Revista Vitral No. 76 * año XIII * noviembre - diciembre de 2006


EDUCACIÓN CÍVICA

 

¿POR QUÉ LE CUESTA AL CUBANO
ALEGRARSE DEL BIEN AJENO?

DAGOBERTO VALDÉS HERNÁNDEZ

 

 

 

Asunto polémico porque nos toca a todos y a todas. Hay siempre excepciones, matices, apreciaciones diversas, pero el hecho es, sin fijarnos en la cantidad que lo siente, que no pocos cubanos tenemos serias dificultades para alegrarnos sin buscarle manchas y sinceramente del bien ajeno.
A lo mejor usted es una persona que no siente de esta manera, nunca o casi nunca, pero lo invito que mire a su alrededor y comience a observar las reacciones de los amigos y conocidos ante un logro, una premiación, una promoción o un adelanto cualquiera de los demás.
Podemos encontrar con frecuencia una primera postura que corresponde a aquellos que hacen todo lo posible por minimizar el logro, el ascenso, el bien recibido por otros. Si se tratara de ellos, tendría la mayor importancia pero como se trata del vecino, del amigo o del contrincante, entonces lo «relativizamos» tanto y lo colocamos de tal manera en «su lugar» que se nota el deseo consciente o inconsciente de minimizar.
Otra postura lamentable entre no pocos cubanos con relación a este sentimiento de rechazo a los logros ajenos, es la de aquellos que no se refieren al logro sino que comienzan a señalar los «problemas que presenta» y embarran a la persona del beneficiado, del premiado o del que recibe un beneficio. Estas son aquellas personas que no ven la luz del sol sino solo sus manchas.
Otros, por su parte, además atacan a la persona, institución o grupo que ha otorgado el beneficio o la gratificación, desacreditándolos para lesionar así al que ha sido reconocido.
Esto ocurre en todos los ambientes de la vida. Lo vemos entre miembros de una misma familia, en los centros de trabajo, en las escuelas tanto entre profesores como entre alumnos. Lo vemos incluso en los grupos de la sociedad civil, en las iglesias, en las agrupaciones de la cultura y en los actores nuevos y viejos de la política.
Es una especie de epidemia de la envidia. Es una plaga de miserias humanas. Es una fiebre de bajezas. Es una corriente subterránea, o mejor, subcutánea o subconsciente de vilezas y sentimientos rastreros, que no son exclusivos de la cultura cubana en general, pero que hace siglos lesionan nuestra dignidad, nuestra idiosincrasia y nuestra historia.
Recordemos sólo algunos casos sintomáticos como el caudillismo de la Guerra de los Diez Años, los encontronazos entre los civiles y los militares de entonces, las diatribas entre los pinos viejos y los nuevos antes de que Martí los uniera en la obra de consenso mayor de nuestra historia, recordemos las rencillas de La Mejorana, los traspiés de los primeros años de la República entre generales y doctores, y así hasta nuestros días.
Un pueblo que no educa a sus hijos para que sientan como propia la gloria ajena es un pueblo que desciende hacia la poquedad del ser. Es un pueblo que no crece en dignidad porque no lo deja incorporarse el peso de las vilezas.

Pandorga. Obra de Francisco de Goya y Lucientes.


Es verdaderamente triste ver la incapacidad para alegrarse de verdad con quien ha tenido un triunfo en su vida familiar, profesional, social, política o religiosa. Incluso, es más denigrante ver como mientras más cultas y estudiadas son las personas y los grupos, más duros, insensibles y reacios se muestran ante los laureles de los demás. Y más inmodestos y verdaderamente humildes nos mostramos ante los méritos propios.
Pero no creamos que estamos hablando de pequeñas diferencias cotidianas, de envidiejas vecinales, de vilezas pueriles, estamos hablando de un horrible cáncer que deforma, mutila y obstruye la vida social cubana.
En efecto, aún cuando en la sencillez de la vida ocurren estas faltas de sensibilidad cuando los demás progresan, en la medida en que esto se va convirtiendo en una actitud de vida, en un reflejo inconsciente que rebota el triunfo ajeno, entonces esa costumbre envilece la atmósfera social y la hace irrespirable.
La incapacidad para compartir solidariamente y reconocer el triunfo de los demás es una de las causas profundas, más destructivas, del deterioro del tejido social. Cuba no avanza más porque los que triunfan tienen más enemigos que quienes pierden.
Cuba no logra mayores consensos históricos porque los que no se lanzan hacia arriba, no solo retardan el adelanto, sino que se convierten en detractores de los que van creciendo.
Cuba se deshilacha en mil hebras deshilvanadas por los vericuetos de la amargura y el resquemor que sentimos cuando otros triunfan, sean amigos o enemigos.
Si Cuba «apedrea a sus profetas» con las miserias humanas de los que han dejado anidar la vileza y la envidia en su corazón, habrá escogido el mismo camino de aquella vieja Jerusalén que crucificó el viernes al que había recibido como un rey triunfador el Domingo de Ramos. El pretorio y el sanedrín no soportaron la entrada triunfal del Nazareno, y haciendo gala de su bilis, condenaron al justo y escupieron al inocente…, solo porque no podían soportar que lo siguieran muchos, lo proclamaran rey otros, y lo aceptaran como Mesías algunos.
Y ya sabemos en qué paró toda aquella historia de una generación y de una ciudad tan veleidosas… allí no quedó «piedra sobre piedra».
Cuba no podrá reconstruirse económica y moralmente si no aprendemos a aceptar, respetar y admirar los triunfos ajenos.
Y esto es un proceso educativo arduo, difícil, que necesita mucha fuerza de voluntad y mucha sinceridad, porque no se trata de fingir que uno se alegra del bien ajeno, se trata de aprender a sentirse solidario y orgulloso de que otros triunfen, sean gratificados y avancen en la vida.
No estamos llamando a la hipocresía, que sería tan rastrera como la envidia y la amargura del bien de los demás. Se trata de ese largo y tesonero esfuerzo por reflexionar y pensar muy seriamente:
¿Cuál es mi actitud ante alguien que triunfa?
¿Cuál es mi primera reacción ante el reconocimiento de las virtudes del otro?
¿Cómo acepto el triunfo de mis amigos o de mis enemigos?
¿Qué siento por dentro cuando otros reciben un reconocimiento?

Intentemos algunos pasos pequeños pero firmes, muy firmes, para sacar de adentro de nosotros mismos esa amargura por el bien de los demás:
- Aceptemos interiormente, en el silencio de nuestra alma, que los demás tienen méritos y pueden triunfar legítimamente.
- Guardemos silencio cuando sintamos esas ganas irreprimibles de rebajar el mérito ajeno, de descalificar el bien otorgado.
- Hagamos el propósito de aprender a respetar, aceptar y reconocer todo bien ajeno.
- Expresemos en público y en privado que nos alegramos de los triunfos de los demás.
- Y primero, antes que todo, digámonoslo a nosotros mismos en nuestro interior.
- Encontremos o llamemos al que ha recibido un bien, un reconocimiento o un triunfo y comuniquémosle nuestro aprecio y su significado para Cuba.

Y sobre todo, sanemos nuestro interior, no dejemos que la envidia nos corroa el alma. Hagamos limpieza dentro de nosotros mismos y subamos la parada para no hundirnos en el barro de las miserias humanas, de las vilezas y amarguras ante el bien de los demás y de la nación.
Si hubiera más reconocimiento por parte de otros, habría menos autosuficiencia pedante y menos arrogancia y más humildad.
Así estoy seguro que haremos un bien tremendo al país, a nuestras relaciones interpersonales, a nuestros amigos y también a nuestros enemigos.
Entonces se hará realidad en nuestro corazón y de su abundancia saldrá por nuestra boca aquel refrán popular que resume nuestra reflexión de hoy:
“Al que Dios se lo dio, San Pedro se lo bendiga”

¡Y nosotros también¡

 

 

Revista Vitral No. 76 * año XIII * noviembre - diciembre de 2006
Dagoberto Valdés Hernández
(Pinar del Río, 1955)
Ing. Agrónomo. Director del Centro de Formación Cívica y Religiosa. Trabaja en la Empresa de Acopio y Beneficio del Tabaco en Pinar del Río como Especialista de Control de la Calidad.