Nombrar hoy día a una primera
bailarina o a un primer bailarín con el calificativo de estrella
es un acto de elogio.
Normalmente se define así a una figura que, además de
una relevante carrera, posee carisma, encanto y elegancia natural.
Una bailarina o un bailarín que reciba el apelativo de estrella
deberá ser identificada por el público, no sólo
en el teatro sino en la vida pública. Una estrella en el ballet
será capaz de recibir los aplausos al hacer su entrada en un
café de París, Londres, New York o Buenos Aires.
En el siglo XIX los admiradores de una estrella no sólo se limitaban
a obtener un autógrafo, enviarle flores o regalos. En París
los fanáticos de María Taglioni, Fanny Elsler o Carlota
Grisi solían disputarse sus zapatillas para beber en ellas champagne.
Mientras que en una ciudad como San Petersburgo los incondicionales
seguidores de Matilde Kchesinskaya desenganchaban los caballos de su
carruaje para ellos mismos tirar de él.
En nuestros tiempos no ocurren actos heroicos como estos
pero sí bastante similares. Los ingleses, por ejemplo, son un
público excesivamente fiel a una antigua gloria aún en
ejercicio. Eso ocurrió durante toda la brillante carrera de la
ya desaparecida eximia ballerina Margot Fonteyn y el también
desaparecido e inolvidable Rudolph Nureyev. Ambos fueron excepcionales
intérpretes, dignos del calificativo de estrellas. Para el público
inglés, especialmente el de Londres, ellos eran más que
artistas una especie de dioses.
Una estrella en el ballet no es lo mismo que una estrella del cine o
del mundo del espectáculo. Las estrellas de ballet no necesariamente
deben verse rodeados por todo ese fetichismo publicitario, ese glamour
o ese fasto con el que se ven envueltas las estrellas cinematográficas
o del espectáculo.
Sin embargo, existe algo que identifica a las estrellas de ballet y
lo es, además de su físico que debe ser algo especial,
cierta aureola mística, cierto carisma, esa especie de don excepcional
para sobresalir entre las demás primeras figuras, no por su glamour,
ni la manera de vestir, sino por su propia personalidad.
La estrella en el ballet debe ser una prima ballerina o un primer bailarín
con una sólida y amplia carrera a nivel internacional. Por supuesto,
siempre será la primera figura de una compañía,
teatro o elenco de una representación.
Jamás, en ningún caso y bajo ninguna circunstancia, una
estrella de ballet podrá ser creada o inventada
por ninguno de los medios de comunicación masiva, ni por ningún
país, aunque sean éstos los más ricos y poderosos
del mundo. La estrella de ballet nace por sí misma de una bailarina
o un bailarín que se destaque por su talento, capacidad y profesionalismo.
En el ballet el intérprete va forjando su camino por sí
mismo y es un proceso largo, lento y bastante complejo que necesita
de mucho esfuerzo, tesón y, sobre todo, talento y gran sacrificio
personal. El bailarín o bailarina comienza a forjarse desde el
mismo instante en que inicia su aprendizaje a la edad de ocho o diez
años y no concluirá hasta el mismo instante de su retiro
de la escena, al final de su carrera profesional.
Llámese estrella, etoile o stars, en nuestros días nos
preciamos de contar con valiosos intérpretes, de vasta experiencia
y reconocido prestigio internacional a los que se les puede otorgar
ese calificativo. Ejemplo de ello son la francesa Sylvia Guyllén,
la italiana Alexandra Ferri, la argentina Paloma Herrera, la inglesa
Julie Kent, la cubana Lorna Feijoo, el italiano Tony Candelaro, el español
Ángel Corella y el cubano José Manuel Carreño,
por solo nombrar unos pocos. Ellos y otros muchos han logrado alcanzar
el estrellato, a fuerza de disciplina y rigor, por su entrega y enorme
capacidad en el difícil y escabroso arte del ballet. Es un mérito
que sólo a ellos se les ha otorgado sobre la base de una férrea
y dura disciplina. El público lo sabe y por eso los compensan
en cada entrega que dan.
Los cubanos en particular hemos sido privilegiados al contar con excepcionales
intérpretes que se han convertido en fulgurantes estrellas de
ballet. Desde Alicia Alonso -que más que una estrella es todo
un mito, una leyenda- pasando por Jorge Esquivel -un danseur muy recordado
por su figura y altísima calidad, uno de los primeros bailarines
de toda la historia de la danza-, Josefina Méndez, Loipa Araújo,
Mirta Pla (recientemente desaparecida), Aurora Bosch -llamadas por el
famoso y también desaparecido crítico inglés Haskell
las cuatro joyas- Rosario Suárez -la inolvidable
Charín-, hasta llegar a Viengsay Valdés, Víctor
Gilí, Aliahydeé Carreño, Carlos Acosta o Rolando
Sarabia, el niño de oro del ballet cubano. Todos
ellos exponentes del logro alcanzado por la Escuela Cubana de Ballet
para realce y prestigio del arte de la danza.
Sigan adelante las estrellas en el ballet, que no pertenecen a ninguna
nación, pues son, como las estrellas en el firmamento, de todo
el mundo y para quienes gusten de apreciarlas.
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Maya Plisétskaya
en La muerte del cisne.
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