Revista Vitral No. 57 * año X * septiembre-octubre 2003


REFLEXIONES

 

A LOS DIEZ AÑOS DE «EL AMOR TODO LO ESPERA»

GUSTAVO ANDÚJAR ROBLES

 

 

 

 

 

 

Efemérides: vigencia y actualización
Disto mucho de ser un entusiasta de la recordación de efemérides. Más aún, me inquieta, no tanto el continuo crecimiento de la lista de acontecimientos más o menos trascendentales de los que cada año que llega resulta el décimo, vigésimo o trigésimo quinto aniversario, como lo que me va pareciendo una muy común obsesión porque ninguno de esos aniversarios pase sin mención. Tal vez mi reacción parta de que no entiendo bien por qué, para resaltar la relevancia de una personalidad o acontecimiento, haya que esperar a que se cumpla un número determinado de años, aunque tengo cierta inclinación (tal vez influenciado por la costumbre de llevar la cuenta de los siglos, y aún consciente de que todo método de recuento temporal es convencional) a admitir que se asigne un carácter especial a los aniversarios múltiplos de cincuenta.
A mi entender, algo o alguien digno de recordarse lo es, por supuesto, cuando se cumplen veinticinco años del acontecimiento que permite ubicarlo en la historia, pero también lo es cuando de la fecha en cuestión nos separan dieciocho años, tres meses y catorce días. No es un número de años múltiplo de cinco lo que puede asignar mérito y, sobre todo, vigencia.
Y es que en la celebración de efemérides laten siempre el destaque de la vigencia y el empeño por la actualización. Miramos a nuestros próceres buscando, en su ideario y actuación de entonces, inspiración para nuestro pensar y obrar de hoy. En luminoso ejercicio de esperanza, nos esforzamos por descubrir, en las figuras y acontecimientos del pasado, pistas para construir un mejor futuro, y para hacernos mejores nosotros mismos. Incluso la liturgia de la Iglesia se estructura en ciclos anuales, a lo largo de los cuales se actualiza, con un grado de autenticidad que sólo la fe logra descubrirnos en su verdadera magnitud, el misterio de Jesucristo muerto y resucitado, eternamente vigente para salvación nuestra.
Vigencia conserva también un documento de cuya publicación se cumplen diez años (¡ya diez años!), y acerca del cual, con admiración y respeto que sobrepujan cualquier cuestionamiento de aniversarios o efemérides, escribo hoy. El 14 de septiembre de 1993, la Conferencia de Obispos Católicos de Cuba publicó un mensaje, fechado el 8 del mismo mes, fiesta de la Virgen de la Caridad, y dirigido a “sacerdotes, diáconos, religiosos, religiosas, laicos católicos y cubanos todos”, que estremeció la conciencia nacional, posiblemente como ningún otro pronunciamiento del magisterio católico en toda nuestra historia.

Su momento
El año 1993 es generalmente reconocido entre los cubanos como el peor, con mucho, de la segunda mitad del siglo XX. La crisis económica en la que se ha visto inmerso el país, con vaivenes, pero ininterrumpidamente, durante los últimos 13 ó 14 años, alcanzó en aquel momento su punto más álgido. Recordaré siempre ese año por los apagones interminables y las bicicletas propulsadas por agua con azúcar prieta; por los familiares, amigos y vecinos a quienes la desnutrición transformó, en pocos meses, en ancianos macilentos e irreconocibles; por las calles semidesiertas y los semáforos apagados. Pero sobre todo lo recordaré como un año de pesimismo y angustia, y la más sombría de las desesperanzas. Fue el año en el que por primera vez oí a alguien decir: “Cada vez que me dicen que se ve una luz al final del túnel, estoy convencido de que es un tren que viene en dirección opuesta”. Año terrible, en fin, aquel 1993 cuya memoria me encoge el corazón y del cual hablaré tal vez a mis nietos (si Dios me los da y no me esperan años peores, que nunca se sabe), como me hablaban mis padres y abuelos del “machadato”1 [1].
La situación de penuria era sólo la consecuencia más ostensible de un trance mucho más que económico. Los complejos acontecimientos desencadenados a partir de 1989 con la caída de los gobiernos marxistas de la Europa del Este, y que culminaron con la desaparición de la Unión Soviética en 1991, habían generado una profunda crisis ideológica en la izquierda mundial, a la cual el fulminante e incruento derrumbe del “campo socialista” había dejado sin paradigma tangible ni prueba de viabilidad. Lo que durante décadas habían llamado “socialismo real” y proclamado como la sociedad modelo, se revelaba ahora como una farsa impuesta a contrapelo de la voluntad mayoritaria de aquellos pueblos.
En Cuba, el desconcierto provocado por esta crisis se ponía de manifiesto, por una parte, en la solicitud por las autoridades de un irrestricto voto de confianza de la población en la capacidad del gobierno para sacar al país de la crisis económica y, por la otra, en la incesante proclamación de la voluntad de resistir a toda costa, sin que estas exhortaciones estuviesen acompañadas de la presentación de un proyecto de contornos definidos y suficientes visos de viabilidad, sobre el cual los ciudadanos pudiesen basar una esperanza razonable de superación de aquella difícil coyuntura.

El mensaje
Urgidos por la angustiosa desesperanza del pueblo, los once Obispos de las siete diócesis entonces existentes en el país, reflexionaron, lúcida y ordenadamente, sobre lo que abrumaba las mentes y los corazones de todos los cubanos. En un terso texto de 81 párrafos abordaron, sin ambages ni estridencias, los aspectos esenciales de la crítica situación del país, y lo titularon, significativamente, con una de las expresiones de San Pablo en su inspirador himno al amor (2 Cor. 13): “El amor todo lo espera”.
Dirigiéndose “...a todos, también a los políticos, o sea, a los que están constituidos en el difícil servicio de la autoridad y a los que no lo están pero, dentro o fuera del país, aspiran a una participación efectiva en la vida política nacional”, y sobre todo hablando “...como cubanos a todos los cubanos, porque entendemos que las dificultades de Cuba debemos resolverlas juntos todos los cubanos” (Nº 21), los prelados llamaron a la unidad a una nación dividida, invitándola a superar la dialéctica de confrontación que ha marcado dolorosamente la realidad cubana durante más de cincuenta años.
Es muy significativo en este contexto que el mensaje comience invocando a nuestra Patrona, la Virgen de la Caridad del Cobre, “...pues a lo largo de casi cuatro siglos los cubanos nos hemos encontrado siempre juntos, sin distinción de razas, clases u opiniones, en un mismo camino: el camino que lleva a El Cobre, donde la amada Virgencita, siempre la misma aunque nosotros hayamos dejado de ser los mismos, nos espera para acoger, bendecir y unir a todos los hijos de Cuba bajo su manto de madre.” (Nº 2)
En la centralidad que las devociones al Sagrado Corazón de Jesús y a la Virgen de la Caridad tienen en la tradición religiosa del pueblo cubano, los Obispos ven “... un signo de nuestra cultura, una cultura marcada por el corazón hecho para el amor, la amistad, la caridad, que ha generado un cubano proverbialmente conocido en todo el mundo por su carácter amistoso, afable, poco rencoroso o vengativo... Así, como una gran familia, ha sido siempre nuestro pueblo.” (Nº 4)
Apoyándose en esa hermenéutica, pasa el mensaje a la exposición de su basamento doctrinal: la condición del amor como esencia misma de la vida de Dios y del ser del cristiano (Nos 7-11), distinguiéndolo del amor selectivo y sectario que a veces se nos propone en su lugar, porque “...La fraternidad entendida sólo dentro de un grupo selecto es una forma extraña de egoísmo, es la manera de unirnos más para separarnos mejor.” Una profunda fe en el poder sanador del amor cristiano ilumina todo el texto y le da el persuasivo tono positivo que lo caracteriza: “Por lo tanto, nosotros cristianos, no podemos aceptar las situaciones de enemistad como algo definitivo, porque toda enemistad puede evolucionar hacia una situación de amistad si dejamos que triunfe el amor.” (Nº 11)
Cierran la introducción doctrinal del mensaje, la consideración de la misericordia como complemento sine qua non de la justicia (Nos 12-13), la afirmación de la superioridad del amor sobre el odio (Nos 14-17) y una diáfana explicación de la misión de la Iglesia y su responsabilidad en la evaluación de los aspectos éticos de la política (Nos 18-20), hablando siempre “...con el lenguaje que nos es propio: el del amor cristiano” (Nº 19).

Entre cubanos
Abordan a continuación los Obispos diversos aspectos de la situación del país, insistiendo desde el inicio en la necesidad de hacerlo “entre cubanos”, tomando distancia de las alianzas y diferendos con otros países, cercanos o lejanos en la geografía o la ideología, que han marcado durante demasiado tiempo y demasiado profundamente nuestro acontecer y han enrarecido lamentablemente el debate nacional (Nos 22-26). Rechazan categóricamente los Obispos la tentación en la que caemos tan frecuentemente los cubanos, de encontrar la fuente y la solución de todo problema nacional fuera de nuestras fronteras y, al hacerlo, ponen inmediatamente el dedo en la llaga de ese dilema fundamental que confronta, hoy como entonces, cada cubano: irse o quedarse. “Somos los cubanos los que tenemos que resolver los problemas entre nosotros, dentro de Cuba. Somos nosotros los que tenemos que preguntarnos seriamente ¿por qué hay tantos cubanos que quieren irse y se van de su Patria?, ¿por qué renuncian algunos, dentro de su misma Patria, a su propia ciudadanía para acogerse a una ciudadanía extranjera?, ¿por qué profesionales, obreros, artistas, sacerdotes, deportistas, militares, militantes o gente anónima y sencilla aprovechan cualquier salida temporal, personal u oficial, para quedarse en el extranjero?” (Nº 27).
Ningún aspecto esencial de la crisis de la vida nacional escapa a la consideración del mensaje: la durísima crisis económica, con sus raíces internas y externas, particularmente evidente en la escasez de alimentos; la dependencia de la ayuda extranjera y la falta de participación efectiva del pueblo en la solución de los problemas; las diversas manifestaciones de deterioro moral: el incremento de manifestaciones de agresividad y violencia, el aumento de los índices de alcoholismo y suicidio, el deterioro de los valores familiares, potenciado por la dispersión familiar, y el problema del aborto, entre otros (Nos 29-41).
Especial atención se presta al problema de las limitaciones a la libertad, y la consecuente crisis de veracidad presente en la sociedad cubana. Tras citar la apelación del Llamamiento al IV Congreso del PCC a “...erradicar lo que llamó doble moral, unanimidad falsa, simulación y acallamiento de opiniones...”, los Obispos concluyen que “...Ciertamente, un país donde rindan dividendos tales actitudes no es un país sano ni completamente libre; se convierte, poco a poco, en un país escéptico, desconfiado, donde queriendo lograr que surja un hombre nuevo podemos encontrarnos con un hombre falso.” (Nº 43).
Como parte fundamental del tema de la libertad, el mensaje llama a la erradicación de “...algunas políticas irritantes, lo cual produciría un alivio indiscutible y una fuente de esperanza en el alma nacional”, y pasa a enumerar, como ejemplos de ellas: “...El carácter excluyente y omnipresente de la ideología oficial...”, “...Las limitaciones impuestas, no sólo al ejercicio de ciertas libertades, lo cual podría ser admisible coyunturalmente, sino a la libertad misma...”, “...El excesivo control de los Órganos de Seguridad del Estado...”, “...El alto número de prisioneros por acciones que podrían despenalizarse unas y reconsiderarse otras...”, y “...La discriminación por razón de ideas filosóficas, políticas o de credo religioso, cuya efectiva eliminación favorecería la participación de todos los cubanos sin distinción en la vida del país...”, todo ello expresado con una diafanidad y llaneza totalmente insólitas en Cuba (Nos 44-51).
La descripción que se hace de la sombría situación del país no asume tanto, sin embargo, el tono indignado de quien denuncia, sino más bien el de quien constata con dolor, sabiendo que “...no es conforme al Evangelio la enumeración de los factores negativos con la intención de inculpar a otros...” (Nº 75). “Hemos pedido al Señor” –dirán también– “dirigir este mensaje en su lenguaje de amor, sin lastimar a ninguna persona, aunque cuestionemos sus ideas en diversos aspectos, porque de lo contrario Dios no bendeciría el humilde servicio que queremos prestar a cuantos libremente quieran servirse de él.” (Nº 79).

Invitación al diálogo,
“el camino mejor”
Tampoco quisieron los Obispos quedarse en el simple recuento de los conflictos. Tras expresar categóricamente la centralidad de la persona humana, “...el sujeto preferente, el tesoro más grande que tiene Cuba...”, afirmando que “...no se puede subordinar el hombre a ningún otro valor. La persona humana, en la integralidad de sus características materiales y espirituales, es el valor primero y, por tanto, el desarrollo de una sociedad se alcanza cuando ésta es capaz de producir mejores personas, no mejores cosas; cuando se mira más a la persona que a las ideas; cuando el hombre es definido por lo que es, no por lo que piensa o tiene.” (Nº 52), los Obispos señalan la necesidad de buscar caminos nuevos (Nos 53-57), optando por una actitud de diálogo.
No puedo dejar de transcribir los enjundiosos párrafos que el mensaje dedica a proponer las notas distintivas de ese diálogo que Cuba necesita hoy con tanta urgencia como lo necesitaba entonces. Párrafos antológicos, aun dentro del rico magisterio de la Iglesia en Cuba, que nos llaman sabiamente a deponer aquellas actitudes que bloquean, también hoy como entonces, el camino hacia el necesario encuentro de todos los cubanos.
“...El cubano es un pueblo sabio, no sólo con la sabiduría que procede de los libros, sino con esa otra sabiduría que viene de la experiencia de la vida. Por esto desea un diálogo franco, amistoso, libre, en el que cada uno exprese su sentir verbal y cordialmente. Un diálogo no para ajustar cuentas, para depurar responsabilidades, para reducir al silencio al adversario, para reivindicar el pasado, sino para dejarnos interpelar. Con la fuerza se puede ganar a un adversario, pero se pierde un amigo, y es mejor un amigo al lado que un adversario en el suelo. Un diálogo que pase por la misericordia, la amnistía, la reconciliación, como lo quiere el Señor que «ha reconciliado a los dos pueblos con Dios uniéndolos en un solo cuerpo por medio de la cruz y destruyendo la enemistad» (Ef. 2, 16).
Un diálogo no para averiguar tanto los ¿por qué?, como los ¿para qué?, porque todo por qué descubre siempre una culpa y todo para qué trae consigo una esperanza. Un diálogo no sólo de compañeros, sino de amigos a amigos, de hermanos a hermanos, de cubanos a cubanos que somos todos, de cubanos «que hablando se entienden» y pensando juntos seremos capaces de llegar a compromisos aceptables.
Un diálogo con interlocutores responsables y libres y no con quienes antes de hablar ya sabemos lo que van a decir y, antes de que uno termine, ya tienen elaborada la respuesta, de los que uno a veces sospecha que piensan igual que nosotros, pero no son sinceros o no se sienten autorizados para serlo...” (Nos 60-62).
Un diálogo, en fin, en el que se participe dejando de lado toda arrogancia, dado que “...En las cosas contingentes todos podemos tener fragmentos del arco de la verdad, pero nadie puede atribuirse la verdad toda, porque sólo Jesús pudo decir: «Yo soy la verdad» (Jn. 14, 6), «el que no está conmigo está contra mí» (Lc. 11, 23)” (Nº 63), diálogo que será eficaz ejercicio de enriquecimiento mutuo, y al que estamos llamados a pesar de las dificultades (Nos 64-68).

La sensatez puede triunfar
Los párrafos finales del mensaje hacen un recuento de la forma en que la Iglesia en Cuba ha tratado de transmitir el amoroso llamado de Dios a la fraternidad, que es el mismo ayer, hoy y siempre. En medio del desconsuelo general, la Iglesia quiere afirmar su esperanza en el poder del Espíritu: “...A todos ustedes queremos decirles una palabra de aliento: la sensatez puede triunfar, que la fraternidad puede ser mayor que las barreras levantadas, que el primer cambio que se necesita en Cuba es el de los corazones y nosotros tenemos puesta nuestra esperanza en Dios que puede cambiar los corazones.” (Nº 74).
Recordando con tristeza, pero sin condenas ni amarguras, que en algún momento muchos dieron la espalda a Dios, los Obispos expresan su firme convicción de que “...aunque nuestras infidelidades hubieran sido mayores que nuestras lealtades, incluso «si nuestro corazón nos condena, Dios es más grande que nuestro corazón» (1 Jn. 3, 20)” (Nº 77).
Reafirman su confianza en que la revitalización de la esperanza de los cubanos es algo que “...podemos lograr juntos con una gran voluntad de servicio pero no sin una gran voluntad de sacrificio, «amando más intensamente y enseñando a amar, con confianza en los hombres, con seguridad en la ayuda paterna de Dios y en la fuerza innata del bien», como decía Pablo VI”, y concluyen invocando la ayuda de la querida Patrona de Cuba y pidiendo, con San Pablo, que “...la paz de Dios, que es más grande de lo que podemos comprender, guarde nuestros corazones y nuestros pensamientos en Cristo Jesús» (Flp. 4, 6-7)” (Nº 81).

Un mensaje que habla al corazón
Releer “El amor todo lo espera” a diez años de su publicación es una lección de fidelidad a la misión de la Iglesia.
Tal vez lo que más impacta del mensaje es que habla al corazón, con el mismo estilo de diálogo abierto y respetuoso que plantea como modelo. Su argumentación es razonable, pero no está concebida como una secuencia de silogismos aplastantes. Propone lúcidamente, pero lo hace apelando a sentimientos elevados, de los que sabe capaz al alma del interlocutor. No pretende convencer: quiere más bien invitar al don libre y generoso de lo mejor de nosotros mismos.
Leyéndolo, se comprende exactamente qué quiere decir el Evangelio cuando describe la admiración del pueblo cuando Jesús les enseñaba “...como quien tiene autoridad.” (Mt. 7, 29).
Su lenguaje, cálido y fraterno, no es el de quien observa y analiza, sino el de quien acompaña en el sufrimiento. Expresa compasión, no lástima, una distinción que el diccionario no hace pero siempre me ha parecido importante, porque compadecer significa literalmente “padecer con”, compartir el dolor del otro. La lástima puede quedarse en el mero sentimiento, mientras que la compasión inclina al compromiso.
Tampoco se limita este texto ejemplar a formular dictámenes. Como bien dijera Martí, “...no hace bien el que señala el daño, y arde en ansias generosas de poner remedio, sino el que enseña remedio blando al daño.” Y es remedio blando el que proponen los Obispos en este mensaje, que promueve el diálogo, la reconciliación y el perdón, que insiste en el abandono de los ajustes de cuentas justicieros, aconsejando la unción de la justicia con el bálsamo de la misericordia.

La acogida popular
Es difícil estimar cuántos cubanos habrán leído “El amor todo lo espera”. Para los modestísimos medios de reproducción de que dispone la Iglesia, incluso contando con que cada una de las algunas decenas de miles de copias del documento que lograron imprimirse en su momento, con un enorme esfuerzo, haya tenido múltiples lectores (como ocurre habitualmente con las publicaciones católicas, que pasan activamente de mano en mano), es una tarea imposible llegar a los millones de destinatarios de un documento de esta trascendencia. Ni siquiera a unos cientos de miles.
Puedo testimoniar, eso sí, cuántos amigos, vecinos y compañeros de trabajo que me pidieron copias del documento y a quienes pude facilitárselas, me expresaron su profundo aprecio por el contenido del mensaje, su serenidad y valentía. Sólo recuerdo haber recibido comentarios exclusivamente negativos de un amigo, el único de los que me hicieron saber sus opiniones que tenía (y todavía tiene) una alta responsabilidad en el Partido Comunista. Todos los demás, decenas de ellos sin excepción, evaluaban positivamente el mensaje, aunque tal vez objetaran en algunos casos una que otra apreciación aislada. Muchos confesaban que los Obispos habían expresado lo que ellos mismos y muchos de sus familiares y amigos pensaban, pero tenían temor de decir.
Todos rechazaban los injuriosos artículos aparecidos en la prensa acerca del mensaje, excepto mi amigo dirigente comunista, cuyas objeciones reproducían casi literalmente las de uno de aquellos artículos, el más cáustico de todos.
Así, sin que pueda sustentarlo en una encuesta estadísticamente validada, pero basado en los testimonios de una gran cantidad de personas que no obtendrían beneficio alguno de los comentarios positivos o negativos que me hicieran, percibo que recibió el mensaje de los Obispos la gran mayoría de aquellos que llegaron a leerlo. Nunca olvidaré al compañero de trabajo –hombre juicioso y parco en el hablar, nada dado a expresiones hiperbólicas– que me dijo, después de pedirme que felicitara a los Obispos por el documento: “hacía mucho tiempo que no me sentía tan orgulloso de ser cubano”.
Ese mismo sano orgullo me ha llenado hoy, releyendo este memorable mensaje, piedra miliar del magisterio de nuestros Obispos, cuya voz resuena desde sus páginas, como hace diez años y como siempre, proclamando “..que la paz es posible porque «Cristo es la paz» (Ef. 2, 14), que podemos descubrir la verdad porque «Cristo es la verdad» (Jn. 14,6) que se puede hallar el camino porque «Cristo es el camino» (Jn. 14, 6). En fin, que la salvación es posible porque Cristo es nuestra salvación (Lc. 19, 9).” (Nº 80)
A nosotros, cristianos cubanos del 2003, corresponde, a diez años de “El amor todo lo espera”, y cada día de nuestras vidas, antes y después de la efeméride, trabajar sin descanso por alcanzar para todos los cubanos esa paz, anunciar humilde pero convincentemente esa verdad y mostrar, con nuestra coherencia y autenticidad, ese camino, el único que conduce a la salvación.

 

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[1] Aunque en Cuba este nombre corresponde formalmente a la dictadura de Gerardo Machado Morales (1925-1933), con él se bautizó popularmente, por extensión, a la crisis económica que asoló el país como consecuencia del “crack” bancario mundial de 1929 y cuyos peores momentos, a principios de los treinta, coincidieron con la etapa segunda y final de la tiranía machadista.

 

Revista Vitral No. 57 * año X * septiembre-octubre 2003
Dr. Gustavo Andújar Robles,
Director de Signis-Cuba.
Tomado de Ecclesia in Habana. Boletín de la Oficina del Cardenal, Arzobispado de La Habana. Año 1, no.3.