Revista Vitral No. 57 * año X * septiembre-octubre 2003


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BÁRBARA ACOSTA:
CURAR EL MUNDO CON LOS PAISAJES DEL ALMA

RAFAEL BERNAL CASTELLANOS

 

 

 

 

 

 

«De una reina»

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

«Mi isla»

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

«Crucifixión».

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Una de las cualidades que distinguen al hombre en el conjunto de los seres vivos es su habilidad para “domesticar” en el entorno; aclaremos, cuando decimos domesticar no nos referimos al habitual significado de hacer manejables, mansos, simpáticos, aquellos actores del contexto natural que usualmente se identifican con la indocilidad y lo extrahumano. Al hablar de doméstico nos referimos a su esencia semántica, aquella que otorga dimensiones de “domo”, de casa, a factores que semióticamente sobredimensionan ese perímetro. Desde esa perspectiva es tan doméstico el animal que obedece las voces del amo como el exhuberante paisaje que se ajusta a las dimensiones de una pared en lo más alto de un rascacielos pues ambos han sido ajustados a los intereses y requerimientos de una necesidad emotiva, volitiva, estética o dominadora, de alguien que ha querido, y podido, controlar otras magnitudes.
Es preciso señalar que en esa larga historia de domesticaciones uno de los primeros intentos fue sin duda aquel que sobre la pared de una cueva otorgó nuevas proporciones a la naturaleza circundante e individualizó aquella especie que podía resolver sus más perentorias necesidades asumiéndola como exvoto destinado a un poder tutelar que entendería así su solicitud pero creando a la vez, sin proponérselo, nuevas posibilidades a la realidad y al intelecto, las de reproducir, transformar y crear.
Poco a poco, con mejores o peores resultados, cada individuo a lo largo de las eras ha ejercido esa habilidad y, con el simple dedo o con sofisticadas técnicas, sobre las telas del viento o sobre incorruptibles soportes, ha ido dejando una huella gráfica de su humano peregrinar reproduciendo tanto lo visto como creando lo que se hubiera querido ver y sólo fue vivido en lo más íntimo de su dimensión vital.
Así, ajustando el mundo a sus dimensiones fue llenando de ventanas la vida y de vida sus ventanas en un sostenido esfuerzo donde lo prevaleciente no se valora por la trascendentalidad del suceso plástico sino por la vocación gráfica del individuo que en la medida que esté mejor dotado, tanto en destrezas técnicas como conocimientos artísticos, puede ser asumido y potenciado como arquetipo, en tanto aquellos que, llenos de voluntad e imaginación, desconocen o eluden conocer formaciones teóricas y académicas visitas, son clasificados como “ingenuos”, “primitivos” o “naif”, como si la tozudez creativa fuese patrimonio de soñadores, incivilizados o extraños.
Generalmente la producción de estos pintores ateóricos se nutre de cercanas vivencias y personales visiones como es el caso del guantanamero Julio Breff o nuestro coterráneo Arturo Regueiro aunque algunos, como la también pinareña Reina Ledón (por citar sólo tres casos contemporáneos entre sí), gustan de reproducir un lado ameno de su entorno cercano; no obstante los hay también que sin apartarse de su habitat lo remodelan y reconceptualizan sobre la base de un imaginario muy particular como es el caso de Bárbara Acosta.
Con una fuerte formación científica (graduada en Medicina y especialista en Medicina General Integral) las primeras obras de Bárbara Acosta se fundamentaban en ese universo microscópico que nos integra y nunca nos habituamos a ver. Neuronas de sólidos axones, leucocitos de soñadores núcleos verdes, tejidos y otros paisajes interiores fueron conformando un llamativo corpus que a la vez que se emparentaba con el abstraccionismo se deslindaba de él para acercarse a una dimensión propia de un elemento habitual de estos pintores y que a primera vista parece estar ausente de la obra de esta artista: el hombre como figura.
Un importante punto de giro dentro de la obra de Bárbara lo constituyó su participación en el II Salón de Arte Sacro convocado por la Comisión Católica para la Cultura y por el Obispado de Pinar del Río; aunque no obtuvo premio, la pieza allí enviada, “Crucifixión”, resulta significativa al proyectar una visión profunda y renovadora del tradicional asunto al mostrar el origen de la vida en un crucifijo de dos células que vibran en un protoplasma donde, en dimensiones e intentos más pequeños, otras estructuras primarias intentan repetir el acto. Lleno de múltiples y válidas lecturas el rasgo personal de esta creadora se definía y comenzaba a consolidarse, si bien el hombre como figura gráfica casi no aparece en sus cuadros, su existencia resulta en extremo evidente a partir de la huella que deja en el entorno y la fuerza creadora que despliega. La precisión con que son trazadas pueden inducir a considerar las figuras que integran el crucifijo como auténticos “retratos celulares”, sin embargo la disposición de las mismas y de las que lo rodean nos inducen varias preguntas ninguna de las cuales es ajena a la estirpe humana: ¿Está la fe implícita en la persona? ¿Es la vida una crucifixión? ¿Asumir la crucifixión es un acto de fe o de vida? Más que las respuestas vale aquí la reflexión que una nueva dimensión del emblema científico otorga.
A partir de este momento las creaciones de Bárbara se fueron acercando a lo que pudiera llamarse una aprobación de los factores del paisaje como resultados del yo íntimo del ser humano.
La visita de Su Santidad Juan Pablo II a Cuba constituyó un tema importante en ese acercamiento del individuo y el contexto, lienzos como “Mi otra casa” y “El día que llegó Juan Pablo” pueden entenderse como la concreción del estilo y la línea de esta pintora al mostrar la fusión de la figura popular, habitual en estos artistas, con la conceptualización simbólica de alguien que ha asimilado una formación científica y unos hábitos de análisis propios de otros estudios.
Es esta integración cultural la que distingue el quehacer plástico de Bárbara Acosta; si es indiscutible que esa llevada y traída “ingenuidad”, atribuida a estos pintores debido a su falta de formación académica, dura bastante poco, pues el constante choque con el material plástico les va proporcionando experiencias y habilidades que tipifican la factura de sus cuadros, al punto de hacerlos lo suficientemente estandarizados –en el buen sentido del término- como para ser estilísticamente diferenciables y caracterizados –valga el ejemplo clásico de Gauguin cuando se integró a esta manera de crear a través del arte polinesio, Chagall con la aldea rusa o Botero con sus obesos personajes, no es menos cierto que cuando tras el pincel y la paleta hay personas que aunque desconozcan los fundamentos de las artes plásticas, sí tienen una cultura más vasta y un conjunto de hábitos y habilidades intelectuales desarrollado y ejercitado, el resultado –aunque denote los rasgos formales generales de estos artistas ateóricos- proyectará una asunción de la realidad sin duda más marcada por la poiesis y la ontogenia.
Insistiendo en esas peculiaridades quien observe las creaciones siguientes de Bárbara apreciará que el sujeto gráfico presente en sus obras asume una integración discursiva más elaborada, sugestiva y en buena medida metafórica; así a partir de una obra elaborada para una convocatoria de la FAO en la que un pan encierra unas figuras labradoras sintetizando el ciclo vital, comienza un conjunto de cuadros donde los panes se vinculan a otros ambientes y el Valle de Viñales, en particular concepto y disposición, puede ofrecernos toda una gama de lecturas que se potencian con títulos como “El dios Pan”. De igual modo y avanzando por ese camino, cuadros como “Mi isla” sugieren en esa geografía de hoja de tabaco habitada campesinamente, una conceptualización ontogénica donde el terruño y la patria se asemejan, entrecruzan y aportan pero... se distinguen.

«El día que llegó Juan Pablo II a Cuba».

Ya antes señalábamos la sugerida presencia humana como peculiaridad compositiva de esta artista, y es que aun cuando no advirtamos una persona en muchos de sus lienzos, el resultado que los mismos proponen no puede asumirse sin considerar su existencia ya sea en esas escaleras que buscan el cielo, ya sea en esas visiones urbanas que aparecen en sus últimos cuadros, pues más que recuperar un mundo que constantemente se transforma –no siempre para bien- la aventura creadora de Bárbara Acosta Pérez intenta –y en buena medida consigue- domesticar, hacer perfectamente humano, íntimamente habitable, un universo inquieto, transgresor unas veces, agresor otras tantas y sorprendente siempre, que va dejando en su diario agón unos colores y unas propuestas que no pueden ser entendidas sino desde la perspectiva quizá distinta, quizá ingenua, quizá primitiva pero siempre humana, de una doctora que toma los paisajes del alma para curar el mundo.

 

 

Revista Vitral No. 57 * año X * septiembre-octubre 2003
MSc.Rafael A. Bernal Castellanos
(Pinar del Río, 1965)
Licenciado en periodismo en Ciudad de La Habana y Profesor graduado en Español y Literatura en el I.S.P. de Pinar del Río.