El gradual del sacerdote Ángel
Gaztelu se halla, como en la misa, entre la epístola y el evangelio,
los laudes se rezan después de maitines...ofrendas al servicio
divino, sus poemas están humildes, serenos e intensos entre San
Juan de la Cruz y Fray Luis de León. Alcanzan sus momentos de
verdadero esplendor cuando un panteísmo religioso cercano al
ideario de san Francisco de Asís, como en el poeta mexicano Carlos
Pellicer, inspira sus mejores poemas.
La obra de Gaztelu tiene un libro, Gradual de laudes, publicado en 1955
por Ediciones Orígenes, con prólogo de José Lezama
Lima, dibujos y viñetas de René Portocarrero; aunque quince
años antes, en 1940, la imprenta La Verónica de Manuel
Altolaguirre le publicara un cuaderno de Poemas. Muchos años
después, por motivos familiares, Gaztelu abandonaría su
patria adoptiva vino a Cuba a los trece años de su natal
Navarra, e iría a radicarse en Miami, donde este año
del cincuentenario de Orígenes celebró su ochenta cumpleaños.
Lamentablemente, tal razón detuvo la publicación de sus
poemas por ediciones Unión, libro a cargo de Pedro de Oráa,
que prácticamete estaba terminado cuando decide irse del país.
Sin embargo, en 1987, El Equilibrista de México realizó
una edición facsimilar de Gradual de laudes. Tal es la bibliografía
activa, engrandecida con brillantez por las valoraciones críticas
de dos íntimos amigos del poeta: Cintio Vitier y José
Lezama Lima.
Poesía de exacta singularidad, de innegable expresividad, sobre
todo en los poemas religiosos, la dialéctica fraternal del grupo
Orígenes hace absurda la comparación con las voces mayores,
con los que siempre han sido parte de una familia de creadores ajena
a miserias personales, a envidias y recelos fatuos. Insisto en que representaría
una contradicción, un sin sentido, situar Gradual de laudes,
frente a La fijeza o En la calzada de Jesús del Monte, frente
a Visitaciones, Poemas invisibles o Sedienta cita...
Para el núcleo fundacional de Orígenes no hay afanes competitivos,
no hay poéticas de rompimientos obligados o de escisiones generacionales
no así para el Virgilio Piñera de las décadas
del cuarenta, cincuenta y mediados de los sesenta; no así para
José Rodríguez Feo, lamentablemente, que nunca quiso reconciliarse
con Lezama; no así para Lorenzo Garcia Vega y su pamplinoso,
resentido libelo Los años de Orígenes.
Para el axis de Orígenes la creación literaria y artística
nunca ha sido feroz afán de situarse, un saco de recelo y de
lo que en México llaman «ninguneo»; ahí está
la generosa labor crítica de Cintio Vitier y de Fina García
Marruz, las páginas de Gastón Baquero, cuando se entera
en Madrid del fallecimiento de Eliseo Diego, este mismo ciclo de conferencias
que por primera vez desde 1959 no ha padecido de los habituales sectarismos.
Unas de las lecciones éticas y estéticas de Orígenes
es la pluralidad, la conciencia de que cada cual tiene un espacio, una
voz en la coral cubana. Así lo practicó Octavio Smith
y lo practicó Ángel Gaztelu.
Diversas declaraciones de sus amigos más cercanos así
lo atestiguan. Lezama, en el prólogo a Gradual de laudes, exalta
el papel cohesionador, de «padre» permisivo y a la vez crítico,
ejercido por Gaztelu. Es claro que tal función, desde la parroquia
de Bauta o desde la iglesia del Espíritu Santo en La Habana Vieja,
sólo pudo realizarse a plenitud,con difícil y polémica
autoridad, a partir de su propia sensibilidad artística, de su
propio amor a la palabra poética. Y favorecida por una personalidad
que aun para mí, que apenas conversé tres o cuatro veces
con él, resulta llena de sagacidades y sabiduría, de genuino
cristianismo, hasta con los rumores lezamianos sobre sus «malas
pulgas».
En «El poeta Gaztelu en la poesía» Lezama dice: «Sospecho
que en la verídica historia del ceremonial y la ciudad, no hay
nadie entre nosotros, que como este ilustre juramentado secular, realice,
durante la curva del día, tantas cosas esenciales. Y afirma:
«Aguijón de una generación que ha cumplido sus fundamentos
con gracias fuertes», para precisar seguidamente: «Aguijón
de una generación que ha desdeñado la incesante reabsorción
del vacío, pues sabe que al final de su leyenda el Padre
Gaztelu colocará sobre su frente el signo del aceite hirviendo.
Sabe que será juzgada aún con calor, que el temperamento
del aceite signado levantará la sangre desfallecida.
De ese aceite bíblico también están ungidos los
mejores versos de Gaztelu, es decir, aquellos donde su fe católica
imprime una autenticidad y una intensidad que raramente se aprecian
en poemas de otro carácter, donde el oído fácil,
los tópicos grecolatinos o el verso libre, le impiden muchas
veces el logro artístico.
Así lo corrobora con mucho cariño, de un modo poco explícito,
la crítica que le hiciera Cintio Vitier en Lo cubano en la poesía,
cuando habla del «barroquismo candoroso de sus décimas»,
de la «romanidad cubanizada de Gaztelu», de que es un «cultivador
impetuoso y ameno» de sonetos. Sin embargo tras esas bondades
valorativas, ahora sin eufemismos, llega al poema Oración y meditación
de la noche, y dice: «No conoce nuestra poesía poema católico
de más inspiración, hermosura y plenitud confesional que
este».
Nada más coherente que sea el motivo religioso quien cualifique
su poesía; la décima Azucena y las múltiples referencias
a ella en otros poemas son una ofrenda a las que cultivaba San Juan
de la Cruz, como también se puede disfrutar en Canción
o en El rostro del Magnificat de Boticelli. Son tales motivos sus verdaderas
cuerdas, la Formas de baladas y el excelente Nocturno de las espigas.
Allí es donde lo reconocemos al lado de sus pájaros que
«apuran de gracia la mañana». Y sobre todo junto
a la Oración y meditación de la noche, que he recordado
siempre a la entrada o a la salida de las mejores iglesias que he visitado
en mi vida: en la de Remedios y en la de San Stefano en Viena, en la
de Taxco y en las preciosuras del gótico escandinavo, en Notre
Dame y en la Catedral de Toledo...
Oración y meditación de la noche
Siento ahora golpes de agua en mi frente
que aceleran mi sangre con ímpetu claro
de gracia.
Es profunda la noche, como un pozo, como
el pozo que soñara
de la eterna Palabra el diálogo del agua viva,
donde ha de hundir el alma para el fruto
la pasión de sus raíces.
Una estrella me moja los labios con los altos
rocíos de su cielo...
Es profunda la noche y grandes los golpes
del agua:
pero siento paz honda por la estrella que
gobierna mi frente,
una paz tan activa, como la llama, cuando
embiste a la arista.
Esa llama se ha lanzado por secretas y seguras
galerías en mi pecho
y se ha prendido en mi costado y como a zarza
le quema sin gastarlo.
Quisiera callar, mientras siento los secretos
estallidos de la llama.
Quisiera callar... pero es el amor quien en mí
levanta su canción altísima
su canción ardiente y perfecta y redonda como
una granada.
Quisiera callar...pero su ardor irresistible
es quien mueve mi voz
esta noche en que estoy encumbrado como
en monte de delicias,
tan cercano, ay, del cielo que podría arrancar
con las manos
al árbol de la noche tan florido, la emoción
tan clara de sus frutos.
Oh noche, monte ilustre, alto, cuajado paraíso,
recreado por la estrella, fruto que en mi mano
inventa un cielo,
que examina mi garganta y la enciende en nuevo
cántico.
Cántico de unión perfecta en esta música callada
aprendida, oh estrella, en el blanco y conmovido
manar de tus lumbres,
aguas vivas, altas, que han apagado las ansias
fáciles de los surtidores
al logrado solfeo del tresillo del pájaro
y del rabel del ángel.
Un comienzo de aurora por la luz de tu rostro
rompe el centro del alma,
y me siento invadido todo de una caudalosa
avenida de música,
toda iluminada, oh amor, por las claras vihuelas
de tus infantes de espumas.
Oh divina lumbrarada. Cómo por cantar
tu nombre, madrugan los trinos,
se incendian las fuentes de fanales y de líricos
halos las campanas
Yo sé que toda la hermosura del campo sueña
a la sombra de tu gracia
sé que por ti se ilumina el aire y se esclarece
el agua:
pero sé también que nada, sino tú, puede dar
paz a los mares,
y nada pueden llegar a decirme las claras
aleluyas de la espuma,
los ríos, las fuentes, los aires, los árboles,
los pájaros y las campanas.
¿Qué voz podrá contarme de tu nombre, si no
eres tú el que cantas?
Canta por mí, cántate, cántame la canción
de tus labios hermosos,
la canción de la viña encendida de pámpanos
y gozos maduros,
la canción que cantas cuando apacientas
las estrellas y las llamas por su nombre,
y a la sombra de tu flauta pastoril, gáname
el sueño, para tu alta vida,
eternizándome el recuerdo de esta noche toda
limpia de tinieblas,
cuando has cortado tu mejor estrella y la cuelgas
tan cerca de mi pecho
que siento me educa un cielo vibrante
en las aristas vehementes,
ésas, que han hundido sus raíces temblorosas
en mis centros
donde un vigor de aguas prepara un salto
a definidas claridades:
salto que ya el amor le ha dicho la porfía,
la distancia y la conquista...
Oh perfecto y vivo salto. Salto a gloria
de estrella, a flor de cielo,
en gracia de la sal de tu palabra, porque
es eterno el hombre.
Sal de tu gracia: la que entrega nueva vida,
que tanto enciende la esperanza,
tanto el labio sabe y pregusta la garganta
su presencia,
que si canto, tú eres la canción organizada
de mi canto,
que si amo, tú eres la función vehemente
de mi alma
con todas las presencias misteriosas, con todas
las noticias inefables
que expresa la noche en su silencio sonoro,
cuando están tus oídos siempre alerta
y tu pecho siempre abierto, patria final y florida
de la paloma.
¡Oh amor! ¡Oh estrella, que plateas y esclareces
las pasiones de esta noche,
y aderezas en su nombre de delicias esta cena
memorable
en que es el manjar más dulce la visión
de contemplarte frente a frente.
¡Oh amor! Organízame la palabra pura y limpia
que diga tu nombre.
Tu nombre que nos quema la lengua, el labio
y el suspiro,
flechadura del pecho, tallo vivo que busca
su flor
y hace de la boca, granada estación de la llama
cuando la alimenta la blanca flor de la harina,
país de gracia o nieve.
Qué bien te reconozco, oh perfil imborrable,
oh estrella, noticia iluminada,
ahora que presides, en esta clara noche, el más
hermoso día.
¡Oh noche, oh cena dulcísima, oh visión
encendida en la luz de tu rostro.
¡oh manjar, que te come el hombre
y se encumbre más que el ángel
cuando todo el cielo emigra, derramándose
en su pecho,
enciende la sangre y hace del alma, tálamo
de Dios, selectísimo.
Adhiérete a mi lengua, oh clara y viva pasión de lumbres
Adhiérete a mi pecho, tierra apurada y propicia
a la emoción de la flor del trigo, sorpresa mejor
de la espiga.
Quema mis pasiones con tu purísima sangre,
con el chorro del pecho del Cordero
que vigila mis sueños sobre el libro de los siete
sellos.
Con tus siete sellos, sella para todo lo que
no seas tú, mi sangre.
Sazónala con la sal de tu gracia, sal de tu estrella,
prenda de eternidad.
Y mi nombre, Señor, escríbelo con el fuego
de tu sangre,
de tu sangre imborrable, más rica que la plata
y el oro, en el libro de la Vida.
Es todo lo que quiero pedirte, Amor, esta noche
a la paz de tus estrellas.
Palabras de ofrendas y alabanzas a «La noche oscura del alma»,
oración confesional, meditación de gratitud, el poema
sabe recrear los símbolos bíblicos, tomarlos como el agua
«viva» para que el lector participe de la exaltación
de la estrella que le «moja los labios» con los altos rocíos
de su cielo. El receptor testigo se va haciendo cómplice ante
la noche y ante los abismos donde no hay respuestas para las eternas
preguntas sobre la creación del hombre, la muerte y la resurección,
al menos por vía racional. Cómplice que se fragua a verso
de llama, a puro sosiego espiritual de quien ya resolvió los
enigmas, de quien ya agradece al Señor su conversión,
su fe. Y que ahora tiene en el mejor atributo de Dios, en el amor que
ejerce siempre el perdón, su mejor signo ontológico, poético.
Oración y meditación de la noche avanza, la «canción
ardiente y perfecta y redonda como una granada» baña sus
versos. No puede callar su gozo, debe evangelizar desde el «monte
de delicias». El silencio sería la negación del
amor, un acto de egoísmo, el cántico de tresillo y rabel,
del laúd de los ángeles, invita a los feligreses y a los
escépticos, lanza sus flechas iluminadas, espumosas, de trinos
que madrugan. La fe es la paz; «gozos maduros». La fe incendia
en la paráfrasis «las fuentes de fanales y de líricos
halos las campanas». Es la certeza y la tranquilidad del creyente
ante las angustias del existir y del pensar. Es el canto de Dios quien
eterniza al poeta, a la sobrenaturaleza artística, quien le otorga
la gracia, como a Dante en el Paradiso. Por tal comunión de espíritu
y de carne, de Eucaristía, se alcanza «la paz de tus estrellas»,
la impetuosidad del poema. Es aquí donde el sacerdote concede
su más íntimo tesoro.
No parece necesario recordar que no sólo un creyente, o en particular
un católico, es capaz de interiorizar, de disfrutar, el genuino
estado de exaltación del poema. ¿Quién puede excluir
estas preciosas zonas de la vida espiritual que aquí se presentan?
¿Quién puede negarle a estos versos de Gaztelu la paz
que transmiten, los asideros que desde su fe se realizan como evangelio,
como catequesis donde la razón cede ante la emoción, ante
la interiorización sensible?
Ahora estas cuartillas de reconocimiento deben terminar con una cita,
una reflexión, una anécdota y un deseo. Las palabras finales
de Lezama a Gradual de laudes dicen: «Su poesía se regodea
en regalarnos el memorial de la defensa de La Habana, entre brisas divididas,
dioses unitivos y ocasos pintados en tinajas lapizlázuli».
La reflexión, en la Cuba de 1994, en la Cuba que debe reagrupar
sus mejores fuerzas, le otorga a su poesía religiosa una recepción
inédita, una lectura sin prejucios, tan plural y permisiva como
deseamos que sea nuestra sociedad, como una azucena. Así por
lo menos ha sido la mía, sin que ningún dogma materialista
se interponga ante los enigmas. Y de ahí que recuerde la sacristía
de la iglesia del Espíritu Santo, una mañana de marzo
de 1976, cuando María Luisa Batista y José Lezama Lima
acababan de bautizar ante el Padre Ángel Gaztelu a mi hija Ariadna.
Allí, tras la ceremonia, debí leer la décima a
la azucena. Ahora lo hago tras la cita de Lezama, desde la reflexión
contra los escombros neohegelianos, sin fe católica pero lleno
de preguntas a la Esfinge.
Parece que todo acto de crítica posee unas gotas de vanidad,
de distinción. También de autorreconocimiento. Aquí,
realmente, quisiera que se transformaran en la esperanza de que un joven
lector pueda disfrutar la Oración y meditación de la noche
con una intensidad distinta, renovada.
La Habana y 1994