El continuo retorno de las estaciones,
con sus fiestas y conmemoraciones, nos coloca al final de un año
y en el umbral del naciente 2004. Es el tiempo y la vida que pasa. Es
nuestra vida, la de cada uno de nosotros, la que pasa. Y hay solamente
dos opciones: o la dejamos escapar o la vivimos intensamente, con un
sentido y una misión.
Hay muchos en nuestro pueblo que sienten, y algunos hasta lo dicen,
que están perdiendo la vida. ¡La única que tenemos!
Al llegar las fiestas de Navidad y Año Nuevo todos debemos preguntarnos
por qué algunos compatriotas nuestros tienen la decepcionante
sensación de que están perdiendo la vida.
En efecto, la Navidad es la fiesta de la Vida que nace, es la Fiesta
del Nacimiento de Jesucristo, Aquel que vino para que tengamos vida
y la tengamos en abundancia. Por tanto, es tiempo oportuno para detenernos
y reflexionar sobre nuestra propia vida: ¿Qué sentido
tiene vivir? ¿Qué estamos haciendo con nuestra vida? ¿Qué
entorpece nuestra propia realización personal?
Cada persona que viene a este mundo tiene el sagrado derecho a vivir
y a vivir plenamente. Este es un derecho inherente al ser humano, es
un derecho que viene de Dios. Ningún hombre, ningún Estado,
ninguna religión, puede, ni dar, ni quitar la vida, porque ella
sólo pertenece a Dios de quien procede.
Pero, además del derecho a la vida, cada persona que viene a
este mundo tiene el derecho a ser el dueño, el sujeto y el protagonista
de su propia vida. Nadie puede arrebatarnos las riendas de nuestra existencia.
Nadie puede administrarnos la vida. Nadie puede manipular nuestra existencia
con los hilos sutiles o visibles de lo que te darán, lo que perderás,
lo que te perjudicará, lo que te otorgarán por tus servicios.
La vida no puede ser sólo una cuenta de costo-beneficio material.
Eso es una nueva y más peligrosa forma de chantaje y esclavitud.
Cada persona es dueña de su vida, de toda su vida, de su presente
y de su destino, de su pasado y de su futuro. Nadie puede, ni debe,
irrumpir en el santuario sagrado de la vida del otro, sin su permiso
y sin su vigilancia y estricto control. Nadie tampoco puede convertirse
en vigilante de la vida ajena sin faltar gravemente al respeto de su
dignidad.
Cuando en una nación se crea un estado de miedo, de desconfianza
con delatores y delatados, y se le propone a una cantidad increíble
de gente sencilla y honesta que sean confidentes, algo muy malo está
pasando en esa sociedad. Porque el bien hay que buscarlo a la luz del
sol, no en la penumbra del secretismo y la delación. Si algo
en aras del bien público no se puede saber, es porque los medios,
o el fin que se busca, no pueden hacerse a la luz del día, y
eso no es bueno, ni es lo mejor para servir al bien público.
La estabilidad de una nación y la gobernabilidad de un Estado
se pueden medir por el grado de transparencia de sus gestiones y por
el grado de confianza mutua en que viven sus ciudadanos. Lo contrario
es la paranoia y la doblez. Señales de que la gente no puede
pensar con cabeza propia, y si lo logra no puede decir libremente lo
que piensa; y si logra decir libremente lo que piensa, no puede actuar
en coherencia con lo que piensa y lo que dice; y si lo alcanza a hacer,
sufre penosas consecuencias. Si esto es lo que sucede en Cuba, algo
muy grave ocurre aquí.
No debemos resbalar por la pendiente de la doblez y el miedo a la persecución,
acostumbrándonos a una vida sin riendas y sin sentido. Esto no
lo puede resistir con salud mental ningún ciudadano y esto no
lo puede resistir, con bienestar para sus ciudadanos, ningún
pueblo.
Dispongámonos pues a tomar en nuestras manos las riendas de nuestra
propia vida. Que al celebrar esta Navidad y Año Nuevo nuestras
felicitaciones estén repletas de sentido, de profundidad, de
coherencia entre lo que se piensa, se dice y se actúa.
El milenario cántico de Zacarías que encontramos en el
Evangelio de San Lucas, capítulo 1, versículos del 68
al 79, viene a describir y a convertir en plegaria esta situación
y este deseo de Navidad:
Bendito sea el Señor Dios de Israel,
porque ha visitado y redimido a su pueblo,
Suscitándonos una fuerza de salvación
Para concedernos que, libres de temor,
Arrancados de la mano de los enemigos,
Le sirvamos con santidad y justicia
En su presencia, todos nuestros días.
Creemos que esto es lo que necesita el pueblo de Cuba, cada uno de
los cubanos sin distinción, piense lo que piense y viva donde
viva. Cuba necesita vivir liberada de todo temor para poder servir a
sus hijos e hijas en un clima de santidad y de justicia. Santidad que
significa vivir en la Verdad, en la Bondad y en la Belleza. Es vivir
como Dios quiere. Y a esto se opone todo lo que es mentira, todo lo
que es hacer el mal, todo lo que es afear la vida propia y hacer insoportable
la vida de los demás.
Vivir en la justicia significa convivir en una sociedad en la que exista
un clima de sosiego, de confianza, de solidaridad y de libertad, en
el que sea posible respirar, levantar la cabeza, alzar la vista y tomar
las riendas de nuestra propia vida y de la vida de la nación
de la que formamos parte y de la que somos depositarios de su soberanía
y garantes de su destino. Nadie puede tomar en sus manos las riendas
de nuestra vida como nadie puede tomar en sus manos las riendas de la
nación excluyendo a los demás.
Vivir en la justicia es tener una sociedad organizada en un Estado de
Derecho donde sean la ley y la propia conciencia de los ciudadanos los
que marquen la existencia cotidiana. Si las estructuras, empresas e
instituciones violan los derechos de los ciudadanos, estos se verán
impelidos a no respetar las leyes injustas y se irá cayendo en
un desorden que nadie quiere y que no hace bien a la nación.
Navidad y Año Nuevo deberían ser para cada cubano, y para
todo el mundo, un tiempo de cambio hacia el Bien y hacia la Verdad.
Navidad es el anuncio de que una gran alegría debe realizarse
para bien de todo el pueblo. Debemos detenernos en el tiempo libre de
este fin de año y reflexionar:
¿Cuál sería hoy día la noticia que más
alegría daría a todo nuestro pueblo?
¿Cuál sería la noticia que más alegraría
a las amas de casa cubanas?
¿Cuál sería la noticia que más alegraría
a los trabajadores cubanos?
¿Cuál sería la noticia que más alegraría
a los jóvenes cubanos?
¿Cuál sería la noticia que más alegraría
a los padres de familia cubanos?
¿Cuál sería la noticia que más alegraría
a los ancianos y desvalidos cubanos?
¿Cuál sería la noticia que más alegraría
a los presos por causa de lo que piensan y a todos los perseguidos cubanos
y sus familiares?
¿Cuál sería la noticia que más alegraría
a las Iglesias y demás confesiones religiosas en Cuba?
¿Cuál sería la noticia que más alegraría
al resto de la sociedad civil cubana?
¿Cuál sería la noticia que más alegraría
a los que sienten que están perdiendo su vida aquí?
La respuesta, sincera y sin miedo, a cada una de estas preguntas debería
ser el contenido de nuestra felicitación por la Navidad cubana
de 2003. Y poner manos a la obra o continuar juntando manos para construir
esa convivencia en la justicia y la paz debería ser nuestro regalo
a Cuba, nuestra querida y sufrida Patria, para el Año Nuevo en
el que celebramos el 2004 aniversario del Nacimiento de nuestro Salvador
Jesucristo.
Si no tenemos y no encontramos respuestas justas y claras para cada
una de esas preguntas, si sentimos miedo al responderlas, o incluso
sentimos miedo sólo al leerlas, por muchos arbolitos de Navidad
que vendan en las tiendas por divisas y por muchas celebraciones iluminadas
que realice el Estado y las Iglesias, y por muchos fuegos artificiales
que se lancen la noche del 31 de diciembre, todo quedará en eso:
luces de artificio, celebraciones huecas que ahondan, al día
siguiente, el vacío de nuestra existencia cotidiana. La brecha
entre lo que se celebra y lo que se está viviendo en la realidad
nos puede sumergir en un valle de tinieblas y sombras de muerte
si nos dejamos arrastrar por el ambiente de desolación y desesperanza.
Permítasenos decirlo, sin ostentación ni exclusivismos:
los cristianos tenemos una fuerza interior, una mística que nos
hace posible tomar las riendas de nuestra propia vida y vencer ese miedo
a las respuestas justas y claras. Tenemos una luz que ilumina nuestros
pasos para no dejarnos arrebatar la soberanía y la dignidad y
los derechos que Dios nos ha concedido a todos los seres humanos sin
distinción. Los cristianos anunciamos que Dios no nos abandona
y está más cerca aún cuando atravesamos por este
valle de lágrimas.
Los creyentes en Dios sabemos y anunciamos que cada vida humana es sagrada.
Que cada persona es templo y sagrario de Dios y, por tanto, nada ni
nadie debe mancillar su dignidad, violar su intimidad, difamar su existencia,
arrebatarle la libertad interior, manipular su conciencia ni restringir
sus libertades. Nadie puede matar el cuerpo de la gente y, mucho menos,
matar el alma de los pueblos.
Es por eso que hoy, más que nunca en nuestra historia patria,
es necesario que se oiga en la intimidad de la conciencia de cada cubano,
en la confianza de cada hogar, en cada taller y lugar de trabajo, en
cada escuela y universidad de Cuba, en cada calle y barrio importante
o marginal, en cada cárcel y prisión, en cada celda de
castigo y calabozo tapiado, en cada persona manipulada y desvalida,
en cada cubano desgarrado y sin esperanza, en cada mujer y hombre prostituidos
por necesidad económica o pobreza moral, en cada joven que no
encuentra sentido a su vida y en cada niño al que le cuesta sonreír
es necesario, proclamar y hacer realidad, paso a paso, sin violencia
y sin pausa, aquel mismo Himno que resonó hace dos mil años
en el Templo de Jerusalén por boca de Zacarías, cuyo hijo
se llamó Juan el Bautista, el que cayó preso y perdió
la cabeza, por decir la verdad, por denunciar la corrupción,
por preparar el camino para una nueva etapa, para una nueva vida, para
una nueva era: la era del Cristo de la justicia, del amor, de la libertad
y de la paz.
Ese Himno-profecía del anciano Zacarías y su situación,
la de su hijo y la de su familia se cumplen hoy en Cuba. Suena como
la perseverante y urgente cantinela de las abuelas cubanas que mil fuerzas
tenebrosas y una avalancha de ruidos despersonalizadores han intentado
apagar. No lo han alcanzado y ahí queda el testimonio de los
ancianos que no sienten que han perdido la vida porque saben en Manos
de quién la han entregado.
Por ese heroísmo cansado pero invencible, consejo doméstico
y casi único candil de la calle; gracias a esa quebrada pero
convencida voz de nuestras abuelas por cuantos sufren prisión
y son perseguidos por causa de la justicia en Cuba; por esos pequeños
pasos que la sociedad civil cubana va dando en la dignidad y el decoro
podemos celebrar dignamente, la Navidad de 2003.
Pongamos atención a esos signos de los tiempos para
cuando vengan los nubarrones y la tempestad no dejemos de
escuchar y vivir también la parte del cántico de Zacarías
que puede curar nuestras heridas y mantener viva nuestra esperanza:
Por la entrañable misericordia de nuestro Dios,
nos visitará el sol que nace de lo alto,
para iluminar a los que viven en tiniebla
y en sombra de muerte,
para guiar nuestros pasos
por el camino de la paz.
Es por eso que, hoy más que nunca, hay que celebrar la Navidad
anunciando estas buenas noticias. Cuba y el mundo necesitan ese sol
de justicia y de paz. Cuba necesita de esa mística, es decir,
de esa fuerza interior y permanente, para construir un futuro en el
que, nunca más, ningún cubano sienta que está perdiendo
su vida.
Entonces podremos decir a todos nuestros hermanos cubanos, sin avergonzarnos
y sin temor, con la frente en alto y la vista limpia:
Levántate y anda: ¡Feliz Navidad!
Pinar del Río, 24 de diciembre de 2003