Revista Vitral No. 54 * año IX* marzo-abril 2003


NARRATIVA

 

LOS ÁRBOLES DEL PARQUE

JOSÉ ANTONIO PINO VARENS

Foto de La Catedral tomada desde «el árbol de N.M.» en el Parque . A espaldas del fotógrafo está el banco donde se sienta todavía el hombre al que le falta la pierna.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Las cosas se han presentado de apuro como todo lo escondido. He tenido que salir en pos de mi futuro sin poder despedirme, con el tiempo preciso para hacer algunas cartas de adiós; ésta es una de ellas... Estoy —he estado— muy preocupada por ti. Cada vez te veo más solo, con la útil y peligrosa compañía de algún libro, sentado en el parque a la sombra de cualquier árbol que te la propicie, a veces al sol cuando la temperatura no te lo impide, alguna vez, también, bajo la llovizna. Sé de tus delirios por los aguaceros; dices que esa es agua bendita y que no puede hacer ningún daño sino que más bien es curativa... Son hermosas locuras en las cuales ya nadie cree. Al menos yo no creo en ellas. No son para estos tiempos. Pero tu mirada me habla de otros secretos que no alcanzo a palpar... Si es un declive, lo lamento mucho. Te comprendo. Una enfermedad no es fácil de llevar, máxime cuando avanza por día, cuando no deja tiempo para el acomodo del espíritu. Nunca he sabido como acercarme. No sé si interpretar tu enfermedad como útil o perjudicial... Sé que yo también he estado apurada. Lo inminente de mi partida también ha ensombrecido mi vida y puede que no sepa ya detenerme. Me resulta incómodo sentarme a tu lado a mirar ¿qué?... Es muy posible que queramos mirar cosas diferentes y no le haga bien a nuestra amistad una distancia que ninguno de los dos puede salvar. Tengo que marchar, es mi único objetivo. Por eso no te juzgo, y he preferido guardar silencio hasta hoy...

-1-

Jugábamos a la pelota en el lado del parque que tiene el Arco del 20 de Mayo y “volárselo” era jonrón, aunque la pegaran del otro lado. Eso nunca lo logré, y no es que fuera enjuto; sencillamente, era lo que se dice malo para el deporte. Sólo integraba los equipos cuando faltaban muchachos, y al darse este prodigio me ponían a jugar en las posiciones menos difíciles y a batear en la tanda floja.
Al quedarme de espectador tenía tiempo para mirar un poco más allá del juego. Me llamaba mucho la atención una vieja ceiba muy gruesa que tenía raíces poderosas hundidas en un amplio cantero cercado. Era una ceiba misteriosa. De ella se contaban leyendas que eran corroboradas por los disímiles objetos que amanecían entre el césped: velas, güiras, envoltorios con cintas rojas, pequeñas imágenes de santos, centavos, animales muertos... A todo eso se le llamaba “brujería”, término en el que se escondían cosas muy vagas que nada tenían que ver con los famosos personajes de escoba y verruga. Nadie sabía definirlo a ciencia cierta, mas todos coincidían en que era malo. Pero en general los muchachos no hablaban mucho de eso. El juego de pelota era más absorbente y la ceiba y sus misterios sólo atraían colectivamente cuando apestaba alguno de sus animales muertos. Nunca supimos quién se ocupaba de limpiarla. El guardaparque parecía poner más empeño en regañarnos si algún batacazo amenazaba con romper los cristales de las farolas.
La ceiba tenía su historia. Al no ser buen jugador yo me adentraba en los misterios con más violencia de lo permitido, lo cual se traducía en querer saber a toda costa el meollo de las cosas, y esto, cuando no se logra, puede ser más defraudante que el no saber atrapar una pelota. Es entonces cuando uno inventa el disfraz de las esencias, o lo que es lo mismo, la justificación del desespero por la imposibilidad de no vivir como los demás... Sabía que algún personaje de las guerras había orinado entre las raíces de la ceiba, que desde entonces se le atribuían poderes y se decía que era indestructible y por eso se le encomendaban diferentes “trabajos”.
Y nosotros le encomendamos uno porque sufríamos una gran amenaza: en medio de cualquier juego, cuando menos lo esperábamos, aparecían amenazadores los miembros de la famosa pandilla de los Cachirulos. Ellos se dedicaban a robar pelotas; se colocaban magistralmente dispersos como si fueran dobles de los jugadores nuestros, arreglándoselas para situar a su mejor corredor en el lugar por donde saldría el próximo batazo, tal como si adivinaran nuestro miedo o como si el miedo nos hiciera responder hipnóticamente a sus deseos. De cualquier manera, el juego no se podía detener porque hacerlo era enfrentarse a la pelea cuerpo a cuerpo al recibir los improperios de “gallinas” y “mariquitas”. Seguir jugando pasaba a ojos profanos como un rasgo de valentía. El resto era historia sabida: uno de nosotros bateaba, alguno de ellos recibía y comenzaban a pasarse la pelota con una habilidad que rayaba en lo circense. Lo peor de todo es que ligaban cada malabar con tales burlas orales y gestuales a nuestra ineptitud que poco a poco nos íbamos encendiendo de rabia. Después, casi sin notarlo, ya estaban en la esquina de San Fernando y Boullon para salir disparados hacia el barrio de Reina. Casi siempre los perseguíamos gritando: “¡Ataja, se roban la pelota!”, lo que a fuerza de repetirse era un divertimento para los vecinos mientras en la persecución no lanzáramos alguno por el piso, pues entonces nos convertíamos de perseguidores en perseguidos. Llegábamos hasta la calle Arango y ahí abandonábamos el seguimiento porque existía como una barrera invisible que decía “Esto es territorio enemigo”, es decir, el juego podía tornarse en batalla y las pedradas no tardarían en llegar. Después venían planes de venganza tan ideales que nunca tenían lugar. No sé el número exacto de pelotas que perdimos en aquellos juegos, pero fue elevado.
La ceiba, desde luego, nunca nos ayudó. Contempló nuestros avatares con indiferencia, y con indiferencia aguantó las cochinadas en sus raíces. Fuimos creciendo, el parque fue remozado, se extremó la vigilancia y trasladamos nuestros sudores a otros terrenos. Allá quedó la ceiba, erguida sobre el olvido. Y no sabíamos que estaba enferma. Algo la estaba royendo por dentro y ella se esmeraba en no mostrarlo. Tiempo después me enteré que se cayó de puro podrida; alguien dijo que un rayo aceleró su muerte y la empujó a unirse con la tierra manchada. El viejo Lamelas dice que fue al revés, que el rayo la hirió y entonces ya no tuvo fuerzas para detener la podredumbre en que vivió inmersa y hasta ese momento había podido mantener a distancia con su orgullo. No lo sé. Nunca vi el desastre. Me había mudado y ya el parque no me hacía camino.
Ahora hay un árbol muy joven, una ceibita abombada y pretensiosa, totalmente ignorante de la historia de su cantero que, al menos, se mantiene limpio. Ya no son tiempos de leyendas.

-2-

Manrico murió anoche después de varias semanas de agonía. Parece que los felices que mueren en un instante son pocos o no son dignos personajes de novela. Algún mezquino parásito se empeñó en transitar por sus vías respiratorias. Fue valiente, no le oí lanzar ni un quejido. En los últimos días se asomaba a la terraza y se entretenía en mirar a los gorriones fuera de su alcance. Yo lo miraba a él y trataba de descubrir la tristeza habitual en estos casos. Pero no la encontré, por eso no me atrevo a calificar mis sentimientos pues me saldrían los epítetos de siempre. En la víspera de su muerte ya no podía andar y se conformó con la sombra del escritorio, husmeando las arañas que se asombraban del huésped importuno y que aprovechaban su quietud para fabricar telas caprichosas entre sus orejas. Él las dejaba hacer y creo que lo disfrutaba. Al morir, se tendió de lado y estiró todos sus miembros como en un último desperezamiento, como para entrar en lo desconocido sin tensiones, relajado. Lo contemplé, ya muerto, y me fui al Parque, sin lágrimas, sin rabia. Murió. Apenas comprendo el sentido de esa palabra si es que lo tiene, y no sé tampoco si la ausencia de lágrimas es frialdad o intuición de las posibilidades eternas. Como quiera que sea, hay dolor, ese llamado dolor ‘sordo’ que no tiene exclamaciones ni gestos ni desmayos; es el dolor que sigue transitando un poco más hinchado de poder.
Bajé al Parque y del otro lado, frente a la cafetería del teatro, había una gran aglomeración: alguien se había subido al laurel y trataba de ahorcarse. Estaba acuclillado en una rama, el rostro entre las manos, mientras la gente le gritaba y se divertía. Pero no cumplió su cometido. Llegaron los bomberos, luego la policía, y lo bajaron desmayado, aunque por un traidor mecanismo de autodefensa se aferraba al brazo de su salvador. El gentío lamentó que terminara el espectáculo. Después, el parque quedó vacío, el fresco haciendo de las suyas en los espíritus solitarios. Me quedé pensando en Manrico muerto y en este otro que no había logrado su propósito. Pensé en el don misterioso y maravilloso de la vida y en nuestros prejuicios con respecto a ella, los prejuicios que engendran los efectos de la muerte, las tristezas justificadas y justificadoras. Pensé en nuestros conceptos, arrastrados por siglos, redundantes a más no poder, casi esquizofrénicos, engreídos en conclusiones tambaleantes. En un momento así el Universo entero tiembla y se desvanece, y uno con él. Pero me llenaba la tranquilidad. Debía quizás huir de los rostros alargados y compungidos, para no ofender, porque no puede ser entendido quien descubre la Vida tras la máscara de la muerte. Debía estar en soledad. Recordé entonces las anécdotas de los Padres del desierto, sus largas estancias sin tiempo en lugares sin espacio, sus luchas contra las tentaciones, su ascetismo riguroso...
Toda época necesita de ascetismo no obstante las limitaciones. La realidad impone una serie de necesidades que por lo general no son tales. El gran problema de los pobres es que a veces no saben serlo, y eso se prueba cuando mendigan caprichos. A la muerte le mendigamos dádivas de paz, y no es la muerte quien las otorga, es la Vida. Hemos elevado un pretendido fin a categoría de Ser, y a él le rogamos que nos trate con suavidad, que nos calme, que no nos hable rudamente. Queremos seguir viviendo y coquetear con la muerte; luego queremos morir y prostituir la vida...

Arco del 20 de mayo frente al que jugábamos a la pelota antes del remozamiento del Parque.

 

 

-3-

Desde el Café alguien notó que la ceiba vecina del laurel había perdido las hojas. Los viejos recordaron entonces la otra ceiba, la famosa, la que había ilustrado nuestros juegos de pelota; y temimos que se repitiera su destino. Pero la ceiba nos ha dado una lección de fuerza vital; en apenas unos días se ha tornado verde y frondosa. Antes, parecía un pedazo de otoño volcando hojas sobre la inquietud de los transeúntes. “Debe estar enferma”, dijo uno; “Son los rezagos del ciclón”, dijo otro. Ella sonrió, y siguió siendo ceiba. “El árbol es”, como dice el proverbio; mientras tanto nosotros no somos nada, hasta la ceiba recibe un ramalazo de envidia, nuestra proyección de vanidades. Queremos que todo esté enfermo, destruido, porque estamos enfermos y destruidos por dentro. Y aquello hermoso que vemos tiene el defecto del crítico de arte, es decir, tiene la ignorancia del intelecto. Alguien debe estar contemplando. Nosotros vemos la ceiba desde el Café; nos hace falta verla porque necesitamos la referencia para sentirnos vivos. No nos bastamos. No tenemos limpia la mirada. Y sin embargo, la ceiba ha tenido frutos. Ahora la discusión es sobre si este tipo de ceiba es de las que echan a volar esos algodoncitos con la semillita negra en el centro. El viejo Lamelas dice que no. Colina dice que sí. La ceiba sonríe: No escarmientan. Apenas me han visto desnudarme y ya quieren discutir sobre las joyas que usaré en el baile de la Creación.

-4-

Hay un árbol en el Parque; bueno, hay muchos, pero éste... Es un árbol sencillo, no llama la atención excepto cuando florece. Ahora está florecido y es una bendición en este tiempo frío y de llovizna constante. Tal parece que la nieve lo ha cubierto; sus flores, de un rosa pálido, en conjunto parecen blancas.
Nadie se detiene a mirarlas. Un niño se escapa de las obligaciones mañaneras atraído por la abundancia del color inusual. El padre lo reclama a gritos, apremiado por el tiempo.
N. M. se sienta a mi lado. Su ánimo padece. Tose, le duele la cabeza. “Tengo que irme, tengo que irme...”, repite una y otra vez. Diríase que necesita compañía, pero ¿a quién acompañará quien la acompañe si ella no está nunca consigo sino viajando en la agonía? La angustia es inquieta, inestable, por eso para vencerla sólo hace falta sonreírle, inmediatamente se alejará dejando el alma en paz. El alma es siempre niña y se deja atrapar fácilmente. De modo que no es malo padecer pues no se le debe tronchar la ingenuidad a un niño, sólo hay que observarlo, evitarle los abismos o los peligros de muerte: desesperanza, vacuidad, indiferencia; lo demás es tan necesario como inevitable. El dolor es la fiesta de los sentidos, fiesta que nunca debe caer en orgía, en desprecio más que en alabanza. Si el dolor se comprende, si se comprenden sus ingenuidades, el sufrimiento no aparece; de lo contrario se sublima hasta lo irreal. El sufrimiento es un capricho y éste siempre es egoísta y termina haciendo una isla sembrada de discordia.
En fin N. M., pide un deseo y deja que el árbol te aconseje, porque el árbol es, y si tú no eres tú, ¿cómo puedes entender la Vida?, ¿cómo buscar compañía si no tienes realidad que ofrecerle?

-5-

Es como aprender a caminar nuevamente, una especie de niñez rediviva. Con frecuencia me pregunto si los niños sentirán dolor cuando sus piernitas comienzan a sostener el cuerpo y se hacen responsables de la humanidad erguida. Me pregunto, ¡me he preguntado tantas cosas!...

El Parque me vio otra vez en ese aprendizaje. Sus árboles me reconocieron. Yo los sentía susurrar con el viento: ¡Es él, es él, ha vuelto! Y me sentí en familia, me sentí con fuerzas para continuar dando pasos, para asumir una forma diferente de ver la Vida, esperanzada, llena de calma y de gozo. Por supuesto que no ha sido fácil. No lo es. Hay que romper, más que ataduras reales, ataduras imaginarias. ¡La imagen, siempre la imagen! Es difícil ver optimismo en alguien que se sienta en un parque a leer, a dormitar, a observar. Dicen que es tiempo perdido: El parque es para los viejos, para que esperen la muerte y no molesten en casa a los que están ocupados. Estar ocupados... Me pregunto por tales ocupaciones, por esos apuros, como el de mi amiga, que siempre pasaba de largo, saludando desde lejos, ocupada, sí, en querer adivinar cómo sería el futuro que se le avecinaba lejos de su país y de los suyos. No creo que ella tuviese tiempo más que para comprenderse a sí misma. Quiera Dios que así fuere, porque de lo contrario será muy infeliz. ¡Que Dios te acompañe, querida amiga, que recuerdes siempre este saludo lejano! Para nosotros corre el tiempo de diferente manera; el mío está como detenido, revoloteando a mi alrededor, esperando por mí, por lo que yo decida, queriendo descubrirme la Gracia del instante eterno. No hay que preocuparse...
Paso a paso llegué más lejos en el Parque. Volví al Arco del 20 de Mayo y me senté en uno de los bancos para vernos otra vez jugando a la pelota. Bueno, verlos; recuerdo muy bien mi calidad como deportista. Vi a los Cachirulos apostados, prestos a capturar la pelota y salir disparados hacia Reina. Me vi corriendo junto a los míos en las persecuciones que tanta historia hicieron. Y me vi contemplando la vieja ceiba y sus desechos... La nueva ceibita me acariciaba con su sombra.
Seguí caminando y tropecé con el laurel. Todavía cuelga de una de sus ramas el cable telefónico que iba a servir de instrumento de muerte. Ahí está, como homenaje de una locura. Y a su lado sigue poderosa la ceiba que renació en tres días. Ahora esperamos su ciclo de muda para llenarnos de su vitalidad y recordar nuestros errores. Ya nadie se apresura a sacar conclusiones negativas. En el Café, cuando alguien se pone a añorar el tiempo de partida, se le toma con humor y se recuerda la lección de la ceiba.
Pero es la cassia florecida —el árbol de N. M., como yo le digo— la que más me atrae. Bajo ese árbol pasé dando mis primeros pasos de convaleciente y observé algo muy singular: a su sombra estaba sentado un hombre que le faltaba una pierna... Es muy característica la mirada que se cruza entre dos personas que sufren parecido azar; a veces es una mirada comparativa, de autodefensa, buscando lo peor del otro para dar un respiro en el dolor continuado; otras veces es una mirada de complicidad, como intercambiando una contraseña de ayuda, de fraternidad. Pero no hay nada secreto en lo evidente, y es esa la maravilla que pocos alcanzan a comprender... Pues miré al hombre buscando aquella primera protección y antes de poder intercambiar algún saludo, una flor de la cassia se desprendió y vino a caer, precisamente, en la manga vacía del pantalón, allí donde faltaba la pierna.

Desde entonces le tengo a ese árbol especial cariño. Viene siendo como el resumen de tanta vida y el comienzo de tanta esperanza. Bajo su sombra me refugio con frecuencia, solo o acompañado de la útil y nada peligrosa compañía de un libro, siempre un libro, y de mis mejores amigos de tantos años, siempre nuevos, siempre muchos. Allí voy cuando quiero tener alguna conversación confidencial, importante, y allí me veo listo para ser sincero. Allí han nacido mis mejores sueños, mis ideas más caras, y mi espíritu se ha robustecido cuando los acontecimientos de la vida amenazaban con derruirlo. Allí...
...¿Qué puedo decirte, mi querida amiga? Sólo que lamento tu apuro, que no tuvieses tiempo para aclarar lo que veías empañado. Aunque eso tiene solución donde quiera que estés. Ya es hora de que el mundo se decida a limpiarse las gafas, ya es hora de que la humanidad ponga empeño en dejar de ver fantasmas por doquier. Pero no se puede esperar a que la “humanidad” lo decida. Es ese nuestro grave error. Si tú y yo no comenzamos ahora a vernos limpiamente, a dejar desbrozado el camino que debemos recorrer, ¿quién lo hará por nosotros, para nosotros? Nuestra relación es toda nuestra. Si no funciona bien, no queramos que la «humanidad” lo resuelva porque estaríamos cavando un abismo... ¿Me permites un consejo?... Busca un parque, cualquier parque; allí encontrarás mucha gente que espera. Parte desde cero, no le atribuyas el penúltimo día a los que allí descansan. Cualquiera de ellos fue un niño que practicó, mal que bien, algún deporte, y después tuvo que encontrar en algún árbol una lección de Vida para aprender a caminar o para aprender a esperar. No importa, ya conoces la lección. Si debajo del árbol hay alguien o alguien se acerca, tanto mejor. Sé tú la flor que se desprenda del árbol y venga a llenar de vida el vacío de cualquier muerte. Que así sea...

Tony PINO V.

 

 

Revista Vitral No. 54 * año IX* marzo-abril 2003

José Antonio Pino Varens
Cienfuegos, 1965
Secretario de Medios de Comunicación. de la Diócesis de Cienfuegos.