Revista Vitral No. 63 * año XI * septiembre-octubre de 2004


CINE

 

FAHRENHEIT 9/11:
DECEPCIONANTE

YOEL PRADO RODRÍGUEZ

 

 

No me gusta desentonar, pero a veces hay que hacerlo. Especialmente cuando las expectativas que se crean alrededor de una realidad son inmensas y al final uno descubre que no es nada del otro mundo. Al menos eso fue lo que me sucedió con el documental Fahrenheit 9/11, escrito, producido y dirigido por el realizador norteamericano Michael Moore.
La película arribó a nuestro país escoltada por la polémica y con una aureola de éxito. Desde antes de su proyección ya levantaba ronchas en algunos círculos de poder y se especuló sobre la posibilidad de que fuera prohibida. Gracias a Dios, la sangre no llegó al río, y Fahrenheit 9/11 ha podido verse en los más diversos escenarios. El primer espaldarazo se produjo durante el Festival de Cine de Cannes, donde ganó la codiciada Palma de Oro. A partir de entonces ha batido récords de taquilla no sólo en Europa, sino también en otras latitudes y en los propios Estados Unidos.
Esta vez Cuba no quedó al margen del ajetreo internacional. El evidente desdén que mostraron las autoridades cinematográficas hacia un filme tan profundo y exitoso como La Pasión -que vimos gracias al empeño de la Iglesia y a la profusión de copias piratas en el mercado clandestino de videos-, no se repitió con Fahrenheit 9/11. Imposible que se repitiera, pues mientras el australiano Mel Gibson centró su cinta en los sufrimientos de Jesucristo, el hombre más importante de la historia, Michael Moore dirigió sus cañones contra un personaje incomparablemente menor, pero prioritario para la batalla ideológica que impulsa hoy la Isla: el Presidente George W. Bush. En este dilema entre religión y política -lo sabemos-, la política lleva las de ganar… Al menos por ahora.
Numerosos fueron los comentarios que leí antes de ver el documental. Recuerdo particularmente uno que apareció en las páginas culturales del semanario Orbe, escrito por Lisandro Otero. Después de presentarlo como un «testimonio demoledor» y una «pieza magistral de periodismo investigativo», el autor de tantas célebres novelas cubanas concluía diciendo que nos encontramos frente a «una obra maestra que ninguno debe dejar de ver». Valoraciones semejantes se multiplicaron en casi todos los medios informativos de San Antonio a Maisí. No por gusto, miles de personas acudieron a las principales salas cinematográficas mientras duró la proyección de la película, o se las ingeniaron para verla en la intimidad de sus hogares.
Indiscutiblemente, Fahrenheit 9/11 tiene algunos valores. Se inscribe dentro del llamado periodismo de investigación, cuyo propósito es sacar a la luz lo que los poderes públicos se empeñan en ocultar y los ciudadanos tienen derecho a saber. Muy útil y habitual en las sociedades democráticas, el periodismo de investigación acumula una larga historia en los Estados Unidos. Quizás el ejemplo más elocuente sea el escándalo Watergate, desencadenado una madrugada de junio de 1972, cuando la policía sorprendió en actitud sospechosa a varios individuos en la sede del Partido Demócrata en Washington D.C. Más tarde se supo que detrás de ellos estaba el Partido Republicano.
Ese sería apenas el prólogo de una investigación que cubrió 115 semanas. La condujeron dos periodistas del diario The Washington Post, Robert Woodward y Carl Bernstein, quienes se lanzaron al fondo del asunto pese a todos los riesgos, y desentrañaron un escándalo de tales proporciones, que el mismísimo Presidente Richard Nixon se apresuró a renunciar el 8 de agosto de 1974, antes de que el Congreso decretara su destitución a través del temido «impeachment». «Watergate no fue sólo una intervención de teléfonos, trucos sucios y mucho dinero perdido -expresó Robert Woodward poco después-. Watergate fue una subversión del sistema».
El arriesgado reportero -convertido desde entonces en toda una celebridad del periodismo contemporáneo-, pronunció unas palabras que deberán recordarse siempre, aun en las peores crisis. «Es triste y trágico -dijo- cuando el líder de un país tiene que abandonar su puesto como en este caso… Es deprimente y la gente va por las calles como desilusionada. Esto ha sido mostrar el lado bueno y el lado malo de Norteamérica. Pero el lado bueno ha sido, también, una demostración de que el sistema funciona».
No dudo que a Michael Moore lo haya animado una intención semejante cuando emprendió el proyecto de Fahreinheit 9/11. Su formación intelectual y su carrera se han desarrollado en un país donde prima la convicción de que hay que publicar lo que está mal y corregir los abusos del poder. Sobre esa base, el polémico director aborda los casi cuatro años que han transcurrido desde que George W. Bush llegó a la Casa Blanca, e intenta reunir una montaña de pruebas en su contra. Cree que la gestión del Presidente ha sido deplorable y que el pueblo norteamericano tiene derecho a saber toda la verdad: desde las contradictorias elecciones del 2000 y los primeros meses de presidencia, pasando por el traumático 11 de septiembre del 2001 y la guerra contra Afganistán, hasta concluir en la pesadilla iraquí.
En torno a cada uno de estos acontecimientos existen opiniones diversas y, obviamente, Moore tiene la suya. Nadie que se considere demócrata debería incomodarse ante el hecho de que quiera manifestarla con entera libertad. Es perfectamente lícito y, además, un derecho que tiene ya no como intelectual, sino como simple ciudadano de una nación civilizada. Me llama la atención una frase que compartió con uno de sus entrevistados en el documental: “Este es un gran país”. Resume lo que él siente hacia los Estados Unidos, más allá de las críticas coyunturales. Dando por auténtica la buena fe de Moore, es comprensible entonces su obsesión por penetrar en los claroscuros de la política norteamericana, denunciar los pecados del Poder Ejecutivo y contribuir así al mejoramiento de la sociedad en la que vive. Pienso, incluso, que su investigación aporta detalles poco conocidos y perfila algunas hipótesis sobre las que el futuro deberá pronunciarse.
Pero si colocase en una balanza los aciertos y desaciertos de Fahrenheit 9/11, tendría que admitir que predominan los descalabros. El primero de todos, la fobia anti-Bush que siente Michael Moore y que recorre su película de punta a cabo. «Búscate un trabajo de verdad», le gritó en cierta ocasión el Presidente delante de una multitud, y al parecer el famoso director se tomó en serio el insulto. Decidió responderle al inquilino de la Casa Blanca con un alegato artístico en el que lo menos que le dice es irresponsable, holgazán y desertor. Así, lo que pudo ser una obra rigurosa y seria, se convierte en una andanada de reproches burdamente hilvanados sobre la gestión presidencial de George W. Bush.
Uno puede tener una opinión desfavorable del actual mandatario norteamericano. De hecho, mucha gente en el mundo lo ve con malos ojos y no se oculta para decirlo. Pero de ahí a caer en ataques absurdos va un gran trecho. Por lo menos a mí no me convencen los grandes esfuerzos que hace Moore para que el espectador se lleve la idea de que Bush constituye hoy por hoy la encarnación del mal. Es lamentable que un realizador con experiencia haya caído en la trampa del apasionamiento, la insensatez y la falta de objetividad. Olvidó que el verdadero periodismo investigativo presenta siempre de forma serena los resultados de la indagación, sin imponer arbitrariamente los puntos de vista de quien la conduce.
En el afán por destruir políticamente a Bush, Michael Moore dice cosas francamente insensatas. Describe su elección presidencial como un artero golpe de Estado mediático de la cadena FOX, validado después por la Corte Suprema y el Congreso. Aunque enfoca de manera sugestiva los sucesos del 11 de septiembre -la pantalla negra como símbolo del caos y, a continuación, los rostros atónitos, desfigurados por el terror, la angustia y el desconsuelo- cuesta muchísimo trabajo aceptar la exagerada indolencia que atribuye al Presidente, su supuesta complicidad con los familiares de Osama Bin Laden o el extraño empecinamiento que mostró en bloquear cualquier investigación sobre lo sucedido. En esta versión de la historia, los terroristas árabes se deslizan ante nuestros ojos como mansos corderos, y al final todo apunta a un macabro plan concebido por los «halcones» de la Casa Blanca.
Como si los sauditas no bastaran para enlodar la imagen del Jefe de Estado, llegan en auxilio de Moore los talibanes, a quienes presenta como viejos amigos de George W. Bush. El mensaje que el director quiere que fijemos es obvio: la guerra de Afganistán no fue tanto una operación contra el santuario privilegiado de la red Al Qaeda, como un golpe de carácter publicitario y la consumación de antiguos planes geopolíticos en esa zona del mundo. Algo semejante parece sugerirnos con respecto a Irak. Da la impresión de que Saddam Hussein era un santo y su país un remanso de paz antes de la ofensiva anglo-norteamericana del 2003. Siguiendo la lógica de Michael Moore, la destrucción y la muerte no son imputables ni al antiguo régimen ni a los terroristas disfrazados de patriotas que tratan hoy de sembrar el caos, agrediendo incluso a la población civil. En su opinión, la culpa es del inquilino de la Casa Blanca, de quienes lo secundaron y de los grandes intereses económicos que promovieron la guerra. Así de simple. Todo en blanco y negro. De ahí su exhortación a dirigir la furia anti-bélica contra el Presidente.
Cuando uno termina de ver Fahrenheit 9/11 le queda la sensación de haber presenciado, además de un desahogo personalísimo de su director contra Bush, una iniciativa de carácter electoral. Dice Lisandro Otero -y aquí le doy la razón- que constituye «un bofetón de conciencia para el elector indeciso». Moore no oculta sus preferencias políticas e incluso se presenta ante los espectadores haciendo campaña contra el Presidente. Entre los entrevistados que tiene a su disposición, prefiere a los demócratas, y no por casualidad usa el testimonio del congresista Jim McDermott para criticar al Poder Ejecutivo por haber manipulado el miedo reinante en la sociedad norteamericana tras el desplome de las Torres Gemelas.
En ningún momento del documental se explican convincentemente las razones por las cuales la popularidad de Bush hijo llegó a ser tan alta después de los atentados terroristas. Tampoco alcanzamos a comprender cómo en estos mismos instantes, después de tantos errores cometidos y recogidos por la película, el mandatario aún no se ha desplomado y la mitad de los electores continúan prefiriéndolo a él sobre su oponente, el senador John Kerry. En su afán de que las cosas cambien Michael Moore hace trizas cualquier vestigio de imparcialidad y pone en labios de un soldado estas palabras que son todo un manifiesto a pocos meses de las elecciones. «Yo fui un republicano durante varios años -confiesa el entrevistado-, y por alguna razón ellos hacen las cosas de forma muy deshonesta. Voy a ser increíblemente activo en el Partido Demócrata (…) Estoy seguro de que los demócratas tomarán el control».
He ahí la intención última de Fahrenheit 9/11, cuyos 105 minutos de duración contienen aciertos, pero abruman por la falta de objetividad y llegan incluso a resultar cansones para el espectador. En síntesis, se trata de un ejercicio cinematográfico decepcionante.


 

 

Revista Vitral No. 63 * año XI * septiembre-octubre de 2004
Yoel Prado Rodríguez
(Placetas, 1971)
Licenciado en Periodismo y en Historia. Miembro del Consejo de Redacción de la revista Amanecer, Diócesis de Santa Clara.