No sé si en todos los sitios
será así, pero al menos en esta parte del mundo nos hemos
acostumbrado a mirar con una cierta indiferencia la problemática
del Medio Oriente. Las noticias que llegan de esa convulsa región
traen una pesada carga de choques armados, explosiones, muertos y heridos
que, por recurrentes, se tornan habituales hasta el cansancio. A ello
se une el desconocimiento que existe alrededor de este tema, cuyas raíces
históricas son más antiguas de lo que solemos imaginar,
y cuyas causas inmediatas superan esa visión simplista y monocolor
que transmiten algunos medios informativos.
Escudándonos en la lejanía geográfica, la pertenencia
a otra cultura, la aridez del conflicto en sí o las preocupaciones
domésticas -siempre más cercanas y apremiantes que cualquier
fenómeno de la actualidad internacional-, preferimos distanciarnos
del asunto o, simplemente, colocar sobre él un gran signo de
interrogación
Actitud poco recomendable en el mundo de
hoy, pues la tesis globalizadora de convertirnos en una gran aldea se
va haciendo cada vez más evidente, y todo cuanto ocurre en este
caserío planetario, por muy distante o ajeno que parezca, repercute
en la vida colectiva.
¿Quién imaginó, por ejemplo, que las versiones
más salvajes del terror irrumpirían de pronto en Norteamérica
para hacer añicos la tranquilidad de un país que pensó
ser inmune a esos actos, tan reiterativos en otras zonas del mundo?
Y ahí está el 11 de septiembre, clavado en el pórtico
del nuevo milenio como evidencia irrefutable de que, incluso la violencia
más atroz, viaja sin visado en nuestros días. ¿Muchos
no contemplaron las imágenes del desplome de las Torres Gemelas
con una falsa sensación de seguridad, como sintiéndose
a salvo de la catástrofe, sin vislumbrar que la destrucción
del World Trade Center arruinaría la precaria estabilidad de
todo el Orbe? Pues bien, aunque en Nueva York ya ha quedado limpia la
llamada Zona Cero, la lluvia de escombros sigue cayendo sobre el planeta
y pasará mucho tiempo antes de que volvamos a respirar con alivio.
Precisamente, una de las consecuencias de los atentados terroristas
del 2001 fue llamar la atención sobre la problemática
de Oriente Medio. El hecho de que fuesen musulmanes fanáticos
los artífices de estos terribles acontecimientos que enlutaron
a la humanidad civilizada, multiplicó el interés por el
Islam, religión que conecta a gran número de países.
También sacó a flote el espíritu revanchista que
alimentan ciertos sectores árabes aprovechando las políticas
erradas de Occidente hacia esa parte del mundo. Y lanzó a un
primer plano lo que podría definirse como el vórtice de
las tormentas mediorientales: el conflicto entre israelíes y
palestinos.
Muchos han acabado por comprender la imperiosa necesidad de liquidar
esta fuente de tensiones y rencores, que ha convertido a Oriente Próximo
en un polvorín. El quid del asunto es cómo cerrar lo que
parece haberse transformado en un círculo vicioso de golpes y
contragolpes, ataques y contrataques. La búsqueda de una solución
satisfactoria involucra no sólo a los políticos y a los
pueblos del área, sino a toda la comunidad internacional, porque
si algo se ha demostrado es que el drama que allí se vive nos
afecta a todos, directa o indirectamente. Al parecer, las cosas han
llegado a un punto tal que israelíes y palestinos no están
en condiciones de conseguir un entendimiento sin apoyo foráneo.
También queda claro que los enfoques unilaterales, típicos
de otras épocas, han sido sepultados por una realidad cruda y
apremiante que exige un examen justo.
Visto desde acá el diferendo, prevalece la percepción
de que Israel es el único y gran culpable en esta historia. Una
idea que habría que matizar en aras de la objetividad, pues pasa
por alto elementos que no se deben desconocer. Quienes han leído
las Sagradas Escrituras saben que las raíces del combate presente
se hunden en los tiempos bíblicos, miles de años antes
de la Era Cristiana, cuando las tribus hebreas marcharon a la conquista
de una Tierra de Promisión, en la que se asentaron tras el sometimiento
de sus primitivos habitantes, y en la cual fundaron un reino que comenzó
a pasar de mano en mano, según las apetencias de los más
poderosos imperios de entonces. Así, la diáspora fue muy
pronto un fenómeno consustancial a la nación judía:
miles de personas abandonaron Palestina en sucesivas oleadas y se diseminaron
por todo el mundo, tejiendo una historia donde la proverbial prosperidad
judía alternó con los terribles pogroms o persecuciones
antisemitas; una historia de la cual nunca desapareció el sueño
de Israel, la añoranza de reconstruir el hogar nacional hebreo.
Esta aspiración sirvió de sustrato ideológico al
movimiento sionista, encabezado por Theodor Herzl a finales del siglo
XIX, cuya propuesta cimera sería crear para el pueblo judío
una patria en Palestina, afianzada por el derecho público.
Interponiendo su enorme pujanza económica y política en
Europa y Norteamérica, los judíos arrancaron de Gran Bretaña
-potencia dominante en el suelo palestino al concluir la Primera Guerra
Mundial-, la promesa de apoyar la creación del hogar nacional
hebreo. Así lo anunció el canciller inglés, Arthur
James Balfour, en 1917, y desde entonces empezó a multiplicarse
la presencia de los hijos de Israel en Tierra Santa. Miles de perseguidos
por la barbarie nazi-fascista regresaron a la tierra de sus ancestros
y allí fundaron ciudades y colectividades agrícolas, pese
a la resistencia de la población árabe que vivía
en la zona.
Después de concluir la Segunda Guerra Mundial, la Organización
de las Naciones Unidas (ONU) adoptó un plan que proyectaba la
división de Palestina en dos Estados, uno árabe y otro
judío. Esta iniciativa, a todas luces racional, encolerizó
a los árabes al extremo de exacerbar la violencia. Sin perder
un segundo, los líderes hebreos le tomaron la palabra a la ONU
y proclamaron el establecimiento del Estado de Israel, el 14 de mayo
de 1948. Nacía así un pequeño país rodeado
por un cinturón de naciones hostiles, frente a las cuales respondió
sin vacilar. La Primera y Segunda Guerra Árabe-Israelí
(1948 y 1956, respectivamente), la Guerra de los Seis Días (1967),
la Guerra del Yom Kipur (1973), la invasión del Líbano
(1982)
son algunos de los capítulos más dramáticos
en los que se ha visto envuelto desde entonces Israel, unas veces defendiendo
su seguridad como nación, otras lanzando su poderosísimo
ejército a la conquista de nuevos territorios. Esa atmósfera
de beligerancia ha marcado profundamente la vida del pueblo israelí
no sólo desde el punto de vista económico, sociopolítico
y militar, sino también en el ámbito de la cultura, las
costumbres y la psicología.
Evidentemente, en la sociedad hebrea hay sectores que nunca aceptarán
la idea de una paz justa con los palestinos. Obran así atrincherados
en un nacionalismo extremista que no puede respirar sin el enfrentamiento
perenne, sin la confrontación
aunque tal actitud lleve
a monstruosidades como las perpetradas en los campos de Sabra y Chatila,
en 1982, o más recientemente, en el campamento de refugiados
de Jenin. Hay otros que votan con ambas manos por la guerra, sencillamente
porque han hecho de ella un negocio muy lucrativo al cual no quieren
renunciar. En esa plataforma de fanatismo y ambiciones se han apoyado
muchos políticos de la ultraderecha israelí, presentes
hoy en el Gobierno, el Parlamento o Kneset y las principales agrupaciones
políticas conservadoras.
Sin embargo, me inclino a pensar que el común de los israelíes
está harto del escenario bélico en el que se desenvuelve
su vida cotidiana. La zozobra ante la posibilidad de ser llamado a las
filas del Ejército o de morir víctima de acciones terroristas,
es una razón demasiado fuerte para la búsqueda de la paz.
Hombres dispuestos a recorrer ese camino no han faltado, como el líder
laborista Isaac Rabin, quien a principios de los años 90 propició
iniciativas importantes, entre las que estuvo la creación de
un gobierno palestino autónomo en Gaza y Cisjordania. Desafortunadamente,
Rabin fue asesinado en 1995 por un judío de extrema derecha y
el proceso pacificador se estancó. Lo curioso es que cada vez
que ambas partes intentan sacarlo del estancamiento, surgen de un lado
o del otro ofensas intolerables que ponen fin a las iniciativas de paz.
Y es que en el campo palestino la situación no es tan uniforme
como suele creerse. Hay una realidad fundamental: se trata de un pueblo
que ha estado presente en la zona desde épocas inmemoriales y
que ha debido pagar un alto precio por seguir allí. Manifestación
explícita de esa resistencia a la dominación israelí
son los levantamientos o intifadas que se han venido sucediendo desde
1987, año en que esta iniciativa sustentada en manifestaciones,
huelgas, disturbios y apedreamientos, saltó por primera vez a
los espacios informativos de todo el mundo. He ahí el lado heroico
de una historia que han escrito decenas de mártires.
Sin embargo, cualquier análisis serio pecaría de injusto
si no hiciese alusión a otro ángulo: el terror, siempre
censurable, que han empleado algunos sectores palestinos para conseguir
sus fines. ¿Es lícito silenciar episodios como el ocurrido
en el verano de 1972, durante los Juegos Olímpicos celebrados
en la ciudad alemana de Munich, cuando un comando árabe asesinó
a varios atletas israelíes? ¿Podrían olvidarse
todas las víctimas hebreas inocentes que han muerto como consecuencia
de los atentados terroristas perpetrados lo mismo en cafeterías,
restaurantes, hoteles, museos, escuelas o en la propia Universidad de
Jerusalén? Ninguna causa, por noble que resulte, tiene derecho
a sembrar el dolor para imponer sus propósitos.
Hay que decir que el liderazgo histórico palestino, encabezado
por Yasser Arafat, ha venido tomando distancia de las prácticas
violentas desde hace mucho. Pero la opción terrorista es el plato
fuerte de organizaciones como Hamas, que se empeñan en bloquear
cualquier intento de negociación con Israel. Para los grupos
radicales, el Presidente de la Autoridad Nacional Palestina es tan incómodo
como lo era en sus buenos tiempos Isaac Rabin para los círculos
ultraconservadores de Israel, de ahí que no vacilen en llamarlo
traidor. Arafat no es santo de la devoción de Tel Aviv, que meses
atrás lo sometió a un acoso inclemente en su Cuartel General
de Ramallah; y, al parecer, tampoco le agrada mucho al Presidente norteamericano
George Bush. Por si fuera poco, abundan las voces palestinas que denuncian
la corrupción prevaleciente en el entorno de Arafat, y piden
reformas profundas en la manera de gobernar las ciudades autónomas.
Convertido en blanco de ataques desde diversos ángulos, cabría
preguntarse: ¿existe una opción mejor que Yasser Arafat
para asumir la máxima jefatura palestina, atar las manos a los
terroristas y relanzar el proceso de paz? Sinceramente, no lo creo,
pues a pesar de todas las debilidades que puedan atribuírsele,
no hay aún entre los palestinos otro líder con la autoridad
y el reconocimiento internacional que posee el actual mandatario. Lo
más urgente para él, si es que desea seguir siendo primera
figura, sería consolidar su liderazgo y demostrar que tiene pleno
control de la situación.
El rompecabezas del Medio Oriente quedaría incompleto si se descarta
la participación de la comunidad internacional. Comenzando por
los propios países árabes, que afortunadamente van dejando
atrás los resabios nacionalistas y asumen hoy una postura más
sensata. Así lo evidencia la iniciativa de paz lanzada hace algún
tiempo por Arabia Saudita y abrazada por la Liga Árabe, la cual
propone una distensión y el establecimiento de relaciones normales
con Israel, a cambio de que Tel Aviv devuelva los territorios ocupados
durante la Guerra de 1967, acepte la creación de un Estado palestino
y dé una solución justa al tema de los refugiados. Europa,
otro actor de peso, apuesta también por las negociaciones y la
búsqueda de una salida favorable para todos.
Tal vez la posición más polémica es la de Estados
Unidos. Aunque Washington ha manifestado explícitamente su compromiso
con la paz en la región, muchos insisten en subrayar sus clarísimas
preferencias hebreas. Parcialidad que se explica por varias razones.
Desde el punto de vista geopolítico, Israel ha sido el principal
aliado de los estadounidenses en la región, y esa fidelidad tiene
su recompensa. Pero hay más. Es imposible desconocer el enorme
peso económico, político y cultural de los judíos
en la sociedad norteamericana
influencia que se canaliza a través
de un poderoso lobby o instrumento de presión en el Capitolio.
Los legisladores norteamericanos saben con exactitud lo que representan
los judíos en sus respectivos distritos electorales y no están
dispuestos a arriesgar sus escaños.
Más allá de la orientación pro-palestina o pro-israelí
de unos y otros, la comunidad internacional ha comprendido la urgencia
de continuar presionando activamente en pos de una solución negociada
al conflicto. Este constituye hoy una especie de guerra sin fin en la
cual ningún bando ha conseguido aniquilar a su contrincante;
una guerra que sólo produce muertes, sufrimientos y desolación
material; un combate feroz que no se detiene ni siquiera ante la sacralidad
de las sinagogas, las mezquitas o las iglesias cristianas, como ocurrió
con la Basílica de la Natividad en Belén, asediada durante
varios días.
Aunque el camino hacia la concordia es largo y fatigoso, el mundo está
consciente de la necesidad de recorrerlo. Y no hay otra manera de emprender
la marcha que renunciando a la violencia, apostando al diálogo
y aceptando de una buena vez el viejo sueño de los dos Estados,
palestino e israelí, con Jerusalén como ciudad de todos,
no de una facción. El reto, ya lo ha dicho esa personalidad internacional
tan influyente que es Karol Wojtyla, consiste en lograr que israelíes
y palestinos puedan aprender a vivir juntos y la Tierra Santa vuelva
a ser finalmente Tierra Sagrada, Tierra de Paz.