Revista Vitral No. 70 * año XII * noviembre-diciembre de 2005


LECTURAS

 

UNA COMEDIA
DEL PENSAMIENTO HISTÓRICO

ÚLTIMA RESPUESTA A AMAURI GUTIÉRREZ COTO
Y CON ELLA CERRAMOS ESTE DEBATE Y DEJAMOS LA PUERTA ABIERTA

ANTONIO JOSÉ PONTE

 

 

 

José Lezama Lima.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

En su primer artículo de esta polémica, Amauri Gutiérrez Coto estuvo indeciso entre aceptar la desaparición pública de Lezama Lima durante los primeros años setenta y considerar nunca ocurrida tal desaparición. Así pudo afirmar que entre 1968 y 1976 “Lezama participó en varios sucesos destacados de la vida cultural cubana. Fue incluso invitado oficialmente a hacerlo”, y a la vez pudo empeñarse en la búsqueda de razones que expliquen el ostracismo lezamiano.
Tampoco ahora su réplica carece de contradicciones y compruebo que se hace difícil discutir con oponente que no establece distingos entre sus opiniones y las ajenas. Leo que se atribuye: “Al menos uno de los aspectos positivos de mi anterior acercamiento es que el período de censura de Lezama fue reducido al período de 1972 a 1976. Eso traslada su inicio desde la publicación de Paradiso y el caso Padilla al Primer Congreso Nacional de Educación y Cultura de 1971”. Y me pregunto dónde habrá leído Gutiérrez Coto datación mía del principio de la condena lezamiana. (En El libro perdido de los origenistas menciono la censura de Paradiso, menciono el caso Padilla, pero en ningún momento afirmo que haya empezado en ellos lo más crudo del castigo de Lezama.)
Una cultivada inconsistencia le permite no sólo desconocer las opiniones del otro, sino olvidar aquellas suyas poco valederas. Afirma: “Nunca dijimos que el funcionarillo o el cerco de ellos fuera diminuto y no tuviera el respaldo oficial que le dio un Congreso...”. Y entonces debo haber sido yo quien le inventó su inimportancia al personaje y le restó respaldo de arriba. Sin embargo, a la vista la única alusión al funcionario que aparece en el primero de sus artículos, no creo haber pecado de malinterpretación. Porque allí encuentro: “El aislamiento lezamiano fue también un autoaislamiento y un resultado del producto de algún funcionarillo que se creyó intérprete de las políticas estéticas”. Sin detenerme a averiguar qué podrá ser el resultado de un producto, creo que el diminutivo de la frase anterior inclina a otorgarle pequeñez al personaje. Así como parece suprimirle respaldo oficial la aseveración de que éste se creyera intérprete. (Del congreso que ahora brota no encuentro rastro alguno.)
Avisado, pues, de las dificultades de polemizar con alguien tan escurridizo, prefiero continuar mediante espejo este intercambio, valiéndome del espejo donde lo muestra Osvaldo Cleger. Luce allí Gutiérrez Coto “atrincherado tras los bastiones, hoy semiderruidos, de la filosofía de la historia”, dueño de un método deductivo y cultivador de “generalizaciones trazadas a priori, que exhiben buen sentido, pero también, dificultades de verificación”. Una fortaleza semiderruida no es quizás el mejor sitio para plantar batalla aunque, ¿qué fortaleza no se encuentra medio en ruinas actualmente?. En el caso de Gutiérrez Coto lo peor de tal ubicación es que su filosofía de la historia no escatima en falsificaciones.
Varios ejemplos me inclinan a descreer de los poderes deductivos que le adjudica Cleger y, por sentido del ahorro, me detendré sólo en uno de ellos. En su más reciente artículo Gutiérrez Coto afirma que no desea discutir de responsabilidades. No parece interesarle ya el funcionario que se inventara, plenipotenciario o de medio pelo. Y, aunque no estima misión suya la de esclarecer responsabilidades, continúa negándose a aceptar la responsabilidad de todo un sistema en la censura padecida por Lezama Lima durante sus últimos años de vida.
Con el fin de documentar tal negativa, no se le ocurre otro gesto que echar mano a las estadísticas de unas reuniones previas al Primer Congreso Nacional de Educación y Cultura celebrado en La Habana de 1971. Contabiliza entonces: “Se celebraron 2656 asambleas de base, y participaron en ellas 116203 trabajadores que hicieron unas 7846 recomendaciones a los 1800 delegados que participaron en el Congreso. ¿Fue acaso el Estado el único responsable de esa política cultural y moral?” (Ha cambiado, como se ve, al funcionarillo por las multitudes.)
Leo esas estadísticas y no puedo menos que preguntarme dónde residirá la capacidad deductiva de quien las trae a cuento. ¿Asistió alguna vez a una asamblea revolucionaria? Dado el poder de convicción que atribuye a tales cifras, se diría que nunca. ¿O será que, luego de pasar por las cientos de asambleas que cualquier biografía cubana atesora, mantiene intacta su confianza en la espontaneidad reinante en ellas? Aceptando por un instante que dentro de esas casi tres mil asambleas no existió imposición de las autoridades, me pregunto si fue consultado el contenido de las 7 846 intervenciones. (Conjeturo que no, que se aportan números sin conciencia de lo que éstos representan, por simple guapería aritmética.) Pero aún en el caso de que tales intervenciones fluyesen espontáneamente unánimes hacia los acuerdos del posterior congreso, ¿no se echa a ver lo escandaloso de que procedimiento así haya logrado instaurar la represión de minorías sexuales, religiosas y de pensamiento? ¿No reside en este punto una grave cuestión de sistema político?
Osvaldo Cleger ha resumido del siguiente modo las impericias de cada participante en esta polémica: “Negar la intervención de la voluntad política dentro de la dinámica histórica de los gustos es una propuesta tan reduccionista como la de otorgárselo todo a los decretos del príncipe y quitárselo a la sociedad lectora”. Y, pese a la utilidad de la fórmula, estimo que también incurre en reduccionismo al describir mi postura. Porque ni en mi libro sobre el grupo Orígenes ni en mi anterior artículo creo haber dado pie a tal suposición: pienso tanto en ese solitario príncipe como en las miles de autoridades encargadas de conducir las asambleas mencionadas. Sin embargo, no se equivoca Cleger al revelar el escaso crédito que, en circunstancias como las nuestras, presto a la sociedad lectora. En Cuba, por muchos origenólogos que hayan sentado cátedra, no han sido las autoridades literarias las encargadas de amnistiar escritores. Y aquí no sólo cuento los malhadados años setenta. (Más allá de ocuparse del cromatismo de una época, los historiadores cubanos deberían determinar cuánto de ésta sigue en pie bajo apariencia distinta. Especialistas de la talla de Ambrosio Fornet se entretienen en lo primero para evitarse lo segundo.)
Valiéndose de un episodio ocurrido en 1972, Gutiérrez Coto se afana en distinguir entre censura política y censura moral. Según él, el autor de Paradiso fue sancionado debido a la homosexualidad patente en su novela. Se trataba, pues, de una cuestión moral. No constaba expediente político contra José Lezama Lima.. “Cuando a Baudelaire el Ministerio de Instrucción Pública francés le censuró algunos poemas por su contenido moral nadie pensó en censura política”, agrega. “¿Qué nos lleva entonces a ver en el caso de Lezama sólo una censura política?”
Gutiérrez Coto entra tan a la ligera en La Habana del siglo pasado como en el París del Segundo Imperio. Y me place avisarle que Baudelaire fue obligado a pagar una multa y a suprimir seis poemas en las posteriores ediciones de Las flores del mal (Flaubert, enjuiciado ese mismo año a propósito de Madame Bovary, salió absuelto), pero siguieron apareciendo piezas suyas en revistas y en tiendas de libros. De este modo alcanzó a defender a Wagner a raíz del estreno de Tanhäuser en la Ópera de París, dio a conocer al público francés las páginas dedicadas al opio por Thomas De Quincey, y pudo ofrecer primicias de El spleen de París. La diferencia entre uno y otro ejemplo salta a la vista: en Baudelaire fueron castigados unas páginas, en Lezama el autor con todas sus páginas, pasadas y venideras. Mal que bien, el francés continuó dentro de la ciudad letrada. Al cubano lo echaron de ésta. Por ello puede hablarse de censura moral en el primer caso y de censura política en el segundo.
Conjetura Gutiérrez Coto que el hecho de sostener correspondencia con una hermana exiliada debió formar parte, junto a las páginas de Paradiso, del sumario contra Lezama. No aclara, sin embargo, cuál clasificación valdría para este caso. ¿Se trató igualmente de censura moral, no política? ¿Resultaba inmoral en la Cuba de esos años escribir a un pariente en el extranjero? No entiendo cómo, al juzgar un sucedido de 1972 y a la vista los acuerdos del Congreso de Educación y Cultura celebrado un año antes, pueda distinguirse entre sanciones políticas y sanciones morales. Supongo que un régimen deseoso de gobernar asuntos tan íntimos como la correspondencia, el sexo o la religiosidad (al menos así fue por los setenta del siglo pasado), dudosamente conseguiría emitir prohibición que no fuese política. Y allí donde escribir a la familia resulta acto punible queda forzosamente poco espacio para lo que desee entenderse como sociedad de lectores.
Refiriéndose al caso de varios autores censurados, consigna Gutiérrez Coto: “Faltaría por precisar tal vez en qué se concretó ese aislamiento, pues muchas veces resulta difícil de establecerlo”. ¿Insinúa que se trata de una leyenda negra? ¿De infundado victimismo de escritores y artistas? Mi oponente no logra abandonar sus sospechas acerca de Lezama: en el primer artículo lo consideraba aquejado de autocensura, y en este último lo sugiere remolón. Saca cuentas de que, en caso de haber tenido a su disposición las imprentas habaneras, Lezama tampoco habría podido publicar libro alguno entre 1972 y 1976, inconclusos como estaban Fragmentos a su imán y Oppiano Licario. (¡Respire con alivio la sociedad lectora, que nada de la obra de José Lezama Lima padeció extravío!) Desvelado por establecer la verdad histórica, Gutiérrez Coto juega a la historia-ficción, se remite a lo nunca sucedido. Y una de la virtudes de tales devaneos probabilísticos es cuánto transparentan la nostalgia de quienes los emprenden.
Pero para andar metido en los entresijos lezamianos (de ahí su presunción de noticias de primera mano, dadas por innombrados testigos) Gutiérrez Coto cuenta con una nula comprensión de lo que pueda ser una carrera literaria. Ignora, por ejemplo, que el trabajo mayor de un escritor va casi siempre acompañado, entre la publicación de uno y otro libro, de menudencias tales como artículos, conferencias, entrevistas, ponencias... No alcanza a ver, por tanto, que toda esa obra menuda, muchas veces preciosa, en la cual incurriera Lezama Lima anteriormente, resultó clausurada para él en 1972 por obra y gracia de la censura oficial.
Pensar sin impedimentos editoriales los últimos años suyos, hipótesis tendida por mi oponente, me conduce a esas páginas que no existen, a la confianza de que ahora podríamos leerlas. Gutiérrez Coto, en cambio, echa a ver cuánto habría faltado el viejo escritor a la cita con las editoriales, y ni siquiera se permite suponer el retraso que debió acarrear a sus dos libros póstumos el bando de prohibición dictado. A él le ha sido imprescindible reflexionar sobre lo premeditado o no de la rehabilitación lezamiana por una razón muy sencilla: “si la rehabilitación hubiera sido planeada, eso sería signo de la imposibilidad de la sociedad cubana para imponer, poco a poco, una verdad por su propio peso”.
Elige el más hermoso o conveniente postulado y se obliga a pensar en concordancia. Por mi parte, no encuentro manera de creer en lo decisivo de la sociedad cubana a la hora de imponer verdades, a menos que se le brinde un plazo tan dilatado que más bien parece ser el paso del tiempo quien lo resuelve todo... No tan provisto de fe como mi oponente, dudo de que la historia (y no sólo la cubana) marche hacia perfeccionamiento alguno. Discrepo de las expectativas de pasado y futuro que Gutiérrez Coto se hace, pero ninguna de esas diferencias me habría impulsado a entrar en discusión con él. Tampoco me propuse convencerlo (“Convencer es estéril”, opinó, no sin tristeza, Walter Benjamin), sino hacerle ver las pifias de su primer artículo. Para ahora, gracias a su segunda contribución, descubrir cuánto hay en él de reincidente. Valga, si no, el comentario que hace de una cita de mi libro: “No obstante, a pesar de la censura, ya sea política o religiosa, Ponte no deja de reconocer la adherencia de los escritores origenistas que permanecieron en la Isla a la Revolución Cubana”.
¿Significa lo anterior que, pese al ostracismo sufrido en los años setenta, un Lezama Lima o un Piñera no cejaron en su entusiasmo por el régimen político que los forzaba a hacer silencio? Gutiérrez Coto falsifica lo sostenido por mí a lo largo de El libro perdido de los origenistas y, peor aún, falsifica las biografías de importantes escritores. Apuesta por un final feliz, sus razonamientos fluyen hacia un nacionalista happy end: escribe la comedia del pensamiento histórico. Se permite distinguir en Lezama Lima al entusiasta de la revolución triunfante en 1959, autor de inicios de los tempranos sesenta encontrable en las páginas de Imagen y posibilidad, para negar por completo a quien poco después se mostraría profundamente desencantado del régimen revolucionario. (Sigue en ello un camino abierto con bastante impunidad por Cintio Vitier.) Mi libro, por el contrario, reconoce que debemos a un mismo autor cambiante tanto los ensayos de Imagen y posibilidad como la correspondencia publicada en Cartas a Eloísa. Y que la década del setenta del pasado siglo enseñó a algunos escritores origenistas (no a Cintio Vitier, ni a Fina García Marruz, ni a Eliseo Diego) que no podían cifrar más simpatías y esperanzas en un régimen como el revolucionario cubano.
Antes supuse que mi oponente se negaba a pensar ciertas razones por lasitud o por temor. Ahora caigo en que lo guía una terca despreocupación frente a los hechos, y que se arrima a éstos con el fin de torcerlos a su antojo. “Tiene el historiador una importante responsabilidad frente al pasado de la nación”, avisa, “y no es otra que dignificarlo”. ¿Llama así a disimular todo cuanto parezca tenebroso o triste? ¿A trastocar hechos y opiniones inconvenientes mediante aplicación de maquillaje? Yo diría que la principal misión del historiador frente al pasado consiste en prestarle, antes que moraleja, entendimiento. “Dignificar no es obviamente engañar, sino hacer una lectura acertiva [sic] de las épocas ya transitadas siempre a favor del hombre”, se apura en aclarar Gutiérrez Coto. Pese a las deficiencias de puntuación, la frase expresa una filosofía útil a escritores de libros infantiles, si es que los escritores de libros infantiles no la estiman simplificadora.
Termino aquí mi parte en esta polémica y dejo a mi oponente en su tarea de leer a la manera del doctor Pangloss los cubanos años setenta. Desconfío de un optimismo, de una fe o de (si así quiere llamársele) una filosofía de la historia como los suyos, necesitados de falseamientos para sostenerse.

 

 

Revista Vitral No. 70 * año XII * noviembre-diciembre de 2005
Antonio José Ponte
(Matanzas, Cuba, 1964)
Reside en La Habana desde 1980. Ha trabajado como ingeniero hidraúlico, guionista de cine y profesor de literatura.
Ha publicado dos libros de cuentos y varios libros de ensayo. Ha recogido toda su poesía en Asiento en las ruinas (Letras Cubanas, La Habana, 1997), reeditado por la editorial Renacimiento, de Sevilla, en 2005. Es autor de una novela: Contrabando de sombras (Mondadori, Barcelona, 2002).