Revista Vitral No. 51 * año VIII * septiembre-octubre 2002


OPINIÓN

 

EL MIEDO A LA INFORMACIÓN

CARLOS ALBERTO MONTANER

 

 


Hace unas décadas Erich Fromm describió una peculiar fobia detectada en los seres humanos: el miedo a la libertad. Según este fecundo pensador, la búsqueda de la seguridad era mucho más fuerte que el deseo de ser libre. Por lo menos así ocurría en un número grande de personas. Años más tarde Alvin Toffler advirtió la existencia de otro temor peculiar que embargaba a las gentes. Se refería al futuro. A un futuro que no podían entender con precisión, lleno de máquinas complejas que escapaban no sólo del manejo, sino -incluso- hasta de la comprensión más elemental. Era el shock del futuro. El terror a un mañana que prometía un modo de vida muy diferente al que nosotros conocimos.
Creo que es conveniente identificar un nuevo temor en nuestro desapacible horizonte: el temor a la información. Ese malestar imprecisable, acechante como una ominosa presencia, que le produce a mucha gente saber la enorme cantidad de información al alcance potencial de nuestros ojos y mentes, pero —al mismo tiempo— totalmente inaccesible.

La avalancha informativa

En casi todas las capitales del mundo desarrollado, y aún del Tercer Mundo, es frecuente poder disponer de una veintena de canales de televisión, media docena de periódicos y una incesante aparición de nuevos títulos en las librerías.
Esto es sólo el comienzo. Pronto la combinación de la fibra óptica, el satélite, y la distribución convencional de las ondas radioeléctricas, pondrán a disposición de la familia unos 500 canales de televisión. Esa monstruosa oferta, por supuesto, fragmentará el mercado hasta casi atomizarlo, lo que seguramente dará lugar a formas muy económicas y rudimentarias de producción. Sin duda alguna aumentará la variedad, pero es menos seguro que pueda mantenerse la calidad.
En 1992, solamente en lengua española, 36 000 nuevos títulos aparecieron en las estanterías de las librerías. Casi un promedio de 100 obras por día. Una masa de información absolutamente indigerible. Añádasele a todo esto los voluminosos diarios, las estaciones radiales, las publicaciones especializadas, las revistas de información general, los medios audiovisuales, y tendremos que llegar a la melancólica conclusión de que ya no es posible medir niveles de sabiduría, sino grados de ignorancia.Todos somos raigal y fundamentalmente ignorantes, y cuando alcanzamos atesorar unos conocimientos mínimos, apenas 24 horas más tarde, seguramente ya habrán sido superados por algún hallazgo reciente, otra brillante interpretación o alguna reflexión de nuevo cuño.
En efecto, si en algún momento de la historia fue cierto el sólo sé que no sé nada de los griegos, ese momento es hoy. Pero esta vez la certeza de nuestra ignorancia va acompañada de un sentimiento de agobio. Y todos coinciden: los ricos, los intelectuales encumbrados, la masa menos ilustrada. La sociedad dice sentirse abrumada por el caudal informativo, dice padecer un sentimiento de inadecuación. No poder saber, no poder ajustar el tiempo disponible a la información que se nos brinda, nos crea un desasosiego vital que intentamos solucionar con resúmenes, cursos de lectura rápida, cassettes que nos acompañan en los automóviles o a la hora de acostamos o noticieros que no ahondan en la noticia, sino que se limitan a aportar los headlines más urgentes e inquietantes.
La prensa diaria también sufre los embates de la avalancha informativa. La prosa pierde grasa y va directa al grano. Hay que orillar el párrafo elocuente y acogerse al sound-bite. Los políticos y ejecutivos tienen que hablar en frases rotundas. El sound-bite es la menor unidad de declaración capaz de ser procesada por un telespectador. Hay que decirlo todo en una frase rápida y definitiva. No es fácil. Requiere cierta maestría, pero ya ha surgido una nueva especie profesional, los comunicadores, sin los cuales es difícil dar un paso. Ha surgido una fauna experta en movilizar el mensaje en medio de la maraña informativa hasta conseguir colocarlo frente a los ojos y los oídos de un público atormentado por el ruido imparable de la información.
Es esta atmósfera cargada de información la que produce miedo. Es natural: al fin y al cabo, una criatura normal sólo puede seguir la pista a la programación de cinco o seis canales de televisión, sólo tiene tiempo de leer una docena de libros al año y de pasar la vista a uno, o a lo sumo a dos periódicos todos los días. No en balde la mayor parte de las personas se siente desconcertada cuando le proponen millones de datos, imágenes o historias en medio de un torbellino informativo caótico y desorientador, que no contribuye a aclarar nuestra comprensión de la realidad, sino más bien la oscurece con una multitud de elementos que la inteligencia no consigue discernir, dejándonos una sensación de inseguridad y desamparo realmente ingrata.

La televisión y la violencia

Esta sensación de perplejidad, de miedo ante la enorme oferta de información, nos lleva con frecuencia a tratar de encontrar en este fenómeno la causa de muchos de los males que nos aquejan. No es extraño que se diga, por ejemplo, que la violencia surge o se incrementa debido a las imágenes que nos muestra la televisión. Howard Stringer, Presidente de la CBS, ha advertido que un joven de 18 años, adicto a la televisión —como suele ser corriente en los Estados Unidos— en el momento en el que arriba a la mayoría de edad habrá visto en la pequeña pantalla 200.000 actos de violencia y entre ellos 40.000 crímenes. Y no falta quien atríbuya a esa carnicería audiovisual el alto porcentaje de homicidios que ocurre en los Estados Unidos. Nada menos que ocho de cada 100.000 norteamericanos son ultimados por sus conciudadanos.
No obstante, esa alta cifra de víctimas hay que tomarla con mucho cuidado. Los canadienses suelen ver la misma televisión que los norteamericanos y el número de homicidios es menos de la tercera parte: 2,6. Y la disparidad ni siquiera puede explicarse por la presencia en Estados Unidos de unas vastas minorías negras o hispanas en las que son más frecuentes los actos de violencia, pese a que ven los mismos programas que suele ver la población calificada como anglo.
En los países escandinavos, que también contemplan los mismos programas de televisión —y en los que prevalece la homogeneidad étnica— existen diferencias notables. Los daneses cometen 5,7 homicidios por 100.000 personas. Los noruegos 0,9 apenas. Podría decirse que Dinamarca, más cosmopolita, más tensa, menos relajada que la casi bucólica Noruega, halla en el stress de su civilización una explicación para esta diferencia en el número de homicidios, pero enseguida nos encontramos con que el país que tiene el menor índice de violencia del mundo civilizado es el estado de Israel, con 0,5 homicidios por 100.000 personas. El más tenso y —permítanme la horrenda palabra— estresado de los países, permanentemente en pie de guerra, minuciosamente armado, que además de ver la guerra y la violencia en las pantallas, las ha vivido intensamente desde 1948, es, sin embargo, la menos violenta de las sociedades del planeta, a juzgar por el índice de homicidios.
Realmente no parece cierto que los crímenes fingidos de la televisión, incluso los crímenes ciertos que traen los telediarios, provoquen en un número apreciable de espectadores la voluntad de repetirlos. Incluso, es fácil comprobar en niños y adultos una manera absolutamente distinta de contemplar el crimen falso del extraído de la realidad. Las películas de ficción violenta se contemplan con cierto espíritu lúdico. Nos divierten. Los documentales de violencia real tienden a horrorizarmos, nos deprimen. Y todos, pequeños y grandes, sabemos hacer la distinción.
No es la cantidad, la calidad o el contenido de la información lo que determina el comportamiento violento. Los checoslovacos y los yugoslavos miraban las mismas películas, contemplaban las mismas series. Cuando los checoslovacos decidieron quebrar el país en dos, lo hicieron ordenada y civilizadamente, sin recurrir a ningún acto de violencia. Cuando los yugoslavos se fragmentaron en media docena de naciones distintas, comenzaron una horrible matanza que pasará a la historia como uno de los episodios más vergonzosos y siniestros del siglo XX. La diferencia no estaba en la información de que disponían unos y otros, sino en la formación que habían recibido en hogares y escuelas.
En realidad, el comportamiento se forja a partir de una escala de valores que probablemente se trasmite en el círculo familiar y por medio de contactos individuales. Esto lo saben con toda certeza los comunicadores. No hay elemento más persuasivo que el del encuentro personal, ese influjo directo de la palabra y del body language sobre nosotros. La huella que deja esta relación es infinitamente más poderosa que la que puede dejamos una imagen impresa en una pantalla, o el sonido estereofónico de un CD. Este dato de la realidad no lo ignoran los expertos en mercadeo, que saben, con toda precisión, que no hay mejor elemento para lograr una venta que el de una persona de carne y hueso capaz de influir sobre su interlocutor. Esto lo comprueban día a día los maestros y profesores en todas las aulas del mundo.
Los medios de comunicación, por muy sofisticados y eficaces que sean, siempre padecen de un elemento de artificialidad que disminuye su impacto en nosotros. Hay una distancia entre las personas y el aparato de radio, el televisor o el cine, que nos pone a salvo de cualquier influencia definitiva. Y no debe producimos ninguna extrañeza este fenómeno. Los seres humanos durante 40 000 generaciones, durante todo el período en el que sobrevivimos como cazadores, no conocimos otro medio de relacionamos que el del contacto personal. Luego siguieron 400 generaciones de agricultores ágrafos, y —más tarde— 40 ó 50 que pudieran clasificarse dentro de una era más o menos técnica, por lo menos para una parte sustancial del planeta. Han pasado sólo 25 generaciones desde la invención de la imprenta.
Es difícil ponderar adecuadamente el peso de esa larga historia de la comunicación estrictamente humana sobre nuestra siquis, sobre nuestro ser más íntimo y profundo, pero probablemente nos ha marcado de forma permanente: es así como recogemos la mayor parte de nuestras influencias. Es así como nos formamos: de la boca de nuestros seres más próximos, de los más respetados, de sus gestos y movimientos, del contacto con sus cuerpos.

Comunicación y responsabilidad

No obstante, sería una insensatez negar la responsabilidad de los medios de comunicación en la creación de estados de opinión pública que luego desembocan en ciertas formas superficiales de comportamiento colectivo. Casi no hay duda de que las escenas de la guerra de Vietnam terminaron por producir el regreso de las tropas norteamericanas a los Estados Unidos, y es probable que las imágenes del hambre terrible de Somalia, primero provocaran la intervención humanitaria de Estados Unidos; como también es probable que las imágenes de la barbarie somalí, blandiendo las vísceras de los soldados norteamericanos en Mogadiscio, acabaran por poner fin a la intervención humanitaria. Primero el sufrimiento de ciertos somalíes movilizó la compasión de los Estados Unidos. Pocos meses más tarde la vesania y la crueldad de otros somalíes han generado en el mismo país unos sentimientos exactamente contrarios a los que dieron inicio a esa aventura americana en el este de África.
Pero quizás donde se ha visto con mayor claridad la influencia de los medios de comunicación en la conducta de los pueblos es en el reciente caso Irma. Irma fue una niña herida por la metralla inmisericorde de los serbios. Una niña bosnia, rubia y hermosa, a la que le quedaban pocas horas de vida si no la trasladaban a un hospital de Europa donde pudieran atender sus gravísimas lesiones.
Entre todo aquel horror, en medio de la proliferación horrible de desastres y aflicciones, un periodista de CNN enfocó su cámara al rostro de la niña y contó la historia para millones de telespectadores del mundo entero. Ese periodista le salvó la vida a Irma. Su piedad selectiva, concretada en aquella carita adolorida, tuvo un efecto de conmoción en todas partes. Yo vi llorar a alguna gente en Madrid frente a las imágenes de la televisión, y supongo que algo parecido debió suceder en Londres cuando enviaron un avión de transporte para salvar a la niña.
Es admirable y terrible el bicho humano. A la misma especie que tira las bombas en Bosnia, se le hace un nudo en la garganta cuando ve el resultado de sus acciones a miles de kilómetros de distancia. El mismo bípedo que carboniza pueblos enteros, que degüella prisioneros, que viola mujeres indefensas, se echa a llorar, conmovido, ante el horror de sus propias acciones.
Estas reflexiones nos abren la puerta a diversos problemas de carácter ético. Uno de ellos tiene que ver con la responsabilidad de los medios de comunicación. En última instancia, la misión fundamental del periodismo es elegir. Es seleccionar con cuidado, con vocación de servicio, con la voluntad de ser útil y veraz, la imagen o la información que se coloca en la primera página o en el minuto estelar de los informativos.
El buen periodismo, la buena comunicación, acaso no sea otra cosa que eso: elegir acertadamente lo que se pone frente a los ojos y los oidos de las personas, y seleccionar con todo cuidado la estructura y la jerarquización de esa información.
De la misma manera que nos es imposible asumir racionalmente la cascada de información que se yergue frente a nosotros, también es limitada nuestra capacidad de sentir emociones. La repetición de los horrores no produce un aumento gradual de nuestro sobrecogimiento. Es al revés: la reiteración embota nuestra capacidad de sentir o de sufrir. La primera Irma nos estremece. La segunda nos duele. La tercera nos apena. Es probable que la cuarta nos deje indiferentes. Es, pues, labor de los comunicadores saber elegir en medio de la multitud de pesares e inconvenientes, de noticias felices y gratificantes, la dosis exacta, adecuada a nuestra limitada capacidad de percibir el mundo a través de nuestra racionalidad y de nuestra emotividad. No cabe todo el horror en nuestra mente. Bosnia nos entró en el corazón, pero se nos quedaron fuera Armenia, Azerbaiyán o Georgia. A Bosnia la hemos visto a través de la carita de Irma, pero Azerbaiyán o Abjacio apenas siguen siendo unos nombres exóticos de vagas reminiscencias orientales.

Democracia y comunicación

Es importante advertir los límites y matices del fenómeno de la comunicación para no sucumbir ante el miedo a la información, y para no esperar demasiado de lo que ésta pueda favorecernos. Hay que partir siempre de la convicción de que son muy precisas las cantidades de información que la persona humana puede recibir, y que no tiene el mismo efecto si le llega de una manera o de otra.
Quienes reclaman el control de la información para impedir la manipulación de las mentes de los ciudadanos están planteando una peligrosa contradicción. Controlar la información desde el estado es ya incurrir en una peligrosa manipulación. Por otra parte, es bastante dudosa la pretensión de querer manipular a la opinión pública para conducirla a comportamientos contrarios a una escala de valores adquirida en el seno de la familia. Ni siquiera bajo estados hipnóticos —si no se les obliga— las personas actúan de manera contraria a sus creencias más profundas. Y cualquiera que conozca la poca eficacia de la propaganda política podrá entender esta aseveración. No es la propaganda lo que uniforma a las sociedades totalitarias, sino el miedo a la represión. Cuando desaparecen la coacción y el miedo, es fácil comprobar que la propaganda no ha dejado huella en la mente de la mayor parte de la gente.
Sin embargo, los medios de comunicación pueden ser muy ventajosos en la difusión de los ideales democráticos, siempre que se comprenda que es totalmente inútil tratar de defender la libertad y la democracia con huecas campañas propagandísticas. En primer lugar, porque libertad y democracia son dos categorías totalmente distintas.
La libertad no es otra cosa que la posibilidad de tomar decisiones individuales de acuerdo con nuestros credos y conveniencias. A mayor cantidad de decisiones libremente tomadas, mayor satisfacción personal y una mayor sensación de haber cumplido con nuestra propia naturaleza.
La democracia, en cambio, es un método objetivo y racional para organizar colectivamente las decisiones individuales. Es el método más idóneo con que cuenta la sociedad para armonizar la libertad que ejercen los individuos. Y ninguna de esas dos categorías —la libertad y la democracia— pueden ser eficazmente enseñadas o inculcadas por la vía de los medios de comunicación.
¿Cómo puede la sociedad moderna defender la libertad y blindar la democracia contra sus múltiples enemigos? Evidentemente, formando ciudadanos en el hogar y en la escuela, mediante el contacto personal, para crear personas capaces de comportarse voluntaria y orgullosamente como seres libres que viven en democracia.
Un ser humano educado para la libertad es una persona que debe entender los límites de la responsabilidad individual, que debe contar con rasgos psicológicos que le confieran una cierta fortaleza de carácter, y debe estar consciente de que su tarea más importante consiste en labrarse su propio destino como resultado de sus propias acciones.
La defensa de la democracia, en cambio, es más sutil y difícil porque, como he dicho, no se trata, ni más ni menos, que de un método para conseguir que la sociedad, colectivamente, ordene racionalmente y sin violencia las decisiones individuales, y le dé cauce a los inevitables conflictos.
No debe esperarse, sin embargo, que los miembros de una sociedad cualquiera estén dispuestos a defender ardorosamente la democracia, si este método de toma de decisiones no produce los resultadas apetecibles.
Eso es importante subrayarlo, porque se da por sentado que la democracia es algo que las personas defienden naturalmente, pero la experiencia y el sentido común conducen a una conclusión bien diferente: la democracia sólo es defendida por un número abrumador de ciudadanos cuando se percibe que es un método de gobierno benéfico para la mayor parte de ellos.
No hay demócratas en abstracto. La democracia tiene que funcionar bien para que perdure. Tiene que conseguir niveles crecientes de prosperidad, y tiene que ser administrada de una manera eficiente, porque, de lo contrario, la tendencia de muchísimos ciudadanos será prescindir de este método y recurrir a la violencia, a la coacción y a la imposición.
Este carácter utilitario, pragmático, de la democracia demanda de los medios de comunicación cierto comportamiento tremendamente importante. La gran función de los medios de comunicación en las sociedades democráticas es la permanente auditoría, la crítica constante, el implacable análisis de cuanto acontece, especialmente, en el sector público. Nunca es excesiva la crítica. Nunca sobra una señal de alerta, aunque a veces pueda ser injusta o parezca excesiva. Los medios de comunicación tienen la función, con su ojo avisor, de impedir que el régimen democrático se corrompa por la natural tendencia de los seres humanos a manejar los bienes ajenos como si fueran propios.
Tal vez si todos estuviéramos conscientes de la precariedad del sistema democrático, de la importancia que tiene el hecho de que, como método de toma de decisiones, está obligado a funcionar bien para que prevalezca, acaso nuestra conducta sería mucho más cuidadosa. Nadie debe dar por sentado que la libertad de que hoy disfruta o el sistema democrático en el que vive son fenómenos o formas de vida permanentes. En América Latina nos asombrarnos y nos dolemos de que, a menudo, se restrinja la libertad y surjan comportamientos antidemocráticos, pero nada de esto debería sorprendernos: el fracaso de la democracia y las restricciones a la libertad no son fenómenos propios de ciudadanos perversos, es sólo la consecuencia de que el sistema no funciona adecuadamente.
Los veinte países más prósperos del mundo, los más felices, aquellos que tienen que poner barreras para no llenarse de inmigrantes, son veinte sociedades en las cuales los ciudadanos libres toman sus decisiones colectivas de acuerdo con métodos democráticos. Pero para que ese modo de comportamiento no desaparezca, esos países exitosos están obligados a hacer las cosas de una manera correcta. Están obligados a triunfar. En el momento en el que comience a fallar la eficacia de esos estados, y sobrevenga una crisis prolongada para la que no se vea fin ni alivio, no será posible sostener ni las libertades individuales ni la democracia. Los ciudadanos pedirán, mayoritariamente, la abolición del sistema, aunque con esta actitud empeoren los problemas en lugar de solucionarlos.
No hay que temerle a la información, por excesiva y apabullante que hoy resulte, pero hay que dedicar un enorme esfuerzo a la formación, a la forja del carácter y a la estructuración de valores de los ciudadanos, de manera que la libertad y la democracia no desaparezcan de la faz de la tierra. Esa es nuestra mayor responsabilidad.

 

 

 

Revista Vitral No. 51 * año VIII * septiembre-octubre 2002
Carlos Alberto Montaner
(1943)
Escritor y Periodista cubano, reside en España.