Revista Vitral No. 54 * año IX* marzo-abril 2003


HECHOS Y OPINIONES

 

EL MUNDO SOBRE UN POLVORÍN

YOEL PRADO RODRÍGUEZ

 

 

No sé si en todos los sitios será así, pero al menos en esta parte del mundo nos hemos acostumbrado a mirar con una cierta indiferencia la problemática del Medio Oriente. Las noticias que llegan de esa convulsa región traen una pesada carga de choques armados, explosiones, muertos y heridos que, por recurrentes, se tornan habituales hasta el cansancio. A ello se une el desconocimiento que existe alrededor de este tema, cuyas raíces históricas son más antiguas de lo que solemos imaginar, y cuyas causas inmediatas superan esa visión simplista y monocolor que transmiten algunos medios informativos.
Escudándonos en la lejanía geográfica, la pertenencia a otra cultura, la aridez del conflicto en sí o las preocupaciones domésticas -siempre más cercanas y apremiantes que cualquier fenómeno de la actualidad internacional-, preferimos distanciarnos del asunto o, simplemente, colocar sobre él un gran signo de interrogación… Actitud poco recomendable en el mundo de hoy, pues la tesis globalizadora de convertirnos en una gran aldea se va haciendo cada vez más evidente, y todo cuanto ocurre en este caserío planetario, por muy distante o ajeno que parezca, repercute en la vida colectiva.
¿Quién imaginó, por ejemplo, que las versiones más salvajes del terror irrumpirían de pronto en Norteamérica para hacer añicos la tranquilidad de un país que pensó ser inmune a esos actos, tan reiterativos en otras zonas del mundo? Y ahí está el 11 de septiembre, clavado en el pórtico del nuevo milenio como evidencia irrefutable de que, incluso la violencia más atroz, viaja sin visado en nuestros días. ¿Muchos no contemplaron las imágenes del desplome de las Torres Gemelas con una falsa sensación de seguridad, como sintiéndose a salvo de la catástrofe, sin vislumbrar que la destrucción del World Trade Center arruinaría la precaria estabilidad de todo el Orbe? Pues bien, aunque en Nueva York ya ha quedado limpia la llamada Zona Cero, la lluvia de escombros sigue cayendo sobre el planeta y pasará mucho tiempo antes de que volvamos a respirar con alivio.
Precisamente, una de las consecuencias de los atentados terroristas del 2001 fue llamar la atención sobre la problemática de Oriente Medio. El hecho de que fuesen musulmanes fanáticos los artífices de estos terribles acontecimientos que enlutaron a la humanidad civilizada, multiplicó el interés por el Islam, religión que conecta a gran número de países. También sacó a flote el espíritu revanchista que alimentan ciertos sectores árabes aprovechando las políticas erradas de Occidente hacia esa parte del mundo. Y lanzó a un primer plano lo que podría definirse como el vórtice de las tormentas mediorientales: el conflicto entre israelíes y palestinos.
Muchos han acabado por comprender la imperiosa necesidad de liquidar esta fuente de tensiones y rencores, que ha convertido a Oriente Próximo en un polvorín. El quid del asunto es cómo cerrar lo que parece haberse transformado en un círculo vicioso de golpes y contragolpes, ataques y contrataques. La búsqueda de una solución satisfactoria involucra no sólo a los políticos y a los pueblos del área, sino a toda la comunidad internacional, porque si algo se ha demostrado es que el drama que allí se vive nos afecta a todos, directa o indirectamente. Al parecer, las cosas han llegado a un punto tal que israelíes y palestinos no están en condiciones de conseguir un entendimiento sin apoyo foráneo. También queda claro que los enfoques unilaterales, típicos de otras épocas, han sido sepultados por una realidad cruda y apremiante que exige un examen justo.
Visto desde acá el diferendo, prevalece la percepción de que Israel es el único y gran culpable en esta historia. Una idea que habría que matizar en aras de la objetividad, pues pasa por alto elementos que no se deben desconocer. Quienes han leído las Sagradas Escrituras saben que las raíces del combate presente se hunden en los tiempos bíblicos, miles de años antes de la Era Cristiana, cuando las tribus hebreas marcharon a la conquista de una Tierra de Promisión, en la que se asentaron tras el sometimiento de sus primitivos habitantes, y en la cual fundaron un reino que comenzó a pasar de mano en mano, según las apetencias de los más poderosos imperios de entonces. Así, la diáspora fue muy pronto un fenómeno consustancial a la nación judía: miles de personas abandonaron Palestina en sucesivas oleadas y se diseminaron por todo el mundo, tejiendo una historia donde la proverbial prosperidad judía alternó con los terribles pogroms o persecuciones antisemitas; una historia de la cual nunca desapareció el sueño de Israel, la añoranza de reconstruir el hogar nacional hebreo.
Esta aspiración sirvió de sustrato ideológico al movimiento sionista, encabezado por Theodor Herzl a finales del siglo XIX, cuya propuesta cimera sería “crear para el pueblo judío una patria en Palestina, afianzada por el derecho público”. Interponiendo su enorme pujanza económica y política en Europa y Norteamérica, los judíos arrancaron de Gran Bretaña -potencia dominante en el suelo palestino al concluir la Primera Guerra Mundial-, la promesa de apoyar la creación del hogar nacional hebreo. Así lo anunció el canciller inglés, Arthur James Balfour, en 1917, y desde entonces empezó a multiplicarse la presencia de los hijos de Israel en Tierra Santa. Miles de perseguidos por la barbarie nazi-fascista regresaron a la tierra de sus ancestros y allí fundaron ciudades y colectividades agrícolas, pese a la resistencia de la población árabe que vivía en la zona.
Después de concluir la Segunda Guerra Mundial, la Organización de las Naciones Unidas (ONU) adoptó un plan que proyectaba la división de Palestina en dos Estados, uno árabe y otro judío. Esta iniciativa, a todas luces racional, encolerizó a los árabes al extremo de exacerbar la violencia. Sin perder un segundo, los líderes hebreos le tomaron la palabra a la ONU y proclamaron el establecimiento del Estado de Israel, el 14 de mayo de 1948. Nacía así un pequeño país rodeado por un cinturón de naciones hostiles, frente a las cuales respondió sin vacilar. La Primera y Segunda Guerra Árabe-Israelí (1948 y 1956, respectivamente), la Guerra de los Seis Días (1967), la Guerra del Yom Kipur (1973), la invasión del Líbano (1982)… son algunos de los capítulos más dramáticos en los que se ha visto envuelto desde entonces Israel, unas veces defendiendo su seguridad como nación, otras lanzando su poderosísimo ejército a la conquista de nuevos territorios. Esa atmósfera de beligerancia ha marcado profundamente la vida del pueblo israelí no sólo desde el punto de vista económico, sociopolítico y militar, sino también en el ámbito de la cultura, las costumbres y la psicología.
Evidentemente, en la sociedad hebrea hay sectores que nunca aceptarán la idea de una paz justa con los palestinos. Obran así atrincherados en un nacionalismo extremista que no puede respirar sin el enfrentamiento perenne, sin la confrontación… aunque tal actitud lleve a monstruosidades como las perpetradas en los campos de Sabra y Chatila, en 1982, o más recientemente, en el campamento de refugiados de Jenin. Hay otros que votan con ambas manos por la guerra, sencillamente porque han hecho de ella un negocio muy lucrativo al cual no quieren renunciar. En esa plataforma de fanatismo y ambiciones se han apoyado muchos políticos de la ultraderecha israelí, presentes hoy en el Gobierno, el Parlamento o Kneset y las principales agrupaciones políticas conservadoras.
Sin embargo, me inclino a pensar que el común de los israelíes está harto del escenario bélico en el que se desenvuelve su vida cotidiana. La zozobra ante la posibilidad de ser llamado a las filas del Ejército o de morir víctima de acciones terroristas, es una razón demasiado fuerte para la búsqueda de la paz. Hombres dispuestos a recorrer ese camino no han faltado, como el líder laborista Isaac Rabin, quien a principios de los años 90 propició iniciativas importantes, entre las que estuvo la creación de un gobierno palestino autónomo en Gaza y Cisjordania. Desafortunadamente, Rabin fue asesinado en 1995 por un judío de extrema derecha y el proceso pacificador se estancó. Lo curioso es que cada vez que ambas partes intentan sacarlo del estancamiento, surgen de un lado o del otro ofensas intolerables que ponen fin a las iniciativas de paz.
Y es que en el campo palestino la situación no es tan uniforme como suele creerse. Hay una realidad fundamental: se trata de un pueblo que ha estado presente en la zona desde épocas inmemoriales y que ha debido pagar un alto precio por seguir allí. Manifestación explícita de esa resistencia a la dominación israelí son los levantamientos o intifadas que se han venido sucediendo desde 1987, año en que esta iniciativa sustentada en manifestaciones, huelgas, disturbios y apedreamientos, saltó por primera vez a los espacios informativos de todo el mundo. He ahí el lado heroico de una historia que han escrito decenas de mártires.
Sin embargo, cualquier análisis serio pecaría de injusto si no hiciese alusión a otro ángulo: el terror, siempre censurable, que han empleado algunos sectores palestinos para conseguir sus fines. ¿Es lícito silenciar episodios como el ocurrido en el verano de 1972, durante los Juegos Olímpicos celebrados en la ciudad alemana de Munich, cuando un comando árabe asesinó a varios atletas israelíes? ¿Podrían olvidarse todas las víctimas hebreas inocentes que han muerto como consecuencia de los atentados terroristas perpetrados lo mismo en cafeterías, restaurantes, hoteles, museos, escuelas o en la propia Universidad de Jerusalén? Ninguna causa, por noble que resulte, tiene derecho a sembrar el dolor para imponer sus propósitos.
Hay que decir que el liderazgo histórico palestino, encabezado por Yasser Arafat, ha venido tomando distancia de las prácticas violentas desde hace mucho. Pero la opción terrorista es el plato fuerte de organizaciones como Hamas, que se empeñan en bloquear cualquier intento de negociación con Israel. Para los grupos radicales, el Presidente de la Autoridad Nacional Palestina es tan incómodo como lo era en sus buenos tiempos Isaac Rabin para los círculos ultraconservadores de Israel, de ahí que no vacilen en llamarlo traidor. Arafat no es santo de la devoción de Tel Aviv, que meses atrás lo sometió a un acoso inclemente en su Cuartel General de Ramallah; y, al parecer, tampoco le agrada mucho al Presidente norteamericano George Bush. Por si fuera poco, abundan las voces palestinas que denuncian la corrupción prevaleciente en el entorno de Arafat, y piden reformas profundas en la manera de gobernar las ciudades autónomas.
Convertido en blanco de ataques desde diversos ángulos, cabría preguntarse: ¿existe una opción mejor que Yasser Arafat para asumir la máxima jefatura palestina, atar las manos a los terroristas y relanzar el proceso de paz? Sinceramente, no lo creo, pues a pesar de todas las debilidades que puedan atribuírsele, no hay aún entre los palestinos otro líder con la autoridad y el reconocimiento internacional que posee el actual mandatario. Lo más urgente para él, si es que desea seguir siendo primera figura, sería consolidar su liderazgo y demostrar que tiene pleno control de la situación.
El rompecabezas del Medio Oriente quedaría incompleto si se descarta la participación de la comunidad internacional. Comenzando por los propios países árabes, que afortunadamente van dejando atrás los resabios nacionalistas y asumen hoy una postura más sensata. Así lo evidencia la iniciativa de paz lanzada hace algún tiempo por Arabia Saudita y abrazada por la Liga Árabe, la cual propone una distensión y el establecimiento de relaciones normales con Israel, a cambio de que Tel Aviv devuelva los territorios ocupados durante la Guerra de 1967, acepte la creación de un Estado palestino y dé una solución justa al tema de los refugiados. Europa, otro actor de peso, apuesta también por las negociaciones y la búsqueda de una salida favorable para todos.
Tal vez la posición más polémica es la de Estados Unidos. Aunque Washington ha manifestado explícitamente su compromiso con la paz en la región, muchos insisten en subrayar sus clarísimas preferencias hebreas. Parcialidad que se explica por varias razones. Desde el punto de vista geopolítico, Israel ha sido el principal aliado de los estadounidenses en la región, y esa fidelidad tiene su recompensa. Pero hay más. Es imposible desconocer el enorme peso económico, político y cultural de los judíos en la sociedad norteamericana… influencia que se canaliza a través de un poderoso lobby o instrumento de presión en el Capitolio. Los legisladores norteamericanos saben con exactitud lo que representan los judíos en sus respectivos distritos electorales y no están dispuestos a arriesgar sus escaños.
Más allá de la orientación pro-palestina o pro-israelí de unos y otros, la comunidad internacional ha comprendido la urgencia de continuar presionando activamente en pos de una solución negociada al conflicto. Este constituye hoy una especie de guerra sin fin en la cual ningún bando ha conseguido aniquilar a su contrincante; una guerra que sólo produce muertes, sufrimientos y desolación material; un combate feroz que no se detiene ni siquiera ante la sacralidad de las sinagogas, las mezquitas o las iglesias cristianas, como ocurrió con la Basílica de la Natividad en Belén, asediada durante varios días.
Aunque el camino hacia la concordia es largo y fatigoso, el mundo está consciente de la necesidad de recorrerlo. Y no hay otra manera de emprender la marcha que renunciando a la violencia, apostando al diálogo y aceptando de una buena vez el viejo sueño de los dos Estados, palestino e israelí, con Jerusalén como ciudad de todos, no de una facción. El reto, ya lo ha dicho esa personalidad internacional tan influyente que es Karol Wojtyla, consiste en lograr “que israelíes y palestinos puedan aprender a vivir juntos y la Tierra Santa vuelva a ser finalmente Tierra Sagrada, Tierra de Paz”.

 

 

Revista Vitral No. 54 * año IX* marzo-abril 2003

Yoel Prado Rodríguez
(Placetas, 1971)
Licenciado en Periodismo y en Historia. Miembro del Consejo de Redacción de la revista “Amanecer”, Diócesis de Santa Clara.