Revista Vitral No. 62 * año XI * julio-agosto de 2004


LECTURAS

 

LA TEOLOGÍA DE LA POESÍA
EN CUBA: CUATRO AUTORES
DEL SIGLO XX
PONENCIA PRESENTADA EN EL PRIMER ENCUENTRO DE HISTORIA DE LA IGLESIA EN CUBA, LA MERCED, CAMAGÜEY, OCTUBRE DE 1996


RAFAEL ALMANZA ALONSO

 

 

 

Invitado a este Encuentro, y no siendo yo propia mente un historiador, me atrevo a pensar que estas consideraciones sobre las distintas teologías más o menos explícitas en cuatro de nuestros grandes poetas del siglo XX, pudieran movernos a una reflexión conjunta acerca del poder de la poesía en cuanto a indagar los misterios de la trascendencia, desde una perspectiva diferente aunque no necesariamente opuesta a las doctrinas de las Iglesias, o a la teología digamos profesional o a la filosofía, integrando así de manera peculiar, acompañante e imprescindible, la búsqueda del Pueblo de Dios hacia Dios: lo que resulta de vital interés desde luego en sí mismo, por razones religiosas, pero también en el plano civil e histórico que nos ocupa. Cuando me refiero aquí a la teología en los poetas tengo en mente pues la teología de los poetas, que se nutre de las teologías eclesiales o filosóficas pero ante todo de la naturaleza religiosa del acto poético mismo, siempre más o menos consciente o evidente en los autores y en las obras, pero que en el caso del poeta contemporáneo creyente, dotado de la inmensa autoconciencia sobre sus acciones que le dan la historia milenaria de la literatura y de la estética, le aboca continuamente al umbral de la anagnórisis en que, como creador con minúscula pero por eso mismo absolutamente despierto ante el fabuloso poder del Creador, pregunta, demanda, imagina, yerra, supone o quizás escucha lo que le viene del vehículo irrenunciable, entrañable, entre la C mayúscula y la minúscula, al menos con el argumento de que si el Creador le hizo creador es porque considera que esa semejanza debe devolverle una cierta imagen cierta, que esa intimidad no es gratuita y que no puede ni debe ser ignorada. Toda escritura sagrada es casi siempre un texto poético, pero los textos poéticos de los últimos siglos, de John Donne a Blake, de Mallarmé a Rilke, potencian la tendencia permanente de la poesía a salir -¿o a volver?- del mundo profano hacia el sagrado, a intentar una tangencia, o una superposición o un paralelo o hasta una sustitución de lo sagrado. Y lo que nos sorprende de inmediato es la rapidez con que la literatura de nuestro naciente país, que tenía sólo dos nombres grandes en el XIX, Heredia y Martí, va a asumir enseguida, un nivel de profundidad y de altura tan pasmoso que aún en esta breve comunicación se hará ostensible esta radical y universal problemática.
Nuestro primer nombre es a la vez el que la asume y la expresa más plenamente. José Lezama Lima nos propone un sistema poético del mundo en que la cultura toda se entiende como sobrenaturaleza, es decir, como una zona intermedia entre la naturaleza creada y la esfera sobrenatural. De inmediato sospechamos que le orienta el sentido cristiano y católico de vialidad, de peregrinaje, de manera que la sobrenaturaleza sería una estación en el tránsito del hombre de lo natural a lo sobrenatural. Sí: también: pero el asunto es más complejo que eso. Porque ya al veinteañero Lezama se le ocurrió concebir su poesía como «nueva habitabilidad del paraíso» (1). Lo de «nueva» ya nos indica una audacia, un desvío del rumbo convencional. Atendiendo al concepto de Pascal de que «si la verdadera naturaleza se ha perdido, todo puede ser naturaleza», Lezama yergue su naturaleza personal, la imagen poética como punto de tangencia y anticipación de lo sobrenatural, no ya como esperanza o espera. De ahí que se interesara por el orfismo o por la gnosis, pues lo que más hubiese deseado era que su palabra fuese realmente mágica, inmediatamente sobrenatural como un ensalmo del Libro de los muertos. Pero ese es un camino cerrado para el hombre actual y de haberse centrado en esas ilusiones o lamentaciones no hubiese ido más allá que aquellos artistas contemporáneos que, de Rimbaud a Eugenio Barba, han intentado inútilmente revertir la historia para regresar a un sentido mágico del arte que luego vamos a disfrutar impreso en láser o vía satélite por televisión. Lezama no acude a lo irracional primigenio sino por el contrario elabora un sistema que defiende en lúcidos y eruditos ensayos, como todo un pensador de su tiempo; y en vez de apoyarse en las culturas orientales se ubica en el pensamiento cristiano, aunque de una manera muy peculiar. Entendiendo la poesía como metáfora de la resurrección, Lezama acepta el principio del peregrinaje pero no se conforma con él: quiere habitar ya el Paraíso, la resurrección ahora , en la –su- poesía. ¿Una herejía?. La pregunta nos asalta a los cristianos de Occidente que estamos regidos por la noción de vialidad, o dicho de otra manera: por el culto de la Cruz. Pero la Iglesia oriental «se centra fundamentalmente en la resurrección» y «atribuye una gran importancia a la fiesta de la Transfiguración»(2) En ese sentido Lezama sería un creador bizantino, autor de una Poética de la Transfiguración, cuyo estudio no podemos abordar aquí, pero que podemos iluminar mínimamente con estas palabras suyas: «estamos en una sombra en la que en cualquier momento podemos recibir el Espíritu Santo para transfigurarnos» pues «el poderío del Espíritu Santo avanzando en la sombra sobre el hombre, basta para hacerlo sobre natural»(3): El Hijo del Hombre destruido, convertido en la perdurable sustancia del cuerpo de Dios, porque a todo transfigurarse sigue una suspensión y el ejercicio del Monte de las Calaveras, era sólo un aprendizaje para sumergirse en una violenta y sobrehumana capacidad negativa, cuyas consecuencias a nivel de la poiesis describe así: «metáfora (sustitución del ser), participación (sustitución del existir), Paraíso (éxtasis de participación en lo homogéneo, intemporalidad)» (4). Hierática, helenizante, hiperbarroca, la obra de Lezama resulta más bizantina que católica; excepto que «entre nosotros paraíso es como naturaleza» y es de esa experiencia de nuestro ser que ha brotado toda esa concepción. La cubanía le trocará lo hierático en lúdico, lo helinizante en «venturas criollas», el barroquismo en transparencia. La poética de la transfiguración es al mismo tiempo una respuesta a lo encarnado cubano, a la palpitante realidad del hombre que, habitando este archipiélago, está obligado a concebir la vida, la poesía, el ser, justamente como una habitabilidad del Paraíso.
Con Samuel Feijóo nos vamos al extremo opuesto, tanto más cuanto que ciertamente este poeta recorrió una y otra vez el archipiélago nacional en una intensa adoración de la naturaleza. De formación bautista, gran lector de la Biblia (6), Samuel no se afilia a ninguna iglesia cristiana y vive una religiosidad libre, no exenta de dudas y contradicciones –y hasta de declaraciones increíbles de no creer-, en lo que resulta un continuador original del librepensamiento del siglo anterior, encabezado por Martí. Su primer gran poema, “Beth-el”, identifica a la naturaleza con la «Casa de Dios», durmiendo en cuya piedra el Jacob-poeta sueña y teje «la casa del dios de la poesía», esto es, toda su obra. Otra resonancia veterotestamentaria anima su poema maestro “Faz”, en el que intenta hallar inútilmente el Rostro en la naturaleza y sólo lo encuentra en los rostros de los pobres que inundan humorística y trágicamente su sección central. Un tercer texto grande, el Himno a la alusión del tiempo, muestra sus dieciocho poemas divididos en estancias de seis versos, referencia a los días de la Creación, cuyo descanso es el silencio que separa las estrofas; se crea así un contínuo textual equivalente al temporal, que el poeta alza <<hacia el cenit>> en una búsqueda de la eternidad(7). Dios no es la palabra favorita de este poeta pero sí el Amor, “El Dios que es el Amor” y, más encarnadamente, “El Dios en Harapos”(8). Hay que tener en cuenta que, aunque estos y otros autores nuestros han celebrado la pobreza, el único que vivió realmente casi toda su vida como un pobre fue realmente Samuel, en lo que también coincide con Martí. El dios de la poesía que edifica un templo semejante al de la Creación y que es el Amor del pobre y en el pobre va creciendo en él hasta estallar en sus Versículos, escritos bajo la conmoción de la muerte de su joven esposa. Allí confiesa que «mi lengua de hombre blasfemó», pero también que «He adorado muchas veces el amor actuante, de inteligencia que une, que vivifica, y en el fondo sano de mi vida he amado ese vivo Cristo, proclamando, por amor inmenso, la resurrección de los sanos de corazón, el encuentro de los que se aman inmensamente y sólo porque han podido amarse verdaderamente ganan el encuentro eterno en la inmensidad del amor que sólo sabe darse y gozarse en darse y que jamás termina de darse». Después de este mensaje mayúsculo parece que Samuel volvió a declararse ateo sin que nadie lo creyera. Un poeta puede desencantarse pero no des-cantarse, despublicarse o desescribirse.
Samuel Feijoo queda en nuestra historia como un contradictorio buscador de Dios, a quien encontró de hecho en el amor de la naturaleza creada, de la creación poética y de la vida en la pobreza. Él expresa los rendimientos y los límites de la religiosidad cristiana libre, fuera de las Iglesias. Quizás en esa línea no se podía ir más allá de Martí, que se ofreció en sacrificio en el seno de la naturaleza como un pobre y por los pobres. Pero el fervor, la autenticidad de los salmos de Samuel seguirán iluminándonos.
Eliseo Diego nos lleva de nuevo a las antípodas. Si Lezama es un católico heterodoxo, u ortodoxo, según lo consideramos desde San Pedro o desde Santa Sofía y si Samuel es un evangélico liberal, Eliseo recibe de sus padres la fe católica y jamás se apartará en su vida y en su obra de la más estricta ortodoxia. A los nueve años le hacen abandonar la quinta de Arroyo Naranjo en la que había vivido una infancia deslumbrante y desde entonces se siente expulsado del Paraíso. Más que creer, Eliseo vive el dogma de la caída. «No caigamos en lo del paraíso recobrado», dijo Lezama y su amigo Diego va a ejemplificar de algún modo exactamente lo contrario: intentará recuperar el paraíso por una vía asombrosa: negándose a la visión del caído, procurando mantener en lo posible la mirada del Niño Original, o lo que es lo mismo, jugando. «Reconquistar el Paraíso, forzar la entrada» (9), este proclamado objetivo se despliega en el juego del discurso, en la poesía como suma de todos los juegos posibles: de simulacro, vertiginoso, de combate, de azar. Atreviéndome a resumir aquí las tesis del libro que actualmente escribo sobre Eliseo(10), diría que para este poeta el hombre adulto es sólo una caricatura de su propia persona y por lo tanto su salvación estaría en jugar como un inocente para aspirar a la inocencia original en la que hallará su sí mismo verdadero. No se trata por lo tanto de una sumatoria de eventos lúdicos desde el discurso sino de un juego único en el que la persona reconoce y supera su paranoia inesencial en la búsqueda de Dios como Tres Personas. Para él la Creación constituye el juego salvacional de las Tres Personas, por cuya imitación y obediencia el hombre alcanza la unidad de su persona en la unidad del juego de la Trinidad. Siguiendo la línea de un Martín Buber, el juego objetivista de Diego, su ansia de una otredad total, de un escapar del ego culpable hacia lo exterior como trascendencia, culmina en lo Otro como Tú, primero por la intercesión del símbolo de la rosa o del eterno femenino, y luego directamente en la Divina Esencia, confesionalmente invocada: «respóndeme Tu ayuda, el Tú de ti a quien a oscuras ruego»(11). El juego del discurso en torno al misterio de la Trinidad concluye entonces sacrificándose en una última jugada a favor del silencio y la oscuridad para invocar a Dios como Tú absoluto. La obra de Diego se me antoja pues un riguroso, coherente, unitario Auto Sacramental en la lírica, la narración y el ensayo, cuyo centro es la creación como juego salvacional de las Tres Personas, que unitariamente dicen un tú amoroso al hombre caído que las (le) busca. Su obra tiene la dignidad y la transparencia de una liturgia.
Así de trinitario nos convence el aparentemente heterodoxo Cintio Vitier. Lo que en Eliseo se realiza espontánea, inocentemente, casi a ciegas, en Cintio se nos da desde una implacable lucidez, desde una autoconciencia deslumbrada o desgarrada. Él mismo divide su trayectoria lírica en tres volúmenes que representan en verdad etapas de sentido en su obra y su vida: Vísperas, Testimonios y Nupcias: vísperas del testimonio de las nupcias con la Dama Pobreza -título este de su último poemario. Luminoso exégeta de Lezama, Feijóo y Diego, siendo como es nuestro mayor crítico literario después de Martí y uno de los más importantes del idioma, tiene del primero la pasión por la imagen como conocimiento, del segundo los temas del Rostro y de la Pobreza, y del tercero la poética de la memoria y la indagación de las sustancias de la patria. Su Poética, el único libro de estética de la poesía escrito en Cuba, fundamenta precisamente una estética católica de la palabra, elaborada con la mejor actualización contemporánea pero nacida directamente de la intelección de su propia experiencia de la poesía a la luz de San Agustín y Santo Tomás de Aquino. Su posterior asunción de las propuestas de la Teología de la Liberación –que se refleja en su obra hasta ahora sólo en la etapa intermedia explícitamente- se efectúa desde y dentro de esa ortodoxia. Esa teología apenas tiene partidarios en Cuba, pues surgió en países pobres de acendrada participación católica: por eso mismo deberíamos reflexionar con cuidado, sin fáciles maniqueísmos ni anatemas, sobre las posibles luces contenidas en esa proyección de Vitier, un poeta que ha hecho de las razones de conciencia el centro de su experiencia religiosa. Su relación con la política dista de ningún compromiso politiquero, pues se siente obligado así con el ámbito de los prójimos, que es el ámbito social e histórico de la vida del espíritu. Éste poeta católico de la conciencia ha decidido pues asumir los riesgos todos de la opinión y la vinculación políticas. El autor de Lo cubano en la poesía, obra cimera de la interpretación de nuestra nacionalidad y nuestra historia concebida desde criterios católicos, tiene crédito bastante para exigirnos atención hacia estos versos de su poema «La balanza y la cruz» de junio de 1962, donde después de recordarnos que «Cristo fue crucificado/ entre dos ladrones: uno a su izquierda, / otro a su derecha», nos ofrece el testimonio de su auténtica, severa, desgarrada conciencia:

¿Creéis que se puede estar en el centro de la cruz
(no como Cristo, sino como el madero que lo crucifica)
y no participar en las razones y las llagas
de los irreconciliables enemigos,
fratricidas, filicidas, parricidas,
y no sentir cómo la razón de uno hiere a la razón del otro
en el centro de la cruz,
y no padecer la vergüenza
de ver la razón de uno y la razón del otro
mezcladas con los errores de los dos,
profanadas por las culpas de los dos?
(...)
¡Y sabiendo que no somos imagen, ni sombra, ni ceniza de Cristo
sino del madero que lo crucifica! (12).
Estos cuatro autores no agotan, por supuesto, la teología de la poesía cubana en este siglo: habría que recordar a Emilio Ballagas, Dulce María Loynaz y Fina García Marruz, entre los católicos; o la religiosidad negativa de un Virgilio Piñera. Pero estos cuatro poetas nos presentan un impresionante abanico de temas y problemas desde una particular intensidad y ejemplaridad. Notemos que este pueblo que se ha dicho irreligioso tiene una mayoría de poetas creyentes y aun teologizantes en este descreído siglo. De hecho, de nuestros poetas notables sólo Nicolás Guillén fue ateo militante, más bien ingenuo, y fuera de la poesía apenas encontramos el nombre grande del respetuosísimo Alejo Carpentier. Significativamente, estos y otros autores ateos, incluyendo los teóricos comunistas Carlos Rafael Rodríguez, Juan Marinello y Mirta Aguirre, no practicaron el fanatismo antirreligioso e incluso fueron estrechos amigos y hasta defensores de los escritores creyentes, más allá de disputas y roces transitorios e inevitables en literatura y en la política. En la poesía del siglo XX, Cuba ha tenido más fe que ateísmo y más tolerancia que disputa. Si la poesía expresa el alma del pueblo, ¿no será que éste es el corazón del pueblo cubano, creyente y tolerante? Y fijándome en la metáfora tradicional que me ha venido a la letra, ¿al centro de la cruz de madera no corresponde el Sagrado Corazón? Este Cuatro de oros, para decirlo en los términos de Eliseo, apunta a un quinto lugar central en la que la poesía cubana parece fascinada con los más tremendos, esenciales misterios divinos, sin dejar de ser ni un solo instante poesía –a menudo, al más alto nivel contemporáneo- y sin abandonar los temas, las obsesiones, los encarnados colores de la madera patria. Lo que nuestros poetas han ganado en esa dirección en este siglo que termina, es inmenso. Como crítico me esfuerzo por hacérselo saber a mis conciudadanos. Pero sobre todo confío en que ese Corazón está latiendo ahora, acumuladamente, en los creadores –la mayoría creyentes y otra vez teologizantes- y en los sectores y en lo mejor del pueblo. Ahí están, creyéndome como escritor cubano y como cristiano universal, mi fe y mi esperanza.

Rafael Almanza.
septiembre, 1996.


Referencias y notas:

(1) Ver carta de Lezama a Cintio Vitier en el libro de este último Para llegar a Orígenes, Arte y Literatura, La habana, 1994, p.20.
(2) Juan Pablo II, Cruzando el umbral de la esperanza, Norma, 1994, pp. 96 y 97.
(3) José Lezama Lima, La cantidad hechizada, UNEAC, La Habana 1970, p.105.
(4) José Lezama Lima, Poesía completa, Instituto del Libro, La Habana 1970, p. 177.
(5) Recopilación de textos sobre Lezama Lima, Casa de las Américas, La Habana 1970, p., 36. Y añade: “no como símbolo o arquetipo”.
(6) Cf. Virgilio López Lemus, Samuel o la abeja, Editorial Academia, La Habana 1994, p. 69: «Feijóo se educó en una familia cristiana, en el seno de la Iglesia Bautista (...) Su padre, y luego la única hermana de Samuel, se consagraron a labores misioneras de evangelización, y el niño Feijoo concurrió a colegios de enseñanza religiosa (...) Aunque él mismo ha dicho alguna vez que estudió Teología, en verdad ello no trascendió del estudio personal de la Biblia, cuyo dominio se manifiesta a lo largo de su obra». En una “Cronología” final se asegura que estudió «en el colegio presbiteriano de La Habana» (p. 144)
(7) Cf. Samuel Feijóo, Poesía, Letras Cubanas, La Habana 1984.
(8) Samuel Feijoo, Prosas, Letras Cubanas, La Habana 1985, p. 126.
(9)Eliseo Diego, Prosas escogidas, Letras Cubanas, La Habana 1983, p. 293.
(10) Eliseo DieEgo: el juEgo de DiEs?(1997) Inédito.
(11) Última línea del último libro de versos publicado en vida por Eliseo Diego, Cuatro de oros, Letras Cubanas, La Habana 1992,p. 92.
(12) Cintio Vitier, Testimonios, UNEAC, La Habana 1968, p. 145.

 

 

 

Revista Vitral No. 62 * año XI * julio-agosto de 2004
Rafael Almanza Alonso
(Camagüey 1957)
Ensayista y poeta. Licenciado en Economía. Ha publicado varios libros.