Revista Vitral No. 75 * año XIII * septiembre-octubre de 2006


ENCUENTRO CON...

 

SOBRE LA BREVEDAD
DE LAS CENIZAS
ENTREVISTA CON EMILIO DE ARMAS

INGEBOR PORTALES MARINO

Emilio de Armas.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

“No creo en las palabras”. Con este verso aparentemente contradictorio, comienza el libro Sobre la brevedad de la ceniza, (2005) del poeta cubano Emilio de Armas.
Una joya de edición artesanal, encuadernado totalmente a mano, con una tirada de apenas 250 ejemplares, fue publicado por la colección Strumento de Miami.
Sobre la brevedad de la ceniza es una exquisita selección de poemas divididos en dos partes. Según de Armas, el libro tiene dos alas, siendo el núcleo original los poemas que están agrupados bajo el epígrafe “Sobre la brevedad de la ceniza”, escritos aproximadamente a finales de la década del 90.  La segunda parte del libro reúne bajo el título “La soledad que ampara” otro grupo de textos escritos posteriormente.
De Armas nació en el año 1946 en la ciudad de Camagüey y creció en el pueblo azucarero de Florida, a 39 kilómetros de la capital de la provincia. Estos lugares queridos, cercanos geográficamente, para Emilio “han quedado al otro lado del tiempo”.
Estudió Letras en la Universidad de La Habana y pertenece a una generación de poetas que despuntó en los primeros años del proceso revolucionario cubano. En su inmensa mayoría la poesía cubana de esos años se vio influida por las exigencias del régimen socialista en todo su apogeo.  De Armas nunca hizo concesiones de sus principios religiosos ni permitió que su poesía se contaminara, gracias a esto hoy es dueño de una obra impecable.
En 1991 de Armas salió de Cuba para Washington, invitado por LASA, (Latin American Studies Association). Su madre, Nola Martín, le pide que se quede pero Emilio decide regresar porque la muerte era inminente. Ese mismo año vuelve a salir invitado a Argentina a raíz del Centenario de los Versos sencillos de Martí. Emilio decidió que este era un viaje sin regreso, aunque solo llevaba consigo una pesada maleta con algunos de sus libros más queridos y sus poemas inéditos.

De Armas ahora recuerda: “fue el año de las dos primaveras, la primavera de Washington y la primavera de Argentina. Empecé el año con una primavera en Washington y lo terminé con una primavera en Argentina. Nadie pensó que me iba a quedar en Argentina habiendo estado antes en Washington. La gran diferencia era la presencia de mi madre, que estaba viva en el primer viaje y no lo estaba en el segundo”. Emilio vivió durante seis meses en Buenos Aires y en el año 1992 se trasladó a Miami.
Para Emilio la vida es una constante pregunta. En su libro anterior, Blanco sobre blanco, escribe, “la vida, es este viaje, la intemperie, el lugar seguro, la intemperie otra vez”. Ahora define en un poema aun más hermoso, “Muerte y resurrección”, que vivir es un acto de resurrección permanente.
Ha publicado entre otros libros Un deslinde necesario (1978), La extraña fiesta (1981), Reclamos y presencias (1983), La frente bajo el sol (1988), Blanco sobre blanco (1993) y Sólo ardiendo (1995). Actualmente trabaja en la Arquidiócesis de Miami, como editor del periódico La voz católica.
Emilio de Armas tiene la suerte de haber conocido a Eliseo Diego, a Gaztelu, a Octavio Smith, a Fina García Marruz, y a Raúl Hernández Novas. Hoy a través de Emilio he podido revivir un poco la presencia de todos ellos, pero sobre todo la de ese poeta, admirado por él, Emilio Ballagas, cuando escribía: “Ser poeta es vivir en el mundo y en el universo, en el tiempo y en la eternidad. Y así el poeta no se queda en esa cosa estrecha y enfática que ha dado hoy en llamarse «ser humano», sino que es además de humano otras muchas cosas que andan por sobre lo humano. O que es humano por añadidura”.  

¿Por qué no cree en las palabras un poeta?

No creo en las palabras, en La Palabra con mayúscula, en el sentido del verbo, como fuerza creadora, en esa sí creo. Pero las palabras se pervierten mucho por obra humana, se utilizan tristemente para engañar. Las palabras, cuando no tienen detrás la verdad, o por lo menos la convicción de que se está diciendo la verdad, pueden usarse para hacer mucho daño. Por eso digo “Las he visto afirmar, negar, mentir al pie de los altares y patíbulos”, en dos de las situaciones más extremas. La historia de la humanidad, entre otras muchas cosas, es la historia de cómo la palabra, que es la fuerza creadora, se ha utilizado para hacer el mal. El poeta vive siempre en una especie de pugna con las palabras, que es el único vehículo que utiliza la poesía.

Usted estuvo en Cuba durante ese período que posteriormente algunos críticos literarios denominaron el Quinquenio Gris de la poesía cubana, 1961-65. ¿Cómo lo recuerda?

Fue una época terrible que viví junto con un grupo de amigos que coincidimos en la Universidad de La Habana y nos formamos en la poesía al mismo tiempo. Lo maravilloso fue que de pronto nos encontramos un pequeño grupo de jóvenes, con la misma edad, coincidiendo en lecturas, buscando algo que debía ser distinto de lo que había, buscando dónde fue que se interrumpió el buen camino, y esto nos unió muchísimo. Pienso que no fue quinquenio ni fue gris, fue un Decenio Negro. Para mí eso es una adulteración muy grande, pues como no se puede negar una verdad, lo que han hecho los críticos que se han puesto a hablar de quinquenio gris es contribuir, no sé si a sabiendas o no, a ocultar una parte de la verdad. Sí se reconoce una parte, parece que por lo menos hay una crítica retroactiva. Pero por otro lado hay que reconocer que han tenido el valor de decirlo estando allí.

¿Qué tipo de poesía resultó en general de ese decenio?

La poesía que se publicaba, en cuanto estilo, era lo más prosaico y chato, lo más cercano posible al editorial de periódico; un soneto era sospechoso. En cuanto a los temas tenían que ser abierta y francamente cotidianos, políticos y revolucionarios. Se podía escribir de amor y de unas cuantas cosas más, pero esto había que sazonarlo con panfletos a la revolución y a lo que estaba sucediendo en ese momento.

¿Y cómo reaccionaban ante la poesía no comprometida con estos principios?

La comenzaron a llamar poesía escapista, intimista. Yo siempre me negué a aceptar este término, aceptaba en todo caso interiorista. Porque el intimismo es un período muy  breve y específico en la poesía cubana, alrededor de los años 20 con tres o cuatro nombres, y eso no va volverse a dar. Detrás de todo eso estaba el verdadero problema, que era un país donde no se podía hacer arte con libertad. La verdad no podía salir a la luz, una cosa eran las conversaciones en la casa, en la calle, a la salida de un concierto, en un parque del Vedado, y otra cosa eran las polémicas aguadas que llegaban a salir en los periódicos. 

¿Recuerda alguna historia en particular de este período?

Una con El caimán barbudo, fue un número que dirigió Roberto Díaz en el año 69 o 70. En ese número publicó poemas míos, de Aramís Quintero y de varios poetas más. El número lo ilustro Servando Cabrera, era precioso. Pero ninguno de los textos tenía el más mínimo compromiso político. El número originó un problema tan grande que lo tuvieron que recoger apresuradamente, e hicieron otro número con la misma fecha para sustituir el que desaparecieron. Yo conservaba tres ejemplares, y un día en Camagüey, por  el año 89 o 90, me invitaron a hablar de poesía y llevé aquel ejemplar y lo mostré al público. Les dije: “si van a las hemerotecas y piden esta fecha van a encontrar un ejemplar distinto, pero aquí está el verdadero ejemplar.” Creo que ya esto marcaba un cambio en la poesía cubana de aquella época.

¿Aún conserva los ejemplares?

No, se quedaron en Cuba cuando me fui.

¿Usted diría que hay un vacío en la historia de la poesía cubana?

La historia de la poesía cubana de los años 60 y 70, la que está en los libros, es insuficiente, no es toda la historia y yo diría que ni siquiera es la verdadera historia. Porque no podía publicar todo el que estaba escribiendo, había gente que escribía y guardaba sus escritos. No los dejaban publicar, junto con la poesía coloquialista revolucionaria, se estaba gestando otra poesía que empezó a salir a la luz casi diez años después.

Cuénteme sobre su primer libro: La extraña fiesta.

El libro fue premiado en el concurso 13 de Marzo de la Universidad de La Habana en 1979. Lo envié porque en el jurado estaba Eliseo Diego. Los otros dos miembros jurado eran José Prats Sariol y Ángel Augier. El día de llevarlo al concurso, cuando lo releí, pensé: “-no lo voy a llevar, porque a este libro no lo premian ni tres Eliseo Diego juntos”. Era la negación misma de todo este tipo de poesía que se promovía. Y me fui a trabajar. Resulta que cuando regresé, mi madre había llevado el libro al edificio de Extensión Universitaria, que quedaba frente a Coppelia y lo había presentado en el concurso. Este libro fue, hasta donde yo recuerdo, el primer libro que se premió que no tenía poemas dedicados a la revolución. Había un poema dedicado a José Antonio Echeverría, en el que se mencionaba a Dios y me dijeron que existía la convención tipográfica de escribirlo con minúscula. Les dije que eso era imposible, porque se transformaba en un nombre común y entonces había que ponerle el artículo él o un, y se le rompía todo el ritmo al verso. El verso era una frase que usaba mi abuela cuando nos íbamos a acostar: “que buenos sueños nos dé Dios”. Felizmente lo respetaron.

Después vino Reclamos y presencias...

Sí, La extraña fiesta fue un libro escrito por una persona joven con una sensibilidad que era refractaria al sistema. Reclamos y presencia ya era un libro que tenía poemas con alusiones intencionales, ocultas bajo un tono de poesía de fábulas medievales, de historias. Este era un libro político, con un lenguaje exactamente opuesto a lo que se usaba entonces.

¿Qué recuerdos guarda de su estancia en Buenos Aires?

Argentina es un país maravilloso, llegué allí sin conocer a nadie y me fui dejando muy buenos amigos, unos cuantos que cuentan entre los mejores amigos que he tenido en mi vida. Buenos Aires es una ciudad tan bella, es como La Habana, pero limpia y pintada. El barrio de San Telmo es como las estribaciones de Centro Habana con la Habana Vieja. La última calle donde viví, yo le decía San Rafael, porque se parecía muchísimo a esa calle de La Habana. Para un habanero y para un escritor, Buenos Aires es la ciudad ideal, es inmensamente literaria, la calle Corrientes es un gran desfile de librerías.

¿Y por qué decidió venir a Miami?

Cuando caminaba por las calles de Buenos Aires sentía una lejanía inmensa. Sentí que si me quedaba allí eran dos vidas, era como romper la continuidad y empezar otra vida nueva, aquí yo continuaba con la vida que traía. Es ese polo, que atrae en un momento determinado.

¿El silencio ocupa gran parte de su vida?

El silencio es el reverso de la palabra, al que le importa y le preocupa la palabra también tiene conciencia del silencio. Ambos ocupan el mismo espacio, la palabra sale del silencio y en cierto momento, cuando la palabra se apaga, si la palabra está bien dicha, lo que se restablece es el silencio otra vez. Es el movimiento entero del universo, de un polo a otro.

¿Por qué tanta fijación con la muerte?

La muerte es una presencia que está con uno, aunque uno no la pueda ni siquiera expresar de una manera conceptual. Como decía Rilke, la muerte de cada uno va creciendo con uno mismo. Recuerdo una tarjeta postal que me mandó el poeta Roberto Valero, dos o tres semanas antes de morir, a raíz de mi libro Blanco sobre blanco, en la que me decía “no llames tanto a la muerte, que puede venir”.

Lezama decía que “un hombre empieza a envejecer cuando se le muere la madre...”

No había pensado en eso, pero la primera idea que me viene a la mente es que la muerte de mi madre me hizo más niño.

¿Cómo están trabajados los cuatro elementos naturales en su obra?

En un sentido mítico la tierra, el agua, el aire y el fuego son, por percepción de la mente humana, símbolos de todo lo que existe, de la creación. En un sentido real, a través de ellos percibimos que estamos vivos en el universo, en el mundo.

¿Cuál es otro elemento distintivo en su poesía?

Hay una relación de espacio, de tiempo, de creación. Una especie de polaridad entre lo que es muy pequeño, una piedra, un guijarro, un insecto, y el universo. Tiendo a crear un espacio entre lo muy particular y lo universal y están estrechamente unidos y vinculados. No existe independencia entre un grillo que está cantando en la hierba y una estrella que está brillando allá arriba a 20 años luz. También se repite siempre la presencia de sombras que amenazan.

¿Cuáles son sus influencias literarias más cercanas?

Los poetas se organizan por familia y tiene que ser familia legítima. El poeta nunca debe renegar de su familia, de quienes son sus padres y sus abuelos. Así como tenemos una estirpe biológica tenemos una estirpe literaria. Yo tengo mucha afinidad con la poesía de Eliseo Diego. En general con el grupo Orígenes. El poeta actúa dentro de una tradición y en mi caso, evidentemente es la cubana, yo procuré una formación dentro de mi propia lengua, los poetas cubanos del siglo XIX, Martí, Zenea, Casal. Siento una afinidad muy grande por Emilio Ballagas, cuando descubrí Elegía sin nombre fue como si se me abrieran las puertas grandes de la poesía. Es como cuando uno lee un poema y piensa, yo quisiera haber escrito esto, que no es envidia, es un sentimiento de amor.
“Sefarad”, el último poema de este libro y Fidelidad del peregrino, aún inédito, ¿pueden ser dos poemas de cabecera de un exiliado?
Fidelidad del peregrino es la vida como viaje que no cesa. Yo me he identificado siempre con la figura de Odiseo, con la idea de que lo que importa no es llegar, lo que importa es ir. Y “Sefarad “es el exilio universal, en este caso centrado en la expulsión de los sefardíes de España por obra de los reyes católicos.

¿Sobre qué libros vuelve siempre?

Yo he leído cosas muy diversas y por distintas etapas, pero siempre el hilo conductor de la lectura ha sido la poesía. Aunque esté leyendo un libro de física como La teoría del tiempo de Hawking, que me parece uno de los libros más importantes que se hayan escrito, entre capítulo y capítulo, leo poesía. Ya no leo tanta como antes, más bien releo la que me gusta. Cuando uno se está formando, está buscando, pero llega el momento en que ya tiene su poesía acompañante. Otra de las grandes obras que he leído muchas veces es La guerra y la paz. Es una novela tan extraordinaria, que no tiene final, se va diluyendo, de pronto la novela sale del libro y los personajes siguen por ahí. Hay otro libro que decidí no terminar de leerlo, Juan Cristóbal, de Romain Roland; el libro lo leí por primera vez en el bachillerato, donde se estudiaba la primera parte, “La mañana”. Este libro me fue acompañando a lo largo de la vida y cuando me iba a ir de Cuba, como no sabía lo que iba a pasar, decidí terminar de leerlo. Para mí la salida de Cuba es la muerte de mi madre y la muerte de Juan Cristóbal. 

¿Y lo trajo consigo?

No. Luego traté de comprarlo aquí pero no lo encontré nunca en español. Lo compré en inglés y en francés, pero cuando leo por placer prefiero hacerlo en español. Finalmente, logré que me lo trajeran de Cuba.

¿Todos sus libros se quedaron en Cuba?

Sí, lo único que deseo es que hayan caído en las manos de alguna persona a la que le hayan hecho tanto bien como me hicieron a mí. Cuando pienso en ellos me acuerdo de unos versos que escribí alguna vez: “una pelota perdida entre la hierba, cada tarde jugaremos junto a ella, sin volver a verla”... Es como el gato de Alicia en el país de las maravillas, se borra el gato y lo que queda es la sonrisa....

Y para terminar, la pregunta obligada: en caso de un incendio o naufragio ¿qué libro quisiera salvar consigo?

En caso de un incendio, los Salmos de David, pero no sería necesario porque están por todas partes, así que trataría de salvarme yo para poder seguir leyéndolos. ¿Qué naufragio más grande que el irse de la tierra de uno para no volver? Hay miles de libros maravillosos. Retirarse a una casa de piedra junto a un lago, que es mi versión de la isla desierta, con los Salmos de David, porque están llenos de respuestas, el Evangelio de Marcos y el de Juan, unos cuantos de los pocos poemas que escribió San Juan de la Cruz, los poemas de Raúl Hernández Novás, de Aramís Quintero, de mis amigos, porque es como estar con ellos. Y después hay libros que nos han dicho algo importante en determinado momento, como Tonio Kroger una novela menor o relato largo de Thomas Mann, que me ayudó a autorreconocerme. Otro libro aparentemente pequeño, Le grand Meaulnes, de Alain Fourier, del que saqué el título de “La extraña fiesta”, es un libro para adolescentes, un gran libro de poesía. Y por supuesto, La odisea. Si me pregunta mañana, cambiaría toda la lista, pero La odisea y los Salmos de David no los quitaría nunca, ahí está toda la literatura universal. 

Muerte y resurreccion 

¿Y si acaso esta tarde
—Mientras la melodía secreta del invierno  SOLEDAD
transcurre como el río de los siglos,   SILENCIO
y el crujir de tus pasos en la hierba
se ahonda en soledad—
dejara de latir tu corazón?
                                            Tan sólo eso, que dejara
de contraerse y dilatarse en armonía
con las sístoles y diástoles del universo,
y un oscuro silencio sobreviniera entonces,
y te quedaras ciego, sordo y mudo
las manos sobre el pecho, como fronteras ávidas
de retener el aire que se escapa:
ya sólo cuerpo:
                           un cuerpo solo
entre la interrumpida música,
entre la interrumpida luz,
entre el interrumpido roce de tu ser
     con las cosas
qué sería —¿cómo decirlo de otro modo?—
tu caída en la muerte,
                                     y no escucharas nada,
y no se dilataran tus pupilas
al golpe de otra luz,
ni tus manos asieran otra forma,
y pasaran —eternos y fugaces—
los siglos y crepúsculos y pájaros,
y la música toda que ya no aprenderás,
y las formas que ya nunca aprehenderás,
y los nombres que no te servirán
     para llamar a nadie,
y el fulgurante río de universos
como barcas que mira alejarse un niño absorto,
y entonces —¿cómo decirlo de otro modo?—
tu detenido corazón se contrajera
al inundarlo la sangre de Dios,
tu detenido corazón se dilatara
al desbordarlo la sangre de Dios,
y latiera,
                latiera en otro golpe
de música, de luz, de tacto ávido y total
como late y se dilata un universo,
sin que nadie sintiera
pasar, como una sombra, la palabra,
sin que los siglos y crepúsculos y pájaros
se dieran cuenta alguna
de que tu corazón se había detenido
sobre la abierta cuchilla de la nada,
salvo —tal vez— tu perro,
que tiraría de la cuerda,
                                        jubiloso
de seguir juntos el camino.

 

 

Revista Vitral No. 75 * año XIII * septiembre-octubre de 2006
Ingebor Portales Marino
Nació en Güanajay, Provincia de La Habana y Diócesis de Pinar del Río, colaboró con la Comisión Católica para la Cultura y ahora escribe para el periodico The Sentinel.