Santificación de las horas, oración unánime de la comunidad cristiana. Cánticos, salmos, antífonas, himnos, breves lecturas de las Sagradas Escrituras. Alabanzas, silencios, preces: expresión de nuestras aspiraciones y deseos dirigidos al Padre Nuestro. Preces que en un día de Pascua elevo a Dios como incienso, como ofrenda por estas experiencias en Tierra Santa que convierto en plegaria.
Me acerco al Muro de los Lamentos. Quiero rezar allí con el pueblo hebreo, colocar un pequeño papel entre las milenarias piedras del antiguo templo. En reverencia, consciente de que piso tierra sagrada, llego. De pronto, una mujer viene hacia mí y mirándome a los ojos me ordena quitarme el crucifijo. Me paralizo, ¿qué hago? ¿Niego a Cristo? Ya estoy frente al muro. Miro a mi alrededor y mis ojos se detienen en una judía que llora sobre las páginas de un libro abierto. Siento mío el dolor del pueblo judío. Lentamente mi mano se levanta y esconde el crucifijo dentro del suéter mirando a la mujer que solloza con lamentos que no olvido. Coloco mi papelito entre las hendiduras de las rocas. Llorando yo también, pido a Dios por la paz en Tierra Santa y en el mundo.
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Muro de las lamentaciones. |
Ahora llegamos al Museo del Holocausto. En la puerta de entrada hay un letrero donde se narran los sufrimientos del pueblo judío por culpa de los cristianos. Me duele lo que leo, siento como un rechazo raigal, pero me es imposible no reconocer que es cierto todo lo que dice. Entramos al terrible laberinto presidido por una enorme imagen de Adolf Hitler. A partir de ahí salas y más salas donde todo lo que ves, todo lo que escuchas es real. Sucedió. No hay documental sobre la shoá que iguale esto. No hay palabras que describan lo que habita en este lugar. Es como entrar en el reino del mal.
Camino lentamente entre los árboles del Monte de los Olivos. Un niño palestino se me acerca con una rama de olivo y con su rostro inocente insiste en dármelo. Con una mano que se lleva a su boca me tira besos, con la otra sostiene la rama. La tomo entre las mías y le doy unas monedas. Lo veo alejarse contento rumbo a otros peregrinos cristianos sacándose más ramas de los bolsillos. Apenas unos pasos más y entramos en la capilla donde celebraremos la misa ese día. El fraile franciscano que nos guía decide no iniciarla hasta que no se acallen los potentes altavoces de los musulmanes que llaman a la oración de esa hora. Son minutos largos, de silencio y recogimiento ante lo extraño, y a la vez tan cercano, era la fuerza y el misterio de la fe lo que escuchábamos. El Islam nos rodeaba.
Temprano en la mañana le había preguntado a Ammán, al chofer palestino de nuestro autobús, qué decía a medida que sus dedos se iban moviendo por las cuentas de su tasbith (rosario musulmán). Me dijo: “Alá es grande, Alá es poderoso”. El rosario musulmán tiene 99 cuentas, en las que se recuerda los nombres divinos, omitiéndose el centésimo, porque es el no-manifiesto. Conversamos sobre esto el fraile y yo. El me comenta: “Pero nunca oirás decir que Alá es amor”.
Después de subir las colinas empedradas, impresionada por tanta belleza e historia, en medio de peregrinos católicos del siglo XXI, que rezan en distintos idiomas lo mismo que han rezado millones de seres humanos durante dos mil años, sentí la emoción de la cercanía de un largo sueño que se hacía realidad y fue uno de los momentos cumbres de toda mi travesía. Llegábamos al Cenáculo, el lugar donde Jesús celebró la ultima cena y los apóstoles recibieron el Espíritu Santo en Pentecostés.
No creo que exista otro lugar del mundo donde la historia esté tan viva como en los pisos, paredes, techos, arcos, columnas, ventanas del Cenáculo. Es presenciar en minutos el intenso paso de los siglos: las piedras originales que pisaron los primeros cristianos, los pedazos de la iglesia bizantina del siglo IV; trozos de la mezquita construida por los musulmanes durante la invasión de Tierra Santa, en el siglo VIII, allí está la mikhrab, nicho que indica la dirección hacia la Meca, junto a la belleza arquitectónica de la era de las cruzadas en el siglo XIII. Los franciscanos, custodios de Tierra Santa, construyeron el Cenáculo en 1335, pero fueron expulsados en 1523 por los otomanos, que lo convirtieron en mezquita.
Hoy el Cenáculo está en manos de Israel y el gobierno no permite que se celebre allí misa. Lo único que podemos hacer los cristianos, después de pagar por el derecho a entrar, es rezar por unos minutos.
Qué dolor que donde Jesucristo celebró su última cena, los cristianos no podamos hacerlo en memoria suya desde hace muchos siglos.
Que el Señor nos bendiga y nos guarde, vuelva a nosotros su rostro y nos dé la paz.