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Lo ves deslizarse como una sombra, de esquina
en esquina, de grupo en grupo. Sabes que su oído y su vista tienen
esa precisión que adquieren los sentidos cuando se desarrollan
en función de un arte. Parece indiferente. Sin embargo, su ojo
capta el detalle y a la oreja le basta con una palabra. Todos miran con
repugnancia su presencia que enciende silencios. Tú también
lo juzgas, lo desprecias y lo haces blanco de sofisticadas indirectas.
Pero nunca has estado preso.
Tú no sabes lo que se siente en la soledad de un calabozo, mirando
las veinticuatro horas un bombillo que no te deja saber si afuera es de
noche o de día, oyendo a un investigador increparte por lo que
hiciste y lo que no hiciste, unas veces en tono de amistosa persuasión,
otras con torva amenaza, siempre reacio a escuchar tus protestas de ultrajado
inocente. Entre pregunta y pregunta, cada una de ellas conclusión
definitiva, tu mente no tiene tiempo de responder y sabes que callando
otorgas. No es necesario probarte el delito; es suficiente con que no
puedas probar tu inocencia.
Un día cualquiera tienes compañía en la celda y,
sin averiguar quién eres, te confiesan cómo y por qué
ha ido a parar allí. No te pregunta nada, sabes que él espera
lo mismo de ti y quisieras matarlo; pero no puedes y lo engañas,
y se mienten, y se acechan, y sientes asco, y no vomitas. Te hace la historia
de una señora que él conoce, que tiene el marido preso y
que es amante de un oficial de la Seguridad, o del DTI. Él no conoce
su nombre, pero todo lo que dice te hace pensar que se trata de tu mujer;
cuando indagas el detalle esencial, él simplemente no sabe y la
duda te martilla más que la posible certeza. Con el cerebro así
vas a un interrogatorio y te acosan y llamas a la muerte, pero no te hace
caso, porque la muerte sabe que sus víctimas le pertenecen y ella
las toma sin apuro, cuando le viene en ganas.
Te tragas la lengua y te alimentas de eso de yo soy un hombre, pero no
sabes hasta cuándo serás capaz de serlo. Y ese hombre va
dando paso a un espectro abúlico e insensible con la mirada idiota
y la vista fija, buscando desesperadamente una luz al final de su macabro
túnel. Comienza a no importarte la buena salida; sólo salir.
La dignidad se va convirtiendo en una carga molesta y la conciencia se
hace una vieja peleona. Vas olvidando el yo soy un hombre y te consuela
pensar que muchos viven sin serlo a plenitud.
Llega la proposición salvadora. Tu virtual verdugo casi te ha convencido
de que es tu amigo y tú te obligas a creer en sus buenas intenciones,
porque necesitas creer en algo. Una fuerza misteriosa te explota por dentro
y los restos de ti protestan e insultan. Él se va con una comprensiva
sonrisa profesional. Seguro de sí, te deja ver que no es culpable
de que las cosas hayan ido a parar a donde están, que tú
no eres dueño de escoger y que él tiene tiempo para esperar,
igual que la muerte.
La libertad del cuerpo se hace obsesión y lo pinta todo de negro.
Ya no te ves el alma, y aceptas. Te condenan, pero te hacen ver que tu
sabia decisión te libró de una pena mayor y tú quedas
agradecido, y hasta te felicitas por lo inteligente que fuiste.
Entraste a la cárcel. Ves el exterior entre listas como otro preso
cualquiera, pero no lo eres. Eres un Caballo de Troya, especie de Mata
Hari hombre. Sientes que todos te temen, pero te desprecian, porque el
temor que inspiras no es hijo del respeto. Fuiste testigo y relator de
robos, comercios, planes de fuga y hasta de los más repugnantes
actos de sodomía. Entregaste culpables y recibiste golpes. Te enviaron
a otras galeras para protegerte. Aprendiste a bajar la cabeza ante insultos,
pero seguro de que tu desquite mediato sería más efectivo
que el áspid de Cleopatra y la cicuta de Sócrates.
Te premiaron por tu buen comportamiento y tuviste una cita conyugal. La
primera; y, en dudosa intimidad, tu mujer coronó tu casi erección
con un orgasmo mal fingido. Y volviste a dudar. Y te acordaste de aquel
preso que te echaron en la celda para que ordeñara la ubre de tus
confesiones con un guante de falsa amistad y ya no pudiste sentir el mismo
asco que sentías por él porque ahora tú eres igual,
y no te atreves a aceptar que sentiste náuseas de ti. Te volviste
huraño, odiaste a los hombres, a los presos y a los libres, y comenzaste
a disfrutar lo que hasta ahora hacías por humillante obligación.
Te especializaste, con esmero de artesano, en dar a todos la traición
que de ellos esperabas. Y no te sentías indigno porque mintiendo
siempre, aprendiste a mentirte a ti mismo. Te obligaste a pensar que las
víctimas de tus delaciones sólo esperaban la oportunidad
para hacer otro tanto contigo y gozar de cuanto gozabas.
Un día saliste. Y en la calle seguiste haciendo tu trabajo. Viste
a la humanidad como una gran prisión y tu libertad significó
apenas un poco más de espacio que te hizo la tarea un poco más
difícil. Y pasaste por todos los empleos pero del que en realidad
vivías era el que hacías a ocultas. Dices mentiras, traicionas
amistades, ves, oyes y no callas. Ofreces amistad como carnada y la recibes
como dádiva de tontos. Te deslizas como la serpiente, con la sola
diferencia de que tú acechas para que otro muerda. No estás
enamorado de tu obra, pero razonas, como el aura, que alguien tiene que
comerse la carroña para limpiar el mundo y así te obligas
a aceptarte. No sientes asco de ti, tampoco orgullo, y has terminado por
no sentir nada. Asumes con perfecta naturalidad que la traición
es un medio de vida como otro cualquiera y que ningún hombre ni
mujer vale el sacrificio de ser honesto. Almacenas y reproduces información
como un disco duro, libre de emociones y de remordimientos, ajeno al mundo.
Piensa en él y trata de comprenderlo, así, en lucha estéril
por dar sentido a una masa de huesos y vísceras forrada con piel,
única reminiscencia de su antigua humanidad. Entiéndelo,
compadécelo, y disfruta el dulce consuelo de creer que ése
no eres tú.
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