Julián del Casal es el único
amigo que le queda a Lis. Tal vez por eso no lo deja descansar en paz.
Dale que dale a la matraca durante todo el día. Pues sí,
querido Julián, como te venía diciendo, mi casa es una
isla...
Lis, o mejor, Lisardo Pérez Pita, tuvo un primer contacto con
Casal allá por el setenticuatro, cuando era estudiante en la
Facultad de Artes y Letras. Pero lo que se dice conocerlo, es algo que
no le ocurrió hasta bien entrada la segunda mitad de la década.
Entonces ya había sido expulsado de la Universidad y trabajaba
como teletipista en el correo de Carlos III y Belascoaín.
Una tarde, a la salida, caminaba despacio Reina arriba. Iba pensando
en lo de siempre: su inacabable mala racha. Y he aquí que de
pronto, una señal, un signo como nube blanca tendida por los
angelitos para recordarle que cada vez que llueve escampa y que quizás
algo estaba a punto de cambiar para mejor.
Fue al pasar frente a la librería de viejos CANELO. Allí,
en la vidriera, a la mera distancia de un golpe de ojo, lo aguardaba,
barata y magníficamente conservada, como para él, la antigua
selección en dos tomos con casi todos los poemas y la prosa que
escribiera en vida el hombre de Nieve.
Aquella misma noche comenzó a tutearlo y a destrenzarle confidencias
como a un viejo amigo. Es que somos corazones gemelos, Julián,
le decía, con la mirada acuosa vuelta hacia el techo, yo también
siento en mi alma desolada el hastío glacial de la existencia
y el horror infinito de la muerte.
Claro que esos intercambios iniciales debieron resultarle incómodos
al poeta, porque Lis hablaba muy bajito, mascullando apenas las palabras,
como quien canta o reza sólo para las propias honduras. Y es
que aún vivía con Emilia, su hermana, y como a ella le
dio por pensar que el pobre andaba mal de la cabeza, pues no había
hora del día o de la noche, ni rincón de la casa, en los
que pudiera librarse de su vigilancia.
Tampoco él sintió desde el primer momento ese imperativo
interior que hoy lo obliga a chacharear largo y tendido con su amigo.
Todavía Lázaro no se había ido a enseñar
a las suecas a bailar el son, ni a Omar le había explotado la
granada en la cara, ni Belkis estaba internada bajo siete llaves en
el sidatorio, ni Sara había optado por el salfumán, ni
Carlos Manuel había perdido primero las piernas y luego todo
el resto intentando colarse a nado en la base de Guantánamo.
O sea, que aunque bien reducido, si se compara con lo que llegó
a ser en la época de la Universidad, el grupo de los socitos
existía y estaba lo suficientemente a mano como para evitarle
a Casal la chiveta de convertirse en el único paño de
lágrimas de Lis, así como en el blanco de todas y cada
una de sus interlocuciones.
De modo que si a la mencionada falta de un clima para el intercambio
libre, abierto e incluso sazonado con la quema de incienso, que es como
manda Dios, se agrega el hecho de que en aquellos años Lis no
estaba aún colgado de la brocha en lo referido al capítulo
de sus afectos, hay que aceptar entonces que aunque haya conocido a
Julián del Casal en las postrimerías de los setenta, y
aun cuando desde ya afloraran las claves para una identificación
muy especial, lo que se dice intimar con él es algo que no pudo
sucederle antes de la década siguiente.
Además, téngase en cuenta que fue justo en los inicios
de esa otra década cuando Emilia, bien instalada ya en Miami,
decidió pagarle a un lanchero para que viniera a la Isla en busca
de su hermano. ¿Y acaso los sucesos que se derivaron de aquel
proyecto de viaje no iban a constituir abono de primera para esta comunión
que hoy cultivan las desoladas almas de Lis y de Casal?.
Si es así, y es así, no hay dudas de que todo empezó
en los ochenta. Más exactamente en la mañana del tercer
lunes de mayo de 1980, cuando, a instancias del lanchero enviado por
Emilia, se aparecieron unos tipos en la oficina donde trabajaba Lis
nada menos que para anunciarle su inminente partida hacia el Norte por
el puerto de Mariel.
Ni él mismo es capaz de explicarse cómo y por qué
la noticia llegó a oídos de sus jefes antes que a los
suyos. Tampoco comprende cómo se las arreglaron para organizar
aquel mitin en menos de lo que el diablo pestañea. Sólo
sabe que cuando vino a ver, corría por la calle Reina como una
exhalación con todos sus compañeros de labor detrás,
piedras van, palos vienen, huevos, tortas de fango, pescozones, patadas
en el culo, mientras al paso de la horda, que le gritaba enardecida
gusano, maricón, vendepatria, más y más cazadores
se sumaban parece que espontáneamente. Sólo sabe Lis que
él por su lado también vociferaba: Yo no me voy, coño.
No me voy. Aguanten. Es un malentendido. No me voy. Pero nada, la horda
como si con ella no fuera. Por lo que no tuvo otra salida que cubrir
literalmente a vuelo las nueve cuadras que median entre el correo y
su casa, ubicada en la esquina de Rayo y Salud.
Por qué en medio de circunstancias tales Lis no pensó
en Dios ni en la Caridad del Cobre, o al menos en su madre muerta, es
algo que tampoco logra discernir. El caso es que así fue. Mientras
parte de sus perseguidores intentaba derribarle a patadas la puerta
de la casa, y la otra parte se dedicaba a escribir en la fachada, con
pintura, con carbón, con mierda, los mismos improperios que salían
de sus ardorosas gargantas, él, agazapado en la cocina, meándose
de miedo a pesar de la tranca y la doble cerradura, sólo tuvo
cabeza para recordar a su amigo el poeta. Ahora entiendo, Julián,
le farfullaba entre sollozos, ahora siento en mi carne tus temblores
de niño asustado; te veo oculto en el último rincón
del hogar, y escucho como tú el desfile de las compañías
de Voluntarios españoles, con su bulla infernal y su clamor de
muerte para los inocentes.
En las horas que siguieron, decenas y cientos de veces volvería
a inventariar Lis las tremendas analogías entre aquel desaguisado
y los sucesos que acompañaron al fusilamiento de los ocho estudiantes
de medicina, ocurrido en La Habana colonial, cuando su amigo el poeta
contaba sólo 8 años de edad. Y es así como se le
fue pegando la costumbre de compartir con él, decenas, cientos
de veces cada día, todo lo que encuentra cauce entre su cerebro
y su lengua.
Desde la brujería que le echaron a no sé quién
en el barrio, hasta los pormenores del último discurso apocalíptico;
desde el chiste obsceno de ocasión, hasta la historia de sus
47 años junto al fiel compañero el descontento y la pálida
novia la tristeza; desde los culebrones que le pasan por el Seis, desde
el modo en que invierte cada uno de los cuarenta dólares de la
remesa mensual, desde la vida y milagros de todos los que hacen cola
en la bodega que está frente a su casa, hasta las más
serias disquisiciones inspiradas por libros como el de aquel que dijo
que al menos el mirlo blanco, vilipendiado por todos los mirlos negros,
puede consolarse contemplando con el rabillo del ojo la blancura de
sus alas, pero que los hombres jamás son mirlos blancos.
En fin, nada humano o divino resulta ajeno para Lis. Y todo lo echa
a desfilar ante la generosa consideración de su amigo. Tiempo
no ha de faltarle, porque nunca más ha vuelto a poner un pie
en la calle, a pesar de los veinte años transcurridos desde aquel
nefasto mayo del ochenta.
Petra la vecina le compra los mandados, le liquida los recibos de electricidad
y teléfono, se ocupa de cuanta diligencia haya que emprender
más allá de las cuatro paredes, hasta le va al Barrio
Chino por esos melindres que con tanta ilusión brinda a Casal.
Y encima ni siquiera cobra por su servicio. Le basta con el pan de cada
día, el que le toca a Lis por la libreta de racionamiento, y
con darse el gusto de sermonearlo siempre con aquello de no sé
qué pinta usted encerrado en esta ratonera, sin ver gente y sin
más compañía que su sombra, y más pudiendo
como puede irse a vivir bien con su hermana allá en Miami.
Lis contesta siempre remedando la melcocha de los declamadores de Radio
Progreso: Mas no parto, si partiera, al instante yo quisiera regresar.
Luego empuja a Petra delicadamente hacia la puerta y se despide hasta
el siguiente encargo, para ponerse a preparar el retablo de las citas
diarias con su amigo el poeta.
Se lava bien las manos y la cara con el jabón de sándalo
que le trajeron de donde los chinos. Extrae de su nailon el crisantemo
de papel, de su paquete el caramelo, de su cajita la varilla de incienso
y de su mazo la vela. Los va situando en riguroso orden sobre la mesa
de noche donde tiene la foto de Casal. Enciende un fósforo y
reparte la llama. Entonces, sólo entonces se acomoda en el viejo
sillón de mimbre de su madre para dar inicio a la tertulia, que
ha de introducir siempre con idéntica frase. Pues sí,
querido Julián, como te venía diciendo...
Lástima que últimamente estas veladas le salgan demasiado
planas. Al punto que podría llegar a aburrir a su convidado.
Lis se da cuenta, sufre, pero no puede evitarlo. Empiece por donde empiece
y por más vueltas que le dé a la muela, una y otra vez
recala en el mismo asunto. La culpa debe ser de un mal sueño
que tuvo noches atrás. De nuevo volvió a verse en las
aulas universitarias, justo en medio de aquel juicio que le montaron
por haber asistido a la Misa del Gallo. Todos lo señalan con
el dedo mientras él sucumbe en el intento de distinguir los rostros.
Mira pero no ve. Una masa oscura, amorfa y nada más. Sabe, eso
sí, que son sus compañeros de curso y supone que todos
están presentes. Sin embargo, sólo acude un nombre a su
memoria. Y es raro, porque coincidentemente se trata del único
que no estuvo en el juicio. No porque no lo deseara, quizá, sino
porque no pudo, debido a que había sido expulsado varios meses
antes.
Ya despierto, Lis se puso a pensar en aquel condiscípulo, o más
bien en su nombre, pues a decir verdad le cuesta demasiado esfuerzo
fijar antiguas caras. Tampoco rememoraba con exactitud el motivo de
su expulsión. Lo acusaron de pájaro, creo, le diría
más tarde a Casal, o de haber introducido en clases Tres tristes
Tigres camuflado con la carátula de El Don apacible. Pero de
firme no podía precisar nada. Lo que sí evocó enseguida,
con pavorosa claridad, fue su propia presencia entre la masa el día
en que lo enjuiciaban.
Y en mala hora. Pues a partir de aquella pesadilla que para Lis ha sido
como una exhumación, vuelan y revuelan en su mente los remordimientos,
como pájaros negros por azul lago.
Lo peor es que no puede dejar de compartirlos con su amigo el poeta.
Y no que lo haga, sino lo seguido que lo hace. Es que estoy obcecado,
Julián. Figúrate, ya ni soñar tranquilamente me
es permitido.
Lis pensó siempre que los sueños son como las vitaminas
con olor a fresa que envía su hermana desde Miami, que si bien
no llenan la barriga, por lo menos ayudan a sobrevivir. Quizás
por eso ahora le resulta tan duro aceptar que también hay sueños
que sirven para quitar el sueño.
Y nada, ahí lo tenemos, obcecado. Al punto que es capaz de abrir
fuego contra el mismo Casal. No directamente, claro está, porque
si algo aprendió él en la vida es a saber guardar distancias
y categoría, pero... de que le tira, le tira. Lo mejor de todo,
Julián, es que aquí no se salva ni la madre de los tomates.
Y con la misma se ha puesto a regar pestes acerca de aquellos, dice,
que habiendo nacido para ser luz, alivio de sus semejantes, echan por
la borda el plan de la Providencia tirándose a morir en esas
abruptas soledades, como los osos en los hielos.
Por suerte, su amigo el poeta no parece ser dado a leer entre líneas.
Así le queda abierta a Lis la salida del fondo.
Podrá seguir encendiendo la vela y el incienso. Igual que ayer,
que hoy, que mañana. Pues sí, querido Julián, como
te venía diciendo, es que soy una isla. Mi casa también
lo es. Y La Habana. Y Miami. El mundo entero es una isla, Julián.
La isla de los mirlos negros.