Desde que el Renacimiento descubrió para la pintura el misterio de la objetividad del mundo exterior los artistas no han cesado de explorar esa magnética ambigüedad donde lo que está afuera no es la conciencia pero puede ser también un acontecimiento de la conciencia que el objeto puede curarnos de nuestras peligrosas fantasías o, por el contrario, simbolizarlas con una fijeza implacable. Del ready-made a la instalación, parece que el último dato de esta aventura secular sería la convención de la obra plástica en objeto, con lo que las opciones del asunto, el yo, no han sido trascendidas sino más bien confundidas, o pactadas, o ironizadas como riqueza en los mejores y, demasiado a menudo como fracaso. No hay que dudarlo: es imposible imaginar una circunstancia del arte en la que el desafío de la relación sujeto-objeto pudiera ser ignorado. El artista plástico estará siempre moviéndose entre formas ajenas y suyas que le interrogan y dialogan con él, y, siendo él mismo un creador de objetos, un productor de cosas que han renunciado a toda o casi toda función que no sea la del sentido, quedará permanentemente captado por la función del sentido,en las cosas que no aspiran a tener sentido, y a barajar el sentido y sus cosas en una producción distinta, renovadora del mundo y del ser. En esta constante inagotable del arte plástico se instala la pintura de Erasmo Huerta.
La operación de selección de sus objetos va entregando sus claves: tazas, cucharas, cafeteras, botones y ojales, hilos, tijeras, peines, discos, tubos que presentan un elenco del placer, la alimentación, el vestido, el sexo. A diferencia de la objetualidad surrealista, que en una primera ojeada, nos engañaría como referencia, aquí las cosas no se relacionan por el súbito del inconsciente, asociando lo diverso y aún lo incompatible, sino por el contrario en una dulce aunque no inmediata afinidad de los elementos representados: las cucharas nupcialmente cruzadas y el botón en el ojal, por ejemplo. Estos enlaces sutiles abren además una posibilidad narrativa –a veces insinuada en el título-: la representación metafórica de un suceso erótico, o de la experiencia misma, sin anécdota. La tendencia del formato generoso denuncia que el acto de escoger va acompañado de una fijación y ampliación de los objetos, como si necesitara verlos en toda su totalidad soñada, pero no con un afán cognoscitivo sino con una pasión amorosa que los descubre y los proclama estremecidamente. Son los objetos del Eros, y ellos mismos están erotizados, seleccionados por su irresistible condición de participantes y mediadores del acto amoroso. Son las Cosas de los Amantes. Están unificados por el perturbador objeto que es el pelo, vello o cabello humano. Él es el mediador supremo, la conexión y la distancia de los amantes, la efusión carnal que puede recubrirlo todo, enlazarlo todo. El vello atrae de inmediato la mirada y la mano, los instrumentos básicos del pintor: es un símbolo del acto creativo en la calidad de ars erótica. Él es la fascinación del cuerpo en lo exterior y la poderosa explosión del cuerpo hacia el exterior. Solo este mágico detalle bastaría para definir al pintor en su condición de poeta, de descubridor de la realidad.
Huerta se incluye en la línea de la subjetividad en las cosas, pero al mismo tiempo atrapa y revela lo real, no como cosa en sí sino como cosa nuestra, incluso como cosa entre nosotros dos. Son los objetos que están entre los dos sujetos amorosos. Las Tazas del Brindis. No se ven los sujetos: ellos ven y se ven en los objetos como emblemas de la dualidad imposible, como síndromes de su fusión. A la noche, a la ceguera de los enamorados convienen estas ganas oscuras e intensas, estos contrastes luminosos, estas texturas calientes. Ningún desborde colorístico, ningún iris tropical: pero este calor de la gama, la temperatura pasional que dicta cada cuadro, son entrañablemente cubanos, pertenecen al panerotismo por el que acostumbran los compatriotas del pintor identificarse. Como a los mejores de su gremio, a él le fascina la economía de medios, el uso de materiales diríase innobles que se goza en redimir dentro de la técnica mixta . La intensidad en él no tiene nada que ver con el exceso: esta pintura de vigor y de energía es, al mismo tiempo, de una concisión y un equilibrio clásico: sus líneas de fuerza se armonizan en torno al centro focal por la vertical, la horizontal o la diagonal: por una sola de ellas. Los objetos eróticos son ubicados en una malla simple y fuerte, conforman un concierto estable y de múltiple ardor.
Estas naturalezas vivas, estos objetos humanizados por la pasión carnal develan finalmente su objeto por excelencia: el cuerpo de la mujer desnuda.
Vemos sobre ella el vello y el cabello ocre que recubría y anudaba las cosas del Brindis; la escolta, el obsesivo peine que quiere recorrerla. Aquí la pintura de Huerta se reposa adquiere una oscura transparencia, un brillo íntimo y una vibración feliz. En oposición a la violencia que inunda la representación del cuerpo humano en el arte actual, estas muchachas son de veras vírgenes, exhiben una femeneidad sana y respetada, en la que la sensualidad se inscribe dentro de la gracia y naturalidad, distantes de cualquier agresión y todo vicio. Pintura adorable si la hay, en la que triunfa la calidad decorativa que toda esta obra, sin proponérselo, alcanza. Pero en modo alguno se piense en una visión fácilmente hedonista, reduccionista. Hay un día de Brindis II, una segunda versión, como secundaria pero en verdad más profunda, de la realidad del erotismo, presidido por un Cristo crucificado y seccionado que vierte su cuerpo y su sangre en las tazas de la cópula culpable. Porque el testimonio del artista es sincero y es íntegro, no excluye el sufrimiento del deseo y del placer y del desafío del otro cuerpo y de la otra persona: esas tijeras, esos hilos, esos negros y ocres y rojos en pugna. Como si los objetos del deseo no fueran al final otros sino el cuerpo y la sangre de Dios, que es desde luego el único acto erótico que puede realmente saciarnos.