Juan Pablo II, el Papa cuyo pontificado ha cambiado la historia del último cuarto de siglo, descansa ya en las Grutas Vaticanas después de que, en la mañana del viernes 8 de abril, tuviera lugar la misa de exequias por él en la que participaron varios millones de personas.
«Santo subito»: en español «Santo ya», fue la aclamación más repetida por los labios de los peregrinos, recogida por muchas de las pancartas que sobresalían a lo largo de la plaza de San Pedro del Vaticano, de la Vía de Conciliación, y de las calles aledañas.
Jefes de Estado y representantes de unos doscientos países, así como representantes de todas las religiones siguieron la celebración eucarística a pocos metros del pobre ataúd de madera en el que había sido depositado el cuerpo sin vida de Karol Wojtyla. Los últimos presidentes de Estados Unidos, el secretario general de las Naciones Unidas, Kofi Annan, o líderes de países árabes intercambiaron con las personas que se encontraban a su lado el gesto de la paz en el momento litúrgico establecido.
Fue particularmente conmovedor ver cómo se daban la mano el presidente de Israel, Moshe Katsav, y su homólogo sirio, Bashar al Assad, cuyos países oficialmente están en guerra.
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Los peregrinos aclamaban en la Plaza de San Pedro
que se proclamara a Juan Pablo II “¡Santo Ya!”. |
El Cardenal Joseph Ratzinger, que en calidad de Decano del Colegio de los Cardenales presidió las exequias, provocó muchas lágrimas entre los presentes cuando al concluir recordó el último domingo de Pascua en el que el Papa se asomó a su ventana para impartir su última bendición «Urbi et Orbi».
«Podemos estar seguros de que nuestro querido Papa está ahora en la ventana de la casa del Padre, nos ve y nos bendice. Sí, bendíganos, Santo Padre», afirmó.
Los aplausos más largos tuvieron lugar cuando, al concluir la celebración, los «sediarios» pontificios —quienes llevaban antes la Silla Gestatoria de los Papas— levantaron el ataúd para que entrara en la Basílica de San Pedro. Era la última vez que la televisión enfocaba sus restos mortales.
«Santo, ya», volvieron a gritar muchos de los presentes con lágrimas en los ojos, mientras su cuerpo era llevado hacia las Grutas Vaticanas para ser inhumado en la tierra, «no en un sarcófago».
Poco después, sin que ni los fieles ni las cámaras de televisión estuvieran presentes, el ataúd con los restos mortales se ató con lazos rojos, sobre los que se imprimieron los sellos de la Cámara Apostólica, de la Prefectura de la Casa Pontificia, de la Oficina para las Celebraciones Litúrgicas del Sumo Pontífice y del Capítulo Vaticano. El féretro de madera se introdujo en otro de zinc, se soldó y cerró.El notario del Capítulo de la Basílica Vaticana redactó el acta de la sepultura y lo leyó ante los presentes, un reducido grupo presidido por el Cardenal Eduardo Martínez Somalo, Camarlengo, y la «familia pontificia», sus secretarios, las religiosas que le cuidaron y su médico personal. El arzobispo Stanislaw Dziwisz, su secretario de toda la vida, lloró en varias ocasiones durante las exequias.Las celebraciones también habían comenzado en privado, alejadas de las cámaras, antes de la celebración eucarística.
Bajo la presidencia del Cardenal Camarlengo, el Arzobispo Piero Marini, Maestro de las Celebraciones Litúrgicas Pontificias, leyó el «Rogito», un pergamino en el que está escrita la vida y obras más importantes de Juan Pablo II.
Monseñor Marini y Dziwisz pusieron un velo de seda blanca sobre el rostro del pontífice fallecido y el Cardenal Camarlengo asperjó los restos mortales del Papa con agua bendita. El Arzobispo Marini introdujo entonces en el ataúd una bolsa con algunas medallas acuñadas durante el pontificado y un tubo de plomo que contiene el original del «Rogito».
Con el funeral, comenzaron los nueve días de misas en sufragio del Papa (los Novendiali») en Roma, que se prolongarán hasta el 16 de abril, dos días antes de que comience el Cónclave de Cardenales que elegirá al sucesor número 265 del apóstol Pedro.
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