Esa noche las máscaras se
descolgaron de sus clavos en las guardarropías de los teatros,
depósitos de carnaval, estudios de pintores y escultores, cuartos
de artesanos y museos, y vagaron por la ciudad buscando sus nuevos rostros.
En la madrugada, cuando las mujeres y los hombres dormían, silenciosamente,
se acercaron a ellos aguantando la respiración, y ocuparon sus
almohadas. Después clavaron sus raíces en los poros abiertos
y se quedaron tranquilas. Nadie lo notó y, al amanecer, al despertar,
ya las máscaras formaban parte de sus cuerpos, como si hubieran
nacido al unísono. Las máscaras púdicas se unieron
a seres impúdicos, las honestas a deshonestos, las angelicales
a perversos, las obscenas a decentes, las sibilinas a diáfanos,
las volubles a constantes, las cobardes a valientes y así (indefinidamente)
con todas, buscando sus contrarios. Algunas máscaras se confundieron,
extendieron innecesariamente sus búsquedas y, temiendo la salida
del sol, se agruparon en un solo hombre o mujer. Así hubo máscaras
voluptuosas, tristes y pendencieras en un casto, y sencillas, heróicas
y sádicas en una altanera. Los niños no fueron afectados:
su piel tersa no tenía los poros abiertos. El nuevo día
los encontró con sus rostros transparentes de siempre.
Las mujeres y los hombres, al mirarse en los espejos, se sintieron molestos.
Esto, en los primeros momentos, complicó la situación,
pues las máscaras se aferraban a los rostros. Todos luchaban
denodadamente por no permitirlo, por seguir siendo ellos. Sucedía,
a veces, que un rostro plácido, sin ninguna lógica, se
volvía colérico y viceversa, todo por culpa de una máscara.
Era la lucha. Triunfaba el rostro o la máscara. Hubo rostros
que no se dejaron vencer y otros que, agotados, aceptaron convivir con
sus máscaras. Entonces empezaron a aparecer en las calles seres
de dos rostros, de los cuales uno era el verdadero y el otro la máscara.
Poco a poco anegaron la ciudad, pues en la práctica se comprobó
la conveniencia de poseer dos rostros (aunque uno no fuera el verdadero).
Si era necesario un rostro íntegro y el propio era corrupto,
se echaba mano de la máscara. Así podía ser enfrentada
cualquier contingencia por difícil que fuera, con amplias posibilidades
de triunfo. Parecía que todo estaba resuelto y que la complicación
inicial había sido superada, al aceptar la mayoría, unánimemente,
vivir con dos rostros, cuando aparecieron seres con tres, cuatro y más
rostros de los cuales sólo uno era el verdadero. Algunos hombres
y mujeres de los que no se habían dejado vencer y aún
luchaban contra las máscaras, comenzaron a encolerizarse. Se
había hecho muy difícil saber cuando se mentía
y cuando se decía la verdad, cuando se amaba y cuando se odiaba.
Sólo los niños seguían teniendo todo el tiempo
un solo rostro: el verdadero. Seres de muchos rostros trataron de regalarles
máscaras, pero ellos se negaron a aceptarlas. Cuando quisieron
imponérselas, a pesar de tener los poros cerrados, las rompían
y las lanzaban a los charcos, pisoteándolas después.
Las máscaras destruidas por los niños quedaban inútiles
y no podían volver a ser utilizadas. Con el paso de los días,
los hombres y mujeres encolerizados y los niños decidieron realizar
una gran batida contra todas las máscaras. Se apostaban en las
esquinas, detrás de los árboles, junto a las columnas,
ocultos, y cuando cruzaba un hombre o mujer con dos o más rostros,
lo agarraban, lo sujetaban fuertemente y entonces los niños,
con sus manos pequeñas, sacaban una a una las raíces clavadas
en los poros, lanzaban la máscara desprendida y la pisoteaban,
destruyéndola. Sin embargo, a pesar de esta acción sanitaria,
la cantidad de máscaras era tal que se tropezaba con ellas en
los comercios, hospitales, escuelas, oficinas y lugares de recreación.
También la televisión, la radio y la prensa estaban inundados
de máscaras.
Hoy ha transcurrido mucho tiempo. Algunas máscaras han sido destruidas,
pero seres con dos y más rostros continúan llenando la
ciudad, que ha ido perdiendo su brillo y sus colores. Los hombres y
mujeres encolerizados y los niños siguen luchando y buscan la
noche cuando las máscaras regresen a sus clavos, de donde nunca
debieron descolgarse.