El derecho internacional y los más elementales y primarios derechos humanos, establecen que “Toda persona es inocente, hasta que se demuestre lo contrario”.
Sobre este presupuesto se edifica todo sistema judicial que se considere verdaderamente justo y humano. Los tribunales de justicia, los abogados defensores, incluso los servicios de fiscalía, no solo deben respetar este principio indispensable, sino que sin su primacía, de nada servirían estas instancias. Todo quedaría en manos de los detectives, instructores policiales y órganos de represión.
Precisamente lo que diferencia, en la base de todo, a un estado de derecho de un estado policial, es el respeto universal, sin discriminaciones y sin exclusiones, de este principio: Cada persona tiene el derecho a que se presuma su inocencia y no su culpabilidad.
Veamos, cuando en un país se ejerce y aplica irrestrictamente este principio o derecho humano, entonces los órganos policiales investigan y presentan pruebas para demostrar lo contrario; es decir, que la persona ha cometido un delito previsto y sancionado en las leyes positivas. Y mientras se está investigando o cuando se tienen ya las pruebas, esto no es suficiente aún para considerar a la persona como un criminal. No se le puede considerar y tratar como si fuera un forajido. Es necesario, indispensable, acudir a un tribunal imparcial que compara pruebas a favor y en contra del acusado, considerado todavía como un ciudadano inocente y tratado como tal. Sólo un tribunal competente e imparcial, que no sea juez y parte, como sucede cuando es la misma policía quien determina detener, registrar e impedir los actos de los ciudadanos sin una orden judicial anterior al acto y debidamente fundamentada. Cuando todo esto sucede, entonces se puede decir que estamos viviendo en un estado de derecho, en un país donde la ley impera y no la subjetividad de un policía o de un órgano de represión.
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Detalle de la obra del pintor Pedro Pablo Oliva:
"Parejas condenadas
a vivir eternamente con una
piedra en la cabeza". 80x100cm. Óleo/lienzo. |
Por el contrario, cuando en un país se sospecha de todos y de todo. Cuando se presume siempre que todo el que camina por una calle es un posible delincuente y no un posible ciudadano honesto. Cuando se considera que todo el que transita por una carretera es un posible traficante, un auto de alquiler ilícito, un violador del orden o una persona con presunta «peligrosidad» social, económica o política y se trata a todos por igual. Hay dos posibilidades: una, que el país esté lleno de delincuentes, criminales, traficantes y corruptos y la excepción sean los ciudadanos honestos; dos, que estemos en presencia de un sistema de corte policial y represivo, donde no impera la ley y no se presume que nuestros conciudadanos son amigos sino enemigos reales o potenciales.
En esos lugares se crea un clima de sospecha, de crispación, de desasosiego que obliga a todos, honestos y delincuentes, a actuar siempre «cuidándose», temerosos de una detención arbitraria, sometidos a la siempre presente probabilidad de un registro a cada paso, en cada carretera o esquina.
Ese ambiente donde prima una dinámica de “guardias y bandidos”, donde todo es sospechoso de ser robado, donde todo es sospechoso de ser corrupto, donde todo es sospechoso de ser desleal, donde todo hay que demostrarlo con «papeles», no es propio de una sociedad donde lo que se supone que prevalezca sean los ciudadanos pacíficos, honrados e inocentes.
La misma figura delictiva llamada «peligrosidad» puede dejar mucho a la subjetividad de quienes presuman cuándo se es peligroso y por qué. El mismo estado de peligrosidad está dando por sentado una sospecha de culpabilidad antes de cometer el delito. Se sostiene que es peligroso, es decir, culpable de un estado pre-delictivo… hasta que se demuestre lo contrario: es decir, que no es peligroso.
Cuando esta situación se va haciendo muy frecuente, cuando los registros se hacen cotidianos, cuando las calles se llenan de policías e incluso de camiones con capacidad para trasladar a muchos delincuentes, los delincuentes de verdad, ni se portan por allí, ellos con frecuencia «operan» lejos de estos lugares y nunca están donde hay mucho «operativo»; los que llevan algún bulto, no importa que sea la leche de sus hijos o una computadora portátil, comienzan a tratar de coger otra acera u otra calle, no por nada, —dicen— sino para evitarme la pena de ser registrado delante de todos y además interrogado como si fuera un ladrón, a sacar «papeles» que no llevo arriba, a ser el blanco de miradas interrogantes de “quién será, por algo lo han detenido…”; otros que no tienen nada que temer, comienzan a preguntarse: “¿podré llevarle esta botellita de aceite a mi mamá en el cajón de la bicicleta… y si me paran y me piden «papeles», y si me la quitan… y si pierdo la tarde en la estación de policía, hasta que se demuestre que soy inocente?”... entra en cada ciudadano honesto un miedo policial, una especie de actuación escurridiza, orillera, medio escondida, no porque lleve nada, ni haya hecho algo malo, sino para evitar que lo paren, pasar la pena, el mal rato, una y otra vez, cada vez con más frecuencia y con menos sentido de la distinción entre el ciudadano honrado y el delincuente de verdad.
Se comienza entonces, poco a poco, sin que nos demos cuenta, a actuar con un «cuidado» que nos coloca a nosotros mismos en el papel del delincuente. Nos sorprendemos nosotros mismos en una actitud ya rayando en el clandestinaje, “no por nada”, decimos, “sino por no tener que pasar por eso”- en un intento inútil de quedar bien con nosotros mismos y con los demás que nos observan desconcertados, en esa actitud casi ridícula si no fuera real, temerosa y opresiva.
Las autoridades tienen mucha razón en prevenir y castigar la corrupción, el delito y la delincuencia, ese es su deber. Todo país necesita de esos órganos que se ocupan de garantizar el orden y la tranquilidad ciudadana. Nada de lo que decimos aquí niega ese derecho-deber y, aún más, ese servicio necesario y oportuno. Es más, todos somos beneficiarios de un trabajo de contención de la delincuencia y de la corrupción. Ese es un tema que hemos abordado en muchas otras ocasiones y que debe remediarse con mucha responsabilidad, sistematicidad y legalidad.
De lo que estamos hablando aquí es de los métodos, de los medios, del estilo, de los excesos, de los que no están formados para desempeñar esa delicada tarea. Trabajar por contener la delincuencia es una labor compleja, inteligente, integral, y esto no se alcanza primera, ni fundamentalmente, aumentando sin más, la cantidad de efectivos y de acciones rutinarias de registro, que dan la impresión de ir creando, al mismo tiempo, un estado policial; es decir, un ambiente donde las calles, carreteras, parques, fiestas, playas y reuniones, estén marcadamente custodiadas por un número creciente, casi alarmante, de policías. El país adquiere, si esto sucede, un desagradable aspecto de excesivo control, de plaza sitiada, de régimen represivo, que seguramente no se quiere, ni debería ser, ni aparentar.
Todos sabemos que Cuba es, en general, un país de gente sencilla, trabajadora, honrada, que lucha por su supervivencia como nación, pero también lucha por sobrevivir como familia, como vecino, como ciudadano, como amigos. Todos sabemos que cuando no existen las vías expeditas y legales para adquirir algo sustancial e indispensable para la supervivencia de la familia, esa es la primera causa y la fundamental razón para casi obligar a un ciudadano honesto que tiene que mantener a su familia a «resolver» por las vías ilegales cuando las oficiales no responden a sus necesidades básicas y las de su familia. Quiero distinguir bien que estoy hablando de ciudadanos honestos y trabajadores, no de vagos habituales y bandoleros sin ética y sin necesidad.
Todos sabemos dónde están, dónde operan y qué hacen estos otros que sí son delincuentes y quieren vivir del sudor ajeno. No es de ellos que tratamos en este artículo. Ellos merecen ser prevenidos, investigados y penados si cometen una falta y se comprueba en los tribunales competentes. Aunque, no obstante, siempre y en toda ocasión, incluso después que se les encuentre culpables, hay que darles a todos, independientemente de sus faltas, un trato humano y legal.
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"En la cuerda" . Tempera y
carboncillo/cartulina.
Obra del
pintor
Miguel Ángel Couret. |
Aquí me refiero, lo aclaro una vez más, a los demás, a la mayoría, a los ciudadanos decentes, a los trabajadores y amas de casa, a los que viajan después de sudar la camiseta todo el día con un bultito en el cajón de la bicicleta y de regreso a su hogar, tienen que soportar ser parados, registrados, interrogados, en plena vía pública, o en una carretera, delante de todos los que pasan que ya no sabrán nunca si era culpable o inocente.
Me refiero a un viajero normal y corriente que en cualquier carretera, a cualquier hora del día y de la noche, todas las veces que se encuentre con la policía en el mismo trayecto, tiene que bajarse de su auto y abrir el maletero, tiene que soportar que le abran las puertas traseras y alumbren en el rostro a su mujer y sus hijos como si fueran delincuentes. Pensemos en los ciudadanos honrados y trabajadores, que no pueden pagar los altísimos precios de los nuevos ómnibus interprovinciales y a lo único que pueden acceder es a encaramarse en una rastra o en un camión y tienen que bajarse más de una vez, tirar sus bultos, abrirlos, ser registrados sin más y volver a subir para continuar camino. ¿Es esa la imagen que Cuba merece? ¿Es esa la forma, el método, la táctica, para combatir la delincuencia en un país del nivel de instrucción, del proyecto de justicia social y del orden ciudadano como el que tenemos o decimos que vamos a alcanzar?
Si es para prevenir y salvaguardar precisamente lo que hayamos alcanzado, entonces tenemos en Cuba la suficiente inteligencia, nivel técnico, sensibilidad humana y discreción metodológica, para realizar una labor preventiva profunda, sistemática, global y gradual que vaya a la raíz de la delincuencia y no solamente y primeramente a sus lamentables consecuencias. No creo que en esto se haya hecho tanto, ni todo, lo que todos, padres, maestros, escuelas, iglesias, vecinos, debemos y podemos hacer en comparación con aquellos otros métodos rutinarios y represivos, en ocasiones necesarios pero no siempre, y no como dinámica general y ostensible.
Si es para contener y ubicar los posibles focos de delincuencia y corrupción, entonces bien, vayamos directamente a ellos y no sometamos a toda la ciudadanía, por lo general y en su mayoría, personas honradas, pacíficas y trabajadoras a los métodos y al trato que son propios del trato con una minoría marginal y criminal.
¡Qué gusto da ver a un joven policía orientando a un transeúnte que perdió una dirección o ayudando a un anciano a cruzar una avenida! ¡Qué sensación de respeto y seguridad ciudadana se siente cuando en una noche, en una autopista, un agente detiene el auto donde viajan personas decentes y que sabe aprovechar la revisión rutinaria de los documentos de tránsito para saludar a los viajeros y darse cuenta, por el nivel de su inteligencia y de su experiencia profesional, que aquellos no son forajidos de la justicia y que sin más registro, ni más molestias, ni más pérdida de tiempo, los saluda, les desea buenas noches y los manda a continuar como hijos y hermanos de un mismo pueblo que somos todos!
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Obra del pintor Juan Suárez Blanco. |
Esta es la imagen que deseo que todos tengamos de nuestra Cuba. Todos, cubanos y cubanas, en primer lugar porque somos parte de esta nación con sus bellezas, su historia y sus problemas. Todos, también los que vienen a visitarnos como familiares, amigos y turistas. Todos ellos, como también nosotros, y los encargados de mantener el orden, sabemos que nuestras actitudes hablan de nosotros, de Cuba, más que los anuncios y mil palabras.
Y todos sabemos que el mundo se pone al revés cuando se considera, no con las palabras sino con actitudes, que todo el mundo es culpable hasta que se demuestre lo contrario.
Estoy seguro que en Cuba no será así. Aquí todo el mundo es y debe ser considerado inocente hasta que se demuestre lo contrario. Y si es necesario demostrarlo que no sea con un registro o acto público que ponga en duda la honestidad del ciudadano y, aún cuando se demuestre lo contrario, sepamos recordar las palabras de Martí, que lo más sagrado para nosotros es “el culto de los cubanos a la dignidad plena del hombre”.