Revista Vitral No. 51 * año VIII * septiembre-octubre 2002


REFLEXIONES

 

TENER PASIÓN POR CUBA,
TENER PASIÓN POR LA IGLESIA: CRITERIO IMPRESCINDIBLE PARA SER CURA EN ESTA TIERRA

P. JESÚS GARMILLA

 

 



Este sacerdote sabe lo que dice y vive lo que sabe

Corre orgulloso el ómnibus Mercedes Benz devorando los largos kilómetros que nos separan del Cobre, el dichoso pueblecito oriental en el que quiso quedarse la Reina, Madre y Patrona de la Caridad.
Mientras voy entre sueñitos y chistes de los sacerdotes y obispos que llenamos el vehículo, mascullando pensamientos entre recuerdos, esperanzas, anhelos y cansancios. Pero me siento contento y feliz porque corro al encuentro de la Madre de todos los cubanos, a un nuevo encuentro con amigos y compañeros, sacerdotes y obispos de toda la Isla, que hallaremos en aquel rincón maravilloso de la región oriental un remanso de paz mariana, de fraternidad sacerdotal y de reflexión humana y cubana.
Y así ocurrió, tratamos temas patrios pasados y presentes, preocupaciones y anhelos y tocamos como debía ser, el tema sacerdotal.
Según leía y más que leer declamaba el conferencista sus interesantes líneas, llenas de sabia profundidad y claro conocimiento de las realidades, yo pensaba:
“Este sacerdote, que apenas lleva seis años en Cuba, sabe lo que dice y vive lo que sabe. Me propuse desde que terminó la lectura de su magnífica conferencia o mejor dicho, reflexión, hacerla llegar a todos los sacerdotes, pero no me contento con ello y deseo a través de Vitral, hacer partícipes a sus lectores de este lindo y preciado regalo.

S.E. Mons. José Siro González Bacallao. Obispo de P. del Río



R
ecuerdo cuando el Año Jubilar 2000, dábamos los últimos retoques, más de estilo que de contenido, al “Plan Global de Pastoral” que rige en la Iglesia cubana hasta el 2005, a la hora de formular el primer objetivo del Plan que quedó definitivamente expresado de la siguiente manera: “Desarrollar procesos de formación cristiana con los distintos destinatarios de nuestra misión para favorecer en ellos una conversión que lleve a una auténtica espiritualidad cristiana”, surgió entre quienes teníamos la tarea de poner por escrito el Plan, dudas fundadas sobre la comprensión del concepto “espiritualidad”. Se habló entonces, y creo que con razón, de lo ambiguo que podía resultar el término, de sus diversas y posiblemente legítimas interpretaciones diversas, e incluso de una intelección que podía ser errónea y hasta contrapuesta según quien leyera y asumiera el término. Se optó, no obstante, por conservar la palabra en cuestión, dada una extensa y rica tradición en la historia de la Iglesia, pero se introdujo, en los preámbulos del documento eclesial, una definición aclaratoria y acotadora del concepto “espiritualidad” tomada de la “Eclesia in America” que es, a la postre, el marco doctrinal que sustenta todo el PGP vigente en la Iglesia cubana. Concretamente, la definición tomada de la Exhortación Apostólica de Juan Pablo II, dice: “espiritualidad es un estilo o forma de vivir según las exigencias cristianas, la cual es la vida en Cristo y en el Espíritu, que se acepta por la fe, se expresa por el amor y, en esperanza, es conducida a la vida dentro de la comunidad eclesial. En este sentido, por espiritualidad, que es meta a la que conduce la conversión, se entiende no una parte de la vida, sino la vida toda guiada por el Espíritu Santo” (Nº 29).
Efectivamente, cuando se habla de “espiritualidad”, es preciso aclarar muy bien, qué entendemos por la misma, porque en nombre de una espiritualidad mal entendida se pueden cometer muchos desafueros en la vida cristiana. Un teólogo español llega a decir: “la espiritualidad cristiana – por más extraño que parezca- está erizada de “peligros”... Tengo la impresión de que hasta ahora, no se ha reflexionado lo suficiente en torno al profundo trastorno que sufrió la espiritualidad de los cristianos cuando la centralidad del Reino de Dios fue sustituida por la centralidad de la “virtud”... Me limito a hacer caer en cuenta de que, mientras el proyecto del Reino, tal como lo presentó Jesús, consiste en la defensa y la dignificación de la vida de los seres humanos, el proyecto de la virtud consiste en el dominio de las propias pasiones... que, desde Platón, y según la formulación de los estoicos, terminaron por configurar la espiritualidad de los cristianos” (José María Castillo, “La dimensión social de nuestra misión”., en Rev. Caminos, Nº. 22, pág. 30 y ss.)Esta es sólo una muestra de las dificultades semánticas y de contenido que el concepto “espiritualidad” puede ofrecernos hoy a nosotros. Así, encontramos grupos de cristianos de profunda vida interior, que congregados en torno a diversas “espiritualidades” y carismas, aportan, no obstante, visiones e interpretaciones del hombre y del mundo, en ocasiones, si no contradictorias, sí relativamente disímiles y variopintas. Desde la espiritualidad de los grupos monásticos, inspirados fundamentalmente en la Regla de San Benito, hasta los modernos movimientos de la Iglesia, tales como los “focolares” de Chiara Lubich, los “neocatecumentales” de Kiko Arguello, el “Opus Dei” del próximo San Josemaría Escrivá de Balaguer, los grupos carismáticos de Renovación en el Espíritu, las comunidades de San Egidio, y un largo etcétera, va un largo trecho, admitido en y por la Iglesia, y seguramente portador de esa riqueza pluriforme que suscita el Espíritu desde Pentecostés en la Iglesia de Jesucristo.
Por otra parte, nosotros, los sacerdotes diocesanos o religiosos, contamos con un inmenso y rico magisterio del actual Pontífice Juan Pablo II, recogido quizás en una de sus últimas aportaciones doctrinales al respecto, la “Pastores dabo vobis”, a la cual remito y que contiene una densa y autorizada doctrina espiritual sobre el sacerdocio. También en Cuba, nuestros Obispos nos han entregado un magisterio sobre el sacerdocio, quizás un tanto disperso en distintos documentos y pastorales, pero recogido de un modo especial en ese evento único de la historia eclesial cubana que es el ENEC, especialmente en la segunda parte, capítulo primero, número 5; en la tercera parte, capítulos 3 y 4 y en la Instrucción Pastoral de los obispos, en varios momentos, del mismo ENEC. También remito a este documento que debe ser siempre el “libro de Cabecera” de todo sacerdote que trabaja en Cuba y por supuesto, de todos los laicos agentes de pastoral de nuestra Iglesia.
Dadas las dificultades inherentes a la misma riqueza y vastedad del concepto “espiritualidad” y a las variadas y en buena parte legítimas opciones y carismas actualmente vigentes en nuestra Iglesia, así como el amplio magisterio tanto del Papa como de nuestros Obispos, he optado por dar a esta expresión sobre “el sacerdote cubano y la espiritualidad” un talante más personal . Ustedes me van a perdonar, de antemano, este atrevimiento mío de dar rienda suelta a mis sentimientos y emociones, que en ningún momento pretenden ni superar ni mucho menos enmendar la plana a las más sesudas y autorizadas voces que se han asomado a este importante tema de la espiritualidad sacerdotal a lo largo de la historia y en el mundo de hoy. A la hora de pensar qué podría comunicarles yo a ustedes, venidos desde todos los rincones de esta alargada y querida Isla, decidí que mi mejor aportación no podía ser otra que abrirles mi corazón, convencido con Pascal, que el “corazón tiene razones que ignora la razón” y que, en definitiva, una exposición más formal o académica sobre el sacerdocio y su espiritualidad, tanto en Cuba como fuera de Cuba, podemos encontrarla en muchos libros, diccionarios de espiritualidad y documentos al alcance de todos.
Me ha costado mucho tiempo a lo largo de mis casi 30 años de sacerdote ministerial descubrir lo decisivo que es para cada uno de nosotros, vertebrar su propia espiritualidad. No creo que haya conseguido hacerlo, pero al menos sí tengo claro lo medular que es en la vida cristiana, ubicar sus propias “fuentes de espiritualidad”; como escribe un teólogo latinoamericano, llegar a “beber en su propio pozo”. Opino que no todo vale para todos, que cada cristiano, como ser irrepetible, debe ir logrando, a lo largo de su vida, discernir y ubicar sus fuentes propias de espiritualidad. Se trataría de ir logrando puntos o lugares comunes de encuentro en el diálogo personal e íntimo con Dios. Como unos esposos tienen sus temas propios de conversación, sus lugares favoritos de encuentro, incluso, un lenguaje y hasta un metalenguaje característico para propiciar la comunicación interpersonal.
Meditando, a la hora de poner por escrito este trabajo que se me ha encargado, descubro que mi primera fuente personal de espiritualidad, allí donde bebo y acudo, en ocasiones de un modo inconsciente, es mi mismo sacerdocio. El sacerdocio ministerial se convierte así para mí, en una rica fuente donde alimentar mi diálogo y mi relación interpersonal con Dios. Es, fundamentalmente, una fuente que me lleva a la oración de gratitud, a la oración de acción de gracias, a la eucaristía, en el sentido literal de la palabra. La celebración eucarística es siempre, por eso, mi primera fuente de espiritualidad, porque es una ocasión única para agradecer a Dios que me haya llamado al sacerdocio. Pero esta fuente, como las demás, que luego iré intentando describir, no es sólo una fuente que me lleva al agradecimiento, es también una fuente de espiritualidad que me lleva al asombro y la admiración, al estupor y al desconcierto. Cuando me veo sacerdote, a pesar de haber transcurrido ya tantos años, me sigo sintiendo anonadado y en ocasiones, superado por la magnitud del llamamiento. Cuando me veo por dentro, examino mi conciencia, me analizo en la sinceridad y el silencio de la oración personal, y me descubro tan desastre, tan indigno, tan pequeño, tan miserable en tantas cosas y momentos, me cuesta entender, es decir, no entiendo, este llamamiento. No creo que sea falsa humildad o modestia. Me tropiezo, sin pensarlo, con el misterio insondable de la voluntad de Dios, de los designios de Dios, incluso de los “caprichos” de Dios que superan nuestras previsiones, nuestras razones, nuestras lógicas... y no acabo de entender los por qué... el por qué de este llamamiento, el por qué de su paciencia conmigo, el por qué de su obstinado interés en caminar junto a mí sin forzarme, sin marcarme la ruta, sus esperas interminables ante mis idas del hogar, su falta de reproche cuando no vivo mi ministerio como sé que debo vivirlo... Todo esto me lleva a la admiración desconcertada, a la contemplación boquiabierta, a la vergüenza por tanta infidelidad por no vivir con más ilusión y alegría este regalo que cada día debo vivir con gratitud y entusiasmo. Uno se siente superado porque Dios se haya fijado en uno y no en otros que aparentemente lo harían más satisfactoriamente, o que nos parece que son muy buena gente, o a los que nosotros, jugando a ser dioses, hubiéramos elegido para que las cosas fueran mejor en nuestra Iglesia. Y entonces, no queda otra oración que decirle al Señor: “Señor, la culpa es tuya por fijarte en este desastre que soy yo... ¿por qué no llamaste a fulano, o a ciclano, que lo harían mucho mejor?, pero gracias Señor, por haber tenido este detalle conmigo”. Y uno empieza a beber de este pozo que es su propia historia de cura de 5, 15, 28 años... y a recordar a las gentes que se fue encontrando por el camino, y cómo desde nuestra propia torpeza y fragilidad, Dios fue haciendo la obra buena en los caminantes que nos fuimos encontrando a lo largo de nuestra biografía ministerial: y recuerda a aquel matrimonio a punto de deshacerse que yo, o sea, el sacerdote, o sea Dios a través de mí, hizo posible que no se rompiera, y a aquel drogadicto a quien nunca pudimos rehabilitar pero a quien escuchamos durante horas días y a quien acompañamos durante su síndrome de abstinencia para que la lucha no le fuera tan dura, o a aquella muchacha que no pudo o no supo ser madre y prefirió, seguramente por su ignorancia, o por miedo, o por las presiones familiares o sociales, o qué sé yo por qué, abortar una vida que tenía derecho a estar entre nosotros; o a aquel compañero sacerdote que se cansó por el camino y se reclinó en mi hombro y lloró su adiós definitivo al sacerdocio; y una larga lista de rostros y conciencias que el Señor nos ha regalado a cada uno de nosotros, para sufrir con ellos, alegrarnos con ellos, caminar juntos un tramo de su vida hasta que decidan, en cualquier encrucijada, tomar otro camino. El sacerdocio se convierte así en una fuente inagotable de vida interior, entonces nuestra oración personal es una especie de película con todos los actores de la vida real con quienes nos vamos encontrando día a día, y que nos abren su corazón en busca de un poco de paz y consolación.
La Iglesia es para mí, la segunda fuente de espiritualidad, las aguas de mi pozo, donde bebo para alimentar mi fe y mi vida cristiana. Con el paso de los años, nuestra eclesiología se ha ido cimentando y la Iglesia ha llegado a ser nuestra casa, nuestro hogar, la gente que comparte nuestra vida y nuestras ilusiones y frustraciones. Se van depurando las ideas y la teología para quedarnos con una especie de Iglesia muy casera, muy nuestra, profundamente amada y fuente muchas veces de sufrimiento y de dolor. A mí la Iglesia me ha hecho sufrir mucho a lo largo de mi vida, y especialmente a lo largo de los años de sacerdocio, si no dijera esto, no sería sincero. Permítanme confesarles que amo tanto a esta Iglesia que no soy capaz de permanecer neutral y pasivo en ella. Para mí es fuente de sufrimiento aunque también sea fuente de paz, orgullo y alegría. Siempre he sido muy crítico con la Iglesia, y esto me ha supuesto muchos dolores de cabeza y muchas incomprensiones. He intentado ser y sentirme libre en mi Iglesia para dar mi opinión sobre aquellos temas fronterizos y opinables... no puedo entender que se pertenezca a una iglesia a la que uno no pueda criticar y donde sólo esté autorizado a decir “amén, amén”. Pero nunca he soportado que quienes no sean sus hijos se permitan la licencia de criticarla sin amarla. Sólo cuando se ama a la Iglesia uno puede ser crítico con ella. Y verla como es, con sus fortalezas y debilidades, sin ocultar su rostro oscuro, sin negar sus errores históricos, esa Iglesia, “casta et meretriz, semper reformanda”. Pero uno puede ser crítico con su Iglesia solamente cuando ha entendido bien que uno mismo es parte de esa iglesia, que esa fealdad de nuestra Santa Madre la Iglesia, es nuestra propia fealdad, mi propia fealdad, que yo afeo la Iglesia y por eso, cuando soy crítico, soy necesariamente autocrítico. Me costó mucho tiempo aceptar una Iglesia cargada de imperfecciones. Solo lo conseguí cuando descubrí que también mi mamá estaba llena de imperfecciones y errores, y que sin embargo, era mi mamá, y yo la quería así, no por ser una mujer extraordinaria, que ciertamente no lo era, sino por ser una mujer normal que además, y por encima de todo, era mi madre. Y fundamentalmente llegué a asumir los pecados de la Iglesia cuando llegué a aceptar que yo era un pecador. Y empecé a sentirme entonces como pez en el agua, a sentirme parte integrante y motivante de una comunidad pecadora llamada a la santidad y vivificada por la fuerza del Espíritu. Si no fuera así, pienso muchas veces, si mi Iglesia fuera perfecta, si estuviera compuesta de hombres y mujeres perfectos, de ángeles, o de extraterrestres, yo no podría pertenecer a ella, quedaría fuera del número de sus hijos, no tendría derecho a participar de su vida santificadora que se abre paso, a través de los siglos, en medio de la porquería de sus hijos, es decir, en medio y gracias a mis propias porquerías. Por eso me siento con el derecho y el deber de ser crítico con la Iglesia, porque la amo y porque soy muy consciente de que yo soy causa de sus errores y pecados. Pero además, mi fuente de espiritualidad eclesial, no es una fuente ambigua y universal. Cuando digo “mi Iglesia”, estoy hablando de la iglesia cubana, de mi Iglesia Diocesana, de mi comunidad parroquial, con nombres y apellidos, con fechas y acontecimientos, con caras concretas, con hombres ante quienes uno se quita el sombrero como: Fray Bartolomé de las Casas, el Obispo Espada, Félix Varela, Pérez Serantes, la viejita que mantuvo abiertas las puertas del templo cuando muchos huíamos o preparábamos los papeles para salir de Cuba, los laicos valientes que copiaban a mano, prácticamente en la clandestinidad, los documentos del Vaticano II, los grandes y viejos obispos de los últimos años de nuestra historia eclesial, pidiendo a Dios sabiduría cuando no sabían qué hacer o cómo hacer en un escenario inesperado de presiones y ataques para el que no estaban preparados, aislados del mundo, sin Biblias, sin posibilidad de que los sacerdotes pudieran salir fuera del país, posiblemente con miedo como todos los seres humanos, pensando que la Iglesia cubana era una anciana prematura que agonizaba lenta pero inexorablemente; la Iglesia de las pastorales del 60 y del silencio incomprendido y martirial, la Iglesia que se reanima en los 80 y da a luz la REC y el ENEC, la Iglesia que sale de un intenso e inmenso desierto de incomprensiones y soledades en los 90 y disfruta de una luna de miel inesperada con su pueblo, de unos templos repletos de gente, de caras nuevas y desconocidas, de ilusiones y expectativas años atrás impensables, la Iglesia que se viste de gala para recibir al Papa de Roma y escuchar públicamente, por primera vez en casi 40 años, el mensaje del Evangelio en la misma voz del anciano y enfermo Pontífice venido de un país lejano. Ésta, y mucho más, todos lo sabemos, es nuestra Iglesia, una Iglesia que es fuente de fe y vida cristiana, “una luz en la oscuridad, un arroyo de agua viva quiere ser tu Iglesia”. Entonces uno saca fuerzas cuando bebe en las aguas de la Iglesia cubana, cuando la estudia, cuando la contempla, cuando la piensa, cuando la reza, cuando conoce a sus grandes hombres y a sus grandes mujeres, conocidos o anónimos, y se siente orgulloso de formar parte de ella, y no queda otro remedio que dar gracias a Dios por pertenecer a esta Iglesia histórica, cargada por supuesto de sombras y negligencias, pero llena de luces y respuestas atinadas al pueblo cubano a lo largo de sus más de 500 años de peregrinación. A veces, cuando nos quejamos, cuando me quejo de mi Iglesia, cuando me parece lenta, timorata y titubeante, cuando pienso que no acierta, cuando pienso que no piensa, cuando creo que no es suficientemente valiente o suficientemente profética o suficientemente solidaria o suficientemente autocrítica o suficientemente participativa o suficientemente corresponsable, se me escapa de la mente y del corazón darle gracias a Dios por pertenecer a esta Iglesia cubana. Es un don inapreciable y a veces, en mi caso, inapreciado. Pocos sacerdotes en el mundo tienen el privilegio de servir en una Iglesia y a una Iglesia como la nuestra. En 23 años de mi sacerdocio en España, nunca saboreé tanto el ministerio como en estos casi 6 que llevo en mi Iglesia local participando de sus venturas y desventuras. Es un don de Dios ser cura en Cuba, aquí, en medio de tantas escaceses y dificultades, ser cura en Cuba es una bendición de Dios, aunque el carro no funcione, no tengamos fotocopiadora o casi ni sepamos qué es Internet. Esto lo decimos poco, lo saboreamos poco; deslumbrados por lo que no tenemos no valoramos el privilegio de ser sacerdotes en esta Iglesia tan vejada y maltrecha, pero a la que estoy seguro, todos nos sentimos orgullosos de servir. Cuando se escriba la historia de nuestra Iglesia, pienso que se escribirán páginas de Evangelio vivo si nosotros, los sacerdotes, hacemos de ella una de las grandes pasiones de nuestra vida.
La tercera fuente de espiritualidad de mi propio pozo no puede ser otro que el pueblo en que nací. También aquí, como en el caso de la Iglesia, las aguas pueden parecer turbias o ambiguas si no somos capaces de filtrarlas bien. Es patética y triste la visión que de Cuba y su pueblo tiene nuestro propio pueblo, tenemos tal vez, nosotros mismos. Para unos, Cuba es un reflejo del paraíso terrenal, no me extrañaría que algunos creyeran de verdad que aquí nacieron Adán y Eva, Caín y Abel; Cuba es patrimonio de la humanidad, el pueblo más culto del mundo, o por lo menos, de los más cultos, potencia internacional en varios campos de las ciencias, las artes y las letras, ejemplo y testimonio para otros pueblos, naciones y culturas más desarrollados que nosotros; en definitiva, el nacionalismo y el chauvinismo más trasnochado y estúpido es una interpretación cotidiana de nuestra realidad para muchos cubanos. Para otros, Cuba está en las antípodas de esta visión: aquí nada funciona, nada sirve, todo está mal, no existen valores, las más lúcidas cabezas emigraron hace mucho tiempo, el clima es insoportable, no se puede hacer nada, estamos llamados a la resignación y la paciencia interminable, y en cualquier caso, la única solución es la emigración... buscar el paraíso situado a 90 millas, allí donde no hay miseria, ni hambre, donde todos tienen carro, Internet, los bolsillos repletos de dólares, allí donde no hay injusticias, ni falta libertad, ni drogas, no robos, donde todos los jóvenes son felices y hay más de 100 cadenas de televisión para ahogar el ocio de las noches y los fines de semana, en definitiva, una visión errática e ignorante de la realidad convertida en fantasía y paradigma de felicidad.
Amar a este pueblo, el que es, como es, como lo hemos hecho entre todos, filtrando sus aguas para no caer ni en un extremo ni en otro, es para mí, otra fuente de vida cristiana y espiritualidad. Tener pasión por Cuba no siempre es sencillo. A veces nos gustaría, me gustaría haber nacido en Roma, en Nueva Orleáns, en Ciudad del cabo o en Estocolmo. Sin embargo, nací en Santa Clara, en el ombligo de la Isla, famosa solamente por sus raspaduras, y esto antes del 59, y por el mausoleo-santuario dedicado al héroe de la Revolución Ernesto Che Guevara. Allí me dejó la cigüeña, y por algo sería. Tener pasión por Cuba, como tener pasión por la Iglesia, es criterio imprescindible para ser cura en esta tierra. Cuando nos enredamos cada día en tantos desastres de todo tipo propios y específicos de nuestra realidad nacional: escasez, la miseria, la burocracia interminable, la mentira empeñada en parecer verdad, el robo convertido en deporte nacional, la superficialidad y la frivolidad de tantas cosas, la simulación y la engañifa como armas de sobrevivencia, el jineterismo espiritual generalizado, el chismorreo y el intrusismo propios de la pereza y el aburrimiento, el amor de pareja convertido en entretenimiento pasajero, la degradación en la educación formal, y tantas otras cosas que como pandemia sufre y padece nuestro pueblo con alto riesgo de contagio para todos nosotros, entonces, uno tiene que hacer un sublime acto de fe, esperanza y amor en este pueblo en que Dios nos puso. Y amarlo no porque sea el pueblo que soñaron Varela y Martí, sino simplemente porque es nuestro pueblo. A este pueblo hay que amarlo mucho para no caer en la tentación de despreciarlo y pedir la visa para otra parte. Pero además, hay que destilar esas aguas donde alimentar nuestra vida de creyentes y de pastores, hay que llegar a disfrutar con “las cosas de nuestro pueblo”, con las mañanas claras y la luminosidad única de Cuba, con sus campos aunque estén enfermos de marabú, con sus palmas reales aunque queden menos, con sus frutas que ya casi no existen, con el tocororo que yo nunca he conocido, y sobre todo, con sus gentes, con sus ancianas famélicas luchando por encender el fogón de petróleo, con sus hombres tirados por las calles intentando resolver la pizza nuestra de cada día, con sus mujeres con licra o sin licra guapeando para que los hijos tengan unos zapatos dignos para poder ir a la escuela al campo, con sus parejas de novios inventándose cada fin de semana dónde ir a pasear y enamorar, con sus gentes haciendo botella durante horas bajo un sol inclemente, con sus niños soñando en la “shopping” con un carrito de plástico amarillo y rojo, con sus enfermos, con sus presos, con sus mendigos, con sus borrachos, con sus enfermos de SIDA, con todos y cada uno de los que componemos el gran “zoológico” humano que es Cuba y su farándula. Amar a sus gentes, y amarlas así, con los valores perdidos o congelados, con sus miserias, con su alegría en medio de las resolvederas diarias, con su corazón acogedor y hospitalario que te ofrece un café o un refresquito “Tokkee”, y si no se disculpa porque “perdone Padre, pero no puedo ni brindarle un café”... ¡Cómo no hacer de este sufrido pueblo que es el nuestro, una fuente inagotable de oración, de espiritualidad y alimento para nuestro sacerdocio!
Y los pobres. Los pobres, de los que ya vengo hablando de algún modo, son siempre una fuente de espiritualidad. La Iglesia cubana, y nosotros, sus presbíteros, no podemos desestimar y desaprovechar este motivo de gracia que son los pobres. Los pobres son hoy, en Cuba, una oportunidad histórica, un “kairós” único que algún día desaparecerá aunque los pobres”siempre los tendremos entre nosotros”. A veces, me interrogo sobre la conveniencia o no de algunas actividades parroquiales, si lo hacemos bien, si estamos acertando... pero cuando uno se acerca a los pobres y trata de echar una mano, de darles lo que puede, de ayudarles en su camino, nunca se equivoca. Los pobres son siempre una garantía de que vivimos el evangelio, una garantía de no error; los pobres son siempre un “lugar teológico”, los preferidos y privilegiados de Dios, por eso cuando nuestro ministerio se dirige a los más pobres, estamos por buen camino, aunque haya errores de planificación pastoral; los pobres son siempre una garantía de estar cerca de Dios, son como el núcleo de nuestra acción pastoral. Pero los pobres son molestos, por eso son pobres; los enfermos mentales, los inadaptados sociales, los marginados, los enfermos de SIDA, los alcohólicos, los mendigos, son siempre fuente de contradicción y de incomprensión. Mucha gente no los entiende, e incluso no nos entiende cuando los priorizamos en nuestra parroquia... ocurre lo mismo que sucedía con Jesús de Nazaret: no entendían su preferencia, las incomprensibles preferencias de Dios, por el mundo de los menesterosos y marginados.
Mis propios pecados son también fuente de espiritualidad. Es algo inaudito, casi incomprensible: que mis infidelidades para con Dios sean motivo de acercamiento a ël. El pecado es siempre una causa para reconciliarse con Dios, sin pecado la gracia no resplandece. Es esa atinada expresión cuaresmal de “O felix culpa”. Los curas siempre corremos el riesgo de acostumbrarnos a las cosas de Dios, a las cosas sagradas, y esto es peligroso...trajinamos tanto con lo sacro, que a veces inconscientemente, nos creemos también nosotros “hombres sagrados”, que no es lo mismo que ser “hombres consagrados”. Y caemos en el más sutil y grave de los pecados: la “supervía clericalis”, es decir, sentirnos más allá del bien y del mal, inmunes al pecado, invulnerables a lo que consideramos el pecado del mundo, lo profano, lo secular, la suciedad de los ambientes... y poco a poco, vamos secando nuestro corazón porque nos erigimos entonces en jueces, a veces implacables, de nuestros hermanos. Nos sentimos los selectos, los buenos de la película, los elegidos de Dios, y nos vamos convirtiendo en solterones estériles incapaces de amar con ternura y compromiso responsable a nuestros hermanos. Pero Dios no quiere así. Nos quiere hombres de carne y hueso, sabedores de nuestra contingencia y nuestra pecaminosidad. Nos quiere sabedores de nuestro ser de pecadores. Cuando me siento pecador, cuando me reconozco con sinceridad y autenticidad infiel a Dios y a su proyecto sobre mí, entonces me siento más cerca de mis hermanos, y cuando me dispongo con “temor y temblor” a ser confidente y confesor de las miserias y pecados de mis hermanos, no me reconozco con derecho a increpar o a condenar a quienes vienen a recibir el perdón de Dios de mis manos y mis labios tan pecadores como los de mis hermanos. Cuando alguien no se siente pecador de verdad, no sólo en teoría, no puede ser misericordioso, y si no es misericordioso, no puede ser sacerdote, en ningún lugar del mundo y mucho menos en esta Cuba nuestra tan necesitada de entrañas de misericordia y comprensión. Cuando me reconozco pecador, cosa que ocurre con harta y triste frecuencia, tengo que sentarme en el último banco de mi Iglesia parroquial y rezar como el publicano del Evangelio. “Señor, soy un desastre, no tengo remedio, no hay manera de salir adelante, ten compasión de mí que no soy digno ni de levantar la mirada, cuanto más de celebrar esta tarde la Eucaristía, o de confesar a Liborio que me avergüenza por la santidad de su vida. Señor, sólo Tú puedes hacerlo. Estoy en tus manos, haz de mí lo que quieras, sea lo que sea, te doy las gracias...” Y levantarme de nuevo, del último banco de la iglesia, y arrastrando mi culpa, con la paz que me da saber que Dios me ama como soy y no como debería ser, saludar a mi comunidad deseándoles que la paz de nuestro Señor Jesucristo, el amor del Padre y la comunión del Espíritu Santo sean con todos ustedes. El pecado se convierte así, en fuente incomprensible de misericordia y humildad, en fuente de amor y comprensión con mi pueblo, y en oportunidad para dar gracias a Dios por el infinito e inmerecido don del perdón sacramental.
Y he dejado para el final, la que obviamente, debe ser nuestra principal fuente de espiritualidad y vida cristiana. Es algo tan lógico que casi es innecesario hablar de ello .Dios mismo debe ser nuestra principal fuente de espiritualidad. Varias veces me han preguntado a lo largo de mi vida, supongo que a veces con cierta curiosidad malsana, si he estado enamorado alguna vez. La pregunta, al principio me desconcertaba, actualmente, suelo sonreír y simplemente decir que sí. La gente se queda esperando que redunde en la respuesta. A veces lo hago y a veces les dejo con ese gustillo de malos pensamientos y elucubraciones un tanto infantiles. Pero a veces explico mi respuesta afirmativa: ¿Cómo puede haber un sacerdote que no esté enamorado?, un sacerdote que no esté enamorado de Dios no puede ser sacerdote. Dios es nuestro gran amor, el gran amor de nuestra vida... nuestra relación íntima y personal con Dios, es decir, nuestra fe, es fundamentalmente un enamoramiento, una alianza en la que Él dio el primer paso: “yo los amé primero”, una historia de amor llena de infidelidades, dudas, desatinos, abandonos y fajoteras por nuestra parte, por mi parte, pero una historia de un amor impecable por parte de Él: un amor por su parte que me deja atónito, sorprendido cada día, entusiasmado, asustado por ser tan inmenso, desarmado por su paciencia, por su fidelidad sin límites, por sus regalos inmerecidos, por su palabra susurrada en los acontecimientos de mi vida, por su sonrisa constante a pesar de mi mal genio. Dios es un eterno traicionado en el amor que siempre perdona, disculpa y reconcilia, que sana mis heridas y las que yo ocasiono a mis hermanos.¡Cómo no estar enamorado de este Dios que al igual que a Jeremías nos ha seducido mientras nos hemos dejado seducir por Él! Dios es mi gran pasión, mi única pasión verdadera, a pesar de mis pasiones de pacotilla, de poca monta, de mis fantasías y veleidades en búsqueda de una felicidad siempre frustrada cuando busco en otros predios que no son los suyos. Me hiciste Señor para ti y no podré descansar hasta que repose plenamente en ti. Dios no es simplemente una fuente de mi espiritualidad, de nuestra espiritualidad, Dios es el manantial de donde surgen las fuentes de cada uno, los pozos propios donde podemos saciar nuestra sed. Pero además, si no fuera así, si Dios sólo fuera un triste pretexto, una razón secundaria y relativa, un motivo bastardo de enriquecimiento, o de búsqueda de poder personal, entonces la gente lo notaría y sabría que no somos “hombres de Dios”, sino burócratas de la religión o hechiceros manipuladores de lo religioso y lo sagrado, o clérigos inhumanos y teóricos incapaces de vibrar con la alegría y con el sufrimiento de los demás. Si Dios no es así, manantial de nuestra espiritualidad cristiana, seríamos unos farsantes y unos impostores. Sólo Dios sacia nuestra sed más profunda, aunque nos empeñemos en beber en todos los charcos o acequias que nos encontremos al andar nuestra vida. Sólo a Él, como Pedro, podemos decir: “Señor, ¿ a quién iríamos, sólo Tú tienes palabras de vida eterna?” (Jn. 6, 68).

 

 

Revista Vitral No. 51 * año VIII * septiembre-octubre 2002
P. Jesús Garmilla
Párroco de la Iglesia Parroquial Mayor de Sancti Spíritus.