Una de las cualidades que distinguen
al hombre en el conjunto de los seres vivos es su habilidad para domesticar
en el entorno; aclaremos, cuando decimos domesticar no nos referimos
al habitual significado de hacer manejables, mansos, simpáticos,
aquellos actores del contexto natural que usualmente se identifican
con la indocilidad y lo extrahumano. Al hablar de doméstico nos
referimos a su esencia semántica, aquella que otorga dimensiones
de domo, de casa, a factores que semióticamente sobredimensionan
ese perímetro. Desde esa perspectiva es tan doméstico
el animal que obedece las voces del amo como el exhuberante paisaje
que se ajusta a las dimensiones de una pared en lo más alto de
un rascacielos pues ambos han sido ajustados a los intereses y requerimientos
de una necesidad emotiva, volitiva, estética o dominadora, de
alguien que ha querido, y podido, controlar otras magnitudes.
Es preciso señalar que en esa larga historia de domesticaciones
uno de los primeros intentos fue sin duda aquel que sobre la pared de
una cueva otorgó nuevas proporciones a la naturaleza circundante
e individualizó aquella especie que podía resolver sus
más perentorias necesidades asumiéndola como exvoto destinado
a un poder tutelar que entendería así su solicitud pero
creando a la vez, sin proponérselo, nuevas posibilidades a la
realidad y al intelecto, las de reproducir, transformar y crear.
Poco a poco, con mejores o peores resultados, cada individuo a lo largo
de las eras ha ejercido esa habilidad y, con el simple dedo o con sofisticadas
técnicas, sobre las telas del viento o sobre incorruptibles soportes,
ha ido dejando una huella gráfica de su humano peregrinar reproduciendo
tanto lo visto como creando lo que se hubiera querido ver y sólo
fue vivido en lo más íntimo de su dimensión vital.
Así, ajustando el mundo a sus dimensiones fue llenando de ventanas
la vida y de vida sus ventanas en un sostenido esfuerzo donde lo prevaleciente
no se valora por la trascendentalidad del suceso plástico sino
por la vocación gráfica del individuo que en la medida
que esté mejor dotado, tanto en destrezas técnicas como
conocimientos artísticos, puede ser asumido y potenciado como
arquetipo, en tanto aquellos que, llenos de voluntad e imaginación,
desconocen o eluden conocer formaciones teóricas y académicas
visitas, son clasificados como ingenuos, primitivos
o naif, como si la tozudez creativa fuese patrimonio de
soñadores, incivilizados o extraños.
Generalmente la producción de estos pintores ateóricos
se nutre de cercanas vivencias y personales visiones como es el caso
del guantanamero Julio Breff o nuestro coterráneo Arturo Regueiro
aunque algunos, como la también pinareña Reina Ledón
(por citar sólo tres casos contemporáneos entre sí),
gustan de reproducir un lado ameno de su entorno cercano; no obstante
los hay también que sin apartarse de su habitat lo remodelan
y reconceptualizan sobre la base de un imaginario muy particular como
es el caso de Bárbara Acosta.
Con una fuerte formación científica (graduada en Medicina
y especialista en Medicina General Integral) las primeras obras de Bárbara
Acosta se fundamentaban en ese universo microscópico que nos
integra y nunca nos habituamos a ver. Neuronas de sólidos axones,
leucocitos de soñadores núcleos verdes, tejidos y otros
paisajes interiores fueron conformando un llamativo corpus que a la
vez que se emparentaba con el abstraccionismo se deslindaba de él
para acercarse a una dimensión propia de un elemento habitual
de estos pintores y que a primera vista parece estar ausente de la obra
de esta artista: el hombre como figura.
Un importante punto de giro dentro de la obra de Bárbara lo constituyó
su participación en el II Salón de Arte Sacro convocado
por la Comisión Católica para la Cultura y por el Obispado
de Pinar del Río; aunque no obtuvo premio, la pieza allí
enviada, Crucifixión, resulta significativa al proyectar
una visión profunda y renovadora del tradicional asunto al mostrar
el origen de la vida en un crucifijo de dos células que vibran
en un protoplasma donde, en dimensiones e intentos más pequeños,
otras estructuras primarias intentan repetir el acto. Lleno de múltiples
y válidas lecturas el rasgo personal de esta creadora se definía
y comenzaba a consolidarse, si bien el hombre como figura gráfica
casi no aparece en sus cuadros, su existencia resulta en extremo evidente
a partir de la huella que deja en el entorno y la fuerza creadora que
despliega. La precisión con que son trazadas pueden inducir a
considerar las figuras que integran el crucifijo como auténticos
retratos celulares, sin embargo la disposición de
las mismas y de las que lo rodean nos inducen varias preguntas ninguna
de las cuales es ajena a la estirpe humana: ¿Está la fe
implícita en la persona? ¿Es la vida una crucifixión?
¿Asumir la crucifixión es un acto de fe o de vida? Más
que las respuestas vale aquí la reflexión que una nueva
dimensión del emblema científico otorga.
A partir de este momento las creaciones de Bárbara se fueron
acercando a lo que pudiera llamarse una aprobación de los factores
del paisaje como resultados del yo íntimo del ser humano.
La visita de Su Santidad Juan Pablo II a Cuba constituyó un tema
importante en ese acercamiento del individuo y el contexto, lienzos
como Mi otra casa y El día que llegó
Juan Pablo pueden entenderse como la concreción del estilo
y la línea de esta pintora al mostrar la fusión de la
figura popular, habitual en estos artistas, con la conceptualización
simbólica de alguien que ha asimilado una formación científica
y unos hábitos de análisis propios de otros estudios.
Es esta integración cultural la que distingue el quehacer plástico
de Bárbara Acosta; si es indiscutible que esa llevada y traída
ingenuidad, atribuida a estos pintores debido a su falta
de formación académica, dura bastante poco, pues el constante
choque con el material plástico les va proporcionando experiencias
y habilidades que tipifican la factura de sus cuadros, al punto de hacerlos
lo suficientemente estandarizados en el buen sentido del término-
como para ser estilísticamente diferenciables y caracterizados
valga el ejemplo clásico de Gauguin cuando se integró
a esta manera de crear a través del arte polinesio, Chagall con
la aldea rusa o Botero con sus obesos personajes, no es menos cierto
que cuando tras el pincel y la paleta hay personas que aunque desconozcan
los fundamentos de las artes plásticas, sí tienen una
cultura más vasta y un conjunto de hábitos y habilidades
intelectuales desarrollado y ejercitado, el resultado aunque denote
los rasgos formales generales de estos artistas ateóricos- proyectará
una asunción de la realidad sin duda más marcada por la
poiesis y la ontogenia.
Insistiendo en esas peculiaridades quien observe las creaciones siguientes
de Bárbara apreciará que el sujeto gráfico presente
en sus obras asume una integración discursiva más elaborada,
sugestiva y en buena medida metafórica; así a partir de
una obra elaborada para una convocatoria de la FAO en la que un pan
encierra unas figuras labradoras sintetizando el ciclo vital, comienza
un conjunto de cuadros donde los panes se vinculan a otros ambientes
y el Valle de Viñales, en particular concepto y disposición,
puede ofrecernos toda una gama de lecturas que se potencian con títulos
como El dios Pan. De igual modo y avanzando por ese camino,
cuadros como Mi isla sugieren en esa geografía de
hoja de tabaco habitada campesinamente, una conceptualización
ontogénica donde el terruño y la patria se asemejan, entrecruzan
y aportan pero... se distinguen.
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«El día
que llegó Juan Pablo II a Cuba».
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Ya antes señalábamos la sugerida presencia humana como
peculiaridad compositiva de esta artista, y es que aun cuando no advirtamos
una persona en muchos de sus lienzos, el resultado que los mismos proponen
no puede asumirse sin considerar su existencia ya sea en esas escaleras
que buscan el cielo, ya sea en esas visiones urbanas que aparecen en
sus últimos cuadros, pues más que recuperar un mundo que
constantemente se transforma no siempre para bien- la aventura
creadora de Bárbara Acosta Pérez intenta y en buena
medida consigue- domesticar, hacer perfectamente humano, íntimamente
habitable, un universo inquieto, transgresor unas veces, agresor otras
tantas y sorprendente siempre, que va dejando en su diario agón
unos colores y unas propuestas que no pueden ser entendidas sino desde
la perspectiva quizá distinta, quizá ingenua, quizá
primitiva pero siempre humana, de una doctora que toma los paisajes
del alma para curar el mundo.