Invitado a este Encuentro, y no
siendo yo propia mente un historiador, me atrevo a pensar que estas
consideraciones sobre las distintas teologías más o menos
explícitas en cuatro de nuestros grandes poetas del siglo XX,
pudieran movernos a una reflexión conjunta acerca del poder de
la poesía en cuanto a indagar los misterios de la trascendencia,
desde una perspectiva diferente aunque no necesariamente opuesta a las
doctrinas de las Iglesias, o a la teología digamos profesional
o a la filosofía, integrando así de manera peculiar, acompañante
e imprescindible, la búsqueda del Pueblo de Dios hacia Dios:
lo que resulta de vital interés desde luego en sí mismo,
por razones religiosas, pero también en el plano civil e histórico
que nos ocupa. Cuando me refiero aquí a la teología en
los poetas tengo en mente pues la teología de los poetas, que
se nutre de las teologías eclesiales o filosóficas pero
ante todo de la naturaleza religiosa del acto poético mismo,
siempre más o menos consciente o evidente en los autores y en
las obras, pero que en el caso del poeta contemporáneo creyente,
dotado de la inmensa autoconciencia sobre sus acciones que le dan la
historia milenaria de la literatura y de la estética, le aboca
continuamente al umbral de la anagnórisis en que, como creador
con minúscula pero por eso mismo absolutamente despierto ante
el fabuloso poder del Creador, pregunta, demanda, imagina, yerra, supone
o quizás escucha lo que le viene del vehículo irrenunciable,
entrañable, entre la C mayúscula y la minúscula,
al menos con el argumento de que si el Creador le hizo creador es porque
considera que esa semejanza debe devolverle una cierta imagen cierta,
que esa intimidad no es gratuita y que no puede ni debe ser ignorada.
Toda escritura sagrada es casi siempre un texto poético, pero
los textos poéticos de los últimos siglos, de John Donne
a Blake, de Mallarmé a Rilke, potencian la tendencia permanente
de la poesía a salir -¿o a volver?- del mundo profano
hacia el sagrado, a intentar una tangencia, o una superposición
o un paralelo o hasta una sustitución de lo sagrado. Y lo que
nos sorprende de inmediato es la rapidez con que la literatura de nuestro
naciente país, que tenía sólo dos nombres grandes
en el XIX, Heredia y Martí, va a asumir enseguida, un nivel de
profundidad y de altura tan pasmoso que aún en esta breve comunicación
se hará ostensible esta radical y universal problemática.
Nuestro primer nombre es a la vez el que la asume y la expresa más
plenamente. José Lezama Lima nos propone un sistema poético
del mundo en que la cultura toda se entiende como sobrenaturaleza, es
decir, como una zona intermedia entre la naturaleza creada y la esfera
sobrenatural. De inmediato sospechamos que le orienta el sentido cristiano
y católico de vialidad, de peregrinaje, de manera que la sobrenaturaleza
sería una estación en el tránsito del hombre de
lo natural a lo sobrenatural. Sí: también: pero el asunto
es más complejo que eso. Porque ya al veinteañero Lezama
se le ocurrió concebir su poesía como «nueva habitabilidad
del paraíso» (1). Lo de «nueva» ya nos indica
una audacia, un desvío del rumbo convencional. Atendiendo al
concepto de Pascal de que «si la verdadera naturaleza se ha perdido,
todo puede ser naturaleza», Lezama yergue su naturaleza personal,
la imagen poética como punto de tangencia y anticipación
de lo sobrenatural, no ya como esperanza o espera. De ahí que
se interesara por el orfismo o por la gnosis, pues lo que más
hubiese deseado era que su palabra fuese realmente mágica, inmediatamente
sobrenatural como un ensalmo del Libro de los muertos. Pero ese es un
camino cerrado para el hombre actual y de haberse centrado en esas ilusiones
o lamentaciones no hubiese ido más allá que aquellos artistas
contemporáneos que, de Rimbaud a Eugenio Barba, han intentado
inútilmente revertir la historia para regresar a un sentido mágico
del arte que luego vamos a disfrutar impreso en láser o vía
satélite por televisión. Lezama no acude a lo irracional
primigenio sino por el contrario elabora un sistema que defiende en
lúcidos y eruditos ensayos, como todo un pensador de su tiempo;
y en vez de apoyarse en las culturas orientales se ubica en el pensamiento
cristiano, aunque de una manera muy peculiar. Entendiendo la poesía
como metáfora de la resurrección, Lezama acepta el principio
del peregrinaje pero no se conforma con él: quiere habitar ya
el Paraíso, la resurrección ahora , en la su- poesía.
¿Una herejía?. La pregunta nos asalta a los cristianos
de Occidente que estamos regidos por la noción de vialidad, o
dicho de otra manera: por el culto de la Cruz. Pero la Iglesia oriental
«se centra fundamentalmente en la resurrección» y
«atribuye una gran importancia a la fiesta de la Transfiguración»(2)
En ese sentido Lezama sería un creador bizantino, autor de una
Poética de la Transfiguración, cuyo estudio no podemos
abordar aquí, pero que podemos iluminar mínimamente con
estas palabras suyas: «estamos en una sombra en la que en cualquier
momento podemos recibir el Espíritu Santo para transfigurarnos»
pues «el poderío del Espíritu Santo avanzando en
la sombra sobre el hombre, basta para hacerlo sobre natural»(3):
El Hijo del Hombre destruido, convertido en la perdurable sustancia
del cuerpo de Dios, porque a todo transfigurarse sigue una suspensión
y el ejercicio del Monte de las Calaveras, era sólo un aprendizaje
para sumergirse en una violenta y sobrehumana capacidad negativa, cuyas
consecuencias a nivel de la poiesis describe así: «metáfora
(sustitución del ser), participación (sustitución
del existir), Paraíso (éxtasis de participación
en lo homogéneo, intemporalidad)» (4). Hierática,
helenizante, hiperbarroca, la obra de Lezama resulta más bizantina
que católica; excepto que «entre nosotros paraíso
es como naturaleza» y es de esa experiencia de nuestro ser que
ha brotado toda esa concepción. La cubanía le trocará
lo hierático en lúdico, lo helinizante en «venturas
criollas», el barroquismo en transparencia. La poética
de la transfiguración es al mismo tiempo una respuesta a lo encarnado
cubano, a la palpitante realidad del hombre que, habitando este archipiélago,
está obligado a concebir la vida, la poesía, el ser, justamente
como una habitabilidad del Paraíso.
Con Samuel Feijóo nos vamos al extremo opuesto, tanto más
cuanto que ciertamente este poeta recorrió una y otra vez el
archipiélago nacional en una intensa adoración de la naturaleza.
De formación bautista, gran lector de la Biblia (6), Samuel no
se afilia a ninguna iglesia cristiana y vive una religiosidad libre,
no exenta de dudas y contradicciones y hasta de declaraciones
increíbles de no creer-, en lo que resulta un continuador original
del librepensamiento del siglo anterior, encabezado por Martí.
Su primer gran poema, Beth-el, identifica a la naturaleza
con la «Casa de Dios», durmiendo en cuya piedra el Jacob-poeta
sueña y teje «la casa del dios de la poesía»,
esto es, toda su obra. Otra resonancia veterotestamentaria anima su
poema maestro Faz, en el que intenta hallar inútilmente
el Rostro en la naturaleza y sólo lo encuentra en los rostros
de los pobres que inundan humorística y trágicamente su
sección central. Un tercer texto grande, el Himno a la alusión
del tiempo, muestra sus dieciocho poemas divididos en estancias de seis
versos, referencia a los días de la Creación, cuyo descanso
es el silencio que separa las estrofas; se crea así un contínuo
textual equivalente al temporal, que el poeta alza <<hacia el
cenit>> en una búsqueda de la eternidad(7). Dios no es
la palabra favorita de este poeta pero sí el Amor, El Dios
que es el Amor y, más encarnadamente, El Dios en
Harapos(8). Hay que tener en cuenta que, aunque estos y otros
autores nuestros han celebrado la pobreza, el único que vivió
realmente casi toda su vida como un pobre fue realmente Samuel, en lo
que también coincide con Martí. El dios de la poesía
que edifica un templo semejante al de la Creación y que es el
Amor del pobre y en el pobre va creciendo en él hasta estallar
en sus Versículos, escritos bajo la conmoción de la muerte
de su joven esposa. Allí confiesa que «mi lengua de hombre
blasfemó», pero también que «He adorado muchas
veces el amor actuante, de inteligencia que une, que vivifica, y en
el fondo sano de mi vida he amado ese vivo Cristo, proclamando, por
amor inmenso, la resurrección de los sanos de corazón,
el encuentro de los que se aman inmensamente y sólo porque han
podido amarse verdaderamente ganan el encuentro eterno en la inmensidad
del amor que sólo sabe darse y gozarse en darse y que jamás
termina de darse». Después de este mensaje mayúsculo
parece que Samuel volvió a declararse ateo sin que nadie lo creyera.
Un poeta puede desencantarse pero no des-cantarse, despublicarse o desescribirse.
Samuel Feijoo queda en nuestra historia como un contradictorio buscador
de Dios, a quien encontró de hecho en el amor de la naturaleza
creada, de la creación poética y de la vida en la pobreza.
Él expresa los rendimientos y los límites de la religiosidad
cristiana libre, fuera de las Iglesias. Quizás en esa línea
no se podía ir más allá de Martí, que se
ofreció en sacrificio en el seno de la naturaleza como un pobre
y por los pobres. Pero el fervor, la autenticidad de los salmos de Samuel
seguirán iluminándonos.
Eliseo Diego nos lleva de nuevo a las antípodas. Si Lezama es
un católico heterodoxo, u ortodoxo, según lo consideramos
desde San Pedro o desde Santa Sofía y si Samuel es un evangélico
liberal, Eliseo recibe de sus padres la fe católica y jamás
se apartará en su vida y en su obra de la más estricta
ortodoxia. A los nueve años le hacen abandonar la quinta de Arroyo
Naranjo en la que había vivido una infancia deslumbrante y desde
entonces se siente expulsado del Paraíso. Más que creer,
Eliseo vive el dogma de la caída. «No caigamos en lo del
paraíso recobrado», dijo Lezama y su amigo Diego va a ejemplificar
de algún modo exactamente lo contrario: intentará recuperar
el paraíso por una vía asombrosa: negándose a la
visión del caído, procurando mantener en lo posible la
mirada del Niño Original, o lo que es lo mismo, jugando. «Reconquistar
el Paraíso, forzar la entrada» (9), este proclamado objetivo
se despliega en el juego del discurso, en la poesía como suma
de todos los juegos posibles: de simulacro, vertiginoso, de combate,
de azar. Atreviéndome a resumir aquí las tesis del libro
que actualmente escribo sobre Eliseo(10), diría que para este
poeta el hombre adulto es sólo una caricatura de su propia persona
y por lo tanto su salvación estaría en jugar como un inocente
para aspirar a la inocencia original en la que hallará su sí
mismo verdadero. No se trata por lo tanto de una sumatoria de eventos
lúdicos desde el discurso sino de un juego único en el
que la persona reconoce y supera su paranoia inesencial en la búsqueda
de Dios como Tres Personas. Para él la Creación constituye
el juego salvacional de las Tres Personas, por cuya imitación
y obediencia el hombre alcanza la unidad de su persona en la unidad
del juego de la Trinidad. Siguiendo la línea de un Martín
Buber, el juego objetivista de Diego, su ansia de una otredad total,
de un escapar del ego culpable hacia lo exterior como trascendencia,
culmina en lo Otro como Tú, primero por la intercesión
del símbolo de la rosa o del eterno femenino, y luego directamente
en la Divina Esencia, confesionalmente invocada: «respóndeme
Tu ayuda, el Tú de ti a quien a oscuras ruego»(11). El
juego del discurso en torno al misterio de la Trinidad concluye entonces
sacrificándose en una última jugada a favor del silencio
y la oscuridad para invocar a Dios como Tú absoluto. La obra
de Diego se me antoja pues un riguroso, coherente, unitario Auto Sacramental
en la lírica, la narración y el ensayo, cuyo centro es
la creación como juego salvacional de las Tres Personas, que
unitariamente dicen un tú amoroso al hombre caído que
las (le) busca. Su obra tiene la dignidad y la transparencia de una
liturgia.
Así de trinitario nos convence el aparentemente heterodoxo Cintio
Vitier. Lo que en Eliseo se realiza espontánea, inocentemente,
casi a ciegas, en Cintio se nos da desde una implacable lucidez, desde
una autoconciencia deslumbrada o desgarrada. Él mismo divide
su trayectoria lírica en tres volúmenes que representan
en verdad etapas de sentido en su obra y su vida: Vísperas, Testimonios
y Nupcias: vísperas del testimonio de las nupcias con la Dama
Pobreza -título este de su último poemario. Luminoso exégeta
de Lezama, Feijóo y Diego, siendo como es nuestro mayor crítico
literario después de Martí y uno de los más importantes
del idioma, tiene del primero la pasión por la imagen como conocimiento,
del segundo los temas del Rostro y de la Pobreza, y del tercero la poética
de la memoria y la indagación de las sustancias de la patria.
Su Poética, el único libro de estética de la poesía
escrito en Cuba, fundamenta precisamente una estética católica
de la palabra, elaborada con la mejor actualización contemporánea
pero nacida directamente de la intelección de su propia experiencia
de la poesía a la luz de San Agustín y Santo Tomás
de Aquino. Su posterior asunción de las propuestas de la Teología
de la Liberación que se refleja en su obra hasta ahora
sólo en la etapa intermedia explícitamente- se efectúa
desde y dentro de esa ortodoxia. Esa teología apenas tiene partidarios
en Cuba, pues surgió en países pobres de acendrada participación
católica: por eso mismo deberíamos reflexionar con cuidado,
sin fáciles maniqueísmos ni anatemas, sobre las posibles
luces contenidas en esa proyección de Vitier, un poeta que ha
hecho de las razones de conciencia el centro de su experiencia religiosa.
Su relación con la política dista de ningún compromiso
politiquero, pues se siente obligado así con el ámbito
de los prójimos, que es el ámbito social e histórico
de la vida del espíritu. Éste poeta católico de
la conciencia ha decidido pues asumir los riesgos todos de la opinión
y la vinculación políticas. El autor de Lo cubano en la
poesía, obra cimera de la interpretación de nuestra nacionalidad
y nuestra historia concebida desde criterios católicos, tiene
crédito bastante para exigirnos atención hacia estos versos
de su poema «La balanza y la cruz» de junio de 1962, donde
después de recordarnos que «Cristo fue crucificado/ entre
dos ladrones: uno a su izquierda, / otro a su derecha», nos ofrece
el testimonio de su auténtica, severa, desgarrada conciencia:
¿Creéis que se puede estar en el centro de la cruz
(no como Cristo, sino como el madero que lo crucifica)
y no participar en las razones y las llagas
de los irreconciliables enemigos,
fratricidas, filicidas, parricidas,
y no sentir cómo la razón de uno hiere a la razón
del otro
en el centro de la cruz,
y no padecer la vergüenza
de ver la razón de uno y la razón del otro
mezcladas con los errores de los dos,
profanadas por las culpas de los dos?
(...)
¡Y sabiendo que no somos imagen, ni sombra, ni ceniza de Cristo
sino del madero que lo crucifica! (12).
Estos cuatro autores no agotan, por supuesto, la teología de
la poesía cubana en este siglo: habría que recordar a
Emilio Ballagas, Dulce María Loynaz y Fina García Marruz,
entre los católicos; o la religiosidad negativa de un Virgilio
Piñera. Pero estos cuatro poetas nos presentan un impresionante
abanico de temas y problemas desde una particular intensidad y ejemplaridad.
Notemos que este pueblo que se ha dicho irreligioso tiene una mayoría
de poetas creyentes y aun teologizantes en este descreído siglo.
De hecho, de nuestros poetas notables sólo Nicolás Guillén
fue ateo militante, más bien ingenuo, y fuera de la poesía
apenas encontramos el nombre grande del respetuosísimo Alejo
Carpentier. Significativamente, estos y otros autores ateos, incluyendo
los teóricos comunistas Carlos Rafael Rodríguez, Juan
Marinello y Mirta Aguirre, no practicaron el fanatismo antirreligioso
e incluso fueron estrechos amigos y hasta defensores de los escritores
creyentes, más allá de disputas y roces transitorios e
inevitables en literatura y en la política. En la poesía
del siglo XX, Cuba ha tenido más fe que ateísmo y más
tolerancia que disputa. Si la poesía expresa el alma del pueblo,
¿no será que éste es el corazón del pueblo
cubano, creyente y tolerante? Y fijándome en la metáfora
tradicional que me ha venido a la letra, ¿al centro de la cruz
de madera no corresponde el Sagrado Corazón? Este Cuatro de oros,
para decirlo en los términos de Eliseo, apunta a un quinto lugar
central en la que la poesía cubana parece fascinada con los más
tremendos, esenciales misterios divinos, sin dejar de ser ni un solo
instante poesía a menudo, al más alto nivel contemporáneo-
y sin abandonar los temas, las obsesiones, los encarnados colores de
la madera patria. Lo que nuestros poetas han ganado en esa dirección
en este siglo que termina, es inmenso. Como crítico me esfuerzo
por hacérselo saber a mis conciudadanos. Pero sobre todo confío
en que ese Corazón está latiendo ahora, acumuladamente,
en los creadores la mayoría creyentes y otra vez teologizantes-
y en los sectores y en lo mejor del pueblo. Ahí están,
creyéndome como escritor cubano y como cristiano universal, mi
fe y mi esperanza.
Rafael Almanza.
septiembre, 1996.
Referencias
y notas:
(1) Ver carta de Lezama a Cintio Vitier en el libro de este último
Para llegar a Orígenes, Arte y Literatura, La habana, 1994, p.20.
(2) Juan Pablo II, Cruzando el umbral de la esperanza, Norma, 1994,
pp. 96 y 97.
(3) José Lezama Lima, La cantidad hechizada, UNEAC, La Habana
1970, p.105.
(4) José Lezama Lima, Poesía completa, Instituto del Libro,
La Habana 1970, p. 177.
(5) Recopilación de textos sobre Lezama Lima, Casa de las Américas,
La Habana 1970, p., 36. Y añade: no como símbolo
o arquetipo.
(6) Cf. Virgilio López Lemus, Samuel o la abeja, Editorial Academia,
La Habana 1994, p. 69: «Feijóo se educó en una familia
cristiana, en el seno de la Iglesia Bautista (...) Su padre, y luego
la única hermana de Samuel, se consagraron a labores misioneras
de evangelización, y el niño Feijoo concurrió a
colegios de enseñanza religiosa (...) Aunque él mismo
ha dicho alguna vez que estudió Teología, en verdad ello
no trascendió del estudio personal de la Biblia, cuyo dominio
se manifiesta a lo largo de su obra». En una Cronología
final se asegura que estudió «en el colegio presbiteriano
de La Habana» (p. 144)
(7) Cf. Samuel Feijóo, Poesía, Letras Cubanas, La Habana
1984.
(8) Samuel Feijoo, Prosas, Letras Cubanas, La Habana 1985, p. 126.
(9)Eliseo Diego, Prosas escogidas, Letras Cubanas, La Habana 1983, p.
293.
(10) Eliseo DieEgo: el juEgo de DiEs?(1997) Inédito.
(11) Última línea del último libro de versos publicado
en vida por Eliseo Diego, Cuatro de oros, Letras Cubanas, La Habana
1992,p. 92.
(12) Cintio Vitier, Testimonios, UNEAC, La Habana 1968, p. 145.