Revista Vitral No. 63 * año XI * septiembre-octubre de 2004


JUSTICIA Y PAZ

 

¿ES POSIBLE, PARA UN CRISTIANO, HACER POLÍTICA?

CARDENAL CARLOS MARÍA MARTINI

 

 

Card. Martini

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Todos los cristianos –dice el Concilio en Gadium et Spes-, deben tomar conciencia de la propia vocación especial en la comunidad política; deben dar ejemplo desarrollando en sí mismos el sentido de la responsabilidad y la dedicación al bien común” (1). Y más adelante: “Es necesario cuidar asiduamente la educación cívica y política, hoy tan necesaria, tanto para el conjunto del pueblo como, sobre todo, para los jóvenes, para que todos los ciudadanos puedan llevar a cabo su papel en la comunidad política” (2)
Y el profesor Guiseppe Lazatti, a quien recordamos con especial afecto en esta Iglesia en la que le dimos el último adiós, escribía en 1981, bajo el título de «El verdadero escollo de la presencia católica» (3), las siguientes palabras:
“Una presencia viva, actuante, eficaz de los católicos en el contexto de la situación del país no puede ser más que consecuencia de aquella identidad de los católicos cuya actuación sigue siendo, y no puede dejar de ser, la preocupación primaria de los católicos mismos, o sea, de la Iglesia italiana. Si tanto nos preocupamos, justamente y con razón, de las formas de esta presencia, mucho más nos deberíamose preocupar, en las circunstancias adecuadas, de aquella razón o causa primaria de la presencia de la misma que está en el descubrir y realizar –para cuantos guiados por el Espíritu sienten la responsabilidad de distinguirse con el nombre de cristianos católicos- de aquella identidad que los hace, no de palabras sino en el estilo de vida, sal y fermento de una civilización que tenga el signo del hombre, aquella que Pablo VI quiso predecir como «civilización del amor»” (4)
Pero, ¿es de verdad posible, para un cristiano, hacer política así? No se trata de una pregunta abstracta y teórica. Se trata de una cuestión práctica. ¿Es posible concretamente, para un cristiano, hacer política hoy, en nuestro país, en esta coyuntura histórica y cultural? ¿En qué condiciones, incluso personales, puede darse esto?(5)
La posibilidad, para un cristiano convencido y coherente y en especial para un católico, de hacer política activa hoy en Italia, es puesta en duda ante todo por aquellas corrientes del pensamiento que consideran que los católicos, ya sea a causa de acontecimientos históricos particulares del pasado, ya sea a causa de condicionamientos eclesiásticos o dogmáticos, no tienen una cultura suficiente del Estado.(6) No faltan tampoco algunos que consideran que, en general, el rigor de los principios morales no es compatible con una gestión del poder moderna y realista.
Entre los católicos tampoco faltan quienes, si no niegan, en teoría, la posibilidad de actuar como creyentes en política, consideran que en las actuales condiciones de ciertas sociedades, esto no es de hecho posible sin compromisos inaceptables para quien quiera vivir plenamente el Evangelio. La navegación sería teóricamente posible, pero la fuerza mayor sería superior a la capacidad de resistencia del barco.
Sin embargo, sigue siendo verdad que si la política es parte primordial del quehacer humano, todo hombre que se dedica a ella lo hace en la integridad de su persona. Ahora bien, toda la persona ha sido sanada y redimida por Cristo. Hago política porque soy persona humana, en cuanto hombre o mujer corresponsable del destino histórico del cosmos. Hago política como cristiano porque Cristo ha redimido todo lo que es humano y pertenece al hombre.(7)
¿Qué respondemos a la primera objeción, o sea, que el cristiano podría no tener un sentido suficiente del Estado?
Preguntamos ante todo: ¿de cuál Estado? Ciertamente no del que se colocase como realidad suprema traspasando los límites de la trascendencia, haciéndose juez último de todas las cosas. Y tampoco de un Estado que se colocase al frente de otros Estados nacionales como un absoluto sin atención a la universalidad de la convivencia humana.(8). Pero tampoco en la otra dirección, de un Estado que no respetase el antiguo principio de subsidiariedad.(9)
El cristiano tiene, en cambio, muy fuerte el sentido de un Estado que tenga inscrito en su dinámica, el principio del bien común, que sienta como irrebasable el respeto a cada persona, que reconozca las realidades sociales en todos los niveles, que se abra a la colaboración internacional.
Pero éste es el ideal de Estado que emerge de nuestra Constitución (10)., el que tantos políticos cristianos como Alcide de Gasperi, junto con tantos otros hombres de buena voluntad, han contribuido a diseñar y a formar con su sacrificio y su sentido cívico y jurídico. Este es el ideal de Estado al que hace apenas unos días11 nos llamaba la voz autorizada de nuestro Presidente de la República, Francesco Cossiga, en Florencia, diciendo, entre otras cosas, las siguientes palabras:
“La vida de los entes locales es el fundamento mismo de toda democracia: la amplitud de los espacios reservados, en una comunidad estatal, a las instituciones locales es índice de la vitalidad y de la salud de un régimen democrático. El sistema de las autonomías es el primer rostro del estado. Muy grave sería si la gente, al dirigirse a las instituciones, advirtiese en ellas algo ajeno, o sea, que no las sintiese como propias; si las descubriese no como instrumentos de libertad, sino al contrario, instrumentos de opresión. Esta visión que no debe ni puede parecer utópica guió la acción generosa e iluminada de Giorgio La Pira. Del realismo de la utopía él supo dar pleno y absoluto testimonio cuando luchó por la paz y se preocupó porque en lugar de las cortinas que entonces dividían y dividen al mundo, fuesen construidos puentes de solidaridad activa; cuando observó con atenta sensibilidad las necesidades de aquellos que, marginados y débiles, deben recibir más que los demás del ordenamiento democrático. Manifestaciones ciertamente de su inagotable caridad de cristiano, pero también de sus profundas convicciones de demócrata, de su fe en una democracia que no sea tan sólo el foro en donde los fuertes libremente desarrollen sus facultades, sino también la casa común donde éstos, creciendo y consolidándose, sepan y quieran poner las premisas para el crecimiento de los más débiles”.
Así pues, los cristianos no estarán nunca en segundo lugar por lo que se refiere al verdadero sentido del Estado.(12).
Pero aquí surge la otra objeción: ¿es posible actuar eficazmente en el campo político respetando la moral cristiana? La fuerza de la objeción está en la relación necesaria entre el bien común y el poder y en el contraste que puede verificarse entre interés general e interés particular, sea éste personal o de grupo.
Recordemos ante todo, algunas sencillísimas verdades referentes tanto a la relación entre bien común y poder, como entre bien común e intereses particulares.
Actúa de manera conforme al orden moral, cristiano e incluso simplemente humano, quien pone como fin de su actuar político el bien común (13) y considera el poder y su ejercicio como un medio, uno de los medios, para realizar el bien común. Pero desgraciadamente, en la praxis corriente puede suceder lo contrario, o sea que se busque el poder por la propia conveniencia personal y que sólo subordinadamente a ésta y a su conservación, sobre todo si el poder depende también del consentimiento, se preocupen del bien común.
Por lo que toca a la relación entre bien común y bien o interés particular, puede no estar mal buscar el bien personal, familiar, de grupo, ya sea económico, social o político; es decir, puede ser necesario cuando se trata de necesidades o derechos objetivos. Está mal subordinar el bien general al particular u obviamente está mal cualquier ilegítimo acaparamiento o desviación de los bienes comunes para un interés particular.
Pero, ¿qué puede hacer el cristiano comprometido en política cuando le toca actuar en ambientes de moralidad incierta o decadente? Este era ciertamente el problema que debió afrontar Ambrosio en su actividad.
Hoy, después de muchos siglos y tantos acontecimientos, no faltan sociedades y situaciones en las que las deficiencias morales en el ámbito de la política son consideradas inevitables y por lo tanto, en cierta forma «normales»,no según las normas del derecho, sino según las necesidades del vivir contingente.
Aquí en especial se abre el campo para un valeroso testimonio que se ligue tanto con los grandes ideales de la antigua justicia, que ya Cicerón definía como un “caritas generis humani”, como con los de la moralidad cristiana que Ambrosio relacionaba, en la sabia continuidad, con los de la tradición humanista romana transcribiendo para sus fieles el De officiis de Cicerón.
Pero el testimonio inspirado por la fe cristiana tiene en su base una visión en perspectiva más amplia que la del antiguo orador y filósofo. Superando, junto con él, en nombre del sentido del deber y de la justicia, la esclavitud de la necesidad del éxito inmediato, tal testimonio se deja mover por la virtud de la esperanza que es virtud sólida, tenaz y ciertísima. Para quien se quiere dedicar con tal ánimo al difícil servicio del aspecto público, está la promesa evidente de la ayuda de Dios para quien quiere actuar bien, aunque no sepa cómo ni por qué vías lo ayudará Dios en su testimonio y promoverá su causa. La esperanza cristiana es como la de Abraham que fue el fundador de muchas estirpes, la espera contra toda esperanza. El cristiano que no sepa alimentarse de tal esperanza no debe aventurarse con un navío demasiado frágil por mares profundos y borrascosos. Su nave no está calificada para la fuerza de este mar.
Se arriesgaría quizá a dar un contratestimonio. El político cristiano no debe solamente ser hábil y competente. ¡Debe serlo y cómo!(14). Pero debe también saber mantener con Dios una relación de confianza en un clima de oración. Un cristiano debe expresarse como tal hasta las últimas consecuencias,(15) sin temer que el actuar como cristiano deje de tener, a largo plazo, el resultado que Dios promete a la perseverancia en la fe.

II.¿Qué educación debe ser cultivada para que todos los ciudadanos adultos, y no sólo los más dotados, se abran a lo político?

Es necesario que la colectividad como tal distinga por lo menos tres sectores de intervención:
1.-Proporcionar conocimientos de tipo cultural, histórico, legislativo.
2.-Promover experiencias de colaboración, de diálogo e incluso de confrontación dialéctica con ciudadanos de varias tendencias, estén organizados o no.
3.-Dar la posibilidad de conocer y de utilizar los instrumentos de intervención democrática que ya existen o que se pueden promover.
Se trata pues, ante todo, de un trabajo de concientización, de una educación popular que coincida de hecho con la concientización para la participación democrática. Como ha dicho el presidente Cossiga en su ya citado discurso: “Es con el método democrático como la nación logrará, en forma duradera y no episódica y contingente, corregir los desequilibrios geográficos y sectoriales que el desarrollo de la economía presenta todavía; a dar finalmente mayor eficiencia a la administración pública en su conjunto; a asegurar adecuadas oportunidades de crecimiento para todos; a contener y derrotar aquellos fenómenos de disgregación social en los que encuentran alimento la violencia, la criminalidad organizada, la búsqueda de escapes artificiales de la realidad, la prevalencia de egoísmos destructivos”. Pero para esto es necesaria una vasta educación con base en todos los ciudadanos para que conozcan y puedan utilizar las posibilidades ofrecidas por el método democrático.
1.-Es necesario ayudar a la gente común a formarse criterios de juicio usando instrumentos adecuados de conocimiento y análisis: encuadramientos y conocimientos históricos; elementos y hechos económicos; estructuras constitucionales, etc. Estos son, en especial, los argumentos que se tratan a partir de la enseñanza social de la Iglesia en las escuelas de preparación al compromiso social y político que han sido promovidas en nuestra diócesis y que han sido recibidas con gran atención y beneplácito. (16).
Es necesario también enseñar a la gente a saber leer críticamente la prensa, a asumir una actitud autónoma ante las presiones de los medios de comunicación, etc.
2.-Sin embargo, son también necesarias experiencias concretas según los diversos estadios y las diferentes épocas de la vida. Pensemos aquí en la acción promocional que pueden ejercer, y que de hecho ya ejercen, las múltiples realidades de las asociaciones juveniles incluso con iniciativas de diálogo y de confrontación dialéctica con diversas realidades. Se necesita organizar estas iniciativas con mucha seriedad y cuidado pero también sin temer ampliar las ideas y los horizontes. Pienso también en lugares de confrontación en niveles aún más elevados de responsabilidad, casi como nuevas ágoras en las que dialoguen entre ellas la filosofía, la economía, la política y la teología(17). Considero que se necesita actualmente multiplicar en Italia lugares de debate democrático y de seria profundización científica de ideas y proyectos en la escucha serena y tolerante de todas las opiniones. Sin tales lugares, el pensamiento político termina por agotarse y dejar el campo libre a un pragmatismo vacío.
3. Se necesita finalmente conocer las varias instancias que permitan intervenir, promover y defender los derechos de todo ciudadano y pretender, de parte de los órganos responsables y administrativos, justicia y honestidad. Estas instancias existen en los regímenes democráticos pero son poco conocidas o se tiene poca costumbre de recurrir a ellas, muchas veces por el temor de que todo sea inútil. Se necesita superar este estado de ánimo y demostrar que con la paciencia y la preparación, al final algo sucede.
Se dirá que ésta es, ante todo, una educación cívica global antes que una educación cristiana. Pero el campo político es propio del ciudadano en cuanto tal y la presencia cristiana en él debe darse y ser presencia auténticamente humana y estímulo de la actuación democrática como enseña el Magisterio de la Iglesia. Lo que Dios quiere salvar, haciéndolo entrar en su esfera, es el hombre en la integridad de sus manifestaciones.(18).

III.¿Cuál es la tarea de la Iglesia local en este proceso educativo?

Nos podemos preguntar legítimamente: pero, este educar a la gente para la participación política, ¿qué tiene que ver con la Iglesia?
Para contestar esta pregunta es suficiente volver a escuchar lo que ha dicho el Sínodo sobre los laicos en su mensaje al pueblo de Dios: “El compromiso de la acción sociopolítica de los fieles radica en la fe puesto que ésta ilumina la totalidad de la persona y de su vida. Ello supone una formación cuidadosa proporcionada al nivel de las responsabilidades presentes y futuras.
“En la actividad política el compromiso de los fieles debe ser la honestidad, la promoción de la justicia social y de los derechos del hombre en todas las fases de la vida, la defensa y la reconquista de la libertad, sobre todo de la religiosa, tan limitada en vastas zonas del planeta, y la búsqueda constante de la paz en el mundo entero”(19).
Es bajo esta luz que se manifiesta la tarea de la Iglesia local, entendida como organismo viviente, de promover las iniciativas de su laicado dirigiendo las de cada uno al bien de todos. No se trata tanto de hacer política como de promover la honestidad, la participación, la creatividad, haciendo referencia al Evangelio y a la fe que conoce nuestra tradición. No se trata de bajar la cabeza ante intereses de grupo por nobles que sean, sino de levantarla al nivel de los grandes desafíos de la convivencia pacífica entre los pueblos. Y mientras más difíciles de realizar o casi imposibles parezcan esos ideales, más se revela la necesidad de una esperanza como la que hemos mencionado. ¡El cristiano debe, esperar, y dar razón de su esperanza!
Sin embargo, hay algo más que debemos tener presente. Nos podemos preguntar si, en el pasado, la Iglesia en su conjunto haya podido o sabido elaborar doctrinas, promover experiencias, propiciar dinamismos, apelar a la sensibilidad acerca de la justicia y el bien común en una medida tal que pudiera responder en forma satisfactoria a su tarea de formación moral incluso en el campo político. “Nace la duda legítima –escribía también Giuseppe Lazzati en el artículo citado- de si la falta de una clara conciencia de lo que signifique ser cristianos en un tipo de vida nuevo que, lejos de eliminar lo humano, lo salva y se expresa en nuevas relaciones con Dios, con los hombres, con la creación (...) pueda depender, además de las presiones del mundo... multiplicadas hasta lo inverosímil en un ambiente descristianizado...también de una formación inadecuada ofrecida por las comunidades en las cuales los católicos nacen, crecen, viven”(20).
Más recientemente, Giuseppe Dossetti, en un discurso ante el Congreso Eucarístico de Bolonia, se preguntó en qué medida se dieron, en el pasado, contribuciones positivas por parte de los creyentes para el saneamiento de las formas sociales que se suceden en la historia. Él insiste en que tal operación requiere y requerirá siempre de condiciones precisas: 1) que se sepa con extrema lucidez qué cosa es propiamente el hecho cristiano y que no se lo agote con supuestos más o menos conscientes; 2) que se tenga conciencia del límite y del grado de opinabilidad que puede existir en las otras fuentes utilizadas y en el proyecto que de ellas resulta; 3) que la mediación se haga con rigor doctrinal y moral, proporcional al grado de desinterés personal, de grupo e incluso de institución, o sea, de gran pureza en la defensa de los intereses mismos de las instituciones de la comunidad creyente en cuanto tales; 4) finalmente, que el intento sea inspirado por una intuición profunda de la actualidad histórica, sin anacronismos, enfatizaciones de la tradición, nostalgias desviantes o incluso lacerantes innovaciones. Aún considerando que tales condiciones no se hayan verificado plenamente en los siglos pasados, Guiseppe Dossetti considera que el momento actual nunca ha sido, por una parte tan desfavorable y por otra, tan insólitamente propicio.
Cualquier cosa que se diga, sigue presente la exigencia expresada tantas veces y con tanta fuerza por el profesor Lazzati (21) de asegurar para el hoy y para el mañana una dimensión cultural y de reflexión adecuada al compromiso político del cristiano. No se trata de encontrar recetas que pueden tener sólo una eficacia momentánea, sino de iniciar una búsqueda que en el campo político tenga el signo de la gratuidad, o sea, que no busque primaria y absolutamente el éxito político inmediato, sino ante todo el testimonio del reino aceptando un arduo camino.
Creo que en Italia son ya muchos los que sienten la necesidad de una búsqueda así, católicos y no católicos. Para ser creíbles será necesario ponerse no tanto por encima de las partes cuando por debajo de ellas, o sea, en la profundidad de la conciencia cívica del país.
Tarea de la Iglesia en su conjunto será, ante todo, formar las conciencias; luego, acompañar a las personas en los momentos y en las circunstancias difíciles; garantizar una preparación permanente que tenga en cuenta el mutar de las cosas y la presentación de nuevos problemas en el horizonte de la humanidad; estimular las energías intelectuales a actualizar y a confrontarse entre amplios horizontes.
Todo esto en una perspectiva de universalidad humana porque no se trata aquí tanto de defender el interés o la libertad específica de los católicos como el promover la efectiva libertad y el bien de la participación democrática de todos y, en la libertad de todos, la libertad y la participación democrática de todos y, en la libertad de todos, la libertad y la participación de los católicos.
Para terminar, citaré una vez más las palabras de nuestro Presidente: que “el pueblo italiano, ante las lagunas las distorsiones, ante el malestar de las instituciones siente la necesidad de una democracia más madura y más consciente. Para alcanzar esta meta la receta puede ser sólo una: favorecer la participación de los ciudadanos para la gestión del poder, expandir las posibilidades de participación en las decisiones que conciernen a la colectividad”.
La Iglesia de san Ambrosio está lista para contribuir, en su ámbito y con sus fuerzas, a una seria educación de base que habilite para participar en el proyecto común.

Notas

1 Gaudium et Spes, n.75
2 Ibídem,n. 75.
3 El artículo apareció en Vita e pensiero, 64 (1981, n. 10), 2-6.
4 Ibídem, p.6.
5 Consideraciones análogas se han hecho ya después de la Convención de Assago. En ese entonces, considerando un aspecto más específico y particular, me expresaba así: “También con referencia al testimonio que se debe dar en la vida política, los cristianos están llamados a un estilo de vida que yendo, incluso valerosamente, contra los estereotipos prevalentes del consumismo y del éxito como fin en sí mismo (¡hasta en política!) y del cálculo exclusivo de la ventaja individual, introduzca y difunda los gérmenes de la gratuidad y de la dedicación (Cfr.40. Itinerario).
Como ha afirmado su Excelencia Mons. Nicora: “el testimonio de un compromiso político éticamente irreprensible es actualmente uno de los más significativos para la credibilidad de la fe cristiana.”
¿Es concretamente posible tal testimonio, hoy, en la política? ¿Es posible para hombres y mujeres comunes que tengan buena voluntad, deseo de honestidad e inteligencia sin tener para ello la vocación al heroísmo o al martirio? La cuestión es crucial hoy en Italia porque tiene que ver con la posibilidad real de estimular o no nuevas levas para el servicio social y político de los próximos veinte años. Esta posibilidad surgió muchas veces en la Convención a partir de la constatación de la distancia, denunciada por algunos, entre los que trabajan en la política y la gente común inclinada a mirar a los primeros con una cierta sospecha instintiva y, más en general, por la denuncia de una cierta incomodidad de los jóvenes ante el compromiso político.
La respuesta a estas interrogantes toca el sistema partidista, no en abstracto sino como es vivido hoy en nuestro país. Se tiene a veces, la impresión de que el sistema de las relaciones entre los partidos, tal como se van enredando de hecho en la actualidad, tienda a fijarse en un peligroso y un día tal vez irreversible ciclo de deterioro. Cuando mediante alianzas ocultas y reparticiones subterráneas nacen situaciones híbridas en las que las alianzas y las oposiciones tradicionales entre partidos distintos proclamadas a la luz del sol no responden a lo que sucede, en cambio, en los cuartos oscuros del palacio, se da un fenómeno que entre mentiras y encubrimientos corre el riesgo de desanimar a quienes quisieran aventurarse en tales laberintos.
Por nuestra parte, no podemos dejar de proclamar que la caridad política salvada por Cristo es capaz, por sí misma, de redimir incluso al mundo de la política, también viciado como todo lo demás, por el pecado y de dar valor a las vocaciones políticas serias y honestas. ¡Cuán grave responsabilidad asumiría quien hiciese que la elección de comprometerse a ser honesto en política se convirtiese en un acto heroico de pocos, merecedores de la aureola del martirio! No nos deberíamos entonces de quejar si los mejores jóvenes, de todas las extracciones culturales o ideológicas, eligen más bien las profesiones en las que permanece consolidada una segura ética del comportamiento.
Si de hecho los jóvenes se decidieran o no a servir hasta en política y a expresar así un aspecto fundamental del “hacerse prójimo” dependerá también de la capacidad de los partidos de ofrecer itinerarios de militancia honrados y aceptables en los cuales la conciencia no se vea obligada a compromisos, sino que sea valorada en sus ideas de fondo (C.M: Martini, LVIII, Milán, 1987, pp. 38-39). “Farsi prossimo nella cittá”, en Atti del Convengo Diocesano Farsi prossimo, Archivo Ambrosiano LVIII, Milán, 1987, pp.38- 39A
6 Para una reflexión más analítica sobre estos temas véase por ejemplo: Ai cattolici manca il senso dello Stato? En: La Civiltá Católica, 138 (1987-IV) 209-220.
Partiendo de un artículo de L. Colleti en La Repubblica del 20-21 de septiembre de 1987, se sintetizan así las acusaciones dirigidas a los católicos: “La acusación dirigida a los católicos es pues la de carecer de la idea de ‘Nación’ porque forman parte de una comunidad universal como es la Iglesia y de ser entonces ‘supra-nacionales’, y de carecer de la idea de ‘Estado’ –más precisamente de ‘Estado nacional’- porque más que en el Estado ponen el acento en la ‘persona’, en la ‘familia’ y en la ‘sociedad natural’, pero sobre todo porque la idea de Estado nacional es una creación de la civilización laica moderna a la que los católicos han sido extraños. En ellos, ‘en nombre de la restauración visionaria del mundo feudal, o sea, de la civilización medieval y pre-burguesa’, está vivo un componente subversivo, en el sentido preciso de ‘antiburgués’ y en sentido histórico de ‘anti-estatal’(p.210).
7 Así se expresaba Mons. Nicora en nuestra Convención en Assago: “Existe además una cuestión de moralidad. Entre nuestros hermanos en la fe, en nuestras comunidades, frecuentemente surge en este punto otra pregunta: admitamos que nos tenemos que comprometer y que se deba hacerlo según la originalidad de los valores cristianos ligados a una auténtica capacidad cultural y una madura competencia política; pero ¿es posible comprometerse en este campo ‘salvando el alma’, es decir evitando caer de todos modos en el compromiso, en la traición de los valores éticos cristianos? ¿La política es inexorablemente ‘sucia’ o puede, en cambio, ser vivida con transparencia y coherencia moral?
Esta es una pregunta ciertamente provocadora y de fundamental importancia porque toca un aspecto que de hecho aleja a muchos cristianos de un compromiso más generoso en esta dirección. Es necesario entonces que en nuestras comunidades se den respuestas claras también a esta interrogante.
La respuesta es, en sí, relativamente fácil: el cristiano no podrá nunca admitir que exista una esfera de la experiencia humana que pueda sustraerse a la acción salvífica y renovadora de Jesucristo.
Si Jesús es de verdad el Salvador del hombre y del mundo, es también el Salvador de esta experiencia característica del hombre que es la política. Ciertamente se necesitará que quien se ponga en este camino difícil y comprometido sepa mantener viva la comunión con Cristo a través de los instrumentos formativos, sacramentales, ascéticos y de comunión que ofrece la tradición de la Iglesia; en efecto, sólo con esa condición podrá experimentar esa liberación profunda de la esclavitud del mal y del espíritu de orgullo y de dominio que es la única que puede hacer al cristiano operador de libertad y constructor de estructuras abiertas al respeto y la promoción de la libertad y de la solidaridad entre los hombres.
Pero la posibilidad debe ser afirmada: sí es posible vivir, incluso esta dificilísima frontera que es la política, en coherencia con los valores de la fe y de la ética cristiana. Y si es posible, es un deber hacerlo.
Es más, deberíamos convencernos mucho más de que esta capacidad de testimoniar una transparencia moral auténtica, inclusive y precisamente en el campo de la política, es actualmente uno de los testimonios más significativos de la credibilidad de la misión de la Iglesia.
De nada serviría predicar, celebrar y evangelizar si luego no tuviésemos laicos cristianos verdaderamente capaces de demostrar con hechos que la fuerza liberadora que viene de Jesucristo es capaz de llegar hasta allá. (A Nicora; “Educazione alla caritá política”, en: Atti del Convengo Diocesano “farsi prossimo”, cit. Pp., 70-71).
8 “Entonces, ¿de qué ‘Estado’ y de qué ‘Nación? ¿Es que los católicos no tienen el sentido? En este punto la respuesta debería ser clara: los católicos no tienen el sentido del Estado absoluto (Hobbes), de Estado ‘soberano’, separado y superior al cuerpo político (Bodin), del Estado expresión de la ‘voluntad’ (Rousseau), del Estado como suprema encarnación del Espíritu absoluto y fuente de todos los derechos de la persona (Hegel), en resumen, del Estado tendencialmente totalitario y monopolizador en lo interno y militarista y llevado a practicar una política de fuerza en lo exterior. Los católicos no tienen el sentido de la Nación que se cierra en sí misma sin abrirse a las demás naciones y que se exalta –y exalta los valores nacionales- casi hasta divinizarse dando lugar a un nacionalismo exagerado que en el ochocientos y el novecientos ha sido causa de muchos y sangrientos conflictos”. (“Ai cattolici manca il senso dello Stato”?, cit.,p.217)
9 La formulación clásica del principio de subsidiaridad es de Pio XI en la encíclica Cuadragésimo Anno: “Es ciertamente verdad y está bien demostrado por la historia que por la mutación de las circunstancias muchas cosas ya no se pueden llevar a cabo sino por grandes asociaciones donde antes las hacian también las pequeñas. Sin embargo, debe permanecer firme el principio importantísimo en la filosofía social: que así como no es lícito quitar a los individuos lo que ellos pueden realizar con sus propias fuerzas y la propia industria para dárselo a la comunidad, así también es injusto entregar a una mayor y más alta sociedad lo que puede ser hecho por las comunidades menores e inferiores. Esta situación puede provocar un grave daño y una perturbación del recto orden de la sociedad, porque el objeto natural de cualquier intervención de la sociedad misma es el de ayudar en forma supletoria a los miembros del cuerpo social y no el de destruirlos y absorberlos.
Por lo tanto, es necesario que la autoridad suprema del Estado delegue en las asambleas menores e inferiores el despacho de los asuntos y cuidados de menor importancia los que, por otra parte, distraerían muchísimo a aquella y, así entonces, podrá ejecutar con mayor libertad, con más fuerza y eficacia los asuntos que le competen a ella sola porque sólo ella puede realizarlos: de dirección, o sea, de vigilancia; de promoción, de represión, según los casos y las necesidades. Que se persuada, pues, firmemente a los hombres del gobierno de que mientras más perfectamente se desarrollen el orden jerárquico entre las diferentes asociaciones, salvo el principio de la función subsidiaria, más fuerte resultará la autoridad y el poder social y por ello más feliz y próspera la condición del Estado mismo”.
Este mismo principio será retomado por el magisterio sucesivo. En particular con Juan XXIII, se tendrá de él una explicitación muy rica y positiva. En efecto, si Pío XI distinguía en la dirección, vigilancia, promoción, represión, las tareas de los poderes públicos, Juan XXIII, en la Mater et Magistra (n.57) redescribe la competencia de los poderes públicos con referencia a las funciones de: a) Apoyo y promoción de las actividades sociales; b) Estímulo de la iniciativa de los individuos solos, de las familias, de los diferentes grupos sociales; c) Coordinación según un diseño orgánico de bien común; d) Suplencia, ahí donde la libre iniciativa de los otros sujetos del cuerpo social no puede o no quiere realizarse; e) Integración, ahí donde la libre iniciativa de los otros sujetos se demuestra útil pero insuficiente.
10 Aquí podemos recordar algunos artículos de la Constitución Italiana en los que son reconocidos y sancionados estos valores. Ante todo se hace referencia al artículo 20, en el cual se marca la afirmación de aquél “principio personificante” que está en la base de nuestro sistema constitucional . En él se establece la preeminencia de la persona humana vista incluso en su esencial apertura a todas aquellas agrupaciones y formaciones sociales que desarrollan su personalidad respecto a la sociedad y, por tanto, al Estado. Dice así: “La República reconoce y garantiza los derechos inviolables del hombre tanto como individuo como en las formaciones sociales donde se desarrolla su personalidad y requiere el cumplimiento de los deberes inderogables de solidaridad política, económica y social”.
Una aplicación de este mismo principio es la que encontramos en el artículo 50.: “La República, una e indivisible, reconoce y promueve las autonomías locales; lleva a cabo, en los servicios que dependen del Estado, la más amplia descentralización administrativa; adecúa los principios y los métodos de su legislación a las exigencias de la autonomía y de la descentralización”.
Por lo que concierne, por otra parte, al aspecto internacional, la referencia obligada es el artículo 11. Que dice así: “Italia repudia la guerra como instrumento de ofensa a la libertad de los otros pueblos y como medio de resolución de las controversias internacionales; consiente, en condiciones de paridad con los demás Estados, las limitaciones de soberanía necesarias a un ordenamiento que asegure la paz y la justicia entre las naciones; promueve y favorece las organizaciones internacionales dedicadas a tal fin”.
11 Discurso pronunciado en Florencia –Palazzo Vecchio, en respuesta al saludo del Alcalde el 28 de noviembre de 1987.
12 En síntesis se puede decir que el cristiano reconoce que el Estado es una realidad buena y necesaria para que el hombre, según las exigencias de su misma naturaleza social, pueda desarrollarse en plenitud. Sin embargo, al mismo tiempo está realmente convencido de que el Estado es una realidad relativa y no puede nunca elevarse al nivel del absoluto. Más bien está al servicio del bien común, interno y universal y, por lo tanto, está al servicio de las personas humanas y de los grupos intermedios empezando por la familia.
El cristiano posee lúcidamente esta visión de Estado y por esta clase de Estado sabe comprometerse profunda y desinteresadamente. (cf: Ai cattolici manca il senso dello Stato),cit., pp. 217-220).
Así ha sido también en los hechos (cfr ibídem, pp 210-211), como recordaban también los obispos italianos: “La presencia de los cristianos en las instituciones públicas tiene una tradición y es una realidad que nadie puede honradamente ignorar. Expresada en forma ampliamente unitaria, inclusive por peticiones responsables de la Iglesia ante situaciones extremadamente difíciles y comprometidas, ha sido una presencia decisiva para la reconstrucción del país después de la guerra, para la elaboración de un nuevo orden constitucional, para la salvaguardia de la libertad y de la democracia, para la transformación y el desarrollo de la sociedad italiana en diversos sectores de importancia, para la sincera apertura a Europa para la segura garantía de la paz” (Consejo Permanente de la Conferencia Episcopal Italiana. La Chiesa italiana e le prospettive del paese, n. 36; cfr también Juan Pablo II, Allocuzione al Convengo di Loreto, n. 8, en Rivista Diocesana Milanese, 76 /1985/418-420).
13 En la doctrina católica es tradicional la afirmación del bien común como fin, criterio y razón de ser de toda actividad y poder políticos.
Ya a nivel neotestamentario se pueden subrayar algunos pasos que sugieren estas consideraciones. En especial, por ejemplo: 1Pe 2, 14 afirmando que es tarea de la autoridad “castigar a los malhechores y premiar a los buenos”, deja entender que en tal forma la autoridad misma puede realizar, por lo menos en forma mínima, su tarea de mantener dentro del orden la convivencia humana. Con 1 Tim 2,2 cuando se ve en la acción de la autoridad una ayuda “para que podamos vivir una vida calmada y tranquila en toda piedad y dignidad”, se entiende que es tarea de la autoridad precisamente la de realizar una sociedad que viva en forma estructurada y ordenada en el respeto de los grandes valores de la vida humana y de la posibilidad, para cada persona, de realizarse a sí misma en un crecimiento armonioso y global.
En un nivel magisterial, estas mismas indicaciones están presentes con frecuencia y constancia. A título de ejemplo basten dos textos: “La comunidad política existe precisamente en función de aquel bien común en el cual aquella encuentra significado y plena justificación y del cual obtiene su ordenamiento jurídico, originario y propio”. (Gaudium et spes, n. 74): el poder político, “en cuanto es vínculo natural y necesario para asegurar la cohesión del cuerpo social, debe tener como fin la realización del bien común” (Octogesima Adveniens, n. 46)
En esta misma línea me había expresado durante mi homilía en la Catedral, el pasado 16 de mayo de 1987, en ocasión del traslado de la urna del Beato Cardenal Ferrari: También hoy, como entonces, el verdadero bien del pueblo sigue siendo el fin de la política.
Aquel “bien común que se concreta en el conjunto de las condiciones que permiten y favorecen en los seres humanos, en las familias y en las asociaciones, la realización más plena de su perfección” (GS 74)
Y es una adquisición de gran relieve de los regímenes democráticos modernos que quien juzga y decide acerca del bien común de la nación sea, precisamente, el pueblo.
Una sana concesión de la participación popular en el gobierno de la cuestión pública se aleja así de tentaciones opuestas: el escepticismo por un lado, la idolatría del poder por el otro, inspirándose en las palabras de Jesús: “Yo estoy entre vosotros como uno que sirve ...Que el mayor entre ustedes se haga como el más pequeño y quien gobierna como quien sirve” (Lc 22, 27.26).
La política llamada continuamente al principio del bien común, es reconducida incansablemente al orden moral. Moralidad, pues, de los medios que deben ser buenos para la persecución de objetivos buenos y moralidad de los fines que, como expresa el Concilio Vaticano II (GS 74), son relativos a la tarea de tutelar el bien común en una perspectiva que debe ser al mismo tiempo dinámica, universal e integral.
-Dinámica, porque el bien común se concreta a un conjunto de condiciones que se nutren de los valores y derechos fundamentales de la persona teniendo en cuenta el continuo desarrollo de las coordenadas históricas, culturales y ambientales.
-Universal, porque en la actualidad no nos podemos contentar con tutelar las intereses de una sola comunidad, sino que hace falta ampliar la mirada hasta abrazar las exigencias de toda familia humana y el bien universal de la paz.
-Integral, porque el bien común no equivale tan solo al bienestar. Por consiguiente, una modernización o racionalización que mortificase los valores morales, relacionales, solidarios, revelaría en realidad un paso atrás hacia las formas humanoides de la convivencia. En este contexto resalta la atención privilegiada que debe ser dada siempre a los últimos y a los indefensos en todos los campos y en todos los momentos de la vida. En una óptica genuinamente evangélica ésta es una prueba fundamental para juzgar la moralidad de los programas y de las realizaciones. ( C.M. Martini, “Il vero bene del popolo” Rivista Diocesana Milanese, 78/1987/ 1080-1081).
14 La necesidad, pero al mismo tiempo la insuficiencia de la competencia es una aseveración que, con extrema claridad, encontramos ya en la Pacem in Terris de Juan XXIII. Ante todo él afirma:”No basta estar iluminados por la fe y encendidos por el deseo del bien para impregnar de sanos principios una civilización y vivificarla en el espíritu del Evangelio. Para tal fin es necesario inserirse en sus instituciones y actuar eficazmente desde dentro de las mismas. Pero nuestra civilización se contradistingue sobre todo por sus contenidos científico-técnicos. Por lo cual no es posible inserirse en sus instituciones y actuar con eficacia desde dentro de las mismas si no se es científicamente competente, técnicamente capaz, profesionalmente experto” (n. 51). Sin embargo, subraya al mismo tiempo que “la competencia científica, la capacidad técnica, la experiencia profesional, si bien son necesarias no son suficientes...se necesita también, al mismo tiempo, que (los hombres) lleven a cabo (las actividades de contenido temporal) en el ámbito del orden moral y, por lo tanto, como ejercicio o reivindicación de un derecho, como cumplimiento de un deber y prestación de un servicio; como respuesta positiva a un mandato de Dios, colaboración personal a la acción creadora y contribución personal a la realización de Su plan providencial en la historia” (n.52).
15 Así se expresaron también los obispos italianos en 1981: “El primer compromiso que la Iglesia y los cristianos pretenden confirmar y realizar con nueva intensidad es...la voluntad de dar, cada vez más claramente, el primado a la vida espiritual de la cual depende todo lo demás. Sacerdotes, religiosos y laicos que vivan la vida de gracia y comunión con Dios en la fe, en la esperanza, en la caridad, en una incesante oración personal y comunitaria son levadura buena que el mundo necesita(...). Tampoco creemos que volverse a Cristo pueda significar evadir la situación. No pocas experiencias, aún recientes, nos confirman más, que perdernos en la realidad social sin nuestra identidad es un grave riesgo que hay que evitar. Si no hemos hecho bastante en el mundo no es porque seamos cristianos, sino porque no lo somos lo suficiente” (Consejo Permanente de la Conferencia Episcopal Italiana, La Chiesa italiana e le prospettive del paese, n. 13; cfr también los núms....24-25.
16 Estas mismas escuelas “miran a desarrollar con método riguroso y exigente: 1) un profundo conocimiento de la doctrina y del Magisterio social de la Iglesia y de la tradición viva del movimiento católico italiano; 2) un discernimiento del contexto socio cultural del país; 3) una competencia específica en los diversos sectores en los que “Prefazione” puede y debe expresarse el testimonio y el servicio de los laicos cristianos” (C.M. Martini,, en: Farsi prossimo nella cittá, supl. de Orientamenti (Especial escuela diocesana. Subsidio didáctico 1, p. 4.).
17 Es una indicación coherente también con la lógica subyacente a la propuesta de reanudación de las “Semanas Sociales” tal como está formulada en la Nota de los obispos italianos después de la Convención de Loreto: “Los católicos de nuestro país deben ser ayudados a entender cada vez mejor su papel incluso en la asunción de las responsabilidades públicas.Para esto deseamos reanudar, lo más pronto posible aunque en términos nuevos, la experiencia de las “Semanas Sociales” que enriquecidas por las reflexiones maduradas con el Concilio, con el Magisterio pontificio y con las indicaciones del episcopado podrán ser de gran ayuda a la maduración de las conciencias inclinadas al servicio de nuestra patria con marcada sensibilidad cristiana” (Conferencia Episcopal Italiana), La Chiesa in Italia dopo Loreto. Nota pastorale, n. 57).
18 Obviamente a la Iglesia le corresponde un tipo de educación dirigida a la edificación de una sólida espiritualidad. Los obispos italianos escribían: “Deber de la Iglesia...es principalmente el formar a los cristianos, de manera especial a los laicos, para un compromiso coherente proporcionando no sólo doctrina y estímulos, sino también adecuadas líneas de espiritualidad para que su fe y su caridad crezcan, no a pesar del compromiso, sino precisamente a través de él”. (Consejo Permanente de la Conferencia Episcopal Italiana, La Chiesa italiane e la prospettive del paese, n.34; véase también A. Nicora, Educazione alla caritá política, cit.,pp. 72-73).
Las mismas escuelas de formación para el compromiso social político de las que ya se ha hablado tienen en mira este preciso objetivo. En efecto, en la persecución de una finalidad “eminentemente educativa y pastoral no quieren ser cursos populares de cultura cívica y política dirigidos genéricamente a un público de curiosos, sino más exactamente una contribución dirigida a desarrollar motivaciones y conocimientos para apoyar a todos aquéllos que por vocación se orientan hacia el servicio a la ‘ciudad del hombre” (C.M. Martini, “Prefazione”, cit.,p.4).
19 Sínodo de los obispos 1987, Sui sentieri del Concilio. Messaggio al popolo di Dio, n. 11.
20 G.Lazzatti, Il vero scoglio della presenza católica, cit., p.3.
21. Es una aseveración que ha acompañado un poco toda la reflexión y la experiencia del profesor Lazzati, convencido de la necesidad y de la urgencia de “ayudar a los cristianos a formarse y cultivar una cultura capaz de hacerlos estar ‘en la ciudad’ como actores y no como espectadores” (G. Lazzati, La cittá dell’uomo Construire, da cristiani, la cittá del’uomo a misura di uomo, Roma 1984, p.66), como también que “sin una cultura adecuada no se da la condición inicial para una presencia activamente eficaz de los católicos dentro del vasto y diferenciado campo de las realidades temporales” (Id., Il vero scoglio della presenza cattolica, cit.,p.5). De aquí todo su empeño para ayudar a “pensar políticamente” que desembocó también en la fundación de la sociedad “Cittá dell’uomo” (Ciudad del hombre), que retomando y desarrollando las ideas de fondo de la “Civitas humana” del grupo de los “profesorcitos” reunidos en torno a Dossetti, tuviese como objetivo “elaborar, promover, defender una cultura política que animada por la concepción cristiana del hombre y del mundo, desarrolle la adhesión a los valores de la democracia expresados en los principios fundamentales de la Constitución de la República Italiana respondiendo a las complejas exigencias de la sociedad en transformación” (Art. 3 del Estatuto de “citta dell’uomo”). Cfr. P. Vanzan, Il mondo, “La Chiesa e il Regno di Dio nella vita e opera di uno “starez” occidentale, en: A. Oberti (bajo su revisión), Giuseppe Lazzatti: vivere da laico, Appunti per una biografia e testimonianze, Roma 1986, pp. 39-45; 64-67).


 

Revista Vitral No. 63 * año XI * septiembre-octubre de 2004
Carlos María, Cardenal Martini
Arzobispo de Milán. Milán, Basílica de San Ambrosio, 5 de diciembre de 1987.