Revista Vitral No. 60 * año X * marzo-abril de 2004


BIOÉTICA

 

FUNDAMENTACIÓN ANTROPOLÓGICA DEL CONCEPTO CALIDAD DE VIDA

JORGE H. SUARDÍAZ PARERAS

 

 

Pocas expresiones han tenido tanta suerte (incluso en estos tiempos de abuso de los
términos “talismán”) como la de “calidad de vida”, pero pocas también han implicado una mayor ambigüedad; cada vez se habla más de ella y cada vez se manipula más. El concepto “calidad de vida” se empleó por primera vez en el año 1964, en un discurso del entonces presidente de los Estados Unidos de Norteamérica, Lindon B. Johson, con un carácter absolutamente programático. Así, pues, su origen es sociopolítico, con implicaciones económicas y ello ha lastrado siempre este concepto, relacionado con los de bienestar, eficacia, eficiencia, belleza, placer, y otros por el estilo, enfatizando la instancia necesidades-deseos-metas y descuidando la dimensión espiritual.
No pretendemos negar las connotaciones sociales y económicas del concepto calidad de vida, porque es innegable que el desarrollo integral de la persona humana requiere de determinadas condiciones de índole socioeconómica, que se agrupan bajo la denominación de “Bien Común”.
Pero una concepción holística de la persona no puede limitarse a estos factores, so pena de caer en el reduccionismo 1; desde una perspectiva antropológica, el hombre es un ser capaz de manifestarse en múltiples dimensiones, su reducción a una entidad unidimensional implica automáticamente una reducción de su calidad de vida.
El hombre es un ser que se expresa y desarrolla como persona en el mundo (Ser en el mundo); ello depende de la visión que se tenga del mismo (en dependencia del medio histórico y socio-cultural) y la actividad como tal tiene, como objetivo fundamental, conseguir una calidad de vida cada vez más elevada para todo el hombre y para todos los hombres.
La vida humana no es un medio que sirve para alcanzar propósitos más elevados, sino un bien intrínseco que descansa en sus propios méritos; es el ámbito de desarrollo de la persona, porque la persona es un ser integrado, con percepción de sí; es decir, alguien que va unificando progresivamente todos sus actos, situaciones y relaciones con otras personas, dentro de su propia individualidad. Esta función no puede ser asumida por otra persona o colectividad: nadie puede ser persona por otro, porque la vida es la condición de posibilidad de desarrollo del ser humano como tal y del fundamento de todo criterio sobre la dignidad inmanente de la persona humana. De aquí se desprende una conclusión esencial: El único ser autorizado para opinar sobre la calidad de vida de una persona, es esa misma persona; sin embargo, cualquier apreciación que haga, siempre será aproximada y variable, no exacta ni inmutable. En la toma de decisiones sobre el particular, cada persona debe considerar no sólo los factores biosomáticos, sino también los subjetivos y los existenciales.
La medicina no ha sido ajena, en modo alguno, a este proceso y se ha planteado también, con preocupación creciente, el problema de la calidad de vida. Y es precisamente en el contexto de la atención sanitaria donde el olvido de la dimensión humana puede producir consecuencias más negativas, porque una práctica médica que no sea capaz de una adecuada intención antropológica está condenada a no ser sanante sino enfermante. La enfermedad no es sólo un desorden bioquímico que se presenta en un sujeto determinado, a escala celular, subcelular o molecular, sino una experiencia que afecta al ser humano en su totalidad. La persona es un ser dotado de valores, inteligencia, libertad y capacidad para relacionarse con otros seres humanos, con una concepción muy personal de la vida, de sí mismo y del mundo circundante; y, sobre todo, con una responsabilidad ante su propio destino.
En las últimas décadas del recién finalizado siglo XX la preocupación por la salud se llegó a convertir en un elemento dominante de nuestra cultura, transformándose en objetivo, fin y valor fundamental de nuestra existencia. Desde una perspectiva antropológica, la salud no es un fin en sí misma, sino un medio al servicio de la realización de los propios proyectos de vida: un bien intersubjetivo, no subjetivo.
Lo que verdaderamente define a un ser humano no es la biología, sino su biografía: el ser humano es historia. Como ya he dicho anteriormente, la personalidad se va configurando a través de múltiples experiencias vitales (por lo general de carácter relacional), de tal manera que se puede completar su definición solamente al final de su recorrido histórico. Ergo, la calidad de vida no depende sólo de la biología ( de hecho, hay muchas personas cuya biología es francamente precaria, pero sienten que su existencia tiene calidad, por sus relaciones con el entorno, sus afectos, su satisfacción emocional o intelectual).
Sin embargo, no puede soslayarse el hecho de que el ser humano existe como persona corporeizada (“espíritu encarnado”); es decir, que vive su existencia en un mundo corpóreo, en el cual se realiza como tal. El hombre es su propio cuerpo (¡No “tiene” un cuerpo!), el cual participa de la realización humana integral: posee una dimensión corpórea, que influye de manera decisiva en su calidad de vida, si ésta es analizada integralmente. Por ello, el aspecto biológico no puede ignorarse, porque influye en el biográfico; la percepción subjetiva de la corporeidad tiene mucho que ver -¡Qué duda cabe! -con calidad de vida. Pero ello no implica, en manera alguna, que no se pueda optar por una calidad de vida superior (o, al menos, distinta, porque lo que ahora es, no tiene por qué ser siempre del mismo modo).
La calidad de vida se relaciona de manera muy estrecha con el sistema de valores de cada persona. El hombre es un ser libre, porque tiene existencia autónoma, es responsable de su propia historia y capaz de establecer unas relaciones humanas más responsables con los demás. Cuando no es posible vivir libremente nuestro propio sistema de valores, o la escala de los mismos está alterada por factores ajenos, la calidad de vida experimenta una reducción. Y es éste, sin lugar a dudas, el principal peligro al que nos conduce la interpretación errónea del concepto calidad de vida, que margine los aspectos antropológicos y que permita la introducción, incluso, de “escalas” para medirla. Toda vida humana tiene un valor intrínseco, con independencia de su valor biológico. El establecimiento de escalas a partir de ese factor, puede llevar a la conclusión de que hay vidas con calidad y otras sin una calidad que las haga merecer la pena de ser vividas y que, por lo tanto esas personas estarían mejor muertas que vivas.3
El autor de estas líneas no pretende imponer que se elimine del vocabulario médico-bioético- el concepto calidad de vida, sino que se defina con claridad qué se entiende como tal, desde la perspectiva de una sana antropología filosófica. La búsqueda de la calidad de vida sólo será éticamente válida en cuanto tenga en cuenta todas las dimensiones de la persona humana, su dignidad y cualidad esencial (su sacralidad y su capacidad relacional). Sólo desde esta óptica personalista será justa y digna del hombre.


1.-Tendencia a reducir el valor de la vida humana y de sus actividades más elevadas. Según el filósofo personalista español, D. Alfonso López Quintás, “El reduccionista considera los ámbitos como objetos, lo cual hace imposible el encuentro; con ello, se empobrece sobremanera la vida humana y no se permite un desarrollo normal de la vida del hombre” (A. López Quintás, El arte de pensar con rigor y vivir con creatividad, Asociación para el Progreso de las Ciencias Humanas, Madrid, 1993).
2.- Corrado Viafora, coordinador del Proyecto Ética y Medicina de la Fundación Lanza, Padua, Italia, ha escrito: “De este modo, la medicina se configura como el saber por excelencia, con una tendencia hipertrófica a extender su propio domino más allá del ámbito puramente biológico, hasta transformarse en una nueva moral” (Viafora, C. Las dimensiones antropológicas de la salud. Dolentium Hominum, 37: 16:21, 1998).
3.- Este fue el camino por el cual se lanzaron los nazis en los primeros años de la década de los treinta del pasado siglo. ¿Recuerda el lector a dónde les condujo ese camino?

 

 

 

Revista Vitral No. 60 * año X * marzo-abril de 2004
Dr. Jorge H. Suardíaz Pareras
Médico especialista en Laboratorio Clínico y Profesor Auxiliar del ISCMH: Diplomado en Antropología Filosófica por la Pontificia Universidad de Comillas. Vicedirector del Centro de Bioética “Juan Pablo II”.