Cuando la primavera mostraba su esplendor en las llamaradas jocundas de los flamboyanes, pasé por Cumanayagua y me encontré con los Versos salvajes de Orlando Víctor Pérez Cabrera, como decir me encontré con una estación de donde salen trenes supersónicos para cualquier punto de la galaxia.
Como ya he dejado dicho en algún lugar, para mí la poesía tiene las voces del universo y es un misterio de tal envergadura que se sacude de cualquier molde que pretendan imponerle. Se desata libérrima como los meteoritos y los arroyos, grita o conversa y es tan inexplicable como la vida a pesar del eterno empeño por explicarla. A partir de la irreverencia de desdeñar todo canon, hasta los postmodernos, es comprensible mi disfrute de la escritura de Orlando Víctor, quien por suerte no pone riendas, ni cauces, a su torrente interior, aunque sabe transformarlo en el arte difícil de las palabras justas, para que ideas y sentimientos compongan imágenes que retumban en los acantilados de la sensibilidad ajena. “¿Cómo invento un cielo de espaciosa nube a sólo un cuarto de palabra?”, se pregunta el poeta, pero sabe inventarlo y jugar con referentes muy diversos, no sólo gracias a la permisiva intertextualidad, sino a la capacidad de hacer suyo lo dicho por otros que se le anticiparon pero que ya él había concebido en su jardín de los secretos, junto con Juan Perse, con Juan Lennon, con Juan Benny; porque la poesía es también un largo camino, una especie de carrera eterna de relevo donde se van haciendo trechos “con la saliva que derrama la esperanza”.
Muchos poetas conviven en Orlando Víctor. Desde el camarada Walt Whitman, los inventores de los mitos clásicos, los hacedores del viejo Evangelio, los nuevos evangelistas de letras provocadoras y música restallante, todos ellos se funden con los aires vallejianos y nerudianos en ese río-casa a donde todo llega y fluye, “aguas por agujeros de anciana eternidad, / descalzas de correr entre las piedras restregadas (…)”, porque “todos de algún modo un hondo río habremos desatado”.
Esa certidumbre de desatar amarras, de desbordarse, de confesar los grandes desasosiegos que atenazan a cualquier terrícola desde el rincón sideral que le ha tocado en suerte, es parte esencial del arte poética de Orlando Víctor, y lo manifiesta sin recato al decir lo que necesita con los recursos más disímiles, atravesando las formas y las fórmulas ya conocidas con tal autenticidad que deviene original como esos “portales que se acuestan con el año”.
Hay mucho de cascada en los Versos Salvajes de Orlando Víctor, como si los famosos saltos del Hanabanilla resucitaran en ellos; son versos irregulares, frescos, que desafían los riscos y los riesgos, que serpentean entre la expresión común que descubre lo extraordinario y en la palabra encumbrada que designa lo cotidiano, en una corriente que viene de lo hondo de su ser como el agua de las montañas y que hace pensar que este hombre intramontano, nacido en San Felipe de Cumanayagua en 1950 ha sido tocado por ese séptimo rayo de la energía universal que dicen roza el macizo montañoso central de la mayor de Las Antillas.