Los orígenes del totalitarismo se remontan a la época feudal en la que se definían un Estado y gobierno monárquicos encabezados por un señor feudal (con poderes absolutos) y su séquito que representaban la monarquía feudal. El feudo era un territorio bien delimitado y rigurosamente controlado. El señor feudal lo decidía todo, desde lo que se debía producir y vender (con sus respectivos diezmos al monarca), hasta lo que era o no justo y, por supuesto, quién vivía y quién moría. Los que disentían de la máxima autoridad eran eliminados o sometidos a muy severos castigos. El feudo tenía muy escasas relaciones con otros feudos o dominios y manifestaba una férrea resistencia a cualquier idea, proyecto o influencia que viniera desde afuera. Por otro lado la sociedad feudal en su conjunto tenía muy escasos renglones productivos y toda la vida social, económica y política estaba subordinada por entero a los designios de una persona revelando un centralismo y un verticalismo extremos. Finalmente, otra particularidad de este sistema era la profunda carencia de libertades de todo tipo para el pueblo.
Esta semblanza de los orígenes del totalitarismo refleja en su esencia las características distintivas de un fenómeno que ha evolucionado a otras formas (pasando por los períodos de los antiguos imperios) y, por supuesto, ha tenido varios nombres, los más sonados: hegemonismo, fascismo, dictadura y el propio término totalitarismo (de derecha o de izquierda), conservando, no obstante, la misma esencia.
Existen, como ya habíamos planteado, diversas tendencias de totalitarismo, por ello es preciso aclarar que en este trabajo nos referiremos a bosquejar o caracterizar la variante totalitarista de izquierda, que se distingue ante todo por no ser sangrienta y abiertamente represiva, sino por el discurso demagógico, la coerción solapada, la privación de derechos inalienables y básicos de la persona y la estandarización de lo social en detrimento de la individualidad del ser humano así como la manipulación sistemática de la opinión pública y la realidad social y el visible estancamiento e incluso, involución económica y política del propio sistema.
El totalitarismo. Una mirada al fenómeno desde dentro
No existe una sola manera de percibir y analizar el totalitarismo pues tiene diferentes aristas y sentidos. En el plano político, el totalitarismo se aprecia en la existencia del monopartidismo, guiado por una única ideología y representado por una figura o clase. Este único partido se convierte en una especie de suprapoder, pues determina las decisiones que el Estado y el gobierno toman en cada momento, de manera que un solo partido y una sola persona o capa social concentrando todos los poderes, deviene en absolutismo ortodoxo, (una especie de neofeudalismo), excluyente de la humana y natural diversidad, sea cuales sean los pretextos que se esgriman: necesaria unidad, pureza y fortalecimiento de los miembros de la sociedad o de determinadas instituciones, contar con una sólida vanguardia social, entre otros.
En este mismo plano el totalitarismo revela un acendrado verticalismo en las estructuras de su conformación, propiciando la censura, la carencia de creatividad, la falta de crítica y concertación, la obediencia a ultranza y el inmovilismo en la dinámica de todas sus estructuras y niveles.
Políticamente, el totalitarismo aparece aliado al igualitarismo, no en el sentido de abogar porque todos sean iguales en derechos, sino como una forma de expresar “uniformemente” la aceptación tácita de la ideología que impone, mediante el discurso demagógico y la fuerza.
También en el marco de lo político, el totalitarismo mantiene una postura de impenetrabilidad ante las influencias de tendencias y corrientes políticas foráneas en boga, pues las percibe como elementos disociadores de su ideología y poder.
La finalidad del totalitarismo, en el sentido político no es tener seguidores sino obedientes, no es generar comprensión y aceptación en las mayorías, sino convertir la ideología en religión, en aceptación cuasinconsciente, en adoración casi divina del sistema.
Política exterior e interior
El totalitarismo refleja una seria contradicción en cuanto a la dinámica de su política exterior e interior. En cuanto a la primera, difunde una imagen de sistema próspero y con orden social, respetuoso de los derechos del ser humano y abierto a las relaciones con otros países, abanderado de las mejores causas y afiliado a todos los convenios internacionales que toman como centro al ser humano y el progreso social. Asimismo se muestra partidario de la no injerencia en los asuntos internos de otras naciones. A pesar de declarar la afiliación a estos principios, el totalitarismo se contradice en la práctica de su política exterior; en primer término, porque el supuesto del “orden y la estabilidad social del país” se sustenta más en la limitación de los derechos de la persona humana y en el menoscabo de su dignidad, que en una auténtica aceptación y apoyo de la opción totalitaria por parte del pueblo. En cuanto a la falacia de la prosperidad del sistema y a su supuesta eternidad, el totalitarismo parece obviar el inmovilismo creado por el excesivo centralismo, la gestión burocrática y los altos niveles de improductividad generados por el igualitarismo y la pobre remuneración del trabajo del obrero o el profesional apoyados en la apología política al sistema y el abuso de los denominados “estímulos morales”, la dependencia paternalista del ciudadano común del estado y la desmedida preocupación por conservar a toda costa el sistema. En segundo lugar, el totalitarismo mantiene a su nación en una férrea censura de lo que acontece internacionalmente, a la vez que esta censura es igualmente aplicada en materia de su política externa al omitir, e incluso negar, las evidentes carencias e insuficiencias de su proceso social, y por ende, la violación flagrante de los acuerdos internacionales, comenzando por aquella que se refiere a los derechos humanos de las personas. Finalmente, el totalitarismo tiende a culpar de sus insuficiencias a otros Estados o gobiernos (especialmente cuando uno o algunos de ellos manifiestan abiertamente su desacuerdo con este tipo de sistema) en lugar de efectuar una valoración crítica de las mismas en su país, al tiempo que pretende exportar su modelo político, económico y social a otros países como “única alternativa salvadora para la humanidad” y, además, con el velado propósito de alejar las preocupaciones en el pueblo de sus insalvables crisis internas.
En cuanto a la práctica de su política interior el totalitarismo también actúa de forma claramente demagógica y a la vez paradójica. Enarbolando una política supuestamente humanitaria y generosa, comete el error capital de invertir lo que debería ser la esencia del sistema, la preocupación por la persona humana, pues pone a esta en función del primero.
Dentro del sistema totalitario la persona queda a merced del mismo, desde el momento en que sus derechos de dignidad, propiedad y libertad son suprimidos y la satisfacción de sus necesidades fundamentales quedan condicionadas al compromiso que la persona sea capaz de establecer con el, que, dicho sea de paso, queda reducido a dos alternativas: aceptarlo ciega e incondicionalmente, sin cuestionamientos, u oponerse a él, estando dispuesto a pagar por ello los precios de la marginación, y el rechazo social, el exilio, la privación de la libertad y la muerte.
Concepción económica funcional del totalitarismo
Un aspecto medular de la política interna del totalitarismo es la supresión de toda forma de propiedad privada y a su vez de cualquier alternativa viable que cada persona pudiera idear para la satisfacción de sus necesidades y el disfrute de una prosperidad personal lícitamente ganada. Es el Estado, y únicamente él, quien emplea y, como resultado, quien decide cuáles deben ser los beneficios salariales y de otro género que el trabajador deberá recibir y bajo qué condiciones deberá laborar. En este aspecto de la política de empleo en el sistema totalitario es importante resaltar el principio a partir del cual se generan los mismos, pues paradójicamente no se refiere a la producción de bienes materiales y espirituales para la población y a constituir una fuente legítima de realización y beneficios personales y familiares para el ciudadano, sino al compromiso de entrega sin límites (que entraña la privación de necesidades y la limitación de derechos fundamentales como la libertad de pensamiento, creación y expresión, el abandono de responsabilidades familiares y en suma, de la dignidad personal) ni condicionamientos de éste al sistema. De acuerdo con el principio de la incondicionalidad, recibirán los mayores dividendos (especialmente y mayoritariamente “morales”) aquellos trabajadores que más incondicionales sean al sistema y no precisamente los que más produzcan, los que más beneficien al pueblo, los de mayor capacidad, experiencia y legítimo prestigio. Evidentemente existe un mayor interés por la estabilidad del sistema que por la dignidad, la prosperidad y los derechos de la persona y en general por la mejoría gradual de las condiciones de vida de la población, ésta y no otra es la esencia de la política demagógica totalitarista.
De tal modo el totalitarismo se sustenta en la propiedad estatal centralizada que excluye toda forma e iniciativa privada de propiedad, destina sus mayores inversiones al mantenimiento político del sistema y no al bienestar material y espiritual de su población, al progreso económico, a la potenciación de las probadas leyes del mercado y las inversiones.
Económicamente el totalitarismo es muy poco rentable y productivo. Invierte grandes recursos y tiempo en la “planificación y el control del trabajo y sus resultados”; a la creación, en gran escala, de directivos; a la evaluación política de los resultados económicos y los análisis de este género; en disposiciones “desde arriba hacia la base”, revelando el profundo carácter burocrático, poco creativo, así como el inmovilismo a ultranza y la escasa libertad de acción e iniciativa del trabajador como eslabón esencial sobre el cual se sustenta la economía y la vida en general de un país.
En resumen, las mayores inversiones del totalitarismo están en aquellos renglones o sectores de la vida del país que garanticen la estabilidad y, por ende, la permanencia del sistema, entiéndase: esfera militar, orden interior, educación, cultura y medios de difusión masiva fundamentalmente. Ninguno de éstos, como podrá apreciarse, es de por sí, un sector específicamente económico y a su vez productivo.
Para el totalitarismo es muy importante, crear en la población la imagen de un sistema estable y perdurable, sin fisuras ni antagonismos por cuanto estas son las premisas para “negociar sutilmente” con el pueblo, los derechos de éste a cambio de su supuesta “seguridad” y, por qué no, de un cierto tipo de “asepsia social”.
El alto costo de un sistema totalitario
El totalitarismo de izquierda, como venimos analizando, no es, por tanto, un sistema legítima y auténticamente humano, garante de los derechos y las necesidades fundamentales del individuo, dignificador de la persona y mucho menos, un modelo de sistema próspero, tendente a formas superiores de desarrollo que le proporcionen su indefinida perpetuidad; es, ante todo, un sistema profundamente demagógico, rígido, represor, manipulador y destructor de la esencia espiritual de la condición humana. Es un sistema finito, condenado por su propia esencia, más temprano que tarde, a su desaparición.
Los efectos silenciosamente devastadores del totalitarismo de izquierda se expresan en: la anulación de la dignidad de la persona; la esclavitud que significa servir incondicionalmente a un Estado que sólo proporciona pobreza e infelicidad a cambio de la vida plena, sin representar esto una decisión verdaderamente voluntaria de la inmensa mayoría de los ciudadanos; la negación y violación constante de sus derechos fundamentales; la promoción de sentimientos y valores negativos como la mentira, el miedo, el sentimiento de culpa, la envidia, la dependencia, la falta de iniciativa y espíritu de sacrificio, el egoísmo, la falta de compromiso y de laboriosidad, la deshonestidad y, lo más grave, la carencia de fe, de un verdadero sentido de vida.
A nivel social el impacto más dañino del totalitarismo está en la destrucción del tejido social, generado por el proceso gradual de la colectivización (conocido también con otros nombres: estandarización social, homogenización social) que supone la penetración, participación y fiscalización completa del Estado en la dinámica de la vida social en detrimento de la expresión y el desarrollo de la individualidad de la persona.
Finalmente, otro daño social de consideración provocado por el totalitarismo es la desintegración funcional de la familia como institución nuclear de la sociedad, potenciando la irresponsabilidad de ésta en la educación de sus miembros y actuando, inconscientemente, en calidad de cómplice con el Estado, en el progresivo proceso de despersonalización y desarraigo de sus integrantes, así como en la libre manipulación y control de las personas.
Ante el cuestionamiento de por qué puede un sistema totalitario mantenerse, las respuestas suelen ser muchas. Sin embargo, no creo que el uso de la fuerza policial represiva sea la razón básica que justifique la permanencia de un sistema de esta naturaleza, pues tarde o temprano esa represión es anulada por la fuerza popular, como lo han demostrado muchos pueblos en diferentes partes del mundo y en distintas épocas. Me inclino más a pensar en el discurso demagógico y engañoso de las promesas y el manejo político de acontecimientos sociales o de otro orden, dentro y fuera del país:, en el importantísimo papel de la censura en lo que algunos llaman los “medios de confusión masiva” o “el teatro silente”; en la promoción dentro de la población, del temor al cambio social y la anarquía, a la pérdida de lo que algunos llaman la “tranquilidad ciudadana”. De tal forma el estado totalitario negocia su sostén con el pueblo, “seguridad” a cambio de incondicionalidad al sistema y a la pérdida de la libertad personal.