, los negros y los extranjeros, la población, la inmigración, la ingratitud de los cubanos. El problema del azúcar, las mieles, los alcoholes. El tabaco. El comercio.
La administración de la justicia, la criminalidad, la enseñanza primaria y la superior. Las monedas y los bancos. El régimen de los municipios y las provincias, los cargos públicos. Los presupuestos, los impuestos, los gastos. Y otros etcéteras.
Todo esto nos da una medida de lo que ebullía en el corazón de nuestros próceres. Jorge Mañach habla de una primera revolución, la revolución de los criterios, que fue la que alentaron los espíritus evangélicos de José Agustín Caballero, de Varela, de José de la Luz, de Mendive, de José Antonio Saco. Y por qué no los Obispos Hechevarría y Espada.Y otros tantos.
El momento en que identidad, espiritualidad y compromiso social se comienza a plantear así, como un conjunto, es más tardío, es propio de los postulados de la doctrina social cristiana. Pero el vivir los valores evangélicos, el conocer, juzgar, iluminar la realidad y el actuar, el asumir un compromiso social, tiene tantos años como el cristianismo.
Por los datos que nos aporta la historia de Cuba, sabemos que nuestros próceres, aún los más rústicos, aún sus sombras personales, fueron hombres de una rica espiritualidad, fueron hombres de un constante diálogo con su interioridad, con sus conciencias.
En la etapa fundacional de la nacionalidad cubana, en el momento de la consolidación de nuestro procerato, Jesucristo salió al encuentro de los hombres y mujeres que se sentían compelidos por las clamorosas injusticias y carencias de su tiempo. Se sintieron impulsados —haciendo un poco de teología de la historia— por el Espíritu que percibiendo la calamitosa realidad del pueblo, escuchando el gemir de los más pobres y abandonados, suscitó en los más adelantados el compromiso con la verdad y con el bien.
Para nuestros próceres el compromiso con la verdad fue un imperativo. El conocimiento mismo de la verdad los determinó a la búsqueda de la libertad. En esta patria nuestra, de reconocida matriz cristiana, ¿para cuál de nuestros próceres resultaba ajena la proposición de Jesús de Nazaret: “conocerán la verdad y la verdad los hará libres”?
Ellos sabían que no luchaban por cualquier libertad. No buscaban una libertad aparente, o una libertad superficial, o una libertad unilateral. Sabían que la libertad auténtica, brotaba de una profundización en la verdad, en la verdad sobre el hombre y sobre el mundo.
Cualquiera de los textos constitucionales que la República de Cuba en Armas se dio a sí misma en sus dos grandes contiendas; así como las muchas leyes adjetivas con las que se dotó, revelan y rezuman que en nuestros próceres los derechos del hombre, también sus deberes, no sólo eran letra para reglar la disciplina de un proceso de guerras; eran más, eran también espíritu. Espíritu que les animaba a amar a los enemigos y a desplegar todo el esfuerzo y el sacrificio necesario para “definir y establecer los derechos objetivos e inviolables de los hombres”.
Los textos constitucionales de la República de Cuba en Armas, el Manifiesto de Montecristi, los estatutos del Partido Revolucionario Cubano; los estudios, libros, cartas, discursos, de la mayor parte de nuestros próceres brotaron exentos de azuzar el odio del hombre contra el hombre, pusieron por delante, en primer plano al ser humano.
Había en ellos una conciencia del bien común, de asumir el poder desde la dimensión del servicio, se daban perfecta cuenta de que “el deber fundamental del poder es la solicitud por el bien común de la sociedad” y que de ahí derivan los derechos y deberes fundamentales del hombre.
Ellos, nuestros próceres, comprendieron que muchos de estos derechos no estaban garantizados o, simplemente, no existían y vieron en esta situación el germen que destruía a la sociedad, que los oponía a la autoridad colonial. Una autoridad que, al no garantizar el bien común, se asentaba sobre la opresión, la intimidación, la violencia.
No se puede comprender suficientemente la cristalización jurídica, tan de avanzada, a la que se arribó con la Constitución de 1940 sin esta mirada al ser y al quehacer del procerato cubano.
Y hay que mirar hacia este pasado. Mirar hacia allá sin quedarnos embelesados en la constatación de las glorias. No se trata solo de una mirada de las memorias, se trata, mejor, de la mirada hacia el camino, de la mirada hacia el proyecto.
Existen para las épocas de pesares, para las noches oscuras, para cuando nos resulta mentira aquello de que más difícil que esperar es renunciar a la espera, unos versos de Martí que narran las visiones de un hombre ante las estatuas de mármol que inanimadas, yacen en el panteón de los próceres. Se las leo. Y les advierto que su sola lectura corta el aliento:

Sueño con claustros de mármol
Donde en silencio divino
Los héroes, de pie, reposan:
¡De noche, a la luz del alma,
Hablo con ellos: de noche!
Están en fila: paseo
Entre las filas: las manos
De piedra les beso, abren
Los ojos de piedra, mueven los
Labios de piedra: empuñan
La espada de piedra: lloran:
¡Vibra la espada en la vaina!
Mudo, les beso la mano.

¡Hablo con ellos de noche!
Están en fila, paseo
Entre las filas lloroso
Me abrazo a un mármol, oh mármol,
Dicen que beben tus hijos
Su propia sangre en las copas
Venenosas de sus dueños
¡Que hablan la lengua podrida
De sus rufianes! ¡Que comen
Juntos el pan del oprobio,
En la mesa ensangrentada!
¡Que pierden en lengua inútil
El último fuego! Dicen,
Oh mármol, mármol dormido,
Que ya se ha muerto tu raza!

Échame en tierra de un bote,
El héroe que abrazo me ase
Del cuello, barre la tierra
Con mi cabeza: levanta
El brazo, ¡el brazo le luce
Lo mismo que un sol!: resuena
La piedra: buscan el cinto
Las manos blancas: ¡del soclo
Saltan los hombres de mármol!

Muchas gracias. Y que Dios los bendiga a todos.

 

 

Revista Vitral No. 78 * año XIII * marzo - abril de 2007

P. Jesús Fernando Marcoleta Ruiz
Párroco de Nuestra Señora de la Milagrosa en la Diócesis de Matanzas.