Queridos hermanos todos:
Ante todo, gracias por estar junto
a mí en esta noche de acción de gracias en el Altar, donde
tiene su plenitud la palabra Gracias. A los pies del venerado Cristo
de Pinar del Río, a los pies de la imagen de la Patrona y Reina
de Cuba, Nuestra Madre de la Caridad, a los pies de San José
bendito y del Santo obispo Rosendo, Patrono de esta Catedral y de la
Diócesis.
Una ocasión como esta es para abrir el corazón al Señor,
que un día me llamó, y a Uds. que me acompañan.
Nací en un pueblo lindo, de parque grande y gente buena. Mis
padres fueron humildes y sencillos cristianos, mi única hermana,
piadosa y servicial.
A los 13 años un franciscano austero y bondadoso me llevó
al Seminario. A los veinte y tres años me impuso las manos un
obispo sabio y santo junto al cual pasé mis tres primeros años
de Sacerdocio. Después, veinte y dos años de Cura en un
pueblo de gente buena y cariñosa, donde aprendí a querer
a la gente y a servirlos compartiendo sus alegrías y tristezas.
Allí monté a caballo, cacé palomas y pajaritos,
pesqué en ríos y mar, trabajé en el campo y supe
de la pobreza del campesino y de su rica generosidad.
Después, tres años en esta Catedral como Párroco
y Vicario junto a un obispo amigo. Y luego, sexto obispo de esta Diócesis,
compartiendo como maestro, pastor y guía los sufrimientos y alegrías,
las penas y los gozos de esta acogedora gente en una Diócesis
de 13,500 Kms2, con 25 parroquias, 60 iglesias auxiliares y multitud
de comunidades sin templos, pero con fe y práctica cristiana,
con apenas una veintena de generosos colaboradores sacerdotes, una treintena
de abnegadas religiosas y un número sin par de laicos y laicas
que me han ayudado a sembrar la semilla del Evangelio.
En tres plumazos, esa es la breve historia de un hombre-Cura-obispo;
pero hay dentro de esos cincuenta años de servicio al Señor
y a los hombres, una historia de entrega y misterio divino, de caídas
y humanidad que quiero compartir don Uds. esta noche.
Lo que han visto mis
ojos y ha sentido mi corazón de sacerdote
Comencé a vivir mi sacerdocio cuando este pueblo llamaba a Dios,
Padre, y a los demás hombres, hermanos, y a los pocos años
he tenido que vivirlo con la pena de que se le diera las espaldas a
Dios y se llamara a los hermanos, compañeros o camaradas.
He visto en esos primeros días a la Diócesis quedarse
de pronto sin sacerdotes y sin religiosas. Iglesias confiscadas y colegios
y asilos cerrados. Ovejas dispersas y pastores obligados al destierro.
En este tiempo he visto vaciarse nuestros templos de fieles que huían
a otras tierras y otros que abandonaban nuestras filas para enrolarse
en otras listas que enarbolaban consignas extrañas y contrarias
a la fe.
En este tiempo he llorado por los que dejaron la Misa Dominical y los
cantos y abrazos de Comunión para acudir al campo a doblar las
espaldas sembrando semilla no bendecida por Dios.
En este tiempo he visto a muchos hermanos y hermanas perder sus bienes,
y aun la vida, por mantenerse fieles a la Verdad y a la Fe que recibieron
de sus mayores.
En este tiempo he visto a niños y niñas que eran la esperanza
y la alegría de un corazón sacerdotal abandonar las catequesis
atraídos por falsos cantos de sirena y perder, junto con la fe
cristiana, la limpieza de corazón y la pureza de costumbres.
Cuánto sufrimiento y cuántas lágrimas en este tiempo
de traiciones a la Iglesia, a lo más puro del amor patrio y a
lo más santo del amor humano. Todo ello tristemente es verdad,
terrible historia vivida.
Sin embargo, también es verdad y gracia inestimable del Señor
y de su Madre Santísima de la Caridad, que he visto en estos
años renacer una primavera de esperanza, con la vuelta de muchos
de los que un día dejaron la Iglesia y traicionaron su fe.
He conocido en estos años a muchas abuelas sembrar y mantener,
de forma callada y a veces clandestina, la fe de sus nietos que crecieron
en la búsqueda de la verdad cristiana.
He visto de nuevo a sacerdotes, y religiosas abnegadas y generosas,
venir gustosos a estas tierras a sembrar, entre lágrimas y sufrimientos,
la semilla del Evangelio. He visto el resurgimiento de vocaciones sacerdotales,
religiosas y de laicos muy comprometidos con su llamamiento en una Iglesia
renovada, viva y alegre que canta las esperanzas del corazón
que confía en su Señor.
Todo esto lo he visto y lo he vivido y por ello doy gracias a Él
que un día me llamó, no permitió que yo tuviera
que dejar mi suelo y su Iglesia en aquel triste día de la expulsión,
y me ha mantenido en medio de un pueblo que sufre y llora, pero que
ríe y canta las alabanzas al Señor.
No puedo dejar en el olvido estos años vividos a la sombra junto
a un amigo fiel y sacerdote ejemplar que se llamó Claudio Ojea.
Su amistad fue sombra bendita y benéfica que iluminó el
camino de mi vida sacerdotal, alentó mi entrega, me ayudó
a salir de peligros y me sostuvo en penas y dificultades.
Cuántos dones y cuántas gracias, Señor, en estos
cincuenta años de siembras y cosechas, de luces y de sombras,
de generosidad y traición, de alientos y desalientos; en fin,
de penas y de gracias.
¿Qué
ha sido para mí el Sacerdocio cristiano?
¿Qué ha sido para mí el Sacerdocio? En la Ordenación
Sacerdotal el oficiante me ungió las manos con el Santo Crisma
para que mis rudas y mezquinas manos de hombre se volvieran dulces y
generosas manos de consagrado. En mi Ordenación Episcopal el
oficiante me ungió la cabeza con el Santo Crisma para que mi
cabeza de pobre hombre se convirtiera en cabeza de sucesor de los apóstoles,
de vigía de una porción del pueblo de Dios, de pastor
de una porción del rebaño del Buen Pastor.
En ambas ocasiones, como en una sola, se me confió la administración
de bienes sagrados y el cuidado de hombres y mujeres de un pueblo santo
que camina construyendo un reino de santidad y de vida.
He sido constituido, ante todo, un administrador. Pobre hombre administrando
bienes divinos. La palabra administrador no puede ser sustituida por
ninguna otra. Está basada profundamente en el Evangelio; recuérdese
la parábola del administrador fiel y del infiel (Lc. 12, 41-48).
El administrador no es el propietario sino aquel a quien el propietario
confía sus bienes para que los gestione con justicia y responsabilidad.
Precisamente por eso el Sacerdote recibe de Cristo los bienes de la
salvación para distribuirlos debidamente entre las personas a
las cuales es enviado. Se trata de los bienes de la fe.
Los tres pilares de
mi vida sacerdotal
He procurado ser fiel a esa administración que se me ha encomendado
y para ello, contando con la gracia del Señor que me llamó
a ser administrador de sus bienes, he querido ser amigo del Sagrario,
hijo de María, la Madre de Jesús, y hermano de los hombres.
1º. Creo que un Sacerdote que no viva su amistad internamente con
Jesús Sacramentado tendrá dificultad grave en mantener
su vida interior, que es la fuerza para cumplir sus promesas sacerdotales.
Hemos nacido en la Última Cena y a la vez a los pies de la Cruz
sobre el Calvario. Donde está la fuente de la nueva vida y de
todos los Sacramentos de la Iglesia, allí está también
el principio de nuestro sacerdocio. Y nosotros, Sacerdotes, ministros
de la Eucaristía, somos amigos del Señor del Sagrario,
nos encontramos particularmente cercanos a ese Amigo, nada menos que
el Hijo Unigénito de Dios. Y aunque esto nos embarga de un santo
temor, no obstante debemos reconocer que, junto con la Eucaristía,
el misterio de aquel Amor Redentor se encuentra, en cierto modo, en
nuestras manos.
Ya no os llamo siervos, os digo amigos (Juan 15, 15). Estas
palabras fueron pronunciadas en el Cenáculo, en el contexto inmediato
de la institución de la Eucaristía y del sacerdocio ministerial.
Cristo dio a conocer a los Apóstoles, y a todos los que de ellos
heredan el sacerdocio ordenado, que en esta vocación y por este
ministerio deben convertirse en sus amigos, convertirse en amigos de
aquel misterio que Él ha venido a dar cumplimiento. Nosotros,
que celebramos cada día la Eucaristía, el sacramento salvífico
del Cuerpo y Sangre, debemos estar en intimidad especial con el misterio
del que este sacramento se origina.
Qué dulzura y especial gozo se experimenta en la visita que hacemos
al terminar la jornada de intensa actividad pastoral y nos llegamos
junto al Sagrario para decirle al Divino Prisionero: Señor, siervo
inútil soy, he hecho lo que debía hacer y recibo la paga
de tu amistad.
2º. Al mismo tiempo he procurado encomendar mi sacerdocio a la
Madre de Cristo que de modo particular es nuestra Madre, la Madre de
los Sacerdotes. De hecho, el discípulo predilecto, que siendo
uno de los doce había escuchado en el Cenáculo las palabras:
Haced esto en memoria mía, Cristo, desde lo alto
de la Cruz, lo señaló a su Madre diciéndole: he
ahí a tu hijo. El hombre que el Jueves Santo recibió
el poder de celebrar la Eucaristía. Con estas palabras del Redentor
agonizante fue dado a su Madre, como hijo.
Todos nosotros, por consiguiente, que recibimos el mismo poder mediante
la Ordenación Sacerdotal, en cierto sentido somos los primeros
en tener el derecho a ver en Ella a nuestra Madre. Qué seguridad
para nuestro sacerdocio poner en manos de María nuestra perseverancia,
de modo solemne y al mismo tiempo, sencillo y humilde. En consecuencia
junto con el pueblo de Dios, nuestro pueblo cubano, tan noble y tan
sufrido, que mira a María, Madre de la Caridad, con tanto amor
y esperanza, nosotros debemos recurrir a Ella con esperanza y amor excepcionales.
Qué fuerza y qué gozo especial he sentido en mi vida de
sacerdote con la práctica del rezo del Santo Rosario, cadena
dulce que nos une con Dios. El Rosario ha sido para mí realmente
un itinerario espiritual en el que María se hace Madre, Maestra,
Guía y Sostén de mi grandeza sacerdotal y mi fragilidad
humana.
3º. Y el tercer lugar en mi corazón y vida sacerdotal lo
ha ocupado la hermandad con los hombres. En este largo camino sacerdotal
que son cincuenta años, de los cuales más de cuarenta
han sido cruzando este desierto y este Mar Rojo, acompañando
a los hombres y mujeres que vieron de pronto cambiar sus vidas, teniendo
unos que perecer en la cárcel o el paredón de fusilamiento;
otros buscando un exilio involuntario que se convierte en destierro,
quieras o no quieras; otros perdiendo sus bienes y con ellos su horizonte;
otros perdiendo la fe de sus padres o peor aún, cambiándola
por un lugarcito en el tren de los triunfantes, muchos marcados o encerrados
por las nuevas estructuras y muchos aceptando impasibles los nuevos
vuelcos de una realidad desconcertante y desesperanzadora.
Con ellos, con sus familias, he tenido que hacer este largo y difícil
camino pero seguro y confiado en que nuestro auxilio viene del
Señor.
He aprendido en este tiempo que los triunfos, los bienes y las alegrías
humanas no crean una solidaridad tan fuerte como la que nace con los
dolores y las pruebas. Y he disfrutado el consuelo de los que, permaneciendo,
han luchado por la fe, por sus principios cristianos y humanos y se
han hecho solidarios de penas y alegrías.
He constatado muy bien que la solicitud particular por la salvación
de los demás, por la verdad, por el amor y la santidad de todo
el pueblo de Dios, por la unidad espiritual de la Iglesia que nos ha
sido encomendada por Cristo, junto con la potestad sacerdotal, se realiza
de varias maneras.
Ciertamente son diversos los caminos a lo largo de los cuales desarrollamos
nuestra vocación sacerdotal. Unos en la pastoral común
parroquial; otros en el campo de las actividades relacionadas con la
catequesis y la formación integral, la preocupación y
acompañamiento a jóvenes y adolescentes, acompañando
el desarrollo de la vida social y cultural, y también en ese
vasto campo de la caridad con enfermos, ancianos, presos y todos los
que agobiados y cansados acuden en busca del Cura.
Nuestro campo de acción sacerdotal quedó muy limitado
en actividades diversas, pero nos quedó un incalculable terreno
de ejercicio pastoral marcado por la caridad y el cuidado de los más
pobres, muchos de los cuales son tan pobres que no conocen su pobreza.
Qué consolador saber que somos responsables portadores de esta
palabras: Vayan a Él todos los que están cansados
y agobiados que Él los aliviará. Y qué consolador
experimentar que Él alivia a través de nosotros, sus sacerdotes.
De toda esta larga, a veces penosa y casi siempre gozosa experiencia
he aprendido la lección que transmito a Uds. con autoridad de
presbítero: Nuestra actividad pastoral exige que estemos cerca
de los hombres y de sus problemas, tanto personales y familiares, como
sociales, pero exige también que estemos cerca de estos problemas
como Sacerdotes. Sólo entonces, en el ámbito
de todos esos problemas, somos nosotros mismos.
Un hombre de Dios está obligado
a ser sincero y transparente
Concluyo, queridos hermanos y hermanas, mi reflexión para no
hacerla más larga y cansona. Al comprobar un hombre, aunque sea
Sacerdote, que su día va decayendo, que al atardecer de la vida,
viene el gran examen, que se acerca la despedida del escenario de este
mundo, está obligado a ser transparente y sincero. A diferencia
de San Pablo, yo tengo que decir: He corrido la carrera, pero
con muchos tropiezos y caídas. De muchas traiciones tengo
que arrepentirme, pero una es la que más pena y vergüenza
me causa, la de no haber correspondido como debía al amor y a
la infinita bondad del Señor que me llamó y me hizo su
amigo. He combatido en la batalla, pero he sido flojo y cobarde en muchas
ocasiones. Hoy pido perdón a todos: a mis hermanos obispos, a
mis hermanos sacerdotes, a las religiosas, a los laicos, a los amigos
y a los que nos ofenden. Ninguna mejor ocasión para rezar este
mea culpa.
Eso sí, he sido muy feliz. He sentido muy de cerca y siempre
el amor y la compasión del Señor y si tuviera que volver
a elegir, volvería a dar la mano al anciano fraile, el inolvidable
Padre Mario, como aquel niño de trece años.
Gracias.
Pinar del Río, 28 de febrero de 2004, fiesta
de los Santos Arcángeles