En aquella larga agonía
de los diez días del mes de agosto, en que toda la provincia
de Pinar del Río y alrededor de un millón de cubanos
sufrimos un largo apagón provocado, en primera instancia, por
el huracán Charley y luego por la incapacidad del gobierno
de restaurar sus daños con la celeridad requerida, tuvimos
la oportunidad de reflexionar, sin agua y sin luz eléctrica,
en medio de la lucha por la subsistencia, en un elemento colateral,
aparentemente sin importancia ante tanta necesidad e incertidumbre:
sometidos obligatoriamente al silencio, pudimos comparar la diferencia
entre el ruido y su ausencia.
En efecto, estando paralizada la ciudad, cesaron algunos de los ruidos
que nos distraen cotidianamente: los radios vociferantes
que nos traen las noticias de una Cuba virtual o una provincia imaginaria
que no tienen nada que ver con la pura y dura realidad. Las grabadoras
a todo volumen agrediendo el oído de los vecinos y lejanos
con una percusión repetitiva y sin sentido que aturde nuestra
capacidad para pensar en lo que vivimos, para concentrarnos en lo
que hacemos, para vivir en paz. Los televisores cuyas imágenes
pintan de color un mundo irreal que es presentado sólo en blanco,
para lo que se desea describir sobre Cuba y en color negro para el
resto del mundo; los televisores que distraen con un venenoso ruido
desinformativo y una algarabía novelesca que no tienen nada
que ver ni con la verdad ni con la vergüenza.
Según el diccionario de la Real Academia Española la
palabra ruido tiene varios significados cuya primera acepción
es: sonido inarticulado, por lo general desagradable.
De estos ruidos están llenas nuestras casas, nuestros barrios
y centros de trabajo, nuestros hospitales y policlínicos, nuestras
escuelas y universidades, las tiendas y los mercados, nuestras ciudades
y
hasta nuestras iglesias y funerarias. El ruido llega a ser
insoportable, inhumano y salvaje. ¿Es este ruido imparable,
agresivo, propio de un pueblo civilizado? ¿Es esta chusma vociferante
la representación y la verdadera imagen de un país cuya
dirección expresa que es el pueblo más culto del mundo?
No estamos hablando del sonido natural de la vida, ni de la agradable
alegría comunicativa de los cubanos. Estamos hablando de los
gritos desaforados de acera a acera, de lo alto de un camión
a los indefensos transeúntes que deben soportar cualquier tipo
de improperios. Estamos tratando de la forma en que una madre se desgañita
aturdiendo a su hija o a su hijo pequeño que no atina nada
más que a taparse sus oídos con ambas manos. Nos estamos
refiriendo a esos saludos repletos de malas palabras, de vulgaridades
sin nombre que parecen estar imponiéndose como señal
de camaradería. Cuando se sustituyen los nombres y apelativos
decentes por lo que comúnmente se consideraba como una ofensa
gravísima y esto es espetado por una mujer joven que grita
a un muchacho que va en una bicicleta y aquel le responde con otra
barbaridad y ellos siguen contentos del saludo y los que lo escuchamos
no reaccionamos ante tanto ruido soez, algo muy grave se está
rompiendo en el alma de los cubanos.
No estamos aludiendo al bullicio natural y agradable de los lugares
públicos que mantienen un rango saludable de sonidos que hablan
de un pueblo vivo. En estas largas y calurosas noches y en estos agobiantes
días de lucha por el agua y los alimentos más esenciales,
el silencio no era natural era de muerte civil, no era un silencio
ecológico era el cansancio desesperado del que no le quedan
ya ni fuerzas para gritar o está paralizado por la impotencia
de no poder vivir ni tener con qué llegar al día siguiente.
Nadie quiere tampoco ese silencio sepulcral de una ciudad, de un pueblo,
condenados a la parálisis por un huracán cuyas consecuencias
duran ya demasiado.
Estamos refiriéndonos aquí a las estridencias de una
motocicleta cuyo nombre es bergobina y cuyo ruido insoportable
es comparado por la sabiduría popular de nuestro pueblo con
la existencia de ese otro ciclón con mucho ruido y poco avance.
Estamos reflexionando aquí acerca de esos camiones renqueantes
y destartalados que, además de envenenarnos con una nube de
humo que realmente daña la salud de los ciudadanos en un país
que se considera una potencia médica mundial, no son parados,
ni desactivados, ni prohibida su circulación. Todo lo contrario,
esos camiones, rastras y automóviles, la inmensa mayoría
estatales, pasan y aprueban las inspecciones técnicas llamadas
somatones cuyo nivel de corrupción permite que
esos equipos sigan contaminando de humo y de ruido nuestras calles
y ciudades.
Estamos pensando también en esos altavoces colocados los domingos
y, también, días de entre semana en el parque justo
frente a nuestras iglesias o en los establecimientos públicos,
justo al lado de ellas, como un cine o un área de diversiones,
esos amplificadores enfocados hacia nuestras iglesias cada vez que
en ellas celebramos nuestros actos religiosos o cuando el sacerdote
o las religiosas están descansando de su trabajo, como tienen
derecho a descansar todos los vecinos que viven alrededor de la iglesia,
o del cine, o del área de bailes y que al otro día tienen
que ir a trabajar. En un pueblo o en un país donde esto suceda
y se siga permitiendo, aun cuando los fieles cristianos y los pastores,
curas y monjas lo han señalado a las debidas autoridades, en
ese lugar ni se respeta la salud física y psíquica de
los ciudadanos, porque la bulla daña la integridad psicosomática
de los que la sufren, ni hay respeto a la verdadera libertad religiosa
porque se entorpece, con el ruido ensordecedor, el culto, el descanso
y la paz que debe haber en los templos.
La incapacidad de un pueblo de hacer silencio es un daño antropológico
que debe ser sanado y prevenido. La imposibilidad de guardar ciertos
rangos de comportamiento, de poder aguantarse sin hablar en una iglesia
o en una funeraria, la incapacidad de un pueblo de aguantar sin moverse
inútilmente, sin arrastrar las sillas donde están tirados,
sin registrar la jaba chillona nunca mejor llamada- sin necesidad
alguna de hacerlo, sólo para mortificar, sin querer, al que
está rezando o conversando al lado, es señal de que
algo no está bien en la salud mental de esas personas.
Ese daño psicológico es consecuencia de la contaminación
ambiental que provoca el ruido, ese sonido inarticulado desagradable.
Y evitar el ruido como contaminación ambiental es responsabilidad
de todos y cada uno de los ciudadanos de un país civilizado,
que aspira a ser o se llama, culto.
Es también, y en primer lugar, responsabilidad de los padres,
educar a sus hijos en el silencio respetuoso, en la reflexión
meditativa, en la introspección que reconoce y estima todo
un mundo de valores y sensaciones en su interior. Unos padres que
no dedican tiempo para educar y entrenar a sus hijos en la meditación,
en aprender a escuchar sosegadamente, sin miedos ni prisas, el sonido
del silencio interior, han perdido la mitad de su tarea educativa,
porque hay más riqueza y fuerza, hay más valores y sentimientos,
hay más espiritualidad y cultura, dentro del alma de los seres
humanos que en todos los programas educativos de las escuelas, de
los centros culturales muchas veces vacíos de sentido, repletos
de ruidos para aturdir y lavar la propia interioridad, esfuerzos educativos
y culturales externos a su subjetividad, ajenos al ritmo de su alma,
incluso contrarios al cultivo del espíritu de nuestros hijos.
Faltan gravemente a sus deberes los padres que abandonan esta fundamental
e insustituible dimensión interior de la educación de
sus hijos y violan groseramente ese derecho de los padres las escuelas
que enseñan a hacer una bulla, los educadores que
gritan por fuera y apabullan por dentro para no dejar pensar y expresar
los sentimientos y los pensamientos de sus alumnos por miedo a la
verdad. Los violan también los medios de comunicación
social que sólo cultivan el ruido y la distracción de
la mentira. Los violan, en fin, los que siendo responsables de los
gobiernos de los pueblos no priorizan esta dimensión de la
sanidad ambiental y ecológica.
Educar para el silencio y la paz es también responsabilidad
de nuestras escuelas y educadores, de nuestras Iglesias y formadores
cívico-religiosos. Pero, ¿cómo se podrá
formar para la introspección y la contemplación sosegada
si nuestras escuelas son, en ocasiones, la primera fuente de ruido
en el barrio? Es fácil identificar una zona escolar ya sea
por los gritos de las maestras, ya sea por la bulla forzada y muchas
veces ensayada de los alumnos. ¿Qué es sino esa manía
salvaje de enseñar o permitir que los niños y adolescentes
que van en los ómnibus hacia su internado vayan gritando sin
freno y sin respeto todo el tiempo y en ocasiones vociferando groserías
a los transeúntes? ¿Quién permite eso? ¿Quién
lo considera una gracia? ¿Quién lo fomenta para distraer
la amargura y la desolación que sienten en lo profundo de sí
los muchachos que cada once o quince días tienen que desgajarse
de sus hogares para ir a malvivir a las becas? ¿Por qué
esa bulla logra distraer y engañar también a los padres
que creen o simulan que sus hijos van contentos para sus
becas? Ese ruido también debe cesar y los padres no podemos
hacernos los desentendidos de lo que ese ruido intenta sofocar en
el interior de nuestros hijos que llegado cada comienzo de curso y
cada entrada del llamado pase, como si fueran presos o
militares, hacen lo indecible para retardar o burlar ese encierro
lejos de sus familias y de sus amigos naturales del barrio.
Otras acepciones que trae el Diccionario de la Real Academia Española
sobre el ruido son: Litigio, pendencia, pleito, alboroto o discordia.
Apariencia grande en las cosas que no tienen gran importancia. Repercusión
pública de algún hecho. Sus declaraciones han producido
mucho ruido. En semiología, ruido es una interferencia que
afecta a un proceso de comunicación.
Este tipo de ruido también afecta a nuestro pueblo y debe cesar.
Vivir continuamente en una pendencia o litigio perpetuo contra todo
y contra todos los que no piensen como uno es un ruido
que daña seriamente y, en ocasiones irreversiblemente, la salud
del alma y del cuerpo de los ciudadanos. En estos días hemos
tenido también tiempo para pensar que el cansancio se acumula,
que el agobio se multiplica, que la paz no se logra alcanzar cuando
los fenómenos meteorológicos, como ciclones y sequías,
son precedidos, acompañados y proseguidos de un clima de discordias
y batallas hacia los que no piensan igual aquí o allá
y a favor de los que piensan igual en otros lugares. ¡Qué
ruido más grande es centrar nuestra atención en lo que
sucede en otros países cuando el nuestro está atravesando
la peor crisis de su historia! Este ruido en el sistema no sólo
distrae de lo fundamental, sino que agrega desasosiego e interferencia
para resolver nuestros propios problemas.
Que cesen también estos otros tipos de ruidos que
dan gran apariencia a lo que no lo tiene y esconden y disimulan lo
que de verdad está afectando a nuestro pueblo. Hay declaraciones
y medidas que causaron y aún causan una gran expectativa en
la gente sencilla que sólo ha sido educada en soportar los
ruidos y no a escuchar los mensajes esenciales. Pero también
es penoso que los medios de comunicación tanto nacionales como
internacionales acreditados en nuestro país, que se supone
estén educados para favorecer el proceso de comunicación
y el flujo de la noticia y de la verdad, en ocasiones como esta atiendan
más al ruido de lo que pasa fuera y al ruido de
las interferencias de dentro
y dejen pasar, sin ninguna repercusión
seria, el hecho inaudito, el susurro casi imperceptible
de más de un millón de cubanos que hemos permanecido
por diez largos días sin agua para tomar, sin luz eléctrica,
sin medios para conservar los alimentos, con mucho ruido de promesas
y fechas topes para restablecer la normalidad que no llega
y
sin voz para expresar lo que estamos sufriendo.
Que el restablecimiento de la normalidad sea el cese de todo tipo
de ruidos: físicos y psicológicos, externos y espirituales,
de los terribles decibeles de los amplificadores y de los sordos ruidos
del engaño y la frustración en la que se sumergen tanta
gente sin que nadie se entere
precisamente por el ruido que nos
distrae.
Que el restablecimiento de la normalidad sea la apertura a las soluciones
verdaderas y eficaces de la crisis económica y política
en la que vivimos y no las voces altisonantes que distraen y dilatan
el rumor, el clamor, la sordina, el cuchicheo, en torno de la inmensa
mayoría de los cubanos y cubanas que en estos días sólo
alcanzábamos a saltar por encima del ruido inenarrable de la
calamidad para preguntar al que nos cruzábamos en la calle
, con voz cansina y desesperada un: ¿hasta cuándo?
que resume el sufrimiento callado y la esperanza silenciosa de nuestro
pueblo.
Busquemos entre todos la respuesta. Busquémosla por encima
de tanto ruido que intenta distraernos del problema fundamental de
los cubanos que es cambiar esta situación en la que nos aturdimos
mutuamente desde hace tantos años.
Busquemos respuestas reflexivas, serias, sosegadas, pacíficas,
para que los ruidos vociferantes no tengan la última palabra.
Busquemos respuestas consensuadas que no signifiquen para nada el
ruido de la unidad forzosa ni el estrépito de osamenta propia
de la uniformidad. Ruido viene del latín rugitus,
que es la misma raíz de rugido, aullido, estruendo, voces disonantes
y gruñentes. Consenso viene del latín con sensus
que significa con un mismo sentido, no con los mismos
caminos ni con los mismos medios. Consenso está relacionado
con diversas voces que se armonizan para no hacer ruido, ni hacerse
interferencia mutuamente porque han encontrado un sentido
común, han encontrado un sentir común, no unas estrategias
ni unas tácticas que, si se anteponen al sensus,
pueden ser ruidos e interferencias.
Venga primero el sensus communis, que significa el percibir
y entender una situación con un mínimo de sentido común
y luego de este silencio reflexivo que pudiera ser el
más elocuente de los silencios respetuosos y constructivos,
siga para contribuir juntos a disminuir los ruidos que nos distraigan,
las pendencias que nos aturden, las estridencias que nos crispan y
las interferencias que entorpecen la comunicación fluida, sosegada,
nacida del hondón del alma tanto de los pueblos como de sus
líderes políticos y de todos los animadores de la sociedad
civil, entre los que la Iglesia debe ser facilitadora de comunicación,
educadora en la búsqueda de consensos, formadora de ciudadanos
de conciencia sin ruidos
y creadora de espacios para que todos
los cubanos puedan gozar de un recinto de silencio espiritual, de
reflexión ética y de creación cívica y
política.
Pero para ello hace falta silenciar el ruido y dar voz al alma.
Hace falta hacer silencio para escuchar la voz de los que sufren y
compartir su sufrimiento para, darle voz a la esperanza y al cambio.
Pinar del Río, 23 de agosto de 2004.