Revista Vitral No. 70 * año XII * noviembre-diciembre de 2005


ECLESIALES

 

«LA EUCARISTÍA,
UNA LLAMADA A COMPARTIR
PARA LA IGLESIA
Y PARA LA SOCIEDAD»

MONS. JUAN DE DIOS HERNÁNDEZ

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 


Lo primero es que, hablar de la Eucaristía, no es hablar de un objeto, tampoco de un simple concepto, es hablar de una persona, y desde ese presupuesto, desde esa afirmación, nosotros entramos en relación con el “Misterio de un Dios, Jesucristo, que se ha quedado en medio de nosotros bajo la apariencia de pan y de vino” realizando realmente la presencia que llamamos sacramental.
En el sacramento de la Eucaristía está realmente Jesús, y todo Él. Sólo asomándonos al misterio lo podremos entender desde la fe, sólo postrándonos de rodillas, humildemente lo podremos amar.
Hay que tener claro que cuando las primeras comunidades cristianas celebran la Eucaristía, ya viven la experiencia de Jesús, ya viven la experiencia del crucificado - resucitado, personal y comunitariamente. El crucificado - resucitado, hecho comida y bebida se entrega como alimento. Esa voluntad “de estar con” y entregarse como alimento para su comunidad, expresa la presencia real de Cristo en la Eucaristía.
Los Hechos de los Apóstoles (Cap. 2, 42-43; 46-47), nos dice “eran constantes en escuchar las enseñanzas de los apóstoles y en la comunidad de vida, en el partir el pan, en las oraciones”. Así, en el Dia del Señor, se reunían a celebrar la Eucaristía. La misa diaria es más tardía.
En torno a la mesa nació el relato: “Llegada la hora, Jesús se sentó a la mesa con sus apóstoles. Les dijo: En verdad, he deseado muchísimo comer esta Pascua con ustedes antes de padecer”..(Lc.22. 14 ss).
Nacía la Eucaristía en el retablo de la pasión de Jesús, y dentro de ella, inserta en lo más profundo, y con el acontecimiento pentecostal, la Iglesia. Entonces aparece el misterio en un amasijo : Pasión, muerte, resurrección, Eucaristía, Iglesia, casi en una y única realidad histórica. “Del misterio pascual nace la Iglesia. Precisamente, por eso la Eucaristía, que es el sacramento por excelencia del misterio pascual, está en el centro de la vida eclesial”, nos decía nuestro Santo Padre Juan Pablo II en su encíclica Ecclesia de Eucaristía.
La Iglesia vive, desde entonces, en Pascua y no puede dejar de hacerlo, la Iglesia desde entonces, también vive en Eucaristía. Por eso la Eucaristía nos da un rostro de Iglesia y de Iglesia universal, por ser la salvación traída por Jesús para todos.
La Eucaristía, compartir fraterno para la Iglesia. No podríamos ser Iglesia y en concreto Iglesia que peregrina en Cuba, si al participar en la Eucaristía no abriéramos las puertas a lo diverso de la Iglesia. Por otro lado, lo diverso de la Iglesia no pudiera acercarse debidamente a la Eucaristía si no lo hiciera en clave de comunión y participación.
Lo diverso en el pensar y en el actuar: pueden existir dentro de la vida de la Iglesia maneras diversas de enfocar los problemas de cualquier índole y de darles respuesta; maneras inobjetables éticamente e inspiradas, todas ellas, en el Evangelio y en el magisterio de la Iglesia. Esto, lejos de romper, enriquece a la Iglesia, crea comunión y participación desde la diversidad y actualiza y revela la Eucaristía - presencia real de un Dios de todos y para todos.
Lo que nos une es verdaderamente el amor a Jesús y todos nuestros sentimientos, actitudes, comportamientos y conductas deben pasar por ese amor, si, verdaderamente la Eucaristía llega a ser el centro de nuestra vida de Fe y de nuestra vida fraterna.
Lo diverso en su composición: La Iglesia, en su composición, se diversifica primero en diferentes o varios ministerios ordenados de servicio a la comunidad total; el ministerio de los obispos, sacerdotes y diáconos; la vida religiosa en toda su expresión, desde los que se consagran a Dios en la vida contemplativa, hasta los que se entregan en la acción pastoral de tantas y diversas formas y modos; nuestros laicos en la multifacética forma de hacer presente a Jesucristo y su Iglesia, todos nos reunimos, al menos cada domingo, para celebrar donde se pueda, la acción Eucarística. No es la lucha de poderes, el deseo de imagen, de éxito, el servirse de la institución eclesial por los medios de los que dispone o por las oportunidades que brinda, los títulos académicos u honoríficos las influencias de orden religioso o político - social el camino por el que se llega a la Eucaristía, es el espíritu de servicio callado y humilde, el esfuerzo por el perdón y la reconciliación, la capacidad de ser para los demás espacios de vida y de dignidad humana; es la solidaridad sin límites, el tener presente al otro, el salir de uno mismo, de nuestros propios quereres e intereses, es comprender, más que querer ser comprendido, amar más que ser amado, es la satisfacción de darle a la Iglesia en lugar de vivir de ella , es la capacidad de ofrenda y de amor oblativo, es la unción orante de la vida, lo que actualiza y hace presente en el altar de la comunidad cristiana, la presencia sacramental de Jesucristo, la Eucaristía y la posibilidad real de compartir fraterno como Iglesia.
¿La celebración de la Eucaristía es un culto que comparte y revela la vida?: Qué importante es, si queremos que la Eucaristía sea un espacio donde se toque el compartir fraterno y eclesial, que el culto y lo ritual revele el seguimiento de Jesús. Para nosotros cristianos católicos que peregrinamos en Cuba esto es de vida o muerte, porque sólo así y únicamente de esa forma, nosotros podremos garantizar una auténtica evangelización que pasa por el testimonio de vida; sin él, corremos el terrible riesgo de implantar un nuevo modo de fariseísmo o de ser ideólogos de una institución, con las consecuencias de fragilidad en el seguimiento del Señor que esto conlleva, y también de inconsistencia eclesial que genera.
Cuando participamos en misas dominicales o diarias, donde lo masivo e impersonal predomina, donde la vida no aparece, donde el rito está muy unido al cumplimiento, la pregunta brota espontáneamente: ¿Qué relación tiene este rito con la vida y cuáles son sus repercusiones en ella? La separación entre las tareas cotidianas y la Eucaristía es un peligro continuo para la verdad cristiana de los sacramentos. no somos creíbles... y eso en nuestro mundo es lo peor que nos puede pasar. Nosotros, los sacerdotes, somos los primeros que tenemos que estar atentos a este peligro, para evitar ser funcionarios y convertirnos verdaderamente en pastores.
Cuando la comunidad cristiana tenía la tentación de reducir el evangelio a una doctrina teórica, Jn 6,53 reacciona: “Si no comen la carne del Hijo del hombre y no beben su sangre, no tendrán vida en ustedes”. En otras palabras, “si no aceptan que en la conducta de este hombre Dios mismo se revela, si no tratan de re-crear, es decir, de repetir de manera nueva, esa conducta en su historia, no estarán en camino de salvación”.
Ahora se puede entender mejor por qué hay que discernir el cuerpo de Cristo, cuando se participa en la Eucaristía, es decir, hay que saber si estamos o no preparados para comulgar, si nuestro corazón tiene la preparación que pide la Sagrada Escritura y la Iglesia. Por eso no es aconsejable ni pastoralmente aceptable, cargar de misas a las comunidades si antes , en gran parte de sus miembros no se va dando esta experiencia del crucificado - resucitado.
Entonces... ¿cómo realiza la Iglesia misma su ser de Iglesia? ¿cómo permanece una con su Señor?.
La respuesta nos la da Pablo en I Cor 10, 14-22 y 12-23: «Por eso, hermanos muy queridos, huyan del culto a los ídolos. Les hablo como a personas inteligentes: juzguen ustedes mismos lo que voy a decir: La copa de bendición que bendecimos, ¿no es una comunión con la sangre de Cristo? Y el pan que partimos, ¿no es una comunión con el cuerpo de Cristo? Uno es el pan, y por eso formamos todos un solo cuerpo, participando todos del único pan. Miren a los israelitas, a la raza de Israel: para ellos, comer de las víctimas es entrar en comunión con su altar. Con eso no quiero decir que la consagración de la carne al ídolo tenga algún valor, ni que el ídolo mismo sea alguien. Sin embargo, cuando los paganos ofrecen un sacrificio, el sacrificio va a los demonios y no a Dios. Yo no quiero que ustedes entren en comunión con los demonios. Ustedes no pueden beber al mismo tiempo de la copa del Señor y de los demonios. Ustedes no pueden participar de la mesa del Señor y la de los demonios. ¿Acaso queremos provocar los celos del Señor? ¿Seremos más fuertes que él?»
La Iglesia es cuerpo de Cristo y lo es cada vez de nuevo por la Eucaristía.
Termino esta parte de mi reflexión para mí de nuclear importancia, con las voces de la patrística de la Iglesia: dice San Juan Crisóstomo:” ¿Qué es el pan? Cuerpo de Cristo. ¿Qué se hacen aquellos que lo reciben? Cuerpo de Cristo. No muchos cuerpos, sino un solo cuerpo. Si, pues, todos existimos por lo mismo y todos nos hacemos lo mismo, ¿por qué no mostramos luego también el mismo amor, por qué no nos hacemos también una sola cosa en ese sentido?”.
Un hecho tan fundamental como el de nuestra unidad real con un cuerpo, debe tener también consecuencias reales en nuestra vida diaria. Dicho de otra manera: Si la esencia de la Eucaristía es unirnos realmente con Cristo y unos con otros, quiere decir que la Eucaristía no puede ser mero rito y liturgia; no puede en absoluto celebrarse por completo en el ámbito del templo, sino que la caridad diaria y práctica de unos con otros es parte esencial de la Eucaristía y esa diaria bondad es verdaderamente “liturgia” y culto de Dios. Más aún, sólo celebra realmente la Eucaristía quien la completa con el culto diario de la caridad fraterna. Ignacio de Antioquia lo expresa de manera inimitable cuando dice que: “ la fe es el cuerpo y la caridad la sangre de Cristo (Trall 8,1)”. Inseparable alianza de liturgia y vida, alianza que hace la Iglesia y la fundamenta.
Es decir, la liturgia de Cristo se celebra en cierto sentido con mayor realismo en el diario quehacer que en el acto ritual. Santo Tomás de Aquino conservó esta intuición de los padres, al decir que el verdadero contenido de la Eucaristía (res sacramenti) es la “sociedad de los santos”. O cuando otra vez afirma: “En el sacramento del altar se designa una doble realidad: el verdadero cuerpo de Cristo y el cuerpo místico”. Para los padres, digámoslo una vez más, la diaria caridad cristiana es de hecho una parte esencial del acto Eucarístico y en ella empieza por cumplirse que los cristianos sean cuerpo de Cristo, cosa que tiene en la celebración Eucarística su centro determinante y cabalmente, por ello también su centro exigente. “Por eso, cuando presentes una ofrenda al altar, si recuerdas allí que tu hermano tiene alguna queja en contra tuya, deja ahí tu ofrenda ante el altar, anda primero a hacer las paces con tu hermano y entonces vuelve a presentarla (Cf. Mt 5, 23-24)”. Porque no puede haber Iglesia ni tampoco Eucaristía si no hay reconciliación.

Una llamada a compartir en fraternidad para cada cristiano: cada cristiano es la Iglesia.

La comida eucarística tiene como primer efecto una fusión de amor con Jesús, esa es la principal llamada, la más importante de las llamadas, una unión más íntima con Él.
Él entra como alimento en la persona de cada cristiano para entablar una relación más estrecha, más fuerte que permita que la persona pase, o mejor, entre en un proceso de Mismeidad, transforme todo su interior, de tal manera que lenta y progresivamente, cuando la hora de Dios llegue al alma, haya una transformación de la identidad... es lo de Pablo: “Ya no soy yo quien vive, es Cristo quien vive en mí”.
Jesús afirma: “Quien come mi carne y bebe mi sangre permanece en mí y yo en él” (Jn 6,56). La finalidad de la comida eucarística no consiste, por tanto, en una unión pasajera sino duradera. Quien recibe el cuerpo de Cristo en la comunión, lo acoge para crear una intimidad destinada a prolongarse.
Hablando de la vida de la gracia, durante la Última Cena, Jesús se define a sí mismo como vid, cuyos sarmientos difunden la vida. Para los sarmientos, el problema es permanecer unidos a la vid. “ Permanezcan en mí como yo en ustedes”. Esta recomendación tiende, sobre todo, a garantizar la fecundidad de la vida de fe cristiana: “Como el sarmiento no puede dar fruto por sí mismo si no permanece en la vid, así también ustedes si no permanecen en mí” (Jn 15,5). Pero no es sólo una finalidad de fecundidad, aunque es importante. Permanecer unidos a Cristo, permanecer en Él, como Él habita en nosotros, es algo a perseguir por sí mismo, porque corresponde a la necesidad más profunda de quienes han descubierto al crucificado-resucitado como experiencia vital.
Pablo demuestra que se trata de una aspiración, la más fundamental del ser humano, al menos para el que ha descubierto a Cristo y cree en Él. Pablo expresaba su deseo de felicidad del más allá: “Deseo morir para estar con Cristo” (Flp l, 23). A esta aspiración, en la vida presente, ha querido responder la Eucaristía. La comida es comida de comunión con Cristo, es decir, una comida que establece una unión con Él, que toma todo el ser y permite al creyente permanecer en Él como Él permanece en nosotros.
La participación en la Eucaristía se realiza por un verdadero “comer y beber”, que implica un proceso de asimilación de la sustancia ajena. En el sacramento, sin embargo, más que transformarle a Cristo en nuestra sustancia, es Él quien nos trasforma en la suya, por lo que el proceso resulta más complejo. Al tomar, en efecto, sobre sí nuestros pecados en la pasión, Cristo nos transformó en sí; mientras en el evento Eucarístico, el creyente es quien abre el espacio vital al Señor, que llama a la puerta, y le deja disponer...”Toma Señor y recibe toda mi voluntad, mi memoria, mi entendimiento, y toda mi libertad, todo mi haber y mi poseer, Tú me lo diste, a ti Señor lo torno, todo es tuyo, dispón de toda mi libertad, dame tu amor y gracia que esto me basta” diría San Ignacio de Loyola en su proceso de transformación y de mismeidad...
Qué importante resulta para ir entrando en lo más neto de la fe, empezar a experimentar, esa presencia que transforma y hace nuevo, por eso debemos de desmontar toda barrera que nos impida ese acceso a Él. La Eucaristía por ser esa presencia íntima nos puede ir ayudando a esto.
Las barreras cayeron ante Jesucristo en el curso de su vida y muerte, o mejor dicho, cómo desde el principio quedaron superadas. Por eso, tienen que caer las barreras entre disponer de sí y dejarse disponer por Dios. En esto consiste esencialmente la licuación y fluidez eucarística, con que Jesús diluye en su pasión todas las barreras, “no se haga mi voluntad” y revela la ley básica a la que ajustó su existencia, “porque he bajado del cielo, no para hacer mi voluntad, sino la de Aquél que me ha enviado” (Jn 6,38).
Son las barreras de mis decisiones y también las de la Iglesia donde ha faltado, en muchas ocasiones, el discernimiento; donde lo menos que ha aparecido es el deseo apasionado de ir descubriendo por dónde Dios nos quiere llevar .
Tal es el contenido y ley de la “hora” «¿Y qué voy a decir: Padre, líbrame de esta hora? Pero, si he llegado a esta hora para esto, Padre, glorifica tu nombre. Vino entonces una voz del cielo:”le he glorificado y de nuevo le glorificaré” (Jn 12,27s). Dejar que esto ocurra en la sustancia de mi ser y del ser de la Iglesia por la presencia del Señor es comulgar realmente, es el “hágase en mí ‘ de María, que la hizo conforme al Hijo “según tu palabra”.

La iglesia – del compartir el sacramento de la Eucaristía a compartir la mística de la vida.
Uno de los más grandes teólogos del siglo XX, el jesuita alemán Karl Rahner dijo esta frase bastante desafiante y pienso que bastante conocida : “El cristiano del siglo XXI o será un místico o no será”. Este término casi siempre se había aplicado a cristianos excepcionales en la historia del cristianismo, sin embargo, Rahner lo pone en nuestras manos, nos lo envía para colocarlo en el entramado de nuestras vidas, realmente nos desafía. Parece como si los tiempos que se avecinan en el mundo, en concreto en nuestra sociedad cubana y más histórico aún, con mayor rostro en ésta, nuestra Iglesia cubana, pero más aún con tu nombre y el mío, sí, esos tiempos venideros fueran a pedir a los(as) creyentes de a pie algo que pensábamos era propio o estaba reservado a creyentes de una excepcional calidad, o de unos tiempos pasados, más propicios a lo sobrenatural que estos que nos ha tocado vivir a nosotros. Por si no eran suficientes las dificultades que tenemos como cubanos y católicos en el ámbito social, laboral, familiar, económico..., se nos presenta ahora una dificultad añadida que, de entrada, nos invitaría a abandonar el intento...
Lo que la afirmación de Rahner pretende poner de manifiesto es que para ser de verdad cristiano en los próximos años será necesario que cada cristiano(a) tenga una experiencia personal de Dios. Experiencia que desborde lo conceptual o teórico de Dios y que dote a la fe de una fuerza vital capaz de sobreponerse a la increencia ambiental, no tanto desde lo ideológico sino desde lo existencial: relaciones pre-matrimoniales, fragilidad del matrimonio- se disuelve fácilmente; mundo donde lo sensorial, lo placentero tiene la primera y hasta la única palabra; simulación y doble moral, etc., por mencionar algo, sólo algo.
La experiencia de Dios que Rahner plantea como ineludible para el cristiano del futuro, y a la que llama Mística, no consiste en episodios extraordinarios alejados de la sensibilidad cotidiana, ni en visiones o revelaciones sobrenaturales especiales.
Se trata de algo más sencillo: de la capacidad, de la sensibilidad, para encontrar a Dios, para captar su lenguaje, para sentir su presencia y trabajo amorosos, en la vida cotidiana. O, dicho de otro modo, se trata de la necesidad de que los cristianos del futuro vinculen su experiencia de Dios, su lenguaje sobre Dios... a las experiencias más cotidianas de la vida.
Esta clase de mística que el P. Benjamín González Buelta, ha llamado “Mística de ojos abiertos”, que otros le han llamado “Mistica de la horizontalidad”, por tocar lo terreno de la realidad, lo que está abajo: es palpar, vivir, descubrir, al Dios que está latiendo, con presencia cierta y amor entrañable, en las mil y una cosas y personas que conforman mi vida cotidiana.
Si desvinculamos a Dios de nuestra vida cotidiana, nos quedaremos sin Dios, o al menos sin el Dios verdadero, mientras que si le descubrimos, le hablamos, le amamos, en los hechos cotidianos, con el lenguaje de cada día, en las preocupaciones que nos abruman... podremos ser creyentes místicos en este tiempo.
No les estoy invitando, pues, a alejarnos a algún desierto para allí tranquilamente, sin líos, sin problemas, sin disgustos... descubrir a Dios; les estoy llamando, por el contrario, a profundizar lo cotidiano, a buscar a Dios en el bullicio de una vida que quizás no es la que nosotros elegiríamos, sino la que es. Se trata, pues, de una mística que desde el corazón de Dios nos devuelve al mundo, para vivir y actuar en él según el latido misericordioso de su amor.
Esto no es nuevo en el cristianismo, ni siquiera de un pasado tan lejano, vienen a mi memoria, en mi infancia, adolescencia, juventud, figuras de la talla del Dr. Bernardo Fernández, Aidita Rojas, Carmita Aguilera, Sergio Torralbas, Rosa Laje místicos de estas calles, santos de a pie, hombres y mujeres de esta Iglesia diocesana que hicieron de sus vidas una maravillosa síntesis vital entre fe y vida. Esto de la experiencia de Dios en lo cotidiano de la vida, no es nuevo, repito, hombres y mujeres nuestros, contemplativos, que nuestros ojos han visto y nuestras manos han tocado...? Cuántos de estos hombres y mujeres ustedes conocen en sus comunidades cristianas? ¿Con cuántos ustedes mismos no han podido hablar? ¿A cuántos no han visto colocando en el sagrario donde está la Eucaristía, la vida de cada día?
Uno de los indicadores de que hay vida espiritual primero, y de que ella va adquiriendo madurez después, es la “facilidad de encontrar a Dios... siempre y en cualquier hora”.
La Eucaristía, misterio de Fe, nos entrena día a día a este gran desafío, estos nombres que he citado más arriba, más otros que aparecen en toda la historia del cristianismo, son miles, vivían de la Eucaristía y vivían para la Eucaristía. ¿Cuántas horas de contemplación observadas por mí de estos personajes ahí, en el sagrario de nuestra catedral, cuántas horas amasando con sus manos y las de Jesús el día que les tocaba vivir o que les tocaba terminar? Para, sin ellos mismos saberlo decirle al mundo, lo que Jesús dijo a Felipe: “Felipe, el que me ha visto a mí ha visto al Padre (Jn.14, 9)”.
Pero, para encontrar a Dios ya ellos conocían su modo de ser y también de actuar, no iban a buscar a un Dios desconocido. Lo habían descubierto tras el velo humilde y hasta ordinario de las especies de pan y de vino; lo habían descubierto encarnado, por ello, limitado; cuando resucita es, por ello mismo irreconocible con ojos terrenos. Y su presencia, cuando es verdadera, es también humilde. Por eso no podemos esperar, ni revelaciones, ni manifestaciones portentosas; no esperemos vernos liberados mágicamente de las angustias y los sufrimientos de la vida; no creamos que encontrar a Dios en lo cotidiano es como vivir flotando en una especie de nube. Nada de eso.
¿Qué nos cabe, pues, esperar? Cosas muy sencillas, pero muy divinas: semillas de vida en campos de muerte, vivir divinamente el dolor humano, palabras de esperanzas donde uno no esperaría escucharlas nunca, dignidad increíble en los despreciados del mundo, capacidad de gratuidad sin entrar en el comercio de la vida, fuerza para decir no y luchar contra lo que nos dan por evidente y que todo el mundo dice y hace, paciencia ante la limitación humillante, lucidez bañada en misericordia, gusto por lo pequeño, atrevimiento para mirar a los ojos sin humillar, ni avergonzarme... etc. ¿Es poco?... “Lo que embellece el desierto es que esconde un pozo en cualquier parte”, decía el principito.
Por otro lado, hay preguntas que nos encuentran con Él y que nos debiéramos hacer: ¿Con quién comparto lo más hondo de mi vida, de mis preocupaciones?, ¿Con quién o ante quién expreso mis convicciones más profundas, mis vivencias más íntimas?, ¿quién me acompaña en mis búsquedas humanas y creyentes? No es posible caminar en solitario como cristianos; el caminar cristiano requiere siempre compañía. De otra persona, de un grupo, de una comunidad... Muchas veces no encontramos a Dios porque buscamos en solitario. Y cuando uno se empecina en buscar en solitario sucede que muchas veces se empecina también en ir por donde no debe. No hay que olvidar que Pedro necesitó a Juan para que le dijese:” Es el Señor” . (Jn 21, 7).
Por último, hay signos que nos dicen que hemos encontrado a Dios en la vida: Una certeza interior inquebrantable; de una fuerza para el bien que sentimos que no es la nuestra propia; de una esperanza íntima desprovista muchas veces de razones; de unos ojos distintos para percibir las realidades de siempre de una manera nueva; de una alegría tan serena como inexplicable... Pero, ¿hay algo exterior, de alguna manera objetiva, que nos permita reconocer en otros o en nosotros mismos que esa experiencia no es engaño o ficción?
El primero de esos signos es la capacidad de misericordia, de mirar al mundo, a las personas y a mí mismo, con lucidez y, sin embargo, con misericordia; con lucidez y con ternura. Esta misericordia no es el sentimiento que nos surge por consideraciones meramente humanas. Es sentir tan abrumadoramente un amor sin razones, es experimentar tan frecuentemente el efecto salvador de la ternura, que acaba por contagiársenos ese mismo modo divino de ver el mundo.
El segundo signo, la gratuidad, como modo de ser, y como ejercicio, es otro buen indicador de la verdad de la experiencia de Dios. De un Dios que nos lo da todo previamente y con ello hace posible que nosotros podamos dar algo.
Gratuidad que significa capacidad de don sin respuesta o sin recompensa, priorización de la necesidad del otro sobre mis gustos y sentimientos. Gratuidad que se convierte en servicio. Es decir, vivir la vida a los pies del otro, que es, en la caridad, la manera de complementar el misterio de la Eucaristía.

La Eucaristía, compartir fraterno para la sociedad:

La Eucaristía, compartir fraterno para la sociedad. El que la palabra Eucaristía preceda al término sociedad en nuestro tema ya nos coloca en una postura concreta, ya en cierto sentido define nuestra perspectiva, ya nos asoma a aquella ventana de nuestro Martí: “Por el amor se ve, con el amor se ve, es el amor quien ve”.
Quisiera que me permitieran ir a un pozo común y desde ahí tratar de tejer estas líneas, me refiero al documento final del E.N.E.C. y quisiera que me permitieran además citar dos números tomados de “La instrucción pastoral de los obispos de Cuba con motivo de la promulgación del documento final del encuentro nacional eclesial cubano (E.N.E.C.)” - mayo l986.
Los números 24 y 25 dicen: “Cristo es todo para nosotros”. El es “el camino, la verdad y la vida” (Jn 14, 6); la luz (Jn 8,l2); la cabeza (Col 1,l8); la piedra angular (Ef 2,20; el fundamento (I Cor 3,ll); el pastor bueno (Jn 10,ll); la puerta (Jn 10,7); la palabra última y definitiva a los hombres (Heb l,2); el mediador único (I Tim 2,5); la causa única de nuestra salvación (Hech 4,l2); nuestra paz (Ef 2,l4).
Perfecto en su humanidad, perfecto en su divinidad, Cristo es Dios verdadero y hombre verdadero, que vino para que tengamos vida abundante (Jn 10,10). Ante Él se dobla toda rodilla (Filp 2,10), todo se recapitula en Cristo (Rom 11,36), todo se ordena a Cristo (I Cor, 15,28), todo encuentra en Él su sentido último (I Cor 8,6; Col 1, l6-17). En Cristo encuentra el hombre su dignidad completa: sabemos lo que somos, tenemos, podemos y valemos, cuando aceptamos a Cristo.
Por cualquier camino se puede perder el hombre; por el camino de Cristo nunca se ha perdido nadie. Cristo libera, sana, perdona, santifica, vivifica, reconcilia, congrega, salva. Toda la acción de Dios está expresada en Cristo. “En Cristo” es una palabra muy original y muy rica que San Pablo no se cansa de repetir. Nadie ha podido absolutizarse como se absolutizó Él: “El que no está conmigo está contra mí” (Mt 12,30). Él modificó la moral; se identificó con el Padre; perdonó los pecados; habló con autoridad; dijo que en Él se cumplía la Escritura. Fue el hombre para los demás, pero con tres categorías humanas preferidas: los pobres, los enfermos, los pecadores. El que encontró a Cristo, encontró el tesoro por el cual vale la pena “venderlo todo”(Mt l3, 44) porque “todo es pérdida en comparación del conocimiento sublime de Cristo, mi Señor” (Filp 3, 7).
La Iglesia le habla a esta sociedad a través del sacramento de la Eucaristía, y es Cristo, el único fundamento que la construye. Por eso:
- Preocupa enormemente una cultura que lentamente se va gestando sin ética, la ética que se pueda objetivar a la luz de valores permanentes que nunca pasan y que van dando consistencia a quienes los descubren y a quienes libremente se van adhiriendo a ellos. Esa ética no existe. La ética que actualmente vive nuestra gente depende de las circunstancias, momentos socio-políticos, y hasta del humor... no son los valores los que van dándole el perfil y el rostro a nuestro pueblo. La consecuencia de esto se ve diariamente en nuestras calles y en nuestros hogares.
- No hay estabilidad en el hogar y la separación con el consecuente divorcio de la pareja está cada vez más presente en nuestra sociedad. La familia pierde estabilidad, no hay hogar y nuestros hijos son víctimas o de los estados emocionales de los padres o de aquello de: “total, todo el mundo lo hace”. A esto se añade las escuelas al campo, fuente que compromete muchos valores que dan al traste y no favorecen la educación en el amor.
- La manipulación y la limitación de la libertad, la más revolucionaria de todas las palabras, que no puede ser vivida, y en ocasiones, ni pronunciada en un país revolucionario.
- Una sociedad que alimenta una cultura del resentimiento y del odio, con expresiones, discursos de una carga agresiva muy fuerte. Llevamos muchos años que no salimos del hoyo del rencor, siempre hay un pretexto para estar metido en él.
- Un gran cansancio y agotamiento ante los esfuerzos requeridos para la sobrevivencia cotidiana para aliviar las penurias económicas.
- Una falta de cultura laboral que genera irresponsabilidad e indiferencia.
- Una inseguridad ante el futuro que genera angustia.
- Desesperanza que desanima y evade la realidad.
- La dignidad de la persona, reducida en su defensa, a un factor determinante: lo ideológico.
- Las pautas de comportamiento y el modo de pensar son vividas desde la fuerza que se ejerce fuera, no desde la libre adhesión al valor descubierto desde dentro.
- La doble moral, es por todos conocida y en algunos casos hasta vivida, como algo mordiente en la propia piel. Aquí, sencillamente, cabe todo... El nivel de corrupción con el verbo “resolver “ es sencillamente cósmico y el nivel del sí o del no, según el caso, en el orden de lo ideológico alcanza esferas increíbles con aquello de “no quiero buscarme problemas”.
- El hedonismo, como filosofía del placer, avala todo lo que tenga que ver con el “bienestar de sentirse bien”, sea lo que sea se busca la forma del placer, se justifica y se promueve.- sexo, alcohol, droga, son las expresiones más comunes, en formas originalmente insospechadas.
- El exilio, como respuesta, es la que más comúnmente aparece, en una cadena interminable que nace allá en los años 60 y que ciertamente no se le ve el final.
Desde el punto de vista histórico sabemos que es prácticamente una convicción de que las diversas normas éticas o morales de la humanidad nacieron en el seno de las religiones, aquellas más proféticas llegaron a expresar esas normas como mandamientos divinos. ¿Qué ha pasado en nuestro pueblo?, por muchos años se ha visto conculcado en su fe, que por otro lado pertenecía y pertenece, al humus de sus raíces, atacado, inducido con corrientes de pensamientos diversas, mofado y ridiculizado y por momentos hasta sancionado. Todo esto lenta pero progresivamente ha debilitado esas raíces de tal manera que nuestra gente, como resultado de todo esto vive: un relativismo donde “Todo vale” o un gran permisivismo, “no cojas lucha”...
Jesús, desde su presencia eucarística nos dice: “ustedes son la sal de la tierra. Y si la sal se vuelve desabrida, ¿con qué se le puede volver el sabor? Ya no sirve para nada sino para echarla a la basura o para que la pise la gente.
Ustedes son la luz del mundo. No se puede esconder una ciudad edificada sobre un cerro. No se enciende una lámpara para esconderla en un tiesto, sino para ponerla en un candelero a fin de que alumbre a todos los de la casa. Así, pues, debe brillar su luz ante los hombres, para que vean sus buenas obras y glorifiquen al Padre de ustedes que está en los cielos”. (Mt 5, l3-16).
El evangelio de Emaús (Lc 24,13ss), es como la respuesta desde la Eucaristía que debemos dar a nuestra sociedad cubana. Es una de las imágenes bíblicas más gráficas en la sagrada escritura. Ante un mundo cubano dibujado con esas pobres y dramáticas características somos enviados como los discípulos de Emaús.
La Eucaristía concluye con una misión: Pueden ir en paz. Es decir, todo esto que se ha vivido en la liturgia, ahora se prolonga en el entramado ambiguo y viscoso de la historia que nos toca vivir, y eso, en paz, “yo estoy con ustedes, todos los días”, por eso, el final de la celebración Eucarística no es la comunión, es la misión.
El mundo de los discípulos de Emaús, ni era mejor ni peor que el nuestro, era el que les tocó vivir, y desde allí estaban llamados por Jesús a dar una respuesta. Jesús caminaba a su lado. En esta nuestra realidad cubana, la Eucaristía nos invita a caminar con Jesús, a sentirlo a nuestro lado. Primero, caminar.
¿Qué nos impide caminar?. Pienso que una de las cosas que nos detiene es la nostalgia. Querer volver atrás.
Aún cuando lo de atrás sea bueno, que no necesariamente lo tiene que ser, nos impide vivir el hoy y desde ahí proyectar el futuro. Jesús en la Eucaristía nos invita a vivir la hora de Dios en nuestra vida y desde la intimidad y fusión que nos brinda su presencia eucarística, nos invita a responder hoy.
La nostalgia, es un modo de involucionar, de caminar para atrás, nos desgasta, despilfarra nuestras energías, ésas que necesitamos para la tarea que está por venir y que pide de nosotros todo nuestro ser y hacer.
Lo segundo, también muy importante, es experimentar a Jesús a nuestro lado. Esta realidad de presencia la podemos constatar en la Eucaristía. Si, toda la Eucaristía es un lenguaje de presencia que nos quiere trasmitir el Señor, “Yo estoy con Ustedes...”, es la afirmación más trascendental de la fe.
Por eso, la Iglesia se presenta a la sociedad con talla eucarística, y es esa presencia la que le habla a la sociedad.
No son los poderes humanos, los que tienen la palabra.
No son los tratados bilaterales, los que tienen la palabra.
No son nuestras influencias humanas, nuestras estrategias inteligentes, las que tienen la palabra.
No son siquiera nuestras instituciones asistenciales o pastorales por mucho bien que ellas hacen , las que tienen la palabra.
No son nuestros números, nuestras estadísticas, encuestas , los que tienen la palabra.
No son los proyectos pastorales o planes, que aunque hay que hacerlos, sabemos que no tienen la palabra.
Y así podríamos hacer una lista interminable, típica de lo estrictamente humano, y de que ahí, como una gran tentación, en ocasiones, ponemos toda nuestra fuerza y confianza. “Nuestro Auxilio nos viene del Señor”, dice el salmista, y es esa la fuerza que da la Eucaristía para tener una palabra para compartir con la sociedad: Es lo que le dicen a Jesús los propios discípulos de Emaús.
“Todo ese asunto de Jesús Nazareno. Este hombre se manifestó como profeta poderoso en obras y en palabras, aceptado tanto por Dios como por el pueblo entero”. Sabemos, que la sociedad espera de nosotros. Esa es la razón por la que no es sólo la Eucaristía, sino la vida eucarística, la que marca lo diferente y la que da una respuesta. La celebración eucarística ha resumido para nosotros en qué consiste nuestra vida de fe, y tenemos que volver a la sociedad para vivirla lo más plenamente posible con los hermanos, creyentes o no.
No nos olvidemos que el sacramento de la Eucaristía nos entrena para encontrar a Dios en la historia, el misterio de un Dios hecho pan y vino, nos prepara para descubrirlo en lo anónimo, simple, ordinario y vulgar de la vida, y es entonces ahí cuando la Eucaristía tiene una palabra para la sociedad, porque quienes creemos en ella vivimos de ella. Toda la vida y el mensaje de Jesús se condensa en el sacramento de la Eucaristía y desde ella tenemos una palabra para la sociedad, que no es otra, que toda la vida y el mensaje del Maestro.
La Eucaristía es memorial y como tal nos ayuda a vivir en sociedad no como si la sociedad en que vivimos comenzara, o hubiera empezado en nosotros sino como quienes recogen la historia de un pueblo con toda la carga de bueno que tiene como cosecha y desde ella volviera a tirar la semilla de lo bueno y noble en el surco. Los discípulos de Emaús, le narraron a Jesús la historia, toda la historia mesiánica que ellos esperaban. Esa espera humana, alimentaba una esperanza humana, que es precisamente la que el resucitado - aparecido les desmonta y les revela al partir el pan, presencia de fe. Es el código nuevo que les abrirá a la esperanza, cimentada y afincada en el Señor. Es que la esperanza cimentada y alimentada desde sólo lo humano no tiene salida “pero a él no lo vieron”
Resulta imprescindible para nuestra sociedad que haya un grupo de hombres y mujeres que nutridos del Pan Sacramental, teniendo una vida eucarística, den razones de esperanza desde la fe, esa es la palabra de la Eucaristía para la sociedad, es eso lo que comparte. Entonces Jesús les dijo: “¡Qué poco entienden ustedes y cuánto les cuesta creer todo lo que anunciaron los profetas! ¿ No tenía que ser así y que el Cristo padeciera para entrar en la Gloria? Y comenzando por Moisés y recorriendo todos los profetas, les interpretó todo lo que las Escrituras decían sobre Él...”
Jesús les va preparando con la herramienta de la fe, es imprescindible creer. Creer, para encontrar a Dios en la historia, para encontrarlo en la Eucaristía, para tener vida eucarística y para saber que la presencia de Jesús y su mensaje es lo que, como Iglesia, tenemos nosotros para compartir con la sociedad. Por eso, Señor, “Quédate con nosotros”, para que sigas multiplicándote en las manos de nuestros sacerdotes y en el altar de nuestros templos; para que sigas habitando en el corazón de nuestros fieles, para que podamos todos ser Eucaristía y compartirla en sociedad. “Una vez que estuvo a la mesa con ellos, tomó el pan, lo bendijo, lo partió y se lo dio. En ese momento se les abrieron los ojos y lo reconocieron, pero ya había desaparecido”...
Se le abrieron los ojos, y lo reconocieron. A ¿qué ojos se refiere el texto lucano? Indiscutiblemente a los ojos de la fe. Es desde esa ventana, desde donde hay que aprender a ver y reconocer a Jesús, y desde donde hay que reconocer la historia y darle su sentido. En esa pedagogía tenía que entrar el “desaparecer” para que ellos y en ellos nosotros, no olvidáramos que el camino de la fe tiene que ser vivido desde el misterio, como única forma de ser verdaderamente creyentes.
El misterio de la Eucaristía aporta a la sociedad un compartir, no desde los cálculos fríos de la ciencia, desde los análisis acertados o no de la sociología, la economía, la técnica, sino desde el misterio del amor, ahí entonces se da cita la Eucaristía con el misterio del ser humano, del hombre y de la mujer. Por eso la fe eucarística nos coloca en ventaja para conocer y amar a la persona y a la sociedad donde ella se desarrolla, ahí está la manera distinta que tiene un discípulo de Jesús de tener vida eucarística.
“Se dijeron uno al otro: ¿ No sentíamos arder nuestro corazón cuando nos hablaba en el camino y nos explicaba las Escrituras”?
La Eucaristía nos saca de la anemia, que es lo contrario a la pasión. La anemia, una enfermedad silenciosa que destruye y mata. El mundo y nuestra sociedad en él, padece frecuentemente de esa enfermedad, hay ausencia de pasión, ausencia de pasión para luchar por los valores que nos trae Jesús y su mensaje.

- Porque se necesita pasión para que una muchacha virgen, hoy en día crea, defienda y luche por la virginidad . Tiene que arderle el corazón por Jesús.
- Porque se necesita pasión para que dos de nuestros jóvenes cristianos lleven una relación de noviazgo sin relaciones pre-matrimoniales. Tienen que tener unos corazones que ardan de amor a Jesús.
- Porque se necesita pasión para defender la verdad y no vivir en la simulación . Hay que tener el corazón lleno de ardor por Jesús.
- Porque se necesita pasión para no dejarse arrastrar por el cansancio, el agotamiento y la sobrevivencia. Tiene que arder el corazón por Jesús.
- Porque se necesita pasión para no vivir la desesperanza, la inseguridad y la angustia, ni para optar por el exilio. Tiene que arder el corazón por Jesús.
- Porque se necesita pasión, y mucha, para proclamar el anuncio de la buena noticia de Jesucristo, sin la anemia de la ausencia de celo apostólico, y con la capacidad de abnegación para pagar, si fuera necesario el costo alto del valor que defendemos.
¡Cómo importa que nuestros corazones ardan de amor y pasión por Jesucristo, como ardían los corazones de los discípulos de Emaús! Corrieron a Jerusalén para encontrarse al resto de sus compañeros reunidos, como Iglesia, compartiendo las diversas maneras en que el Señor se les iba apareciendo a cada uno: “!Es verdad! El Señor resucitó y se dejó ver por Simón”.
Dios tiene muchas maneras de hacerse presente y todas nos tendrían que llevar a reconocerlo “Al partir el Pan”. Es decir a la Eucaristía. Termino con unas palabras de Henri J. M. Nouwen:
“La Eucaristía se celebra a veces con gran ceremonial, en espléndidas catedrales y basílicas. Pero lo más normal es que sea un “pequeño” acontecimiento del que muy pocas personas tienen noticia. Se celebra en una sala de estar, en la celda de una cárcel, en un ático..., fuera de las grandes corrientes que mueven al mundo. Se celebra en secreto, sin lujosas vestiduras, sin velas y sin incienso. Se celebra con tal sencillez que los que no asisten ni siquiera saben que está celebrándose. Pero, grande o pequeña, festiva o recóndita, es el mismo acontecimiento, que revela que la vida es más fuerte que la muerte, y el amor más consistente que el miedo”.

 

 

Revista Vitral No. 70 * año XII * noviembre-diciembre de 2005
Mons. Juan de Dios Hernández Ruiz, sacerdote jesuita
Obispo Electo Auxiliar de La Habana. Director del Centro de Espiritualidad “Pedro Arrupe” - Ciudad Habana. Este es un extracto de la Conferencia pronunciada el 24 de junio de 2005 en el Congreso Eucarístico de la Diócesis de Holguín.