Revista Vitral No. 58 * año X * noviembre - diciembre de 2003


PATRIMONIO CULTURAL

 

GAZTELU Y EL SANJUANISMO DE SU ANTROPOLOGÍA DEL ARTISTA

AMAURI FRANCISCO GUITIÉRREZ COTO

El padre Ángel Gaztelu, presidiendo la Eucaristía en la Parroquia del Espíritu Santo.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

En el año 1942 se celebró con enorme júbilo en Cuba el IV Centenario del Nacimiento de San Juan de la Cruz. En la revista de la Orden de los Carmelitas Descalzos, Aromas del Carmelo, aparecieron numerosos artículos de intelectuales católicos sobre el místico. Dos de estos textos luego reaparecieron, un año después, en la revista Nadie parecía. Por cierto, resulta muy interesante este nexo entre las publicaciones católicas de corte proselitista y estas otras de alta cultura. Nos referimos a un ensayo del Presbítero Ángel Gaztelu sobre el tema que aquí comentamos y a otro del fraile franciscano Ignacio Biain Moyúa titulado «Ascética de San Juan de la Cruz».
El texto de Gaztelu rompe muchas veces los límites entre la prosa y el verso o entre el elogio y la reflexión literaria. La adjetivación, a veces un tanto pueril, no nos puede hacer perder de vista las cuestiones fundamentales que se debaten en torno a la figura de San Juan de la Cruz y que tienen un peso significativo en la configuración de una poética de grupo. Reaparecen temas tales como: los intertextos entre los diversos ensayos de tema teresiano-sanjuanista, el lugar de la quietud dentro de la contemplación estética o mística porque para él esa distinción no es pertinente, la cuestión gnoseológica planteada desde el arte, la originalidad entendida como novedad y, por último, la relación entre el concepto teológico de gracia y la poesía.
Resulta sumamente interesante el intertexto de Vitier que retoma un aspecto recreado por Gaztelu en el artículo que aquí comentamos:
«Después ya con la alegría de la libertad, al verle la comunidad tan desmejorado y anémico le ofrecen peras asadas con canela y él les paga su caridad, recitándoles los versos compuestos en la prisión, entre ellos, muchas estrofas del Cántico Espiritual.»[1]
Por otra parte, Vitier, haciéndose eco de aquella reminiscencia gastronómica y recordando ese momento de embriaguez sanjuanista, nos dice:
«Nos complace pensar que el aroma y sabor de la canela le llevasen algo de las Antillas, transfundido en la pera castellana, mientras rezaba por nosotros, y nosotros esta noche habanera rezamos con él en esta querida Iglesia del Carmen...»[2]
Tal parece que este típico postre castellano fue lo único que quedó en la memoria de Vitier del texto de Gaztelu. No obstante, hay otras cuestiones que merecen una atención más cuidadosa sobre todo en lo referido a la quietud dentro de la contemplación cristiana.
La contemplación tiene como fin último la visión beatífica de Dios o la quietud del espíritu que implica ya una cercanía con el Creador. Aquí aparecen dos posturas contrapuestas. La última de ellas propone que unión más efectiva con Dios sólo es posible cuando el hombre logra cierto estado de paz interior. En este caso el contemplativo deja de usar la razón y no toda su capacidad creadora, sólo le queda aceptar de forma pasiva la compañía que Dios está siempre dispuesto a ofrecerle. Esta actitud fue propuesta por Miguel de Molinos y es conocida como quietismo. A pesar de tratarse de una postura herética, halló eco en las ideas de Lezama y de la Zambrano e incluso, despertó la atención de cierto sector de la poesía española contemporánea. La contemplación teresiano-sanjuanista se vuelve fuerza creadora y la quietista es ansia de esa grata compañía divina. Para Gaztelu, San Juan de la Cruz parece estar más cerca de Molinos que de esa nada que se vuelve fuerza de movimiento:
«La Amada se queda olvidada de todo, reclinando su rostro sobre el Amado. Paz de perfecto amor, serena costumbre de gozo, estado de transformación inefable. Cuidado, quietud, ansia de todo ha cesado, dejado olvido en la cumbre lograda entre un aspirar de azucenas nevadas de pura inocencia.»[3]

El P. Gaztelu, segundo de izquierda a derecha con un grupo de origenistas.


Una vez «olvidada de todo» y después de haber el «ansia de todo ha cesado», tal parece que sólo queda la quietud; con los años, María Zambrano no percibiría con nitidez la diferencia que hay entre la mística de la quietud y la mística de la creación, entre San Juan de la Cruz y Miguel de Molinos, de cara a la obra de arte como expresión de cierto conocimiento de Dios que ha adquirido el contemplativo. Si esa noción se reduce o no solamente a las manifestaciones de Dios y no al ser de Dios, es una cuestión a la cual los poetas creyentes origenistas no le prestan ningún interés. En el caso de Gaztelu tampoco hay una preocupación por distinguir al místico del poeta. Es evidente que da por sentado una identidad entre estas formas de andar por la vida. La actitud contemplativa que los une a ambos frente a la realidad es de más peso que los aspectos diferenciales.
El poeta aparece otra vez situado frente al problema gnoseológico de lo real y la poesía no aparece únicamente como vehículo útil para comunicar las verdades conocidas sino que se muestra como un método para penetrar esa realidad. Se trata sobre todo de un modo de mirar esa belleza que es una cualidad intrínseca del «ser» como objeto de estudio de la metafísica. El poeta vendría a ser un hombre atento a lo bello del «esse» de las cosas. El poeta de acuerdo con esta compresión de la poesía como instrumento gnoseológico sería un hombre predispuesto para lo bello y quiero que quede claro que no nos referimos a este término sólo en su acepción estética sino sobre todo en su significación ontológica. Respecto a este tema, Gaztelu afirma:
«Poeta en la más alta aceptación de la palabra, se sitúa frente a las cosas, penetra sus signos entrañables e intuyendo sus notas esenciales de belleza, capta sus calidades y cualidades con su sensibilidad tan finamente dotada, que al administrarlas por su verbo de fuego ascienden todas iluminadas en correspondientes armonía y perfecta unión, que ya no podrá decirlas sin cambiarlas. Este es su estado de mística poesía.»[4]
Este énfasis en el artista, y más específicamente el poeta, como persona que posee una predisposición ontológica para captar lo bello trascendente que hay en las cosas, es uno de los acentos fundamentales de la antropología del creador que propone Gaztelu y su punto de partida es la espiritualidad carmelitana y las prácticas cristianas sanjuanistas.
La cuestión de la originalidad del poeta Gaztelu también la comenta a propósito de San Juan de la Cruz. No es fácil determinar si se trata de un intento de justificar las merecidas críticas de muchos estudiosos de la literatura acerca de la sacralización de modelos literarios profanos que hace el autor de la Subida al Monte Carmelo o si verdaderamente cree que la originalidad en sentido estricto es posible. Sobre esta cuestión afirma:
«No importa que el ambiente poético esté en parte inspirado en el Cantar de los Cantares. Su conciencia de poeta genuino no da ni entrega nada, que no sea íntima y originalmente suyo. Nada que no está traspasado de ese fuego «capaz de derretir el mármol». Ni siquiera fue inventor de sus metros poéticos, a excepción del poema «Fuente en la Noche».»[5]
Esa incorporación de la literatura profana e, incluso religiosa, que hace el Santo está tocada por cierta gracia. El concepto teológico de gracia aparece relacionado en varios miembros del grupo de poetas creyentes con la poesía. Recuérdense los ensayos pertenecientes al período Verbum de Lezama «El secreto de Garcilaso» y «Gracia eficaz de Juan Ramón y su visita a nuestra poesía» en los cuales es aplicado este término al estudio literario. No es nada raro este uso de una realidad teológica para referirse a la creación artística a causa de su peculiar antropología del creador y su comprensión específica de la obra de arte como una realidad que trasciende la artisticidad misma.
Para la teología cristiana la gracia es un favor concedido por Dios a los individuos por el cual son redimidos y santificados, pero se trata de una concesión no ganada por la persona que la recibe. Entre el monje Pelagio y el obispo San Agustín de Hipona hubo, hacia el siglo IV d.C., un enfrentamiento en lo referido a gracia y su eficacia en la vida del cristiano. Diferían ambos, entre otros aspectos, en la fuerza de gracia frente al libre albedrío del hombre y en el modo mediante el cual esta llega al hombre. Santo Tomás de Aquino, por su parte, establece una distinción entre el reino de la naturaleza y el de lo sobrenatural. Al primero, solo se le puede conocer a través de la razón aristotélica y, en el segundo, es posible adentrarse gracias a la gracia de Dios, tal y como se había hecho por la teología tradicional agustiniana. A raíz de la Reforma Protestante se comprende la relación de la persona con Dios como el aspecto central en la presencia de la gracia. ¿De esta breve reflexión acerca de la histórica noción de gracia qué quedó en los poetas creyentes origenistas?
La concepción del artista en todos los tiempos ha tenido ciertos presupuestos que se conectan con el término de gracia. Por ejemplo, todos sabemos que la creación artística supone en el creador una conciencia de que tiene un talento especial para esa actividad, de lo contrario esta persona se sabría destinada al fracaso; existe por tanto en él una confianza en sus posibilidades frente a la obra de arte, al menos, mínima. Por otra parte, si tomamos en consideración el valor que tuvo la religiosidad para el grupo de poetas origenistas del que nos ocupamos aquí, será posible apreciar la función que tuvo la gracia cristiana en la elaboración estética de sus obras. En estos autores la gracia conserva esa impronta protestante de relación personal con Dios, esa vigencia tomista como método gnoseológico para llegar a la verdad de las cosas, ese toque sanjuanista en el cual se vuelve fuerza transfiguradora de la obra de arte y esa función de redentora del hombre a través de los sacramentos de la Iglesia que procede de San Agustín. El arte tiene también una función redentora y esa idea está de fondo en el proto-manifiesto de Pérez de Cisneros aparecido en Verbum o en la historia vitieriana de la eticidad cubana. La obra de arte infunde por tanto cierta huella en los receptores, trasmite esa fuerza infusa, ese aliento. Si para Lezama esa gracia que emana a través de un verso, pongamos por ejemplo, tiene un efecto en el individuo a través de su inmersión en la historia como imagen, para Vitier tiene un efecto profético en la historia como hecho político y social. Entre estos polos se mueve la reflexión del grupo sobre este aspecto. La visión cintiofinesca de la gracia está matizada por el conocimiento de ambos de la teología de la liberación de la mano de Ernesto Cardenal. Gaztelu, en cambio, dada su claridad teológica percibe al artista como un hombre en perenne gracia, es decir, en continuo estado poético.
La gracia no aparece referida solo a cuestiones estrictamente teológicas, también es usada como una noción de valía en los estudios literarios para romper con otros conceptos tan áridos como el de las influencias. Basta leer el siguiente texto:
«...su cauce poético no será, no podrá serlo una canción, sino un cántico, un cántico espiritual. Cántico, que al estudiar Salinas a Jorge Guillén dice: lleva infuso un sentido de gracias y alabanzas a la divinidad. El poeta está en estado de poesía gloriosa, su efusión en subido entusiasmo. Un orden y una unidad orgánica estructura y brilla por todo su verbo ardoroso. La creación, el cosmos, todo se siente movido y arrastrado por su corriente magnética y asciende confiada y dócil transportada del sentido y la gracia de un reconocido tributo en himno y alabanza numerosa, cantando con tembloroso e inocente balbuceo, con dichosa embriaguez, el nombre de su Creador.»[6]
La participación de una catolicidad activa y eclesial en estos poetas creyentes se debe a esa certeza de gracia actuante dentro del misterio de Iglesia. Esa convicción se fue disipando y alejando con el tiempo hacia una nueva forma de comprender la fe. Lo cual supone que su actitud y comprensión de la práctica de la fe marcó un nuevo período dentro de la religiosidad del grupo.
Este texto es clave para comprender la utopía letrada de Gaztelu y la repercusión que ella tuvo dentro de otros poetas del grupo que como vemos no se reduce al tema de las peras con canela. Aquí ya queda esbozada en principio la antropología del artista para el grupo, cuyo proyecto Lezama y el Presbítero delinearon en Nadie Parecía.
Gaztelu, Ángel. «San Juan de la Cruz en su noche». En Nadie Parecía, No. 6, feb., 1943. pp. 6-7. La noche presta a la poesía mística de San Juan de la Cruz uno de sus símbolos más hermosos y significativos. Su belleza cósmica tan honda y sensible captada por él toca las más altas riberas de la metafísica del misticismo. A pocos hombres les ha sido dado vivir las sombras con la intensidad que a San Juan de la Cruz. A pocas almas le ha cubierto y apremiado una tan espesa y grande tiniebla como la suya. Hay en sus páginas una sensación palpable de olvido y vacío de todo, de espesa negrura implacable y desolada, aquel eco de abandono inmerso que solo lo podríamos relacionar con aquel imponderable que hizo exclamar desgarramiento tan grande, cuando parecía la hora tremenda del poder de las tinieblas, al Hijo del Hombre: ¿Por qué me has abandonado?
San Juan de la Cruz en un tiempo también pareció estar abandonado de todo: parecía que una gran tiniebla lo había tragado. Él refiriéndose a su prisión la relaciona con el pez que tragó el profeta Jonás. Él, ganado por Santa Teresa para la Reforma del Carmelo, padeció por esto estrecha y oscura cárcel. A su experiencia grande de la dura cárcel debemos vivas y profundas páginas místicas. Ahí le tenemos a Fray Juan. Honda y apretada celda. Alta ventana miserable que filtra avara contados hilos de luz. Él por ser de pequeña estatura y sentencioso, para rezar las horas del Breviario tenía que ampararse en un banquillo buscando la luz. En su gran sombra, supo amarla tan intensamente, en su privación comprendió toda su divina esencia. En esa cárcel gustó la raíz amarga de todos los abandonos y las soledades, purgaciones y sequedades. Todo lo perdió menos a Dios, y eso lo fue todo. Él le visitó en la noche, como a David y le enseñó en la cárcel los encantos de la libertad, por la escasa y alta ventana, se le afilaba su amor a los amplios cielos con sus aires y pájaros, luces y colores, aguas y montes y animales de su naturaleza suspirada, que luego volcaría graciosamente en su cántico. Por eso le vemos preparando a todo trance su salida de la cárcel. Una buena noche se le ofreció la oportunidad y se descolgó presto y decidido de una ventana por una cuerda, hecha con pedazos de mantas viejas y una raída túnica, al patio murado de la prisión. Aquí invoca a la Virgen, salva el muro, arrojándose de él y corre por la noche hacia el Convento de Carmelitas Descalzas. Golpea el torno: Fray Juan soy, vengo escapado de la cárcel. Le permiten la entrada en la clausura para confesar a una monja enferma. Después ya con la alegría de la libertad, al verle la comunidad tan desmejorado y anémico le ofrecen peras asadas con canela y él les paga su caridad, recitándoles los versos compuestos en la prisión, entre ello, muchas estrofas del Cántico Espiritual. El Cántico Espiritual es a todas luces el libro más completo y bello de San Juan. Más completo porque a lo largo de sus comentarios desarrolla tres vías o jornadas que ha de hacer el alma para llegar a la perfección mística: la purgativa, la iluminativa, la unitiva y el estado beatífico. El más bello, porque en él todo el simbolismo está inflamado de graciosas y sensibles intuiciones de la naturaleza, vista en él como una huella luminosa del paso de Dios y así pudo decir en el Cántico: «todas las criaturas son graciosas».
En la Subida y en la Noche nuestro místico marcha hacia el Amado con sosegada pausa como quien parte cuidadosamente en la noche, asegurando el pie. La noche es dichosa con el presentimiento iluminado de realizar su ventura. Su divina aventura; pero sus pasos son medidos y despaciosos con la cautela del que marcha a oscuras y en celada. Parte en secreto disfrazado con una túnica de tres colores, dejando toda su casa sosegada. Nadie aparecía. A oscuro, sino esa secreta y ardiente llama de su corazón. Avanza sin que nadie le salga al paso al amparo de esa noche, hacia el gozo completo de la perfecta unión. Así toda su garganta retoña de calladas e íntimas exclamaciones de amor a la noche requebrándola. ¡Oh, noche amable más que la alborada - la noche, la unión y transformación de Amado con Amada! ¡Qué dulce y arrobado nocturno! ¡Qué idioma habrá expresado una aventura amorosa tan penetrada del ambiente y magia mística de la noche! ¡Qué idilio de profusión tan sobria y perfecta, de más fragante y límpido regalo que este! No falta dato y nota que pudiera hacerlo menos perfecto y dichoso. El pecho todo entero y verdadero para él guardó, en flor de llama viva. Aquí se duerme el Amado regalado por la Amada al lento rumor del aire por los cedros. Una almena los resguarda y afila el aire que con mano suave juega y esparce los cabellos y al rozarle, al herirle suavemente, le suspende los sentidos. La Amada se queda olvidada de todo, reclinando su rostro sobre el Amado. Paz de perfecto amor, serena costumbre de gozo, estado de transformación inefable. Cuidado, quietud, ansia de todo ha cesado, dejado olvido en la cumbre lograda entre un aspirar de azucenas nevadas de pura inocencia. ¿Dónde podremos hallar nocturno idílico más nítido y extático que este de la noche de San Juan de la Cruz? Sobre todos los poetas de la tierra bien merece San Juan nombrarse el poeta de la noche. Sin embargo este con ser tan excelente no es todo el aspecto de su poesía. Poeta en la más alta aceptación de la palabra, se sitúa frente a las cosas, penetra sus signos entrañables e intuyendo sus notas esenciales de belleza, capta sus calidades y cualidades con su sensibilidad tan finamente dotada, que al administrarlas por su verbo de fuego ascienden todas iluminadas en correspondientes armonía y perfecta unión, que ya no podrá decirlas sin cambiarlas. Este es su estado de mística poesía. El estado de pura gracia poética de su Cántico Espiritual. No importa, que el ambiente poético esté en parte inspirado en el Cantar de los Cantares. Su conciencia de poeta genuino no da ni entrega nada, que no sea íntima y originalmente suyo. Nada que no esté traspasado de ese fuego «capaz de derretir el mármol». Ni siquiera fue inventor de sus metros poéticos, a excepción del poema «Fuente en la Noche».
Si en la noche, a tono del amplio y misterioso nocturno, se mueve el verbo de San Juan poéticamente lento y seguro hacia el secreto éxtasis, y su canción se ofrece como la expresión de una música callada y un contenido entusiasmo vela sus exclamaciones suspiradas en íntima armonía con el gran silencio envolvente, esa misma canción incontenible ahora, como el pájaro al sentirse en el aire libre, ante la luz y hermosura del mundo, se siente alzarse conducida en transporte lírico hacia la unidad metafísica y esencial, al penetrarlas su aguda mirada mística sorprendiendo su valor sustantivo, sus oficios graciosos, sus signos relativos de creatura, traspasada su canción de esa sabiduría secreta, con toda su conciencia de poeta iluminado en amor de abundante llama mística, su cauce poético no será, no podrá serlo una canción, sino un cántico, un cántico espiritual. Cántico, que al estudiar Salinas a Jorge Guillén dice, lleva infuso un sentido de gracias y alabanzas a la divinidad. El poeta está en estado de poesía gloriosa, su efusión en subido entusiasmo. Un orden y una unidad orgánica estructura y brilla por todo su verbo ardoroso. La creación, el cosmos, todo se siente movido y arrastrado por su corriente magnética y asciende confiada y dócil transportada del sentido y la gracia de un reconocido tributo en himno y alabanza numerosa, cantando con tembloroso e inocente balbuceo, con dichosa embriaguez, el nombre de su Creador.

Bibliografía
[1] Gaztelu, Ángel. «San Juan de la Cruz en su noche». En Nadie Parecía, No. 6, feb., 1943. p. 6.
[2] Vitier, Cintio. Obras 1. Ed. Letras Cubanas, La Habana, 1997. p. 246.
[3] Gaztelu, Ángel. «San Juan de la Cruz en su noche». En Nadie Parecía, No. 6, feb., 1943. p. 6.
[4] Gaztelu, Ángel. «San Juan de la Cruz en su noche». En Nadie Parecía, No. 6, feb., 1943. p. 6.
[5] Gaztelu, Ángel. «San Juan de la Cruz en su noche». En Nadie Parecía, No. 6, feb., 1943. p. 6.
[6] Gaztelu, Ángel. «San Juan de la Cruz en su noche». En Nadie Parecía, No. 6, feb., 1943. p. 7.


 

Revista Vitral No. 58 * año X * noviembre - diciembre de 2003
Amaury Francisco Gutiérrez Coto
(1974)
Licenciado en Letras Universidad de La Habana y Master en Comunicación Social UIA. Publicó Acerca de lo negro y la africanía en la lengua literaria de Motivos de Son (Premio Ensayo, Concurso «Vitral»2001).