No me gusta desentonar, pero a
veces hay que hacerlo. Especialmente cuando las expectativas que se
crean alrededor de una realidad son inmensas y al final uno descubre
que no es nada del otro mundo. Al menos eso fue lo que me sucedió
con el documental Fahrenheit 9/11, escrito, producido y dirigido por
el realizador norteamericano Michael Moore.
La película arribó a nuestro país escoltada por
la polémica y con una aureola de éxito. Desde antes de
su proyección ya levantaba ronchas en algunos círculos
de poder y se especuló sobre la posibilidad de que fuera prohibida.
Gracias a Dios, la sangre no llegó al río, y Fahrenheit
9/11 ha podido verse en los más diversos escenarios. El primer
espaldarazo se produjo durante el Festival de Cine de Cannes, donde
ganó la codiciada Palma de Oro. A partir de entonces ha batido
récords de taquilla no sólo en Europa, sino también
en otras latitudes y en los propios Estados Unidos.
Esta vez Cuba no quedó al margen del ajetreo internacional. El
evidente desdén que mostraron las autoridades cinematográficas
hacia un filme tan profundo y exitoso como La Pasión -que vimos
gracias al empeño de la Iglesia y a la profusión de copias
piratas en el mercado clandestino de videos-, no se repitió con
Fahrenheit 9/11. Imposible que se repitiera, pues mientras el australiano
Mel Gibson centró su cinta en los sufrimientos de Jesucristo,
el hombre más importante de la historia, Michael Moore dirigió
sus cañones contra un personaje incomparablemente menor, pero
prioritario para la batalla ideológica que impulsa hoy la Isla:
el Presidente George W. Bush. En este dilema entre religión y
política -lo sabemos-, la política lleva las de ganar
Al menos por ahora.
Numerosos fueron los comentarios que leí antes de ver el documental.
Recuerdo particularmente uno que apareció en las páginas
culturales del semanario Orbe, escrito por Lisandro Otero. Después
de presentarlo como un «testimonio demoledor» y una «pieza
magistral de periodismo investigativo», el autor de tantas célebres
novelas cubanas concluía diciendo que nos encontramos frente
a «una obra maestra que ninguno debe dejar de ver». Valoraciones
semejantes se multiplicaron en casi todos los medios informativos de
San Antonio a Maisí. No por gusto, miles de personas acudieron
a las principales salas cinematográficas mientras duró
la proyección de la película, o se las ingeniaron para
verla en la intimidad de sus hogares.
Indiscutiblemente, Fahrenheit 9/11 tiene algunos valores. Se inscribe
dentro del llamado periodismo de investigación, cuyo propósito
es sacar a la luz lo que los poderes públicos se empeñan
en ocultar y los ciudadanos tienen derecho a saber. Muy útil
y habitual en las sociedades democráticas, el periodismo de investigación
acumula una larga historia en los Estados Unidos. Quizás el ejemplo
más elocuente sea el escándalo Watergate, desencadenado
una madrugada de junio de 1972, cuando la policía sorprendió
en actitud sospechosa a varios individuos en la sede del Partido Demócrata
en Washington D.C. Más tarde se supo que detrás de ellos
estaba el Partido Republicano.
Ese sería apenas el prólogo de una investigación
que cubrió 115 semanas. La condujeron dos periodistas del diario
The Washington Post, Robert Woodward y Carl Bernstein, quienes se lanzaron
al fondo del asunto pese a todos los riesgos, y desentrañaron
un escándalo de tales proporciones, que el mismísimo Presidente
Richard Nixon se apresuró a renunciar el 8 de agosto de 1974,
antes de que el Congreso decretara su destitución a través
del temido «impeachment». «Watergate no fue sólo
una intervención de teléfonos, trucos sucios y mucho dinero
perdido -expresó Robert Woodward poco después-. Watergate
fue una subversión del sistema».
El arriesgado reportero -convertido desde entonces en toda una celebridad
del periodismo contemporáneo-, pronunció unas palabras
que deberán recordarse siempre, aun en las peores crisis. «Es
triste y trágico -dijo- cuando el líder de un país
tiene que abandonar su puesto como en este caso
Es deprimente
y la gente va por las calles como desilusionada. Esto ha sido mostrar
el lado bueno y el lado malo de Norteamérica. Pero el lado bueno
ha sido, también, una demostración de que el sistema funciona».
No dudo que a Michael Moore lo haya animado una intención semejante
cuando emprendió el proyecto de Fahreinheit 9/11. Su formación
intelectual y su carrera se han desarrollado en un país donde
prima la convicción de que hay que publicar lo que está
mal y corregir los abusos del poder. Sobre esa base, el polémico
director aborda los casi cuatro años que han transcurrido desde
que George W. Bush llegó a la Casa Blanca, e intenta reunir una
montaña de pruebas en su contra. Cree que la gestión del
Presidente ha sido deplorable y que el pueblo norteamericano tiene derecho
a saber toda la verdad: desde las contradictorias elecciones del 2000
y los primeros meses de presidencia, pasando por el traumático
11 de septiembre del 2001 y la guerra contra Afganistán, hasta
concluir en la pesadilla iraquí.
En torno a cada uno de estos acontecimientos existen opiniones diversas
y, obviamente, Moore tiene la suya. Nadie que se considere demócrata
debería incomodarse ante el hecho de que quiera manifestarla
con entera libertad. Es perfectamente lícito y, además,
un derecho que tiene ya no como intelectual, sino como simple ciudadano
de una nación civilizada. Me llama la atención una frase
que compartió con uno de sus entrevistados en el documental:
Este es un gran país. Resume lo que él siente
hacia los Estados Unidos, más allá de las críticas
coyunturales. Dando por auténtica la buena fe de Moore, es comprensible
entonces su obsesión por penetrar en los claroscuros de la política
norteamericana, denunciar los pecados del Poder Ejecutivo y contribuir
así al mejoramiento de la sociedad en la que vive. Pienso, incluso,
que su investigación aporta detalles poco conocidos y perfila
algunas hipótesis sobre las que el futuro deberá pronunciarse.
Pero si colocase en una balanza los aciertos y desaciertos de Fahrenheit
9/11, tendría que admitir que predominan los descalabros. El
primero de todos, la fobia anti-Bush que siente Michael Moore y que
recorre su película de punta a cabo. «Búscate un
trabajo de verdad», le gritó en cierta ocasión el
Presidente delante de una multitud, y al parecer el famoso director
se tomó en serio el insulto. Decidió responderle al inquilino
de la Casa Blanca con un alegato artístico en el que lo menos
que le dice es irresponsable, holgazán y desertor. Así,
lo que pudo ser una obra rigurosa y seria, se convierte en una andanada
de reproches burdamente hilvanados sobre la gestión presidencial
de George W. Bush.
Uno puede tener una opinión desfavorable del actual mandatario
norteamericano. De hecho, mucha gente en el mundo lo ve con malos ojos
y no se oculta para decirlo. Pero de ahí a caer en ataques absurdos
va un gran trecho. Por lo menos a mí no me convencen los grandes
esfuerzos que hace Moore para que el espectador se lleve la idea de
que Bush constituye hoy por hoy la encarnación del mal. Es lamentable
que un realizador con experiencia haya caído en la trampa del
apasionamiento, la insensatez y la falta de objetividad. Olvidó
que el verdadero periodismo investigativo presenta siempre de forma
serena los resultados de la indagación, sin imponer arbitrariamente
los puntos de vista de quien la conduce.
En el afán por destruir políticamente a Bush, Michael
Moore dice cosas francamente insensatas. Describe su elección
presidencial como un artero golpe de Estado mediático de la cadena
FOX, validado después por la Corte Suprema y el Congreso. Aunque
enfoca de manera sugestiva los sucesos del 11 de septiembre -la pantalla
negra como símbolo del caos y, a continuación, los rostros
atónitos, desfigurados por el terror, la angustia y el desconsuelo-
cuesta muchísimo trabajo aceptar la exagerada indolencia que
atribuye al Presidente, su supuesta complicidad con los familiares de
Osama Bin Laden o el extraño empecinamiento que mostró
en bloquear cualquier investigación sobre lo sucedido. En esta
versión de la historia, los terroristas árabes se deslizan
ante nuestros ojos como mansos corderos, y al final todo apunta a un
macabro plan concebido por los «halcones» de la Casa Blanca.
Como si los sauditas no bastaran para enlodar la imagen del Jefe de
Estado, llegan en auxilio de Moore los talibanes, a quienes presenta
como viejos amigos de George W. Bush. El mensaje que el director quiere
que fijemos es obvio: la guerra de Afganistán no fue tanto una
operación contra el santuario privilegiado de la red Al Qaeda,
como un golpe de carácter publicitario y la consumación
de antiguos planes geopolíticos en esa zona del mundo. Algo semejante
parece sugerirnos con respecto a Irak. Da la impresión de que
Saddam Hussein era un santo y su país un remanso de paz antes
de la ofensiva anglo-norteamericana del 2003. Siguiendo la lógica
de Michael Moore, la destrucción y la muerte no son imputables
ni al antiguo régimen ni a los terroristas disfrazados de patriotas
que tratan hoy de sembrar el caos, agrediendo incluso a la población
civil. En su opinión, la culpa es del inquilino de la Casa Blanca,
de quienes lo secundaron y de los grandes intereses económicos
que promovieron la guerra. Así de simple. Todo en blanco y negro.
De ahí su exhortación a dirigir la furia anti-bélica
contra el Presidente.
Cuando uno termina de ver Fahrenheit 9/11 le queda la sensación
de haber presenciado, además de un desahogo personalísimo
de su director contra Bush, una iniciativa de carácter electoral.
Dice Lisandro Otero -y aquí le doy la razón- que constituye
«un bofetón de conciencia para el elector indeciso».
Moore no oculta sus preferencias políticas e incluso se presenta
ante los espectadores haciendo campaña contra el Presidente.
Entre los entrevistados que tiene a su disposición, prefiere
a los demócratas, y no por casualidad usa el testimonio del congresista
Jim McDermott para criticar al Poder Ejecutivo por haber manipulado
el miedo reinante en la sociedad norteamericana tras el desplome de
las Torres Gemelas.
En ningún momento del documental se explican convincentemente
las razones por las cuales la popularidad de Bush hijo llegó
a ser tan alta después de los atentados terroristas. Tampoco
alcanzamos a comprender cómo en estos mismos instantes, después
de tantos errores cometidos y recogidos por la película, el mandatario
aún no se ha desplomado y la mitad de los electores continúan
prefiriéndolo a él sobre su oponente, el senador John
Kerry. En su afán de que las cosas cambien Michael Moore hace
trizas cualquier vestigio de imparcialidad y pone en labios de un soldado
estas palabras que son todo un manifiesto a pocos meses de las elecciones.
«Yo fui un republicano durante varios años -confiesa el
entrevistado-, y por alguna razón ellos hacen las cosas de forma
muy deshonesta. Voy a ser increíblemente activo en el Partido
Demócrata (
) Estoy seguro de que los demócratas
tomarán el control».
He ahí la intención última de Fahrenheit 9/11,
cuyos 105 minutos de duración contienen aciertos, pero abruman
por la falta de objetividad y llegan incluso a resultar cansones para
el espectador. En síntesis, se trata de un ejercicio cinematográfico
decepcionante.