Las cosas se han presentado de
apuro como todo lo escondido. He tenido que salir en pos de mi futuro
sin poder despedirme, con el tiempo preciso para hacer algunas cartas
de adiós; ésta es una de ellas... Estoy he estado
muy preocupada por ti. Cada vez te veo más solo, con la útil
y peligrosa compañía de algún libro, sentado en
el parque a la sombra de cualquier árbol que te la propicie,
a veces al sol cuando la temperatura no te lo impide, alguna vez, también,
bajo la llovizna. Sé de tus delirios por los aguaceros; dices
que esa es agua bendita y que no puede hacer ningún daño
sino que más bien es curativa... Son hermosas locuras en las
cuales ya nadie cree. Al menos yo no creo en ellas. No son para estos
tiempos. Pero tu mirada me habla de otros secretos que no alcanzo a
palpar... Si es un declive, lo lamento mucho. Te comprendo. Una enfermedad
no es fácil de llevar, máxime cuando avanza por día,
cuando no deja tiempo para el acomodo del espíritu. Nunca he
sabido como acercarme. No sé si interpretar tu enfermedad como
útil o perjudicial... Sé que yo también he estado
apurada. Lo inminente de mi partida también ha ensombrecido mi
vida y puede que no sepa ya detenerme. Me resulta incómodo sentarme
a tu lado a mirar ¿qué?... Es muy posible que queramos
mirar cosas diferentes y no le haga bien a nuestra amistad una distancia
que ninguno de los dos puede salvar. Tengo que marchar, es mi único
objetivo. Por eso no te juzgo, y he preferido guardar silencio hasta
hoy...
-1-
Jugábamos a la pelota en el lado del parque que tiene el Arco
del 20 de Mayo y volárselo era jonrón, aunque
la pegaran del otro lado. Eso nunca lo logré, y no es que fuera
enjuto; sencillamente, era lo que se dice malo para el deporte. Sólo
integraba los equipos cuando faltaban muchachos, y al darse este prodigio
me ponían a jugar en las posiciones menos difíciles y
a batear en la tanda floja.
Al quedarme de espectador tenía tiempo para mirar un poco más
allá del juego. Me llamaba mucho la atención una vieja
ceiba muy gruesa que tenía raíces poderosas hundidas en
un amplio cantero cercado. Era una ceiba misteriosa. De ella se contaban
leyendas que eran corroboradas por los disímiles objetos que
amanecían entre el césped: velas, güiras, envoltorios
con cintas rojas, pequeñas imágenes de santos, centavos,
animales muertos... A todo eso se le llamaba brujería,
término en el que se escondían cosas muy vagas que nada
tenían que ver con los famosos personajes de escoba y verruga.
Nadie sabía definirlo a ciencia cierta, mas todos coincidían
en que era malo. Pero en general los muchachos no hablaban mucho de
eso. El juego de pelota era más absorbente y la ceiba y sus misterios
sólo atraían colectivamente cuando apestaba alguno de
sus animales muertos. Nunca supimos quién se ocupaba de limpiarla.
El guardaparque parecía poner más empeño en regañarnos
si algún batacazo amenazaba con romper los cristales de las farolas.
La ceiba tenía su historia. Al no ser buen jugador yo me adentraba
en los misterios con más violencia de lo permitido, lo cual se
traducía en querer saber a toda costa el meollo de las cosas,
y esto, cuando no se logra, puede ser más defraudante que el
no saber atrapar una pelota. Es entonces cuando uno inventa el disfraz
de las esencias, o lo que es lo mismo, la justificación del desespero
por la imposibilidad de no vivir como los demás... Sabía
que algún personaje de las guerras había orinado entre
las raíces de la ceiba, que desde entonces se le atribuían
poderes y se decía que era indestructible y por eso se le encomendaban
diferentes trabajos.
Y nosotros le encomendamos uno porque sufríamos una gran amenaza:
en medio de cualquier juego, cuando menos lo esperábamos, aparecían
amenazadores los miembros de la famosa pandilla de los Cachirulos. Ellos
se dedicaban a robar pelotas; se colocaban magistralmente dispersos
como si fueran dobles de los jugadores nuestros, arreglándoselas
para situar a su mejor corredor en el lugar por donde saldría
el próximo batazo, tal como si adivinaran nuestro miedo o como
si el miedo nos hiciera responder hipnóticamente a sus deseos.
De cualquier manera, el juego no se podía detener porque hacerlo
era enfrentarse a la pelea cuerpo a cuerpo al recibir los improperios
de gallinas y mariquitas. Seguir jugando pasaba
a ojos profanos como un rasgo de valentía. El resto era historia
sabida: uno de nosotros bateaba, alguno de ellos recibía y comenzaban
a pasarse la pelota con una habilidad que rayaba en lo circense. Lo
peor de todo es que ligaban cada malabar con tales burlas orales y gestuales
a nuestra ineptitud que poco a poco nos íbamos encendiendo de
rabia. Después, casi sin notarlo, ya estaban en la esquina de
San Fernando y Boullon para salir disparados hacia el barrio de Reina.
Casi siempre los perseguíamos gritando: ¡Ataja, se
roban la pelota!, lo que a fuerza de repetirse era un divertimento
para los vecinos mientras en la persecución no lanzáramos
alguno por el piso, pues entonces nos convertíamos de perseguidores
en perseguidos. Llegábamos hasta la calle Arango y ahí
abandonábamos el seguimiento porque existía como una barrera
invisible que decía Esto es territorio enemigo, es
decir, el juego podía tornarse en batalla y las pedradas no tardarían
en llegar. Después venían planes de venganza tan ideales
que nunca tenían lugar. No sé el número exacto
de pelotas que perdimos en aquellos juegos, pero fue elevado.
La ceiba, desde luego, nunca nos ayudó. Contempló nuestros
avatares con indiferencia, y con indiferencia aguantó las cochinadas
en sus raíces. Fuimos creciendo, el parque fue remozado, se extremó
la vigilancia y trasladamos nuestros sudores a otros terrenos. Allá
quedó la ceiba, erguida sobre el olvido. Y no sabíamos
que estaba enferma. Algo la estaba royendo por dentro y ella se esmeraba
en no mostrarlo. Tiempo después me enteré que se cayó
de puro podrida; alguien dijo que un rayo aceleró su muerte y
la empujó a unirse con la tierra manchada. El viejo Lamelas dice
que fue al revés, que el rayo la hirió y entonces ya no
tuvo fuerzas para detener la podredumbre en que vivió inmersa
y hasta ese momento había podido mantener a distancia con su
orgullo. No lo sé. Nunca vi el desastre. Me había mudado
y ya el parque no me hacía camino.
Ahora hay un árbol muy joven, una ceibita abombada y pretensiosa,
totalmente ignorante de la historia de su cantero que, al menos, se
mantiene limpio. Ya no son tiempos de leyendas.
-2-
Manrico murió anoche después de varias semanas de agonía.
Parece que los felices que mueren en un instante son pocos o no son
dignos personajes de novela. Algún mezquino parásito se
empeñó en transitar por sus vías respiratorias.
Fue valiente, no le oí lanzar ni un quejido. En los últimos
días se asomaba a la terraza y se entretenía en mirar
a los gorriones fuera de su alcance. Yo lo miraba a él y trataba
de descubrir la tristeza habitual en estos casos. Pero no la encontré,
por eso no me atrevo a calificar mis sentimientos pues me saldrían
los epítetos de siempre. En la víspera de su muerte ya
no podía andar y se conformó con la sombra del escritorio,
husmeando las arañas que se asombraban del huésped importuno
y que aprovechaban su quietud para fabricar telas caprichosas entre
sus orejas. Él las dejaba hacer y creo que lo disfrutaba. Al
morir, se tendió de lado y estiró todos sus miembros como
en un último desperezamiento, como para entrar en lo desconocido
sin tensiones, relajado. Lo contemplé, ya muerto, y me fui al
Parque, sin lágrimas, sin rabia. Murió. Apenas comprendo
el sentido de esa palabra si es que lo tiene, y no sé tampoco
si la ausencia de lágrimas es frialdad o intuición de
las posibilidades eternas. Como quiera que sea, hay dolor, ese llamado
dolor sordo que no tiene exclamaciones ni gestos ni desmayos;
es el dolor que sigue transitando un poco más hinchado de poder.
Bajé al Parque y del otro lado, frente a la cafetería
del teatro, había una gran aglomeración: alguien se había
subido al laurel y trataba de ahorcarse. Estaba acuclillado en una rama,
el rostro entre las manos, mientras la gente le gritaba y se divertía.
Pero no cumplió su cometido. Llegaron los bomberos, luego la
policía, y lo bajaron desmayado, aunque por un traidor mecanismo
de autodefensa se aferraba al brazo de su salvador. El gentío
lamentó que terminara el espectáculo. Después,
el parque quedó vacío, el fresco haciendo de las suyas
en los espíritus solitarios. Me quedé pensando en Manrico
muerto y en este otro que no había logrado su propósito.
Pensé en el don misterioso y maravilloso de la vida y en nuestros
prejuicios con respecto a ella, los prejuicios que engendran los efectos
de la muerte, las tristezas justificadas y justificadoras. Pensé
en nuestros conceptos, arrastrados por siglos, redundantes a más
no poder, casi esquizofrénicos, engreídos en conclusiones
tambaleantes. En un momento así el Universo entero tiembla y
se desvanece, y uno con él. Pero me llenaba la tranquilidad.
Debía quizás huir de los rostros alargados y compungidos,
para no ofender, porque no puede ser entendido quien descubre la Vida
tras la máscara de la muerte. Debía estar en soledad.
Recordé entonces las anécdotas de los Padres del desierto,
sus largas estancias sin tiempo en lugares sin espacio, sus luchas contra
las tentaciones, su ascetismo riguroso...
Toda época necesita de ascetismo no obstante las limitaciones.
La realidad impone una serie de necesidades que por lo general no son
tales. El gran problema de los pobres es que a veces no saben serlo,
y eso se prueba cuando mendigan caprichos. A la muerte le mendigamos
dádivas de paz, y no es la muerte quien las otorga, es la Vida.
Hemos elevado un pretendido fin a categoría de Ser, y a él
le rogamos que nos trate con suavidad, que nos calme, que no nos hable
rudamente. Queremos seguir viviendo y coquetear con la muerte; luego
queremos morir y prostituir la vida...
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Arco del 20
de mayo frente al que jugábamos a la pelota antes del remozamiento
del Parque.
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-3-
Desde el Café alguien notó que la ceiba vecina del laurel
había perdido las hojas. Los viejos recordaron entonces la otra
ceiba, la famosa, la que había ilustrado nuestros juegos de pelota;
y temimos que se repitiera su destino. Pero la ceiba nos ha dado una
lección de fuerza vital; en apenas unos días se ha tornado
verde y frondosa. Antes, parecía un pedazo de otoño volcando
hojas sobre la inquietud de los transeúntes. Debe estar
enferma, dijo uno; Son los rezagos del ciclón,
dijo otro. Ella sonrió, y siguió siendo ceiba. El
árbol es, como dice el proverbio; mientras tanto nosotros
no somos nada, hasta la ceiba recibe un ramalazo de envidia, nuestra
proyección de vanidades. Queremos que todo esté enfermo,
destruido, porque estamos enfermos y destruidos por dentro. Y aquello
hermoso que vemos tiene el defecto del crítico de arte, es decir,
tiene la ignorancia del intelecto. Alguien debe estar contemplando.
Nosotros vemos la ceiba desde el Café; nos hace falta verla porque
necesitamos la referencia para sentirnos vivos. No nos bastamos. No
tenemos limpia la mirada. Y sin embargo, la ceiba ha tenido frutos.
Ahora la discusión es sobre si este tipo de ceiba es de las que
echan a volar esos algodoncitos con la semillita negra en el centro.
El viejo Lamelas dice que no. Colina dice que sí. La ceiba sonríe:
No escarmientan. Apenas me han visto desnudarme y ya quieren discutir
sobre las joyas que usaré en el baile de la Creación.
-4-
Hay un árbol en el Parque; bueno, hay muchos, pero éste...
Es un árbol sencillo, no llama la atención excepto cuando
florece. Ahora está florecido y es una bendición en este
tiempo frío y de llovizna constante. Tal parece que la nieve
lo ha cubierto; sus flores, de un rosa pálido, en conjunto parecen
blancas.
Nadie se detiene a mirarlas. Un niño se escapa de las obligaciones
mañaneras atraído por la abundancia del color inusual.
El padre lo reclama a gritos, apremiado por el tiempo.
N. M. se sienta a mi lado. Su ánimo padece. Tose, le duele la
cabeza. Tengo que irme, tengo que irme..., repite una y
otra vez. Diríase que necesita compañía, pero ¿a
quién acompañará quien la acompañe si ella
no está nunca consigo sino viajando en la agonía? La angustia
es inquieta, inestable, por eso para vencerla sólo hace falta
sonreírle, inmediatamente se alejará dejando el alma en
paz. El alma es siempre niña y se deja atrapar fácilmente.
De modo que no es malo padecer pues no se le debe tronchar la ingenuidad
a un niño, sólo hay que observarlo, evitarle los abismos
o los peligros de muerte: desesperanza, vacuidad, indiferencia; lo demás
es tan necesario como inevitable. El dolor es la fiesta de los sentidos,
fiesta que nunca debe caer en orgía, en desprecio más
que en alabanza. Si el dolor se comprende, si se comprenden sus ingenuidades,
el sufrimiento no aparece; de lo contrario se sublima hasta lo irreal.
El sufrimiento es un capricho y éste siempre es egoísta
y termina haciendo una isla sembrada de discordia.
En fin N. M., pide un deseo y deja que el árbol te aconseje,
porque el árbol es, y si tú no eres tú, ¿cómo
puedes entender la Vida?, ¿cómo buscar compañía
si no tienes realidad que ofrecerle?
-5-
Es como aprender a caminar nuevamente, una especie de niñez
rediviva. Con frecuencia me pregunto si los niños sentirán
dolor cuando sus piernitas comienzan a sostener el cuerpo y se hacen
responsables de la humanidad erguida. Me pregunto, ¡me he preguntado
tantas cosas!...
El Parque me vio otra vez en ese aprendizaje. Sus árboles me
reconocieron. Yo los sentía susurrar con el viento: ¡Es
él, es él, ha vuelto! Y me sentí en familia, me
sentí con fuerzas para continuar dando pasos, para asumir una
forma diferente de ver la Vida, esperanzada, llena de calma y de gozo.
Por supuesto que no ha sido fácil. No lo es. Hay que romper,
más que ataduras reales, ataduras imaginarias. ¡La imagen,
siempre la imagen! Es difícil ver optimismo en alguien que se
sienta en un parque a leer, a dormitar, a observar. Dicen que es tiempo
perdido: El parque es para los viejos, para que esperen la muerte y
no molesten en casa a los que están ocupados. Estar ocupados...
Me pregunto por tales ocupaciones, por esos apuros, como el de mi amiga,
que siempre pasaba de largo, saludando desde lejos, ocupada, sí,
en querer adivinar cómo sería el futuro que se le avecinaba
lejos de su país y de los suyos. No creo que ella tuviese tiempo
más que para comprenderse a sí misma. Quiera Dios que
así fuere, porque de lo contrario será muy infeliz. ¡Que
Dios te acompañe, querida amiga, que recuerdes siempre este saludo
lejano! Para nosotros corre el tiempo de diferente manera; el mío
está como detenido, revoloteando a mi alrededor, esperando por
mí, por lo que yo decida, queriendo descubrirme la Gracia del
instante eterno. No hay que preocuparse...
Paso a paso llegué más lejos en el Parque. Volví
al Arco del 20 de Mayo y me senté en uno de los bancos para vernos
otra vez jugando a la pelota. Bueno, verlos; recuerdo muy bien mi calidad
como deportista. Vi a los Cachirulos apostados, prestos a capturar la
pelota y salir disparados hacia Reina. Me vi corriendo junto a los míos
en las persecuciones que tanta historia hicieron. Y me vi contemplando
la vieja ceiba y sus desechos... La nueva ceibita me acariciaba con
su sombra.
Seguí caminando y tropecé con el laurel. Todavía
cuelga de una de sus ramas el cable telefónico que iba a servir
de instrumento de muerte. Ahí está, como homenaje de una
locura. Y a su lado sigue poderosa la ceiba que renació en tres
días. Ahora esperamos su ciclo de muda para llenarnos de su vitalidad
y recordar nuestros errores. Ya nadie se apresura a sacar conclusiones
negativas. En el Café, cuando alguien se pone a añorar
el tiempo de partida, se le toma con humor y se recuerda la lección
de la ceiba.
Pero es la cassia florecida el árbol de N. M., como yo
le digo la que más me atrae. Bajo ese árbol pasé
dando mis primeros pasos de convaleciente y observé algo muy
singular: a su sombra estaba sentado un hombre que le faltaba una pierna...
Es muy característica la mirada que se cruza entre dos personas
que sufren parecido azar; a veces es una mirada comparativa, de autodefensa,
buscando lo peor del otro para dar un respiro en el dolor continuado;
otras veces es una mirada de complicidad, como intercambiando una contraseña
de ayuda, de fraternidad. Pero no hay nada secreto en lo evidente, y
es esa la maravilla que pocos alcanzan a comprender... Pues miré
al hombre buscando aquella primera protección y antes de poder
intercambiar algún saludo, una flor de la cassia se desprendió
y vino a caer, precisamente, en la manga vacía del pantalón,
allí donde faltaba la pierna.
Desde entonces le tengo a ese árbol especial cariño.
Viene siendo como el resumen de tanta vida y el comienzo de tanta esperanza.
Bajo su sombra me refugio con frecuencia, solo o acompañado de
la útil y nada peligrosa compañía de un libro,
siempre un libro, y de mis mejores amigos de tantos años, siempre
nuevos, siempre muchos. Allí voy cuando quiero tener alguna conversación
confidencial, importante, y allí me veo listo para ser sincero.
Allí han nacido mis mejores sueños, mis ideas más
caras, y mi espíritu se ha robustecido cuando los acontecimientos
de la vida amenazaban con derruirlo. Allí...
...¿Qué puedo decirte, mi querida amiga? Sólo que
lamento tu apuro, que no tuvieses tiempo para aclarar lo que veías
empañado. Aunque eso tiene solución donde quiera que estés.
Ya es hora de que el mundo se decida a limpiarse las gafas, ya es hora
de que la humanidad ponga empeño en dejar de ver fantasmas por
doquier. Pero no se puede esperar a que la humanidad lo
decida. Es ese nuestro grave error. Si tú y yo no comenzamos
ahora a vernos limpiamente, a dejar desbrozado el camino que debemos
recorrer, ¿quién lo hará por nosotros, para nosotros?
Nuestra relación es toda nuestra. Si no funciona bien, no queramos
que la «humanidad lo resuelva porque estaríamos cavando
un abismo... ¿Me permites un consejo?... Busca un parque, cualquier
parque; allí encontrarás mucha gente que espera. Parte
desde cero, no le atribuyas el penúltimo día a los que
allí descansan. Cualquiera de ellos fue un niño que practicó,
mal que bien, algún deporte, y después tuvo que encontrar
en algún árbol una lección de Vida para aprender
a caminar o para aprender a esperar. No importa, ya conoces la lección.
Si debajo del árbol hay alguien o alguien se acerca, tanto mejor.
Sé tú la flor que se desprenda del árbol y venga
a llenar de vida el vacío de cualquier muerte. Que así
sea...
Tony PINO V.