En el año 1942 se celebró
con enorme júbilo en Cuba el IV Centenario del Nacimiento de
San Juan de la Cruz. En la revista de la Orden de los Carmelitas Descalzos,
Aromas del Carmelo, aparecieron numerosos artículos de intelectuales
católicos sobre el místico. Dos de estos textos luego
reaparecieron, un año después, en la revista Nadie parecía.
Por cierto, resulta muy interesante este nexo entre las publicaciones
católicas de corte proselitista y estas otras de alta cultura.
Nos referimos a un ensayo del Presbítero Ángel Gaztelu
sobre el tema que aquí comentamos y a otro del fraile franciscano
Ignacio Biain Moyúa titulado «Ascética de San Juan
de la Cruz».
El texto de Gaztelu rompe muchas veces los límites entre la prosa
y el verso o entre el elogio y la reflexión literaria. La adjetivación,
a veces un tanto pueril, no nos puede hacer perder de vista las cuestiones
fundamentales que se debaten en torno a la figura de San Juan de la
Cruz y que tienen un peso significativo en la configuración de
una poética de grupo. Reaparecen temas tales como: los intertextos
entre los diversos ensayos de tema teresiano-sanjuanista, el lugar de
la quietud dentro de la contemplación estética o mística
porque para él esa distinción no es pertinente, la cuestión
gnoseológica planteada desde el arte, la originalidad entendida
como novedad y, por último, la relación entre el concepto
teológico de gracia y la poesía.
Resulta sumamente interesante el intertexto de Vitier que retoma un
aspecto recreado por Gaztelu en el artículo que aquí comentamos:
«Después ya con la alegría de la libertad, al verle
la comunidad tan desmejorado y anémico le ofrecen peras asadas
con canela y él les paga su caridad, recitándoles los
versos compuestos en la prisión, entre ellos, muchas estrofas
del Cántico Espiritual.»[1]
Por otra parte, Vitier, haciéndose eco de aquella reminiscencia
gastronómica y recordando ese momento de embriaguez sanjuanista,
nos dice:
«Nos complace pensar que el aroma y sabor de la canela le llevasen
algo de las Antillas, transfundido en la pera castellana, mientras rezaba
por nosotros, y nosotros esta noche habanera rezamos con él en
esta querida Iglesia del Carmen...»[2]
Tal parece que este típico postre castellano fue lo único
que quedó en la memoria de Vitier del texto de Gaztelu. No obstante,
hay otras cuestiones que merecen una atención más cuidadosa
sobre todo en lo referido a la quietud dentro de la contemplación
cristiana.
La contemplación tiene como fin último la visión
beatífica de Dios o la quietud del espíritu que implica
ya una cercanía con el Creador. Aquí aparecen dos posturas
contrapuestas. La última de ellas propone que unión más
efectiva con Dios sólo es posible cuando el hombre logra cierto
estado de paz interior. En este caso el contemplativo deja de usar la
razón y no toda su capacidad creadora, sólo le queda aceptar
de forma pasiva la compañía que Dios está siempre
dispuesto a ofrecerle. Esta actitud fue propuesta por Miguel de Molinos
y es conocida como quietismo. A pesar de tratarse de una postura herética,
halló eco en las ideas de Lezama y de la Zambrano e incluso,
despertó la atención de cierto sector de la poesía
española contemporánea. La contemplación teresiano-sanjuanista
se vuelve fuerza creadora y la quietista es ansia de esa grata compañía
divina. Para Gaztelu, San Juan de la Cruz parece estar más cerca
de Molinos que de esa nada que se vuelve fuerza de movimiento:
«La Amada se queda olvidada de todo, reclinando su rostro sobre
el Amado. Paz de perfecto amor, serena costumbre de gozo, estado de
transformación inefable. Cuidado, quietud, ansia de todo ha cesado,
dejado olvido en la cumbre lograda entre un aspirar de azucenas nevadas
de pura inocencia.»[3]
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El P. Gaztelu,
segundo de izquierda a derecha con un grupo de origenistas.
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Una vez «olvidada de todo» y después de haber el
«ansia de todo ha cesado», tal parece que sólo queda
la quietud; con los años, María Zambrano no percibiría
con nitidez la diferencia que hay entre la mística de la quietud
y la mística de la creación, entre San Juan de la Cruz
y Miguel de Molinos, de cara a la obra de arte como expresión
de cierto conocimiento de Dios que ha adquirido el contemplativo. Si
esa noción se reduce o no solamente a las manifestaciones de
Dios y no al ser de Dios, es una cuestión a la cual los poetas
creyentes origenistas no le prestan ningún interés. En
el caso de Gaztelu tampoco hay una preocupación por distinguir
al místico del poeta. Es evidente que da por sentado una identidad
entre estas formas de andar por la vida. La actitud contemplativa que
los une a ambos frente a la realidad es de más peso que los aspectos
diferenciales.
El poeta aparece otra vez situado frente al problema gnoseológico
de lo real y la poesía no aparece únicamente como vehículo
útil para comunicar las verdades conocidas sino que se muestra
como un método para penetrar esa realidad. Se trata sobre todo
de un modo de mirar esa belleza que es una cualidad intrínseca
del «ser» como objeto de estudio de la metafísica.
El poeta vendría a ser un hombre atento a lo bello del «esse»
de las cosas. El poeta de acuerdo con esta compresión de la poesía
como instrumento gnoseológico sería un hombre predispuesto
para lo bello y quiero que quede claro que no nos referimos a este término
sólo en su acepción estética sino sobre todo en
su significación ontológica. Respecto a este tema, Gaztelu
afirma:
«Poeta en la más alta aceptación de la palabra,
se sitúa frente a las cosas, penetra sus signos entrañables
e intuyendo sus notas esenciales de belleza, capta sus calidades y cualidades
con su sensibilidad tan finamente dotada, que al administrarlas por
su verbo de fuego ascienden todas iluminadas en correspondientes armonía
y perfecta unión, que ya no podrá decirlas sin cambiarlas.
Este es su estado de mística poesía.»[4]
Este énfasis en el artista, y más específicamente
el poeta, como persona que posee una predisposición ontológica
para captar lo bello trascendente que hay en las cosas, es uno de los
acentos fundamentales de la antropología del creador que propone
Gaztelu y su punto de partida es la espiritualidad carmelitana y las
prácticas cristianas sanjuanistas.
La cuestión de la originalidad del poeta Gaztelu también
la comenta a propósito de San Juan de la Cruz. No es fácil
determinar si se trata de un intento de justificar las merecidas críticas
de muchos estudiosos de la literatura acerca de la sacralización
de modelos literarios profanos que hace el autor de la Subida al Monte
Carmelo o si verdaderamente cree que la originalidad en sentido estricto
es posible. Sobre esta cuestión afirma:
«No importa que el ambiente poético esté en parte
inspirado en el Cantar de los Cantares. Su conciencia de poeta genuino
no da ni entrega nada, que no sea íntima y originalmente suyo.
Nada que no está traspasado de ese fuego «capaz de derretir
el mármol». Ni siquiera fue inventor de sus metros poéticos,
a excepción del poema «Fuente en la Noche».»[5]
Esa incorporación de la literatura profana e, incluso religiosa,
que hace el Santo está tocada por cierta gracia. El concepto
teológico de gracia aparece relacionado en varios miembros del
grupo de poetas creyentes con la poesía. Recuérdense los
ensayos pertenecientes al período Verbum de Lezama «El
secreto de Garcilaso» y «Gracia eficaz de Juan Ramón
y su visita a nuestra poesía» en los cuales es aplicado
este término al estudio literario. No es nada raro este uso de
una realidad teológica para referirse a la creación artística
a causa de su peculiar antropología del creador y su comprensión
específica de la obra de arte como una realidad que trasciende
la artisticidad misma.
Para la teología cristiana la gracia es un favor concedido por
Dios a los individuos por el cual son redimidos y santificados, pero
se trata de una concesión no ganada por la persona que la recibe.
Entre el monje Pelagio y el obispo San Agustín de Hipona hubo,
hacia el siglo IV d.C., un enfrentamiento en lo referido a gracia y
su eficacia en la vida del cristiano. Diferían ambos, entre otros
aspectos, en la fuerza de gracia frente al libre albedrío del
hombre y en el modo mediante el cual esta llega al hombre. Santo Tomás
de Aquino, por su parte, establece una distinción entre el reino
de la naturaleza y el de lo sobrenatural. Al primero, solo se le puede
conocer a través de la razón aristotélica y, en
el segundo, es posible adentrarse gracias a la gracia de Dios, tal y
como se había hecho por la teología tradicional agustiniana.
A raíz de la Reforma Protestante se comprende la relación
de la persona con Dios como el aspecto central en la presencia de la
gracia. ¿De esta breve reflexión acerca de la histórica
noción de gracia qué quedó en los poetas creyentes
origenistas?
La concepción del artista en todos los tiempos ha tenido ciertos
presupuestos que se conectan con el término de gracia. Por ejemplo,
todos sabemos que la creación artística supone en el creador
una conciencia de que tiene un talento especial para esa actividad,
de lo contrario esta persona se sabría destinada al fracaso;
existe por tanto en él una confianza en sus posibilidades frente
a la obra de arte, al menos, mínima. Por otra parte, si tomamos
en consideración el valor que tuvo la religiosidad para el grupo
de poetas origenistas del que nos ocupamos aquí, será
posible apreciar la función que tuvo la gracia cristiana en la
elaboración estética de sus obras. En estos autores la
gracia conserva esa impronta protestante de relación personal
con Dios, esa vigencia tomista como método gnoseológico
para llegar a la verdad de las cosas, ese toque sanjuanista en el cual
se vuelve fuerza transfiguradora de la obra de arte y esa función
de redentora del hombre a través de los sacramentos de la Iglesia
que procede de San Agustín. El arte tiene también una
función redentora y esa idea está de fondo en el proto-manifiesto
de Pérez de Cisneros aparecido en Verbum o en la historia vitieriana
de la eticidad cubana. La obra de arte infunde por tanto cierta huella
en los receptores, trasmite esa fuerza infusa, ese aliento. Si para
Lezama esa gracia que emana a través de un verso, pongamos por
ejemplo, tiene un efecto en el individuo a través de su inmersión
en la historia como imagen, para Vitier tiene un efecto profético
en la historia como hecho político y social. Entre estos polos
se mueve la reflexión del grupo sobre este aspecto. La visión
cintiofinesca de la gracia está matizada por el conocimiento
de ambos de la teología de la liberación de la mano de
Ernesto Cardenal. Gaztelu, en cambio, dada su claridad teológica
percibe al artista como un hombre en perenne gracia, es decir, en continuo
estado poético.
La gracia no aparece referida solo a cuestiones estrictamente teológicas,
también es usada como una noción de valía en los
estudios literarios para romper con otros conceptos tan áridos
como el de las influencias. Basta leer el siguiente texto:
«...su cauce poético no será, no podrá serlo
una canción, sino un cántico, un cántico espiritual.
Cántico, que al estudiar Salinas a Jorge Guillén dice:
lleva infuso un sentido de gracias y alabanzas a la divinidad. El poeta
está en estado de poesía gloriosa, su efusión en
subido entusiasmo. Un orden y una unidad orgánica estructura
y brilla por todo su verbo ardoroso. La creación, el cosmos,
todo se siente movido y arrastrado por su corriente magnética
y asciende confiada y dócil transportada del sentido y la gracia
de un reconocido tributo en himno y alabanza numerosa, cantando con
tembloroso e inocente balbuceo, con dichosa embriaguez, el nombre de
su Creador.»[6]
La participación de una catolicidad activa y eclesial en estos
poetas creyentes se debe a esa certeza de gracia actuante dentro del
misterio de Iglesia. Esa convicción se fue disipando y alejando
con el tiempo hacia una nueva forma de comprender la fe. Lo cual supone
que su actitud y comprensión de la práctica de la fe marcó
un nuevo período dentro de la religiosidad del grupo.
Este texto es clave para comprender la utopía letrada de Gaztelu
y la repercusión que ella tuvo dentro de otros poetas del grupo
que como vemos no se reduce al tema de las peras con canela. Aquí
ya queda esbozada en principio la antropología del artista para
el grupo, cuyo proyecto Lezama y el Presbítero delinearon en
Nadie Parecía.
Gaztelu, Ángel. «San Juan de la Cruz en su noche».
En Nadie Parecía, No. 6, feb., 1943. pp. 6-7. La noche presta
a la poesía mística de San Juan de la Cruz uno de sus
símbolos más hermosos y significativos. Su belleza cósmica
tan honda y sensible captada por él toca las más altas
riberas de la metafísica del misticismo. A pocos hombres les
ha sido dado vivir las sombras con la intensidad que a San Juan de la
Cruz. A pocas almas le ha cubierto y apremiado una tan espesa y grande
tiniebla como la suya. Hay en sus páginas una sensación
palpable de olvido y vacío de todo, de espesa negrura implacable
y desolada, aquel eco de abandono inmerso que solo lo podríamos
relacionar con aquel imponderable que hizo exclamar desgarramiento tan
grande, cuando parecía la hora tremenda del poder de las tinieblas,
al Hijo del Hombre: ¿Por qué me has abandonado?
San Juan de la Cruz en un tiempo también pareció estar
abandonado de todo: parecía que una gran tiniebla lo había
tragado. Él refiriéndose a su prisión la relaciona
con el pez que tragó el profeta Jonás. Él, ganado
por Santa Teresa para la Reforma del Carmelo, padeció por esto
estrecha y oscura cárcel. A su experiencia grande de la dura
cárcel debemos vivas y profundas páginas místicas.
Ahí le tenemos a Fray Juan. Honda y apretada celda. Alta ventana
miserable que filtra avara contados hilos de luz. Él por ser
de pequeña estatura y sentencioso, para rezar las horas del Breviario
tenía que ampararse en un banquillo buscando la luz. En su gran
sombra, supo amarla tan intensamente, en su privación comprendió
toda su divina esencia. En esa cárcel gustó la raíz
amarga de todos los abandonos y las soledades, purgaciones y sequedades.
Todo lo perdió menos a Dios, y eso lo fue todo. Él le
visitó en la noche, como a David y le enseñó en
la cárcel los encantos de la libertad, por la escasa y alta ventana,
se le afilaba su amor a los amplios cielos con sus aires y pájaros,
luces y colores, aguas y montes y animales de su naturaleza suspirada,
que luego volcaría graciosamente en su cántico. Por eso
le vemos preparando a todo trance su salida de la cárcel. Una
buena noche se le ofreció la oportunidad y se descolgó
presto y decidido de una ventana por una cuerda, hecha con pedazos de
mantas viejas y una raída túnica, al patio murado de la
prisión. Aquí invoca a la Virgen, salva el muro, arrojándose
de él y corre por la noche hacia el Convento de Carmelitas Descalzas.
Golpea el torno: Fray Juan soy, vengo escapado de la cárcel.
Le permiten la entrada en la clausura para confesar a una monja enferma.
Después ya con la alegría de la libertad, al verle la
comunidad tan desmejorado y anémico le ofrecen peras asadas con
canela y él les paga su caridad, recitándoles los versos
compuestos en la prisión, entre ello, muchas estrofas del Cántico
Espiritual. El Cántico Espiritual es a todas luces el libro más
completo y bello de San Juan. Más completo porque a lo largo
de sus comentarios desarrolla tres vías o jornadas que ha de
hacer el alma para llegar a la perfección mística: la
purgativa, la iluminativa, la unitiva y el estado beatífico.
El más bello, porque en él todo el simbolismo está
inflamado de graciosas y sensibles intuiciones de la naturaleza, vista
en él como una huella luminosa del paso de Dios y así
pudo decir en el Cántico: «todas las criaturas son graciosas».
En la Subida y en la Noche nuestro místico marcha hacia el Amado
con sosegada pausa como quien parte cuidadosamente en la noche, asegurando
el pie. La noche es dichosa con el presentimiento iluminado de realizar
su ventura. Su divina aventura; pero sus pasos son medidos y despaciosos
con la cautela del que marcha a oscuras y en celada. Parte en secreto
disfrazado con una túnica de tres colores, dejando toda su casa
sosegada. Nadie aparecía. A oscuro, sino esa secreta y ardiente
llama de su corazón. Avanza sin que nadie le salga al paso al
amparo de esa noche, hacia el gozo completo de la perfecta unión.
Así toda su garganta retoña de calladas e íntimas
exclamaciones de amor a la noche requebrándola. ¡Oh, noche
amable más que la alborada - la noche, la unión y transformación
de Amado con Amada! ¡Qué dulce y arrobado nocturno! ¡Qué
idioma habrá expresado una aventura amorosa tan penetrada del
ambiente y magia mística de la noche! ¡Qué idilio
de profusión tan sobria y perfecta, de más fragante y
límpido regalo que este! No falta dato y nota que pudiera hacerlo
menos perfecto y dichoso. El pecho todo entero y verdadero para él
guardó, en flor de llama viva. Aquí se duerme el Amado
regalado por la Amada al lento rumor del aire por los cedros. Una almena
los resguarda y afila el aire que con mano suave juega y esparce los
cabellos y al rozarle, al herirle suavemente, le suspende los sentidos.
La Amada se queda olvidada de todo, reclinando su rostro sobre el Amado.
Paz de perfecto amor, serena costumbre de gozo, estado de transformación
inefable. Cuidado, quietud, ansia de todo ha cesado, dejado olvido en
la cumbre lograda entre un aspirar de azucenas nevadas de pura inocencia.
¿Dónde podremos hallar nocturno idílico más
nítido y extático que este de la noche de San Juan de
la Cruz? Sobre todos los poetas de la tierra bien merece San Juan nombrarse
el poeta de la noche. Sin embargo este con ser tan excelente no es todo
el aspecto de su poesía. Poeta en la más alta aceptación
de la palabra, se sitúa frente a las cosas, penetra sus signos
entrañables e intuyendo sus notas esenciales de belleza, capta
sus calidades y cualidades con su sensibilidad tan finamente dotada,
que al administrarlas por su verbo de fuego ascienden todas iluminadas
en correspondientes armonía y perfecta unión, que ya no
podrá decirlas sin cambiarlas. Este es su estado de mística
poesía. El estado de pura gracia poética de su Cántico
Espiritual. No importa, que el ambiente poético esté en
parte inspirado en el Cantar de los Cantares. Su conciencia de poeta
genuino no da ni entrega nada, que no sea íntima y originalmente
suyo. Nada que no esté traspasado de ese fuego «capaz de
derretir el mármol». Ni siquiera fue inventor de sus metros
poéticos, a excepción del poema «Fuente en la Noche».
Si en la noche, a tono del amplio y misterioso nocturno, se mueve el
verbo de San Juan poéticamente lento y seguro hacia el secreto
éxtasis, y su canción se ofrece como la expresión
de una música callada y un contenido entusiasmo vela sus exclamaciones
suspiradas en íntima armonía con el gran silencio envolvente,
esa misma canción incontenible ahora, como el pájaro al
sentirse en el aire libre, ante la luz y hermosura del mundo, se siente
alzarse conducida en transporte lírico hacia la unidad metafísica
y esencial, al penetrarlas su aguda mirada mística sorprendiendo
su valor sustantivo, sus oficios graciosos, sus signos relativos de
creatura, traspasada su canción de esa sabiduría secreta,
con toda su conciencia de poeta iluminado en amor de abundante llama
mística, su cauce poético no será, no podrá
serlo una canción, sino un cántico, un cántico
espiritual. Cántico, que al estudiar Salinas a Jorge Guillén
dice, lleva infuso un sentido de gracias y alabanzas a la divinidad.
El poeta está en estado de poesía gloriosa, su efusión
en subido entusiasmo. Un orden y una unidad orgánica estructura
y brilla por todo su verbo ardoroso. La creación, el cosmos,
todo se siente movido y arrastrado por su corriente magnética
y asciende confiada y dócil transportada del sentido y la gracia
de un reconocido tributo en himno y alabanza numerosa, cantando con
tembloroso e inocente balbuceo, con dichosa embriaguez, el nombre de
su Creador.
Bibliografía
[1] Gaztelu, Ángel. «San Juan de la Cruz en su noche».
En Nadie Parecía, No. 6, feb., 1943. p. 6.
[2] Vitier, Cintio. Obras 1. Ed. Letras Cubanas, La Habana, 1997. p.
246.
[3] Gaztelu, Ángel. «San Juan de la Cruz en su noche».
En Nadie Parecía, No. 6, feb., 1943. p. 6.
[4] Gaztelu, Ángel. «San Juan de la Cruz en su noche».
En Nadie Parecía, No. 6, feb., 1943. p. 6.
[5] Gaztelu, Ángel. «San Juan de la Cruz en su noche».
En Nadie Parecía, No. 6, feb., 1943. p. 6.
[6] Gaztelu, Ángel. «San Juan de la Cruz en su noche».
En Nadie Parecía, No. 6, feb., 1943. p. 7.