“Es cierto, hermanos, que han sido llamados a la libertad.
Pero no tomen la libertad como pretexto para satisfacer sus apetitos desordenados, antes bien, háganse servidores unos de los otros, por amor.
Pues toda la ley se cumple si se cumple este solo mandamiento:
´Amarás a tu prójimo como a tí mismo´.
Pero si se muerden y se devoran unos a otros,
terminarán aniquilándose mutuamente.”
(Carta de S. Pablo a los Gálatas 5,13-15)
Libertad, igualdad, fraternidad. Demandas de la controvertida Revolución Francesa. Aún más, aspiraciones de toda la humanidad, antes y después de aquel episodio violento con el que algunos marcan el inicio de dos siglos de historia contemporánea, que dan por concluidos con la otra “revolución” no violenta de 1989. Doscientos años de revoluciones, odio de clases, revanchas partidistas, muerte y espirales de violencia sin fin, entre las que no se pueden dejar de mencionar las dos Guerras Mundiales y los dos extremos del totalitarismo, fascismo y comunismo, que ahogaron al siglo XX en un mar de genocidio y luchas fratricidas.
Mientras, no obstante, sobrevivió navegando en esos tormentosos mares un gran anhelo de ser más justos. El desarrollo humano y la conciencia mundial crecieron… aprendiendo de los golpes y contradicciones. Todo no fue violencia, ni toda ella logró apagar esa sed insaciable e indomable del ser humano: la de ser mejor, la de superarse a sí mismo.
Hemos llegado al final de una época de cambios, de revoluciones, para desembocar en un cambio de época. Ha triunfado en el mundo la conciencia de que la violencia es éticamente inaceptable. Todos, o casi todos, admitimos y proclamamos hoy que la violencia sólo engendra más violencia y no es solución ni salida para nada, para nada verdadero, humano y cierto.
Parecen haber concluido, por lo menos en la mente y el deseo de la inmensa mayoría de la humanidad, aquellos dos siglos de revoluciones violentas, de cambios radicales, al costo invalorable de la guillotina, el paredón de fusilamiento, los genocidios étnicos y culturales, los campos de concentración y la concentración unipersonal y unipartidista del poder. Sabemos que aún subsisten engendros descendientes y coletazos trasnochados de esos experimentos, pero existen signos de que las personas y los pueblos no desean más, aún cuando no lo puedan expresar, tales “métodos revolucionarios”, excluyentes de los que no piensan o no creen como la otra parte de la sociedad. Atacar a los diferentes y sembrar la desconfianza en los adversarios. Estos son todos rezagos de esa época que concluyó, gracias a Dios, con la simbólica caída de un muro en Berlín, mientras cientos de muros y vallas siguen aún levantados y levantándose, pero en franco desprestigio, y aún mayor debilidad evidente, como solución o salida para cualquiera de los conflictos contemporáneos.
Parece ser que estamos en un cambio de época, aún cuando las noticias de la televisión, la radio y la prensa escrita nos intenten convencer, no sin algunos logros, de que el mundo está muy mal. Esa visión apocalíptica, desesperanzada y desesperante, la vemos y la identificamos como un extemporáneo remanente de la época que finaliza.
La época en que la violencia era considerada por muchos como la vía rápida de los cambios necesarios ha quedado en la noche del siglo XX y, de la luz de ese siglo maravilloso, ha brotado una conciencia nueva que considera como gobiernos parias y ciudadanos tránsfugas a todos aquellos que se aferran a la violencia física, militar, psicológica, civil, mediática o cultural como una solución a las injusticias, o como una forma para la toma del poder o el mantenimiento del mismo.
La violencia es hoy condenada y perseguida por la gran mayoría de las personas decentes y progresistas del mundo y por la mayoría de los Estados democráticos, por eso los protagonistas de la violencia la han convertido en su más radical e inhumana expresión: el terrorismo. He aquí la nueva expresión, más cruda y más arcaica de la época que muere. Y de la época que nace es la reacción internacional a ese fenómeno nuevo y viejo, signo del poder de dominación y manipulación, remedo de aquel Reinado del Terror jacobino de Robespierre en 1793, que demostró que ningún comité de salvación puede salvar nada a fuerza de miedo, persecución y pena de muerte. Nada se salva matando. Nada se salva con el miedo. Es una época que muere.
Quien alienta y se alegra del uso de la violencia como método para solucionar problemas en su familia o en su país; quien convierte a su familia o a su país en lugar de entrenamiento, santuario y refugio de violentos, retrotrae a su familia y a su país a esa época que muere.
Quien educa para la solución pacífica de los conflictos familiares, sociales y políticos; quien evita atacar, denigrar, sembrar desconfianza, divisiones y reacciones, trabaja para el cambio de época y la adelanta y la construye ya sea en su familia, o en su partido o en su país.
En las diversas épocas históricas, los ciudadanos, los políticos, los economistas, la sociedad, han otorgado relevancia y prioridad a alguno de aquellos tres valores universales que fueron consagrados en la Revolución Francesa: libertad, igualdad, fraternidad, construyendo para cada uno de ellos un sistema ideológico.
Primero se exaltó desmesuradamente la libertad. Libertad personal sobre el bien común, libertad de mercado sin regulación del Estado, libertad de comercio sin protección de las economías más débiles. Se entronizó un tipo de libertad que no cuidaba de la igualdad ni de la fraternidad. Era una carrera sin mirar para el lado y sin mirar para arriba, sólo para llegar el primero y coger más. Es la sociedad del “sálvese el que pueda”. Era, sin embargo, muy atractiva para los que habían accedido al “tener”. Era la libertad de “tener” que da poder al que tiene. Existe todavía hoy. Más o menos adaptada a la sensibilidad del mundo de hoy. Su Talón de Aquiles han sido las injusticias sociales, las desigualdades que van más allá de las naturales diferencias humanas y de capacidades y talentos. El hombre es el lobo para el hombre. Es la explotación del hombre por el hombre. El bien de uno está por encima del bien de la comunidad. El dinero es el máximo valor, la competencia desalmada es la principal dinámica social y la meta es ganar para tener. Tener más para poder más. Su modelo antropológico es el individualismo.
Después, para combatir esas injusticias, vino la era en que se exaltó la igualdad. Una igualdad que uniformaba por encima de las diferencias naturales. Una igualdad a la fuerza y de todos a la vez. Una igualdad sin respeto a la libertad personal ni a la fraternidad. Era, sin embargo, muy atractiva para los que querían una sociedad más justa. Existe todavía hoy en pocos lugares, también adaptada a las actuales sensibilidades. Su Talón de Aquiles es su carácter antinatural porque intenta un igualitarismo imposible, pues la naturaleza es biodiversidad y cada persona es un mundo. Era la igualdad para todos, pero algunos llegaron a ser “más iguales que otros”. Era la igualdad teórica pero la posición real en la sociedad es quien daba el poder y el tener. El estado es el lobo para el hombre. Es la explotación del hombre por el estado autoritario. La ideología, que fuerza para ser aceptada por la totalidad de las personas, es el máximo valor. Mantener el poder para controlar a los que piensan distinto y adoctrinar a los que no piensan con libertad es la dinámica social y la meta es ganar para poder. Poder mantenerse intangibles en el poder. Su modelo antropológico es el colectivismo.
Volver a empezar por cualquiera de estos modelos sería regresar a lo viejo. Sería estancarse en la época de cambios que finaliza sin abrir la puerta al cambio de época. ¿Qué podría ser, entonces, ese cambio epocal? ¿Qué es lo verdaderamente nuevo en un mundo que se va decepcionando de ideologías y humanismos, que está harto de utopías perfectísimas y totalitarias a la derecha y a la izquierda? ¿Qué sería lo auténticamente nuevo en este mundo aburrido de falsos mesianismos, de iluminados que creen poseer toda la verdad y que desconfían de todo lo que no es su verdad? ¿Qué sería lo verdaderamente nuevo en un mundo que dice que ha entrado en algo que llama post modernidad mientras sobrevive, parte en la caverna primitiva, parte en los “feudos” medievales, parte en el capitalismo del mercado y otra parte en el capitalismo de Estado? ¿Qué sería lo nuevo, si lo hubiera bajo el sol, que no fuera, por lo menos en el proyecto, libertad sin justicia, igualdad sin libertad, fraternidad sin justicia y sin libertad?
Nadie tiene todavía la respuesta. Ojalá que no aparezca un nuevo “mesías” con ella.
Ojalá que no venga de la mano del dinero. Aunque el dinero haga falta en el mundo real en que vivimos. El mercado es una estructura social que se dan los ciudadanos y no debe, ni puede, desaparecer. Intentar abolirlo como mecanismo autónomo aunque ético es, por lo menos, ingenuidad o quizá ignorancia de la naturaleza humana.
Ojalá que lo nuevo no venga tampoco de la mano del poder. Aunque el poder haga falta en el mundo real que vivimos. El Estado es otra estructura social que se dan los ciudadanos para ordenar la sociedad y buscar cooperadamente el bien común. Su tamaño y su poder pueden ser reducidos o agrandados, pero no se debe ni se puede intentar abolir la función del Estado. Eso sería otra ingenuidad o la anarquía que tampoco conoce el comportamiento humano.
Entonces, ¿nos quedamos en el vacío existencial y en el aburrimiento político? ¿damos paso a la falta de compromiso propio de la post modernidad, a su exceso de sentimentalismos, a su disimulado desprecio de la razón, como vieja paridora de los viejos modelos fracasados? ¿Declaramos el absurdo o el fin de la historia?
Nosotros creemos que no. Que lo nuevo no debe venir al estilo de otro mesianismo “barato” o “forzado”. Que lo auténtico de la post modernidad es precisamente que está “descamada” de todo mesianismo. Y eso es bueno. Lo nuevo será más bien,-así lo creemos y lo deseamos- una búsqueda multilateral, pluralista, pluricultural, gradual, sin “modelos” terminados e inamovibles. Una búsqueda sin Utopías, así con mayúsculas intangibles y paraísos terrenales, pero podría y quizá necesitaría ser una búsqueda de pequeñas utopías, así, perfectibles, articuladas, que tensen el camino hacia el futuro pero sin violentar el presente.
Quizá lo nuevo sea dar una oportunidad a la tercera y más olvidada de las reivindicaciones contemporáneas: la fraternidad. Pero sin excluir a las demás, como ha sucedido hasta ahora. Sin lesionar la libertad para dar el pan igualitario, sin negar el pan a quienes gozan de ese tipo de libertad sin responsabilidad por el otro. La fraternidad, buscada entre todos, sin exclusiones ni hegemonías. La fraternidad buscada como modelo de convivencia, como dinámica de las relaciones interpersonales y sociales.
El nuevo nombre de la fraternidad es la solidaridad. El desafío sería que la libertad se hermanara y se humanizara con la solidaridad. Que la solidaridad permitiera que el “tener” fuera para poder compartir y no para poder dominar. Que el poder fuera para servir y no para manipular.
La cultura de la fraternidad que no es otra cosa que el cultivo de las relaciones interpersonales y comunitarias, es lo contrario de la cultura de masas. El amor fraterno es lo contrario de la masificación, del colectivismo, de la masa sin rostro y sin alma. Para tratarse como hermanos es necesario primero reconocerse como personas distintas, únicas e irrepetibles, pero iguales en dignidad y derechos. Iguales ante Dios y ante las oportunidades. No uniformadas, ni despersonalizadas. No se puede construir la fraternidad ni desde el individualismo ni desde la masificación.
Por otra parte, lo propio del cristianismo es el personalismo y la fraternidad. Personalismo para respetar y promover todo lo relativo a la dignidad con la que nace todo ser humano, para promover todos sus derechos y no sólo lo que convenga a uno de los dos sistemas.
En fin, debemos recordar que esas tres demandas: libertad, igualdad, fraternidad, tan discutidas incluso por la misma Iglesia de aquel tiempo, tan polémicas aún hoy, y reconocidas “en el fondo como ideas cristianas” por Juan Pablo II en su primer viaje a Francia en 1980, surgieron en el marco de la redacción de una Constitución cuyo Preámbulo es la “Declaración de los derechos de la persona y del ciudadano” de 1795; por tanto, lo que hay en el fondo de estos tres valores son precisamente los Derechos Humanos, fundamento, principio y fin de todo proyecto social nuevo que desee realmente poner a la persona humana por encima de cualquier otra institución, incluido el propio Estado.
Fraternidad, porque si reconocemos que todos los hombres y mujeres nacen iguales en dignidad, por tanto dotados por su Creador de libertad y derechos inalienables, entonces esa libertad encontrará límites para todos por igual en el respeto de la libertad y los derechos del otro.
Lo nuevo sería el tránsito pacífico y gradual de una cultura patriarcal a una cultural fraternal. De la civilización del eros del Génesis, al ágape del Evangelio. Lo nuevo sería fruto de la liberación de las relaciones de dominación patriarcales, dígase de los paternalismos y autoritarismos de todo modelo y color, a las relaciones de amistad social.
El mundo ha estado durante milenios sometido a las relaciones patriarcales de todo tipo: la esclavitud, el feudalismo, el capitalismo y el socialismo pertenecen, en diferente medida, al mismo estilo de relaciones humanas y sociales. La dominación del esclavo por el esclavista; la dominación del siervo de la gleba por el señor feudal; la dominación del obrero por el capital, de la persona por el dinero; la dominación del ciudadano por el Estado, son todas variaciones canónicas de una misma sinfonía asincopada. En otras palabras, son cambios de lo viejo, más de lo mismo. Fruto de la misma raíz. Es la causa más profunda de la ingobernabilidad con la que se desintegran las naciones.
Buscar lo nuevo es buscar, por tanto, el paso de la cultura paternalista a la cultura fraterna, solidaria. Desde la legitimación del poder por los lazos de sangre de la prehistoria a las monarquías, hasta la legitimación del poder por la fuerza del dinero, de las armas o de la violencia revolucionaria, o por las rencillas fratricidas partidistas, la humanidad ha marchado al son de la misma marcha, no hemos salido de la prehistoria patriarcal. Hacer parir lo nuevo es buscar la legitimación del poder como servicio al hermano, al igual, al ciudadano-sujeto de derechos, a la persona igual en dignidad que el que detenta el servicio del Estado. Parir lo nuevo es buscar la legitimación del tener, del dinero, en el compartir de la justicia conmutativa y social, es buscar la riqueza que nos brinda este mundo como mediación para la solidaridad. Es globalizar la solidaridad, pero no con palabras y lemas, sino con actitudes, gestos y hechos concretos, medibles y amables. Esto es poner la base más profunda para una auténtica gobernabilidad democrática.
La fraternidad es pasar de la justicia interesada de un amor de intercambio y ganancia, a la generosa entrega de un amor de gratuidad. Es pasar de una sociedad basada en la pura justicia y la aséptica igualdad -por otro lado, imposibles- a una sociedad basada en la misericordia y lo que se ha venido a llamar “amistad cívica”. En efecto, “El significado profundo de la convivencia civil y política no emerge inmediatamente del elenco de derechos y deberes de la persona. Tal convivencia adquiere todo su pleno significado si se basa en la amistad cívica y sobre la fraternidad… La amistad cívica, así entendida, es la actuación más auténtica del principio de la fraternidad, así inseparable de la libertad y de la igualdad.” (Compendio de la Doctrina Social de la Iglesia, no.390)
Venga, entonces, la cultura de la amistad cívica, término acuñado desde hace siglos por santo Tomás de Aquino, y que tanta actualidad y novedad tiene en este cambio de época. Cuba se encuentra, coincidentemente, providencialmente, también en la encrucijada de un tránsito social y político. Luego de haber vivido, en el corto término de un siglo, el colonialismo, el capitalismo y el socialismo, ella merece no regresar a ninguno de estas variaciones de lo viejo, sino abrirse a lo que es verdaderamente nuevo…nuevo para ella y para todo el mundo: la convivencia del amor cívico, de la fraternidad pluralista, de la solidaridad universal.
Comencemos, como dice san Pablo, por no “mordernos unos a otros.” (cf. Gál.5, 15). Pero, comencemos ya, por lo más pequeño, por los más cercanos… por lo posible.
Cuba puede.
Pinar del Río, 25 de marzo de 2005.
Encarnación de Nuestro Señor Jesucristo