Crecen a nuestro alrededor y se
hacen casi cotidianas las noticias de actos de violencia en nuestro
país, en nuestra provincia, en nuestro barrio. Lamentablemente
la violencia callejera, familiar y cotidiana se ha hecho una realidad
demasiado frecuente, demasiado cercana. Amenaza con hacerse algo común.
Los medios de comunicación nos traen todos los días noticias
de las violencias internacionales, de las guerras, de los genocidios,
de los atentados suicidas. Parece ser que el mundo está hecho
de estos ingredientes solamente. Pero nada se dice de las violencias
más cercanas, las que conocemos por los rumores que después
son confirmados, las que ocurren aquí, las que pudiéramos
evitar y prevenir.
Es por ello que volvemos nuestra reflexión, una vez más,
sobre la peligrosa espiral de la violencia. Esta vez para acercarnos
a su dimensión más aledaña, más frecuente,
a la que, por desgracia, le damos menos importancia.
En efecto, se repiten cada vez más los hechos de maltratos familiares
de esposo a esposa, de padres a hijos, de nietos hacia sus abuelos.
Con frecuencia creciente nos encontramos escenas vergonzosas en plena
calle, de madres que literalmente arrastran a sus niños pequeños,
les propinan tundas frente a sus compañeros de escuela, les gritan
desaforadamente que los van a matar, que les van a partir la cabeza
en dos
y así una cantidad de frases, gestos, actitudes
y hechos violentos que no parecen salidos de la boca de una madre, un
padre, o una abuela. Pero las oímos y vemos cada vez más.
Es la violencia familiar que se hace cotidiana y se vuelve casi normal.
No nos acostumbremos a la violencia familiar. No existe violencia menor,
porque todas dañan la dignidad, la integridad, la psicología
de los que la sufren y también daña a los que la ejecutan.
No aceptemos tal monstruosidad como si nada ocurriera.
Otra manifestación de la violencia cotidiana son los ataques
callejeros. Esos asaltos para robar, para la violación sexual,
para el atraco. Todos podemos recordar alguno de estos hechos en nuestro
propio barrio, en nuestra ciudad, en nuestra provincia. Los mayores
podrán comparar: siempre han existido actos de violencia, pero
parece, que ni eran tan frecuentes, ni eran tan numerosos, ni eran vistos
con tanta naturalidad o resignación como ahora.
Matar para robar en la casa de una anciana que vive con su nieto y ser
el nieto un cómplice. Matar para robar un automóvil y
hacerlo de día en plena carretera. Matar para arrancar del cuello
una cadena o para llevarse una bicicleta. Matar por excesos pasionales
o por simple envidia. Cada uno de nosotros conoce más de un caso.
¿Cómo es posible que nos acostumbremos a tales violencias?
¿Cómo es posible que las aceptemos como parte del mundo
que cambia? ¿Hacia dónde está cambiando nuestro
mundo, este de aquí, el más cercano, el mundo de mi barrio
y de nuestras carreteras? ¿Cómo es posible que se silencien
estos actos crueles, por muy locales o intrascendentes
que se puedan considerar?
Es sobre esto mismo que deberíamos reflexionar: ¿Qué
diferencia hay entre una mujer albanesa que es violada en Bosnia-Herzegovina
y una mujer violada en un municipio de Las Tunas? La dignidad de ambas
mujeres, el respeto a su integridad y la violencia que se les impone
es la misma en cualquier lugar del mundo. Por un lado, no hay violencias
menos crueles y más intrascendentes por no tener difusión
y, por otro lado, no hay violencias internacionales que,
por su difusión periodística, se hagan más deleznables.
Esto es, por lo menos, una manipulación mediática. La
violencia es igualmente condenable, es igualmente cruel, debe ser igualmente
prevenida, en Cuba como en Madagascar, en Estados Unidos como en España,
en Palestina como en Israel, en Iraq como en Haití.
Otra pregunta: ¿Por qué se silencian los hechos de violencia
en nuestro país? No estamos hablando del morbo de la crueldad,
no estamos hablando de la prensa amarilla que se regodea mostrando gráficamente,
muertos, heridos y descuartizados. Eso no ayuda a nadie. Eso difunde
la violencia y ofende la vista de los receptores y la dignidad de las
víctimas. No es a eso a lo que nos referimos. Se trata de cuando
se silencian las estadísticas de actos violentos, se obvian las
noticias aún cuando sean pura información sin sensacionalismos
o se deja de educar a partir de las lecciones de actos lamentables porque
se desea presentar una atmósfera de normalidad dentro y de tremendismo
fuera. Dentro, todo tranquilo; fuera, todo mal. Entonces lo que se logra
es que la gente no le dé importancia a la violencia porque, como
lo importante sale por la televisión y el periódico, pudiera
deducirse que se trata de un acto menos grave, que no merece la pena
condenarlo y sacar las conclusiones y lecciones de esas realidades.
Ni regodearse con la violencia, como en las películas norteamericanas
del sábado, ni crear en los medios de comunicación una
Cuba virtual que se aleja, cada vez más, de la Cuba real. Los
extremos se tocan. Tanto pueden contribuir a la violencia la difusión
de actos e imágenes violentas como silenciarlas de tal manera
que pueda entenderse que son eventos sin importancia, de poca gravedad.
La desinformación nunca educa, ni previene, ni alerta.
Ahora bien, informar sobre lo que está pasando en la realidad
no evita el problema de fondo. El problema de fondo es encontrar las
causas profundas de la violencia. Es preguntarse ¿ por qué
crece la violencia familiar?. Y responder con sinceridad.
Es preguntarse ¿ por qué crece la violencia callejera?.
Y responder con honestidad.
Es preguntarse ¿para qué mata la gente?, ¿para
qué asalta?,¿para qué se organizan y juntan los
delincuentes?. Porque sabemos que, raras veces, no hay al menos complicidad.
Porque sabemos que raras veces son delincuentes aislados. En el mundo
de hoy, y con las características de los hechos que conocemos,
casi siempre hay varios implicados, hay varios que planean, unos asaltan
y otros receptan, unos venden y otros compran, unos matan y roban automóviles
y otros los modifican o desarman y los venden. Esto lo hemos corroborado,
incluso, por ese espacio de la televisión dominical que intenta
presentarnos casos de este tipo en forma de programa policial.
Este tipo de juntera delincuencial de hoy, puede conllevarnos
a las mafias criminales de mañana. Es muy necesario atajar a
tiempo esta tendencia, ese incipiente intento de organizar la violencia.
Estas son las formas de asociarse verdaderamente peligrosas para la
soberanía y la integridad de la nación. Estas son las
formas verdaderamente dañinas para nuestra cultura y nuestras
ideas. Si alguna batalla debe haber en serio y en firme es la batalla
contra la verdadera delincuencia. El desorden social, lo hemos dicho
varias veces, es señal de deterioro moral y un grave peligro
para la gobernabilidad.
Vayamos a las causas: Es el deterioro moral y la necesidad material
de las familias la causa fundamental de la violencia familiar y no se
soluciona reprimiendo a los miembros más rebeldes de la casa,
sino resolviendo, por un lado, las penurias de la vida cotidiana que
van exacerbando, que van desesperando la paciencia y la cordura de la
familia; y, por otro lado, más en el espíritu de la gente,
resolviendo la penuria ética, la falta de educación para
la libertad y el amor, la falta de educación para la tolerancia
y el diálogo, la falta de educación para la justicia y
la paz, mediante una verdadera y sistemática formación
ética y cívica de las familias.
Vayamos a las causas: es el deterioro ético y cívico de
la sociedad, y son las necesidades materiales de las personas menos
favorecidas la causa fundamental de las violencias callejeras. En los
estudios sobre el tema se colocan estas dos causas entre las principales:
la marginalidad y la pobreza. Se asalta, sobre todo, para robar. Se
mata, sobre todo, para robar. Y se roba cuando no hay vergüenza
y cuando hay mucha necesidad. Nadie roba si tiene vergüenza, es
decir, si tiene formación ética, aunque tenga mucha necesidad
material. Pero de igual manera, nadie que tenga sus problemas materiales
resueltos mata para robar, o asalta para robar, a no ser que sea un
desarraigado de la familia y de la sociedad, un marginal, abandonado
de su familia y de la sociedad. Y esto, se supone que no debería
abundar en Cuba. Si los hay, como en toda sociedad, deben ser las raras
y poquísimas excepciones. Y si no son las raras excepciones y
comienzan a ser más que lo normal, es porque algo está
fallando en nuestras familias y en nuestra educación.
Desterremos de nuestras familias el lenguaje agresivo y la permisividad
moral. Y los golpes y las amenazas. No todo vale, ni todo se usa,
ni hay que aceptar la intolerancia y la violencia. Eduquemos a nuestros
hijos en la decencia, en el diálogo y el silencio, en la disuasión
y la firmeza de carácter. En la ternura y el amor. Y la violencia
disminuirá.
Desterremos de nuestras escuelas el lenguaje agresivo, los gritos que
escuchamos al pasar por las aulas, las amenazas de los educadores, los
métodos impositivos, las sutiles manipulaciones, las explícitas
campañas de la guerra que vendrá y la preparación
militar que nos impulsa a defendernos de todo y de todos. Pasemos de
la guerra de todo el pueblo a la paz de todo el pueblo. Eduquemos para
el respeto que es el primer escalón de la paz. Eduquemos para
la justicia que es el segundo escalón hacia la convivencia en
paz. Eduquemos para la verdad que libera nuestras agresividades. Eduquemos
para la libertad que nos libera de la represión. Eduquemos para
el amor que es el más alto escalón de la paz. Y la violencia
disminuirá.
Desterremos de nuestra sociedad la cultura de la confrontación,
el lenguaje ofensivo, las malas palabras dichas o sugeridas, la actitud
siempre ofensiva y siempre agresiva contra enemigos y diversos. La cultura
integral es educar para la convivencia pacífica, no para reprimir
al que piensa distinto y sembrar el miedo en el que expresa lo que siente
aunque sea verdad. Cultura es cultivo de lo bueno, de lo bello, de lo
verdadero. Pero si el cultivo daña la planta no es
cultura. Si para garantizar lo que consideramos la verdad se daña
a la persona humana con la amenaza y la violencia institucionalizadas,
eso no es cultura de la vida, ni cultura de la paz. Es sembrar violencia
que, como todos sabemos, no engendra nada más que violencia.
Educar para una cultura de la vida, de la civilización de la
verdad, de la libertad de espíritu, para la formación
de una conciencia moral libre y responsable, es el camino para que la
violencia disminuya. Eduquemos para vivir sin doblez y sin ofensas
y la violencia disminuirá.
Pero no con más violencia ni con represión. Vayamos a
la raíz del problema. Usemos los métodos y los medios
de la educación, de la participación ciudadana, de la
persuasión, de la personalización consciente y la socialización
gradual y voluntaria.
Cuba, cada cubano, es decir, la Cuba real, lo necesita. Lo necesitamos
todos, gobierno y gobernados, ciudadanos decentes y desarraigados. Pobres
y acomodados. Los que pensamos igual y los que pensamos distinto. Es
la paz ciudadana la que está en juego. Es nuestra convivencia
pacífica de hoy y la gobernabilidad de mañana.
Pinar del Río, 12 de marzo de 2004