Pocas expresiones han tenido tanta
suerte (incluso en estos tiempos de abuso de los
términos talismán) como la de calidad
de vida, pero pocas también han implicado una mayor ambigüedad;
cada vez se habla más de ella y cada vez se manipula más.
El concepto calidad de vida se empleó por primera
vez en el año 1964, en un discurso del entonces presidente de
los Estados Unidos de Norteamérica, Lindon B. Johson, con un
carácter absolutamente programático. Así, pues,
su origen es sociopolítico, con implicaciones económicas
y ello ha lastrado siempre este concepto, relacionado con los de bienestar,
eficacia, eficiencia, belleza, placer, y otros por el estilo, enfatizando
la instancia necesidades-deseos-metas y descuidando la dimensión
espiritual.
No pretendemos negar las connotaciones sociales y económicas
del concepto calidad de vida, porque es innegable que el desarrollo
integral de la persona humana requiere de determinadas condiciones de
índole socioeconómica, que se agrupan bajo la denominación
de Bien Común.
Pero una concepción holística de la persona no puede limitarse
a estos factores, so pena de caer en el reduccionismo 1; desde una perspectiva
antropológica, el hombre es un ser capaz de manifestarse en múltiples
dimensiones, su reducción a una entidad unidimensional implica
automáticamente una reducción de su calidad de vida.
El hombre es un ser que se expresa y desarrolla como persona en el mundo
(Ser en el mundo); ello depende de la visión que se tenga del
mismo (en dependencia del medio histórico y socio-cultural) y
la actividad como tal tiene, como objetivo fundamental, conseguir una
calidad de vida cada vez más elevada para todo el hombre y para
todos los hombres.
La vida humana no es un medio que sirve para alcanzar propósitos
más elevados, sino un bien intrínseco que descansa en
sus propios méritos; es el ámbito de desarrollo de la
persona, porque la persona es un ser integrado, con percepción
de sí; es decir, alguien que va unificando progresivamente todos
sus actos, situaciones y relaciones con otras personas, dentro de su
propia individualidad. Esta función no puede ser asumida por
otra persona o colectividad: nadie puede ser persona por otro, porque
la vida es la condición de posibilidad de desarrollo del ser
humano como tal y del fundamento de todo criterio sobre la dignidad
inmanente de la persona humana. De aquí se desprende una conclusión
esencial: El único ser autorizado para opinar sobre la calidad
de vida de una persona, es esa misma persona; sin embargo, cualquier
apreciación que haga, siempre será aproximada y variable,
no exacta ni inmutable. En la toma de decisiones sobre el particular,
cada persona debe considerar no sólo los factores biosomáticos,
sino también los subjetivos y los existenciales.
La medicina no ha sido ajena, en modo alguno, a este proceso y se ha
planteado también, con preocupación creciente, el problema
de la calidad de vida. Y es precisamente en el contexto de la atención
sanitaria donde el olvido de la dimensión humana puede producir
consecuencias más negativas, porque una práctica médica
que no sea capaz de una adecuada intención antropológica
está condenada a no ser sanante sino enfermante. La enfermedad
no es sólo un desorden bioquímico que se presenta en un
sujeto determinado, a escala celular, subcelular o molecular, sino una
experiencia que afecta al ser humano en su totalidad. La persona es
un ser dotado de valores, inteligencia, libertad y capacidad para relacionarse
con otros seres humanos, con una concepción muy personal de la
vida, de sí mismo y del mundo circundante; y, sobre todo, con
una responsabilidad ante su propio destino.
En las últimas décadas del recién finalizado siglo
XX la preocupación por la salud se llegó a convertir en
un elemento dominante de nuestra cultura, transformándose en
objetivo, fin y valor fundamental de nuestra existencia. Desde una perspectiva
antropológica, la salud no es un fin en sí misma, sino
un medio al servicio de la realización de los propios proyectos
de vida: un bien intersubjetivo, no subjetivo.
Lo que verdaderamente define a un ser humano no es la biología,
sino su biografía: el ser humano es historia. Como ya he dicho
anteriormente, la personalidad se va configurando a través de
múltiples experiencias vitales (por lo general de carácter
relacional), de tal manera que se puede completar su definición
solamente al final de su recorrido histórico. Ergo, la calidad
de vida no depende sólo de la biología ( de hecho, hay
muchas personas cuya biología es francamente precaria, pero sienten
que su existencia tiene calidad, por sus relaciones con el entorno,
sus afectos, su satisfacción emocional o intelectual).
Sin embargo, no puede soslayarse el hecho de que el ser humano existe
como persona corporeizada (espíritu encarnado); es
decir, que vive su existencia en un mundo corpóreo, en el cual
se realiza como tal. El hombre es su propio cuerpo (¡No tiene
un cuerpo!), el cual participa de la realización humana integral:
posee una dimensión corpórea, que influye de manera decisiva
en su calidad de vida, si ésta es analizada integralmente. Por
ello, el aspecto biológico no puede ignorarse, porque influye
en el biográfico; la percepción subjetiva de la corporeidad
tiene mucho que ver -¡Qué duda cabe! -con calidad de vida.
Pero ello no implica, en manera alguna, que no se pueda optar por una
calidad de vida superior (o, al menos, distinta, porque lo que ahora
es, no tiene por qué ser siempre del mismo modo).
La calidad de vida se relaciona de manera muy estrecha con el sistema
de valores de cada persona. El hombre es un ser libre, porque tiene
existencia autónoma, es responsable de su propia historia y capaz
de establecer unas relaciones humanas más responsables con los
demás. Cuando no es posible vivir libremente nuestro propio sistema
de valores, o la escala de los mismos está alterada por factores
ajenos, la calidad de vida experimenta una reducción. Y es éste,
sin lugar a dudas, el principal peligro al que nos conduce la interpretación
errónea del concepto calidad de vida, que margine los aspectos
antropológicos y que permita la introducción, incluso,
de escalas para medirla. Toda vida humana tiene un valor
intrínseco, con independencia de su valor biológico. El
establecimiento de escalas a partir de ese factor, puede llevar a la
conclusión de que hay vidas con calidad y otras sin una calidad
que las haga merecer la pena de ser vividas y que, por lo tanto esas
personas estarían mejor muertas que vivas.3
El autor de estas líneas no pretende imponer que se elimine del
vocabulario médico-bioético- el concepto calidad de vida,
sino que se defina con claridad qué se entiende como tal, desde
la perspectiva de una sana antropología filosófica. La
búsqueda de la calidad de vida sólo será éticamente
válida en cuanto tenga en cuenta todas las dimensiones de la
persona humana, su dignidad y cualidad esencial (su sacralidad y su
capacidad relacional). Sólo desde esta óptica personalista
será justa y digna del hombre.
1.-Tendencia a reducir el valor de la vida humana y de sus actividades
más elevadas. Según el filósofo personalista español,
D. Alfonso López Quintás, El reduccionista considera
los ámbitos como objetos, lo cual hace imposible el encuentro;
con ello, se empobrece sobremanera la vida humana y no se permite un
desarrollo normal de la vida del hombre (A. López Quintás,
El arte de pensar con rigor y vivir con creatividad, Asociación
para el Progreso de las Ciencias Humanas, Madrid, 1993).
2.- Corrado Viafora, coordinador del Proyecto Ética y Medicina
de la Fundación Lanza, Padua, Italia, ha escrito: De este
modo, la medicina se configura como el saber por excelencia, con una
tendencia hipertrófica a extender su propio domino más
allá del ámbito puramente biológico, hasta transformarse
en una nueva moral (Viafora, C. Las dimensiones antropológicas
de la salud. Dolentium Hominum, 37: 16:21, 1998).
3.- Este fue el camino por el cual se lanzaron los nazis en los primeros
años de la década de los treinta del pasado siglo. ¿Recuerda
el lector a dónde les condujo ese camino?