Eminencia Cardenal Jaime Ortega y Alamino, Arzobispo de La Habana y Presidente de la Conferencia Episcopal Cubana, Queridos hermanos en el Episcopado;
Distinguidas Autoridades de este País;
Ilustres Miembros y Amigos del Cuerpo Diplomático y de las Organizaciones Internacionales;
Queridos sacerdotes, diáconos, religiosos y religiosas, seminaristas;
Queridísimos amigos cubanos, queridos hermanos y hermanas en Cristo reunidos en esta bella Catedral:
GRACIAS, muchas gracias por su cordial presencia en esta celebración eucarística en la cual queremos hacer memoria, mostrar nuestra gratitud y rezar por Juan Pablo II y sus 26 años de Pontificado.
La noche del 16 de octubre de 1978, día de su elección, también yo me encontraba entre la multitud que había acudido a la Plaza de San Pedro. De la voz del Cardenal protodiácono Pericle Felici escuché pronunciar un nombre, desconocido para mí como para muchos otros: “Les anuncio una gran alegría. Tenemos Papa: Karol Wojtyla, que se ha dado como nombre Juan Pablo II”. Poco después el Papa recién elegido se presentó y saludó: “Vengo de un país lejano – dijo – lejano pero siempre cercano por la comunión en la fe y en tradición cristiana. No sé si puedo explicarme bien en vuestro, nuestro idioma. Si me equivoco me corregirán” .
El Arzobispo de Cracovia Karol Wojtyla era joven, con sus 58 años. Con él volvía a la cátedra de Pedro un no-italiano, después del holandés Adriano VI en 1522. Primer Papa eslavo, venía de la Europa del Este, donde el ateísmo había dañado tanto al pueblo.
En estos 26 años, el Papa “polaco venido de lejos” se volvió cercano, un rostro familiar para todos, para los pequeños y los grandes, los poderosos y los pobres. Se volvió cercano porque “se hizo cercano”: salió de su casa y salió al encuentro -con amor y respeto- de sus hijos católicos, de los cristianos de otras confesiones, de los hermanos de otras religiones, de los hombres y mujeres de los más distintos credos y culturas. A lo largo de sus viajes internacionales -hasta ahora 104- Juan Pablo II ha transcurrido fuera de los muros vaticanos más de dos años de su largo pontificado. Ayer, durante la recepción en la Nunciatura Apostólica, recordé la conmovedora escena de Juan Pablo II inclinado hacia quien había atentado contra su vida, como una de las imágenes más significativas del “Papa cercano”: “Nos encontramos como hermanos -dijo- porque todas las vicisitudes de nuestra vida deben confirmar esta fraternidad”.
Queridísimos hermanos y hermanas: los textos de la Palabra de Dios que hemos escuchado son muy amados por el Santo Padre; han inspirado y guiado su ministerio. Pero podemos decir también que la vida de Juan Pablo II es una luminosa interpretación y explicación de la Palabra proclamada.
« Así ha dicho el Señor Dios – anuncia en la primera lectura el profeta Ezequiel – He aquí que yo, yo mismo iré a buscar mis ovejas, y las cuidaré. .. Yo buscaré la perdida, y haré volver al redil la descarriada, vendaré a la herida y fortaleceré a la enferma... » (Ez. 34, 11, 16). El destino del hombre sobre la tierra está ciertamente también en las manos del hombre y de aquellos que gobiernan, pero no cesa de estar sobre todo en las manos de Dios, supremo custodio de la verdad, de la justicia y del derecho. « Vendaré a la herida y fortaleceré a la enferma... »
Cumpliendo en su persona la profecía de Ezequiel, Jesús -el Verbo de Dios hecho carne- dice de sí mismo: «Yo soy el buen pastor: conozco a mis ovejas y mis ovejas me conocen.... yo doy mi vida por mis ovejas... habrá un solo rebaño y un solo pastor» (Jn 10, 14.15.16). Dando su vida en la cruz, Jesús destruye la enemistad y nos reconcilia con Dios y entre nosotros (cf. Ef. 2,14-18). Aún más, participándonos su Espíritu (cf. Jn19,30), nos vuelve capaces de amar como Él ama, y hace que el proyecto de Dios sobre la humanidad -o sea: la unidad, la fraternidad- no permanezcan como una bella utopía, sino que se vuelvan una segura posibilidad.
En la segunda lectura, el apóstol Pedro que había aprendido bien la lección de su Maestro, nos invita a todos -especialmente a quien detenta autoridad, sea esta política, económica, cultural y con mayor razón si es religiosa- invita a ejercitar tal oficio « no a la fuerza, sino más bien con gusto; no pensando en ganancia alguna, sino con ánimo pronto, con entrega generosa; no como teniendo señorío sobre los que están a vuestro cuidado, sino tratando de ser modelos de la grey» (1P 5,3-4).
En 1994 la acreditada revista Time eligió a Juan Pablo II como “hombre del año” con esta motivación lapidaria: “Sus ideas son muy distintas de las de la mayor parte de los mortales. Son más grandes”. Yo diría que sus ideas son la contribución de un extraordinario pontificado que ha sido profético desde su inicio hasta el día de hoy. Profeta, de hecho, es aquel que, por el don que Dios le concede, lee en la historia los signos de Dios y da al mundo su palabra de luz y de vida. Estas palabras de luz y de vida - las ideas “más grandes” del Time - están diseminadas en todo el nutrido Magisterio de Juan Pablo II, pero están como sintetizadas en dos fundamentales documentos que abrazan el entero pontificado.
El primero es la encíclica Redemptor Hominis del 4 de marzo de 1979. Con ella Juan Pablo II revela su programa, la “tarea central de su nuevo servicio eclesial: unir la misión de la Iglesia con el servicio del hombre”. Ya que, de hecho, “el hombre es el camino de Cristo”, el hombre debe ser también “el primer y fundamental camino de la Iglesia”. Juan Pablo II asume claramente la visión del hombre tal cual había sido explicada por el Concilio Vaticano II: el hombre potente y débil al mismo tiempo, que tiende hacia el progreso y se ve amenazado por sus propias conquistas; pero, sobre todo, el hombre revelado a sí mismo por Jesús: en toda la belleza y riqueza de su vocación, según el designio de amor del Padre. Si el muro de Berlín se derrumbó - y la historia dirá cuánto esto se debió a la palabra y a la acción de este Papa - fue también por razón del error antropológico que corrompía a la ideología comunista. Pero también la capitalista, y por el mismo motivo, ha sido y es denunciada con igual fuerza y nitidez por Juan Pablo II. El Papa Wojtyla se ha dirigido a todos los hombres y a todas las mujeres, pero con una “opción preferencial” por los pobres. Como nadie más, ha alzado su voz para defender la paz y los derechos de los pobres, haciéndose intérprete autorizado y convencido - también recientemente en la trágica guerra de Irak- de la conciencia universal de la familia humana: “La guerra no es nunca una necesidad fatal; es siempre una derrota para la humanidad”.
El otro texto fundamental de Juan Pablo II es la Carta Apostólica Novo Millennio Ineunte del 6 de enero de 2001. En ella el Papa indica a la Iglesia y al mundo el camino del Tercer Milenio: el camino de la comunión, del encuentro con el otro, de la fraternidad universal, que hay que vivir según la medida de Jesús y que se debe cumplir en todos los lugares de la tierra. En efecto, el hombre no puede hallarse a sí mismo, es decir, no puede ser sí mismo, sino a través del don sincero de sí (cf. GS 24), don que Cristo vuelve posible.
Hoy comprendemos mejor la fuerza profética de las palabras de aquel 22 de octubre de 1978, al momento de iniciar su Ministerio de Pastor Universal: «¡No tengan miedo! ¡Abran, es más, abran de par en par las puertas a Cristo! Abran a Su Potestad salvífica las fronteras de los Estados, los sistemas económicos y políticos, los vastos campos de la cultura, de la civilización, del desarrollo. ¡No tengan miedo! Cristo sabe “lo que hay dentro del hombre” ¡Sólo Él lo sabe!».
Sin embargo, es muy difícil vencer el miedo solos. La soledad y, peor aún, la división, no son el destino del hombre creado a imagen de Dios, que es amor y comunión. En su último libro, publicado el pasado mes de mayo, en el que resume su experiencia de Obispo, Juan Pablo II renueva una vez más la invitación a salir de la soledad y a “caminar juntos”: «Con la mirada fija en Cristo, sostenidos por la esperanza que no defrauda, caminemos juntos por los caminos del nuevo milenio: ‘¡Levantaos! ¡Vamos!’ (Mc 14,42) » (Juan Pablo II ¡Levantaos! ¡Vamos!, introducción).
¿Cómo no recordar en este contexto - no por espíritu nostálgico, sino para hacerla presente - la visita del Papa a Cuba, a este vuestro amado país, en 1998, cuando Juan Pablo II se presentó a ustedes como Mensanjero de la verdad y de la esperanza? Pienso, por ejemplo, en cuánto les dijo a su llegada: « Quiera Dios que esta Visita que hoy comienza sirva para animarlos a todos en el empeño de poner su propio esfuerzo para alcanzar esas expectativas con el concurso de cada cubano y la ayuda del Espíritu Santo. ¡Ustedes son y deben ser los protagonistas de su propia historia personal y nacional! ». (Discurso en el aeropuerto José Martí, 21 de enero de 1998); y a cuanto añadió, recordando dicha visita un año después: “ser protagonistas de su propia historia personal y nacional... significa también estimular las iniciativas que puedan configurar una nueva sociedad” (Mensaje de Juan Pablo II, en el I Aniversario de su visita a Cuba, 22 de enero de 1999).
Pienso también en las palabras pronunciadas en Santa Clara: “No tengan miedo, abran las familias y las escuelas a los valores del Evangelio de Jesucristo, que nunca son un peligro para ningún proyecto social” (Homilía en Santa Clara, 22 de enero). Por lo tanto: ánimo y confianza. Solo abriendo las puertas de nuestra vida a Cristo cesan los temores y crece la esperanza.
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"El hermano que me ha herido". Así llamó Juan Pablo II a Alí Agca,
quien intentara matarlo el 13 de mayo de 1981. |
Es hora de terminar. Hoy, frente a nuestros ojos, no tenemos ya la figura del Papa joven, “atleta de Dios”, sino más bien la imagen bíblica del “siervo sufriente”. Sin necesidad de palabras y, podríamos decir que tampoco de grandes gestos, el Papa da testimonio a la Iglesia y al mundo, sobre todo a los jóvenes, de la paradoja del Evangelio: “Cuando soy débil es entonces que soy fuerte”. Lo vemos entregarse cada vez más a Dios por manos de María, aquella que antes y más que todos, ha vivido sólo de fe y esperanza, aquella bajo cuya protección puso desde siempre su vida y su ministerio: Totus tuus. No es casualidad que hace dos años Juan Pablo II haya propuesto a la Iglesia el Año del Rosario, invitándonos a “abrir las puertas a Cristo”, a “partir nuevamente de Cristo”, “en compañía de su santísima Madre y a su escuela”. El Rosario “concentra en sí la profundidad de todo el mensaje evangélico, del cual es como un resúmen”. “Es mi oración preferida” confesó el Papa.
Mientras tanto, a pesar de su salud precaria y la palabra a veces incierta, el Papa Wojtyla continúa infundiendo una ardiente esperanza. “Duc in altum” (cf. Lc 5,4), ha dicho a la Iglesia y al mundo al inicio del Tercer Milenio. Para el creyente, de hecho, es siempre la hora de la esperanza, de la confianza, del amor. El mismo mensaje, aunque con otras palabras, les había confiado a ustedes, pueblo de Cuba, visitándolos en 1998. Estas palabras, como la semilla lanzada a la tierra, no dejarán de germinar y dar fruto. Lo están haciendo ya.
Felicitaciones, y nuestra gratitud, Juan Pablo II.
Mis renovadas “gracias” a todos ustedes.