Revista Vitral No. 63 * año XI * septiembre-octubre de 2004


EDITORIAL

 

QUE CESEN LOS RUIDOS

 

 

 

En aquella larga agonía de los diez días del mes de agosto, en que toda la provincia de Pinar del Río y alrededor de un millón de cubanos sufrimos un largo apagón provocado, en primera instancia, por el huracán Charley y luego por la incapacidad del gobierno de restaurar sus daños con la celeridad requerida, tuvimos la oportunidad de reflexionar, sin agua y sin luz eléctrica, en medio de la lucha por la subsistencia, en un elemento colateral, aparentemente sin importancia ante tanta necesidad e incertidumbre: sometidos obligatoriamente al silencio, pudimos comparar la diferencia entre el ruido y su ausencia.
En efecto, estando paralizada la ciudad, cesaron algunos de los ruidos que nos “distraen” cotidianamente: los radios vociferantes que nos traen las noticias de una Cuba virtual o una provincia imaginaria que no tienen nada que ver con la pura y dura realidad. Las grabadoras a todo volumen agrediendo el oído de los vecinos y lejanos con una percusión repetitiva y sin sentido que aturde nuestra capacidad para pensar en lo que vivimos, para concentrarnos en lo que hacemos, para vivir en paz. Los televisores cuyas imágenes pintan de color un mundo irreal que es presentado sólo en blanco, para lo que se desea describir sobre Cuba y en color negro para el resto del mundo; los televisores que distraen con un venenoso ruido desinformativo y una algarabía novelesca que no tienen nada que ver ni con la verdad ni con la vergüenza.
Según el diccionario de la Real Academia Española la palabra ruido tiene varios significados cuya primera acepción es: “sonido inarticulado, por lo general desagradable.” De estos ruidos están llenas nuestras casas, nuestros barrios y centros de trabajo, nuestros hospitales y policlínicos, nuestras escuelas y universidades, las tiendas y los mercados, nuestras ciudades y … hasta nuestras iglesias y funerarias. El ruido llega a ser insoportable, inhumano y salvaje. ¿Es este ruido imparable, agresivo, propio de un pueblo civilizado? ¿Es esta chusma vociferante la representación y la verdadera imagen de un país cuya dirección expresa que es el pueblo más culto del mundo?
No estamos hablando del sonido natural de la vida, ni de la agradable alegría comunicativa de los cubanos. Estamos hablando de los gritos desaforados de acera a acera, de lo alto de un camión a los indefensos transeúntes que deben soportar cualquier tipo de improperios. Estamos tratando de la forma en que una madre se desgañita aturdiendo a su hija o a su hijo pequeño que no atina nada más que a taparse sus oídos con ambas manos. Nos estamos refiriendo a esos saludos repletos de malas palabras, de vulgaridades sin nombre que parecen estar imponiéndose como señal de camaradería. Cuando se sustituyen los nombres y apelativos decentes por lo que comúnmente se consideraba como una ofensa gravísima y esto es espetado por una mujer joven que grita a un muchacho que va en una bicicleta y aquel le responde con otra barbaridad y ellos siguen contentos del saludo y los que lo escuchamos no reaccionamos ante tanto ruido soez, algo muy grave se está rompiendo en el alma de los cubanos.
No estamos aludiendo al bullicio natural y agradable de los lugares públicos que mantienen un rango saludable de sonidos que hablan de un pueblo vivo. En estas largas y calurosas noches y en estos agobiantes días de lucha por el agua y los alimentos más esenciales, el silencio no era natural era de muerte civil, no era un silencio ecológico era el cansancio desesperado del que no le quedan ya ni fuerzas para gritar o está paralizado por la impotencia de no poder vivir ni tener con qué llegar al día siguiente. Nadie quiere tampoco ese silencio sepulcral de una ciudad, de un pueblo, condenados a la parálisis por un huracán cuyas consecuencias duran ya demasiado.
Estamos refiriéndonos aquí a las estridencias de una motocicleta cuyo nombre es “bergobina” y cuyo ruido insoportable es comparado por la sabiduría popular de nuestro pueblo con la existencia de ese otro ciclón con mucho ruido y poco avance. Estamos reflexionando aquí acerca de esos camiones renqueantes y destartalados que, además de envenenarnos con una nube de humo que realmente daña la salud de los ciudadanos en un país que se considera una potencia médica mundial, no son parados, ni desactivados, ni prohibida su circulación. Todo lo contrario, esos camiones, rastras y automóviles, la inmensa mayoría estatales, pasan y aprueban las inspecciones técnicas llamadas “somatones” cuyo nivel de corrupción permite que esos equipos sigan contaminando de humo y de ruido nuestras calles y ciudades.
Estamos pensando también en esos altavoces colocados los domingos y, también, días de entre semana en el parque justo frente a nuestras iglesias o en los establecimientos públicos, justo al lado de ellas, como un cine o un área de diversiones, esos amplificadores enfocados hacia nuestras iglesias cada vez que en ellas celebramos nuestros actos religiosos o cuando el sacerdote o las religiosas están descansando de su trabajo, como tienen derecho a descansar todos los vecinos que viven alrededor de la iglesia, o del cine, o del área de bailes y que al otro día tienen que ir a trabajar. En un pueblo o en un país donde esto suceda y se siga permitiendo, aun cuando los fieles cristianos y los pastores, curas y monjas lo han señalado a las debidas autoridades, en ese lugar ni se respeta la salud física y psíquica de los ciudadanos, porque la bulla daña la integridad psicosomática de los que la sufren, ni hay respeto a la verdadera libertad religiosa porque se entorpece, con el ruido ensordecedor, el culto, el descanso y la paz que debe haber en los templos.
La incapacidad de un pueblo de hacer silencio es un daño antropológico que debe ser sanado y prevenido. La imposibilidad de guardar ciertos rangos de comportamiento, de poder aguantarse sin hablar en una iglesia o en una funeraria, la incapacidad de un pueblo de aguantar sin moverse inútilmente, sin arrastrar las sillas donde están tirados, sin registrar la jaba chillona –nunca mejor llamada- sin necesidad alguna de hacerlo, sólo para mortificar, sin querer, al que está rezando o conversando al lado, es señal de que algo no está bien en la salud mental de esas personas.
Ese daño psicológico es consecuencia de la contaminación ambiental que provoca el ruido, ese sonido inarticulado desagradable. Y evitar el ruido como contaminación ambiental es responsabilidad de todos y cada uno de los ciudadanos de un país civilizado, que aspira a ser o se llama, culto.
Es también, y en primer lugar, responsabilidad de los padres, educar a sus hijos en el silencio respetuoso, en la reflexión meditativa, en la introspección que reconoce y estima todo un mundo de valores y sensaciones en su interior. Unos padres que no dedican tiempo para educar y entrenar a sus hijos en la meditación, en aprender a escuchar sosegadamente, sin miedos ni prisas, el sonido del silencio interior, han perdido la mitad de su tarea educativa, porque hay más riqueza y fuerza, hay más valores y sentimientos, hay más espiritualidad y cultura, dentro del alma de los seres humanos que en todos los programas educativos de las escuelas, de los centros culturales muchas veces vacíos de sentido, repletos de ruidos para aturdir y lavar la propia interioridad, esfuerzos educativos y culturales externos a su subjetividad, ajenos al ritmo de su alma, incluso contrarios al cultivo del espíritu de nuestros hijos.
Faltan gravemente a sus deberes los padres que abandonan esta fundamental e insustituible dimensión interior de la educación de sus hijos y violan groseramente ese derecho de los padres las escuelas que enseñan a hacer una “bulla”, los educadores que gritan por fuera y apabullan por dentro para no dejar pensar y expresar los sentimientos y los pensamientos de sus alumnos por miedo a la verdad. Los violan también los medios de comunicación social que sólo cultivan el ruido y la distracción de la mentira. Los violan, en fin, los que siendo responsables de los gobiernos de los pueblos no priorizan esta dimensión de la sanidad ambiental y ecológica.
Educar para el silencio y la paz es también responsabilidad de nuestras escuelas y educadores, de nuestras Iglesias y formadores cívico-religiosos. Pero, ¿cómo se podrá formar para la introspección y la contemplación sosegada si nuestras escuelas son, en ocasiones, la primera fuente de ruido en el barrio? Es fácil identificar una zona escolar ya sea por los gritos de las maestras, ya sea por la bulla forzada y muchas veces ensayada de los alumnos. ¿Qué es sino esa manía salvaje de enseñar o permitir que los niños y adolescentes que van en los ómnibus hacia su internado vayan gritando sin freno y sin respeto todo el tiempo y en ocasiones vociferando groserías a los transeúntes? ¿Quién permite eso? ¿Quién lo considera una gracia? ¿Quién lo fomenta para distraer la amargura y la desolación que sienten en lo profundo de sí los muchachos que cada once o quince días tienen que desgajarse de sus hogares para ir a malvivir a las becas? ¿Por qué esa bulla logra distraer y engañar también a los padres que creen o simulan que sus hijos van “contentos” para sus becas? Ese ruido también debe cesar y los padres no podemos hacernos los desentendidos de lo que ese ruido intenta sofocar en el interior de nuestros hijos que llegado cada comienzo de curso y cada entrada del llamado “pase”, como si fueran presos o militares, hacen lo indecible para retardar o burlar ese encierro lejos de sus familias y de sus amigos naturales del barrio.
Otras acepciones que trae el Diccionario de la Real Academia Española sobre el ruido son: Litigio, pendencia, pleito, alboroto o discordia. Apariencia grande en las cosas que no tienen gran importancia. Repercusión pública de algún hecho. Sus declaraciones han producido mucho ruido. En semiología, ruido es una interferencia que afecta a un proceso de comunicación.
Este tipo de ruido también afecta a nuestro pueblo y debe cesar. Vivir continuamente en una pendencia o litigio perpetuo contra todo y contra todos los que no piensen como uno es un “ruido” que daña seriamente y, en ocasiones irreversiblemente, la salud del alma y del cuerpo de los ciudadanos. En estos días hemos tenido también tiempo para pensar que el cansancio se acumula, que el agobio se multiplica, que la paz no se logra alcanzar cuando los fenómenos meteorológicos, como ciclones y sequías, son precedidos, acompañados y proseguidos de un clima de discordias y batallas hacia los que no piensan igual aquí o allá… y a favor de los que piensan igual en otros lugares. ¡Qué ruido más grande es centrar nuestra atención en lo que sucede en otros países cuando el nuestro está atravesando la peor crisis de su historia! Este ruido en el sistema no sólo distrae de lo fundamental, sino que agrega desasosiego e interferencia para resolver nuestros propios problemas.
Que cesen también estos otros tipos de “ruidos” que dan gran apariencia a lo que no lo tiene y esconden y disimulan lo que de verdad está afectando a nuestro pueblo. Hay declaraciones y medidas que causaron y aún causan una gran expectativa en la gente sencilla que sólo ha sido educada en soportar los ruidos y no a escuchar los mensajes esenciales. Pero también es penoso que los medios de comunicación tanto nacionales como internacionales acreditados en nuestro país, que se supone estén educados para favorecer el proceso de comunicación y el flujo de la noticia y de la verdad, en ocasiones como esta atiendan más al “ruido” de lo que pasa fuera y al ruido de las interferencias de dentro… y dejen pasar, sin ninguna repercusión seria, el hecho inaudito, el “susurro” casi imperceptible de más de un millón de cubanos que hemos permanecido por diez largos días sin agua para tomar, sin luz eléctrica, sin medios para conservar los alimentos, con mucho ruido de promesas y fechas topes para restablecer la normalidad que no llega… y sin voz para expresar lo que estamos sufriendo.
Que el restablecimiento de la normalidad sea el cese de todo tipo de ruidos: físicos y psicológicos, externos y espirituales, de los terribles decibeles de los amplificadores y de los sordos ruidos del engaño y la frustración en la que se sumergen tanta gente sin que nadie se entere…precisamente por el ruido que nos distrae.
Que el restablecimiento de la normalidad sea la apertura a las soluciones verdaderas y eficaces de la crisis económica y política en la que vivimos y no las voces altisonantes que distraen y dilatan el rumor, el clamor, la sordina, el cuchicheo, en torno de la inmensa mayoría de los cubanos y cubanas que en estos días sólo alcanzábamos a saltar por encima del ruido inenarrable de la calamidad para preguntar al que nos cruzábamos en la calle , con voz cansina y desesperada un: “¿hasta cuándo?” que resume el sufrimiento callado y la esperanza silenciosa de nuestro pueblo.
Busquemos entre todos la respuesta. Busquémosla por encima de tanto ruido que intenta distraernos del problema fundamental de los cubanos que es cambiar esta situación en la que nos aturdimos mutuamente desde hace tantos años.
Busquemos respuestas reflexivas, serias, sosegadas, pacíficas, para que los ruidos vociferantes no tengan la última palabra.
Busquemos respuestas consensuadas que no signifiquen para nada el ruido de la unidad forzosa ni el estrépito de osamenta propia de la uniformidad. Ruido viene del latín “rugitus”, que es la misma raíz de rugido, aullido, estruendo, voces disonantes y gruñentes. Consenso viene del latín “con sensus” que significa “con un mismo sentido”, no con los mismos caminos ni con los mismos medios. Consenso está relacionado con diversas voces que se armonizan para no hacer ruido, ni hacerse interferencia mutuamente porque han encontrado un “sentido” común, han encontrado un sentir común, no unas estrategias ni unas tácticas que, si se anteponen al “sensus”, pueden ser ruidos e interferencias.
Venga primero el “sensus communis”, que significa el percibir y entender una situación con un mínimo de sentido común y luego de este “silencio” reflexivo que pudiera ser el más elocuente de los silencios respetuosos y constructivos, siga para contribuir juntos a disminuir los ruidos que nos distraigan, las pendencias que nos aturden, las estridencias que nos crispan y las interferencias que entorpecen la comunicación fluida, sosegada, nacida del hondón del alma tanto de los pueblos como de sus líderes políticos y de todos los animadores de la sociedad civil, entre los que la Iglesia debe ser facilitadora de comunicación, educadora en la búsqueda de consensos, formadora de ciudadanos de conciencia sin ruidos… y creadora de espacios para que todos los cubanos puedan gozar de un recinto de silencio espiritual, de reflexión ética y de creación cívica y política.
Pero para ello hace falta silenciar el ruido y dar voz al alma.
Hace falta hacer silencio para escuchar la voz de los que sufren y compartir su sufrimiento para, darle voz a la esperanza y al cambio.

Pinar del Río, 23 de agosto de 2004.

 

 

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