A lo largo de la historia la Iglesia
ha tomado conciencia, cada vez más claramente, de que María
de Nazaret, la Madre de Jesús, Madre de Dios y Madre nuestra,
la llena de gracia había sido redimida por Dios desde
el primer instante de su concepción. Esta fe de la Iglesia tiene
un hito muy importante en el año 1845 (hace ya ciento cincuenta
años) cuando en la bula Ineffabilis Deus el Papa Pío IX
proclamó el dogma de la Inmaculada Concepción de la Santísima
Virgen: ...la bienvenida Virgen María fue preservada inmune
de toda mancha de pecado original en el instante de su concepción
por singular gracia y privilegio de Dios omnipotente, en atención
a los méritos de Jesucristo Salvador del género humano.
La Iglesia ha conmemorado de diferentes formas este aniversario. Y de
modo particular lo ha hecho el Papa Juan Pablo II. Por ejemplo, en los
momentos en los que escribo estas líneas él se prepara
para visitar el santuario de Lourdes en Francia, el 15 de agosto, para
celebrar allí la fiesta de la Asunción de la Virgen, en
ese lugar donde la Inmaculada se apareció a Santa Bernardita
precisamente en el año 1854.
En distintos lugares del mundo la Iglesia ha preparado diferentes formas
de conmemoración para que este hermoso e importante aniversario
no pase por debajo de la mesa.
Al escribir lo anterior, me parece oportuno recordar algunos puntos
de la doctrina de la Iglesia acerca de la Santísima Virgen que
aparecen el capítulo VIII de la Constitución dogmática
sobre la Iglesia del concilio ecuménico Vaticano II.
La Virgen María, que, según el anuncio del ángel,
recibió al Verbo de Dios en su corazón y en su cuerpo
y dio la Vida al mundo, es conocida y honrada como verdadera Madre de
Dios Redentor. Redimida de modo eminente en atención a los méritos
futuros de su Hijo y a Él unida con estrecho e indisoluble vínculo,
está enriquecida con la suma prerrogativa y dignidad de ser la
Madre de Dios Hijo y, por tanto, la hija predilecta del Padre y el Sagrario
del Espíritu santo; con un don de gracia tan eximia, antecedente
con mucho a todas las criaturas celestiales y terrenas.
Al mismo tiempo ella está unida en la estirpe de Adán
con todos los hombres que han de ser salvados; más aún,
es verdaderamente madre de los miembros de Cristo por haber cooperado
con su amor a que naciesen en la Iglesia los fieles, que son miembros
de aquella cabeza, por lo que también es saludada como
miembro sobreeminente y del todo singular de la Iglesia, su prototipo
y modelo destacadísimo en la fe y caridad, y a quien la Iglesia
católica, enseñada por el Espíritu Santo, honra
con filial afecto de piedad como a Madre amantísima (Nº
53).
El Padre de las misericordias quiso que precediera a la encarnación
la aceptación de parte de la Madre predestinada, para que así
como la mujer contribuyó a la muerte, así también
contribuyera a la vida. Lo cual vale en forma eminente de la Madre de
Jesús, quien dio a luz a la Vida misma que renueva todas las
cosas, y fue enriquecida por Dios con dones dignos de tan gran dignidad.
Por eso no es extraño que entre los Santos Padres fuera
común llamar a la Madre de Dios toda santa inmune de toda mancha
de pecado y como plasmada por el Espíritu Santo y hecha una nueva
criatura. Enriquecida desde el primer instante de su concepción
con esplendores de santidad del todo singular, la Virgen Nazarena es
saludada por el ángel, por mandato de Dios como llena de gracia
(cf. Lc 1, 28), y ella responde al enviado celestial: He aquí
la esclava del Señor, hágase en mí según
tu palabra ( Lc 1,38).
Así María, hija de Adán, aceptando la palabra
divina, fue hecha Madre de Jesús y, abrazando la voluntad salvífica
de Dios, con generoso corazón y sin impedimento de pecado alguno,
se consagró totalmente a sí misma, cual esclava del señor,
a la persona y a la obra de su Hijo, sirviendo al misterio de la redención
con Él y bajo Él, por la gracia de Dios omnipotente. Con
razón, pues, los Santos Padres estiman a María no como
un mero instrumento pasivo, sino como la cooperadora a la salvación
humana por la libre fe y obediencia (Nº 56).
La fe y la piedad del pueblo cristiano ha dado a la Santísima
Virgen, a la Inmaculada, diferentes nombres con los cuales se le invoca.
Para los cubanos ese nombre es el hermoso de la Virgen de la Caridad
del Cobre. Desde que a principios del siglo XVII fue hallada su imagen
flotando en la bahía de Nipe comenzó para Cuba esa fuente
de la gracia de Dios que es la devoción a la Virgen de la Caridad.
Quien piensa en ella, quien mira su imagen, va anidando dentro de sí
lo más bueno, bello y verdadero que pueda haber en el hombre
y la mujer.
Lo que quizá no sepan todos es que esa mujer a quien la imagen
de El Cobre representa, es precisamente, la Inmaculada, ésa mujer
llena del Espíritu Santo en la cual no hubo nunca ni el más
mínimo asomo de pecado. Por eso una instruida y sana devoción
a la Virgen de la Caridad debe inducir en el cristiano los mejores sentimientos
y compromisos humanos, lo más verdadero, bello y bueno que la
persona humana pueda ser. En realidad, la devoción a la Virgen
de la Caridad debiera construir un desafío, el desafío
de vivir de tal manera llenos del amor de Dios que el pecado no tenga
nada que ver con el hijo de la Caridad del Cobre.
Bien sabía esto el poeta que escribió:
Virgen de la Caridad,
Mina de amor en El Cobre,
Madre de toda orfandad,
Hermana del pueblo pobre.
Cuba es tuya, eres nuestra,
Desde la Sierra Maestra
A los confines del mar.
Y con tu gracia, Señora,
Cuba sabrá ser ahora
Patria, justicia y altar.