|
Si algo tipifica a la Doctrina Social
Católica es la ecuanimidad, el equilibrio, la moderación,
vale decir, la prudencia que la Iglesia ha practicado siempre, desde que
la llamada «cuestión social» provocó la justa
preocupación de León XIII. La prudencia es capaz de discernir,
de escoger con perspicacia, el mejor enfoque en situaciones difíciles
con el tacto de la razón práctica. Es por ello la reina
de las virtudes capitales ya que la justicia, la fortaleza y la templanza
dependen de ella.
Cuando la revolución industrial creó una situación
social tan difícil y complicada en el siglo XIX, la Iglesia publicó
su primera gran encíclica aportando principios y consideraciones
aplicables a la situación injusta y difícil que el capitalismo
del momento producía en el orden mejor en el desorden
social que el industrialismo naciente y acelerado producía en la
clase obrera. Ya, desde antes, un grupo de pensadores católicos
se había manifestado a favor de soluciones atinadas para los problemas
emergentes.
La gran encíclica de León XIII, la Rerum Novarum, lo que
hizo fue, frente a la crisis sufrida por los obreros, aportar ideas evangélicas
para las relaciones económico-sociales, sin ambiciones técnicas,
ni políticas, sino meramente exponiendo doctrinas éticas,
evangélicas, aplicadas a la difícil situación del
obrero.
Así el Papa, con prudencia pontificia, analizó la posición
socialista que propugnaba la abolición de la propiedad privada,
la lucha de clases, el intervencionismo de un estado clasista y, al mismo
tiempo, salió en defensa de los derechos del obrero, de la dignidad
de la persona, sin que la autoridad se asocie de modo cómplice
al gran capital. En otros términos, el Papa buscó la armonía
entre «los ricos» y los «proletarios», los que
aportan el capital y los que ponen el trabajo.
Por supuesto que la Rerum Novarum, como todas las demás encíclicas
que la Santa Sede ha divulgado desde León XIII a Juan Pablo II,
no entra en cuestiones temporales de carácter técnico, ni
político o legal. Es responsabilidad de los profesionales en todos
los campos, aplicar los principios de ese sano humanismo integral que
respeta la dignidad de la persona con todos sus derechos, potencialidades
y obligaciones.
En la Biblia, en el Antiguo y en el Nuevo Testamento, se descubren los
principios de solidaridad (caridad) para con el prójimo, sobre
todo por los más preteridos en cualquier sociedad así como
se condena el abuso de los poderosos sobre los más necesitados.
Santo Tomás ya en el siglo XIII había sentado
principios básicos comunitarios que también los Padres de
la Iglesia habían predicado. El Sermón de la Montaña
siempre fue referencia obligada para los autores cristianos.
Ignorar todo esto «significaría parecernos al rico epulón
que fingía no conocer al mendigo Lázaro postrado a su puerta»,
dice el mismo Juan Pablo II en su encíclica «Solicitudo Rei
Socialis».
El aspecto comunitario de la propiedad se basa justamente en «aquel
principio peculiar de la doctrina cristiana: los bienes de este mundo
están originariamente destinados a todos. En efecto, sobre ella
(la propiedad) pesa una hipoteca social, es decir, posee como cualidad
intrínseca, una función social fundada y justificada precisamente
sobre el principio universal de los bienes». (Todo lo entrecomillado
es texto de Juan Pablo II).
En otros términos, la posición católica resulta equidistante
tanto de la escuela liberal hoy neoliberal como de la izquierda
materialista. En la práctica ambas tendencias padecen una falta
de espiritualidad y un materialismo deletéreo capaz de corromper
cualquier tipo de sociedad. La Iglesia predica un mundo de valores espirituales
donde la armonía, la solidaridad, eviten los excesos tanto de la
llamada izquierda revolucionaria como de la derecha conservadora. El capital
y el trabajo son las dos columnas que sostienen toda la compleja arquitectura
social. El capital sin el trabajo no puede funcionar. Y el trabajo sin
el capital tampoco. Sin el reconocimiento de los derechos y obligaciones
de ambos móviles sociales la estabilidad de las naciones pierde
su cohesión y su posibilidad de desarrollo y el papel del Estado
es el de servir de coadyuvante. Su función ha de ser respetuosa
y parca en la solución de los conflictos entre esos factores de
la producción e intervenir solo tanto cuanto sea necesario para
el bien común.
La legitimidad de los sindicatos siempre ha sido defendida por la Iglesia
así como el derecho a la huelga como recurso del obrero cuando
el diálogo y la negociación resultan inútiles.
El bien común es el bienestar que toda sociedad exige para su desenvolvimiento
y debe de buscar siempre lo mejor posible para los intereses de los más,
respetando aquellos fundamentos inalienables de la persona humana, la
que por su dignidad y trascendencia tiene responsabilidades y derechos
que el Estado mismo no puede afectar. Por derecho natural la persona es
anterior y superior al Estado. El Estado, como gestor del bien común,
ha de ser promotor de los intereses comunitarios, que, en definitiva,
han de favorecer a las personas individuales dentro de las exigencias
que todo ordenamiento social requiere.
No se trata, pues, de factores estratégicos o tácticos de
la Iglesia para enfocar inteligente y oportunamente una situación
actual que requiere consejo y asistencia. Los principios sociales católicos
van más allá de las meras circunstancias de tiempo y luga;
obedecen a requerimientos de principios fundamentales, como la justicia
social, el bien común, la paz pública, la solidaridad humana
y demás fundamentos de toda sociedad que la tradición bíblica
en el Antiguo y Nuevo Testamento acreditan.
Todo católico debe tener ideas claras sobre los grandes problemas
de la sociedad contemporánea tanto a nivel local como nacional
e internacional. La Doctrina Social Católica, a través de
las encíclicas y de los mensajes navideños pontificios encuentra
en ellos el mejor fundamento para la formación integral de los
cristianos, especialmente aquellos que han de tener responsabilidades
de liderazgo en la sociedad. Justamente por el sentido de «sofrosyne»,
de equilibrio, de prudencia, que brindan los textos pontificios, el cristiano
militante encontrará respuestas para argumentar frente a todos
los otros «ismos» actuales que, lamentablemente, se tipifican
por las generalizaciones exageradas y unilaterales. Por algo católico,
quiere decir universal.
Escrito todo lo anterior llega a mis manos la Pastoral del Cardenal Ortega
«No hay patria sin virtud» inspirada en el Padre Varela, que
aunque no se trata propiamente de un documento sobre la cuestión
social, sin embargo, posee mucho de denuncia sociológica sobre
la realidad cubana que atraviesa una gran crisis económica y social
en la familia, la propiedad, el trabajo, la pobreza, la dependencia estatal,
la falta de libertad comercial, la crisis de la vivienda, los salarios
que no cubren los cotos más elementales y otras lacras que hoy
apabullan a todas las clases sociales ajenas a los privilegios de que
gozan los altos funcionarios del régimen. Esto no está explícito
en el documento del Cardenal pero es moneda circulante en todo el pueblo
cubano. Finalmente el Cardenal Ortega concluye su mensaje adhiriéndose
a una frase del Padre Varela: «la independencia y la libertad nacional
son hijas de la libertad individual».
En definitiva, la crisis económico-social de Cuba no se resolverá
mientras la libertad derecho fundamental de la persona no
brille en nuestra patria.
En la Cuba anterior a Castro existía una amplia legislación
social. La Confederación de Trabajadores de Cuba (CTC) tenía
gran poder de contratación y obtuvo grandes logros a favor del
proletariado. La Juventud Obrera Católica (JOC) preparó
líderes sindicales con buena formación e información.
La Agrupación Católica Universitaria (ACU) que fundó
en los años treinta el Padre Rey de Castro realizó una gran
labor en la difusión de la Doctrina Social Católica bajo
la batuta del Padre Manuel Foyaca de la Concha, jesuita cubano de gran
oratoria en la tribuna pública al par que pausado tribuno en la
sesión académica. Foyaca recorrió toda la Isla dando
conferencias y mítines al aire libre, sembrando ideas de justicia
social con un espíritu amplio y democrático. Entre las huestes
de la Juventud Católica (JCC) que inició el Hno. Victorino,
profesor de La Salle, había también un avanzado espíritu
de justicia y reforma social.
La Constitución de 1940, pese a sus consabidos defectos, incorporó
en sus textos principios solidarios que podrían suscribir perfectamente
los católicos, tales como la función social de la propiedad,
el derecho a la huelga, la prescripción del latifundio improductivo
y otras medidas laborales que afectaban las relaciones de patronos y obreros.
Con todo a pesar de la cuantiosa legislación laboral complementaria
en la práctica aún faltaba bastante para solucionar muchos
problemas económico-sociales existentes. Pero en comparación
con otros estados de América y aun de Europa los derechos de los
obreros cubanos resultaban mucho más protegidos que en otros países
amigos.
En la Cuba futura habrá que pensar en fórmulas donde la
libertad de empresa y de los sindicatos no sea anulada por la invasión
estatal.
La concepción equilibrada que la Iglesia mantiene sobre el papel
del estado y de la sociedad civil puede iluminar caminos futuros. El Estado
Leviatán invalida el derecho de la primera persona del singular
y del plural. Dentro de un Estado de Derecho lo individual y lo social
han de aflorar para salud del bienestar humano que todo país debe
buscar, velando siempre por los más preteridos.
Dentro del pensamiento social cristiano el estado ha de ser un poder moderador,
de cohesión social, de solidaridad con todos los factores indispensables
en cualquier sociedad democrática donde los derechos humanos sean
claramente respetados. Lo cual no quiere decir que la autoridad ha de
ser indiferente como en la fisiocracia que pregonaba el «laissez
faire, laissez passer» que se lavaba las manos pilatescamente para
no imponer el derecho y la justicia social.
Es esencial la participación activa de todos los elementos integrantes
de la vida económica, política y social que conforman los
andares del crecimiento y el desarrollo del pueblo y crear un mundo ético,
que embata la corrupción. Sin ética no habrá nunca
verdadero progreso. Y la ética requiere que la libertad alumbre
los caminos responsables.
El «nada demasiado» podría ser una consigna de los
dirigentes que conforman toda la dinámica compleja de una sociedad
donde la justicia y la solidaridad reinen plenamente. Ese es el propósito
cristiano para que la equidad equilibre los grandes desajustes que toda
sociedad siempre genera.
|