Hace unas décadas Erich Fromm
describió una peculiar fobia detectada en los seres humanos:
el miedo a la libertad. Según este fecundo pensador, la búsqueda
de la seguridad era mucho más fuerte que el deseo de ser libre.
Por lo menos así ocurría en un número grande de
personas. Años más tarde Alvin Toffler advirtió
la existencia de otro temor peculiar que embargaba a las gentes. Se
refería al futuro. A un futuro que no podían entender
con precisión, lleno de máquinas complejas que escapaban
no sólo del manejo, sino -incluso- hasta de la comprensión
más elemental. Era el shock del futuro. El terror a un mañana
que prometía un modo de vida muy diferente al que nosotros conocimos.
Creo que es conveniente identificar un nuevo temor en nuestro desapacible
horizonte: el temor a la información. Ese malestar imprecisable,
acechante como una ominosa presencia, que le produce a mucha gente saber
la enorme cantidad de información al alcance potencial de nuestros
ojos y mentes, pero al mismo tiempo totalmente inaccesible.
La avalancha informativa
En casi todas las capitales del mundo desarrollado, y aún del
Tercer Mundo, es frecuente poder disponer de una veintena de canales
de televisión, media docena de periódicos y una incesante
aparición de nuevos títulos en las librerías.
Esto es sólo el comienzo. Pronto la combinación de la
fibra óptica, el satélite, y la distribución convencional
de las ondas radioeléctricas, pondrán a disposición
de la familia unos 500 canales de televisión. Esa monstruosa
oferta, por supuesto, fragmentará el mercado hasta casi atomizarlo,
lo que seguramente dará lugar a formas muy económicas
y rudimentarias de producción. Sin duda alguna aumentará
la variedad, pero es menos seguro que pueda mantenerse la calidad.
En 1992, solamente en lengua española, 36 000 nuevos títulos
aparecieron en las estanterías de las librerías. Casi
un promedio de 100 obras por día. Una masa de información
absolutamente indigerible. Añádasele a todo esto los voluminosos
diarios, las estaciones radiales, las publicaciones especializadas,
las revistas de información general, los medios audiovisuales,
y tendremos que llegar a la melancólica conclusión de
que ya no es posible medir niveles de sabiduría, sino grados
de ignorancia.Todos somos raigal y fundamentalmente ignorantes, y cuando
alcanzamos atesorar unos conocimientos mínimos, apenas 24 horas
más tarde, seguramente ya habrán sido superados por algún
hallazgo reciente, otra brillante interpretación o alguna reflexión
de nuevo cuño.
En efecto, si en algún momento de la historia fue cierto el sólo
sé que no sé nada de los griegos, ese momento es hoy.
Pero esta vez la certeza de nuestra ignorancia va acompañada
de un sentimiento de agobio. Y todos coinciden: los ricos, los intelectuales
encumbrados, la masa menos ilustrada. La sociedad dice sentirse abrumada
por el caudal informativo, dice padecer un sentimiento de inadecuación.
No poder saber, no poder ajustar el tiempo disponible a la información
que se nos brinda, nos crea un desasosiego vital que intentamos solucionar
con resúmenes, cursos de lectura rápida, cassettes que
nos acompañan en los automóviles o a la hora de acostamos
o noticieros que no ahondan en la noticia, sino que se limitan a aportar
los headlines más urgentes e inquietantes.
La prensa diaria también sufre los embates de la avalancha informativa.
La prosa pierde grasa y va directa al grano. Hay que orillar el párrafo
elocuente y acogerse al sound-bite. Los políticos y ejecutivos
tienen que hablar en frases rotundas. El sound-bite es la menor unidad
de declaración capaz de ser procesada por un telespectador. Hay
que decirlo todo en una frase rápida y definitiva. No es fácil.
Requiere cierta maestría, pero ya ha surgido una nueva especie
profesional, los comunicadores, sin los cuales es difícil dar
un paso. Ha surgido una fauna experta en movilizar el mensaje en medio
de la maraña informativa hasta conseguir colocarlo frente a los
ojos y los oídos de un público atormentado por el ruido
imparable de la información.
Es esta atmósfera cargada de información la que produce
miedo. Es natural: al fin y al cabo, una criatura normal sólo
puede seguir la pista a la programación de cinco o seis canales
de televisión, sólo tiene tiempo de leer una docena de
libros al año y de pasar la vista a uno, o a lo sumo a dos periódicos
todos los días. No en balde la mayor parte de las personas se
siente desconcertada cuando le proponen millones de datos, imágenes
o historias en medio de un torbellino informativo caótico y desorientador,
que no contribuye a aclarar nuestra comprensión de la realidad,
sino más bien la oscurece con una multitud de elementos que la
inteligencia no consigue discernir, dejándonos una sensación
de inseguridad y desamparo realmente ingrata.
La televisión y la violencia
Esta sensación de perplejidad, de miedo ante la enorme oferta
de información, nos lleva con frecuencia a tratar de encontrar
en este fenómeno la causa de muchos de los males que nos aquejan.
No es extraño que se diga, por ejemplo, que la violencia surge
o se incrementa debido a las imágenes que nos muestra la televisión.
Howard Stringer, Presidente de la CBS, ha advertido que un joven de
18 años, adicto a la televisión como suele ser corriente
en los Estados Unidos en el momento en el que arriba a la mayoría
de edad habrá visto en la pequeña pantalla 200.000 actos
de violencia y entre ellos 40.000 crímenes. Y no falta quien
atríbuya a esa carnicería audiovisual el alto porcentaje
de homicidios que ocurre en los Estados Unidos. Nada menos que ocho
de cada 100.000 norteamericanos son ultimados por sus conciudadanos.
No obstante, esa alta cifra de víctimas hay que tomarla con mucho
cuidado. Los canadienses suelen ver la misma televisión que los
norteamericanos y el número de homicidios es menos de la tercera
parte: 2,6. Y la disparidad ni siquiera puede explicarse por la presencia
en Estados Unidos de unas vastas minorías negras o hispanas en
las que son más frecuentes los actos de violencia, pese a que
ven los mismos programas que suele ver la población calificada
como anglo.
En los países escandinavos, que también contemplan los
mismos programas de televisión y en los que prevalece la
homogeneidad étnica existen diferencias notables. Los daneses
cometen 5,7 homicidios por 100.000 personas. Los noruegos 0,9 apenas.
Podría decirse que Dinamarca, más cosmopolita, más
tensa, menos relajada que la casi bucólica Noruega, halla en
el stress de su civilización una explicación para esta
diferencia en el número de homicidios, pero enseguida nos encontramos
con que el país que tiene el menor índice de violencia
del mundo civilizado es el estado de Israel, con 0,5 homicidios por
100.000 personas. El más tenso y permítanme la horrenda
palabra estresado de los países, permanentemente en pie
de guerra, minuciosamente armado, que además de ver la guerra
y la violencia en las pantallas, las ha vivido intensamente desde 1948,
es, sin embargo, la menos violenta de las sociedades del planeta, a
juzgar por el índice de homicidios.
Realmente no parece cierto que los crímenes fingidos de la televisión,
incluso los crímenes ciertos que traen los telediarios, provoquen
en un número apreciable de espectadores la voluntad de repetirlos.
Incluso, es fácil comprobar en niños y adultos una manera
absolutamente distinta de contemplar el crimen falso del extraído
de la realidad. Las películas de ficción violenta se contemplan
con cierto espíritu lúdico. Nos divierten. Los documentales
de violencia real tienden a horrorizarmos, nos deprimen. Y todos, pequeños
y grandes, sabemos hacer la distinción.
No es la cantidad, la calidad o el contenido de la información
lo que determina el comportamiento violento. Los checoslovacos y los
yugoslavos miraban las mismas películas, contemplaban las mismas
series. Cuando los checoslovacos decidieron quebrar el país en
dos, lo hicieron ordenada y civilizadamente, sin recurrir a ningún
acto de violencia. Cuando los yugoslavos se fragmentaron en media docena
de naciones distintas, comenzaron una horrible matanza que pasará
a la historia como uno de los episodios más vergonzosos y siniestros
del siglo XX. La diferencia no estaba en la información de que
disponían unos y otros, sino en la formación que habían
recibido en hogares y escuelas.
En realidad, el comportamiento se forja a partir de una escala de valores
que probablemente se trasmite en el círculo familiar y por medio
de contactos individuales. Esto lo saben con toda certeza los comunicadores.
No hay elemento más persuasivo que el del encuentro personal,
ese influjo directo de la palabra y del body language sobre nosotros.
La huella que deja esta relación es infinitamente más
poderosa que la que puede dejamos una imagen impresa en una pantalla,
o el sonido estereofónico de un CD. Este dato de la realidad
no lo ignoran los expertos en mercadeo, que saben, con toda precisión,
que no hay mejor elemento para lograr una venta que el de una persona
de carne y hueso capaz de influir sobre su interlocutor. Esto lo comprueban
día a día los maestros y profesores en todas las aulas
del mundo.
Los medios de comunicación, por muy sofisticados y eficaces que
sean, siempre padecen de un elemento de artificialidad que disminuye
su impacto en nosotros. Hay una distancia entre las personas y el aparato
de radio, el televisor o el cine, que nos pone a salvo de cualquier
influencia definitiva. Y no debe producimos ninguna extrañeza
este fenómeno. Los seres humanos durante 40 000 generaciones,
durante todo el período en el que sobrevivimos como cazadores,
no conocimos otro medio de relacionamos que el del contacto personal.
Luego siguieron 400 generaciones de agricultores ágrafos, y más
tarde 40 ó 50 que pudieran clasificarse dentro de una era
más o menos técnica, por lo menos para una parte sustancial
del planeta. Han pasado sólo 25 generaciones desde la invención
de la imprenta.
Es difícil ponderar adecuadamente el peso de esa larga historia
de la comunicación estrictamente humana sobre nuestra siquis,
sobre nuestro ser más íntimo y profundo, pero probablemente
nos ha marcado de forma permanente: es así como recogemos la
mayor parte de nuestras influencias. Es así como nos formamos:
de la boca de nuestros seres más próximos, de los más
respetados, de sus gestos y movimientos, del contacto con sus cuerpos.
Comunicación y responsabilidad
No obstante, sería una insensatez negar la responsabilidad de
los medios de comunicación en la creación de estados de
opinión pública que luego desembocan en ciertas formas
superficiales de comportamiento colectivo. Casi no hay duda de que las
escenas de la guerra de Vietnam terminaron por producir el regreso de
las tropas norteamericanas a los Estados Unidos, y es probable que las
imágenes del hambre terrible de Somalia, primero provocaran la
intervención humanitaria de Estados Unidos; como también
es probable que las imágenes de la barbarie somalí, blandiendo
las vísceras de los soldados norteamericanos en Mogadiscio, acabaran
por poner fin a la intervención humanitaria. Primero el sufrimiento
de ciertos somalíes movilizó la compasión de los
Estados Unidos. Pocos meses más tarde la vesania y la crueldad
de otros somalíes han generado en el mismo país unos sentimientos
exactamente contrarios a los que dieron inicio a esa aventura americana
en el este de África.
Pero quizás donde se ha visto con mayor claridad la influencia
de los medios de comunicación en la conducta de los pueblos es
en el reciente caso Irma. Irma fue una niña herida por la metralla
inmisericorde de los serbios. Una niña bosnia, rubia y hermosa,
a la que le quedaban pocas horas de vida si no la trasladaban a un hospital
de Europa donde pudieran atender sus gravísimas lesiones.
Entre todo aquel horror, en medio de la proliferación horrible
de desastres y aflicciones, un periodista de CNN enfocó su cámara
al rostro de la niña y contó la historia para millones
de telespectadores del mundo entero. Ese periodista le salvó
la vida a Irma. Su piedad selectiva, concretada en aquella carita adolorida,
tuvo un efecto de conmoción en todas partes. Yo vi llorar a alguna
gente en Madrid frente a las imágenes de la televisión,
y supongo que algo parecido debió suceder en Londres cuando enviaron
un avión de transporte para salvar a la niña.
Es admirable y terrible el bicho humano. A la misma especie que tira
las bombas en Bosnia, se le hace un nudo en la garganta cuando ve el
resultado de sus acciones a miles de kilómetros de distancia.
El mismo bípedo que carboniza pueblos enteros, que degüella
prisioneros, que viola mujeres indefensas, se echa a llorar, conmovido,
ante el horror de sus propias acciones.
Estas reflexiones nos abren la puerta a diversos problemas de carácter
ético. Uno de ellos tiene que ver con la responsabilidad de los
medios de comunicación. En última instancia, la misión
fundamental del periodismo es elegir. Es seleccionar con cuidado, con
vocación de servicio, con la voluntad de ser útil y veraz,
la imagen o la información que se coloca en la primera página
o en el minuto estelar de los informativos.
El buen periodismo, la buena comunicación, acaso no sea otra
cosa que eso: elegir acertadamente lo que se pone frente a los ojos
y los oidos de las personas, y seleccionar con todo cuidado la estructura
y la jerarquización de esa información.
De la misma manera que nos es imposible asumir racionalmente la cascada
de información que se yergue frente a nosotros, también
es limitada nuestra capacidad de sentir emociones. La repetición
de los horrores no produce un aumento gradual de nuestro sobrecogimiento.
Es al revés: la reiteración embota nuestra capacidad de
sentir o de sufrir. La primera Irma nos estremece. La segunda nos duele.
La tercera nos apena. Es probable que la cuarta nos deje indiferentes.
Es, pues, labor de los comunicadores saber elegir en medio de la multitud
de pesares e inconvenientes, de noticias felices y gratificantes, la
dosis exacta, adecuada a nuestra limitada capacidad de percibir el mundo
a través de nuestra racionalidad y de nuestra emotividad. No
cabe todo el horror en nuestra mente. Bosnia nos entró en el
corazón, pero se nos quedaron fuera Armenia, Azerbaiyán
o Georgia. A Bosnia la hemos visto a través de la carita de Irma,
pero Azerbaiyán o Abjacio apenas siguen siendo unos nombres exóticos
de vagas reminiscencias orientales.
Democracia y comunicación
Es importante advertir los límites y matices del fenómeno
de la comunicación para no sucumbir ante el miedo a la información,
y para no esperar demasiado de lo que ésta pueda favorecernos.
Hay que partir siempre de la convicción de que son muy precisas
las cantidades de información que la persona humana puede recibir,
y que no tiene el mismo efecto si le llega de una manera o de otra.
Quienes reclaman el control de la información para impedir la
manipulación de las mentes de los ciudadanos están planteando
una peligrosa contradicción. Controlar la información
desde el estado es ya incurrir en una peligrosa manipulación.
Por otra parte, es bastante dudosa la pretensión de querer manipular
a la opinión pública para conducirla a comportamientos
contrarios a una escala de valores adquirida en el seno de la familia.
Ni siquiera bajo estados hipnóticos si no se les obliga
las personas actúan de manera contraria a sus creencias más
profundas. Y cualquiera que conozca la poca eficacia de la propaganda
política podrá entender esta aseveración. No es
la propaganda lo que uniforma a las sociedades totalitarias, sino el
miedo a la represión. Cuando desaparecen la coacción y
el miedo, es fácil comprobar que la propaganda no ha dejado huella
en la mente de la mayor parte de la gente.
Sin embargo, los medios de comunicación pueden ser muy ventajosos
en la difusión de los ideales democráticos, siempre que
se comprenda que es totalmente inútil tratar de defender la libertad
y la democracia con huecas campañas propagandísticas.
En primer lugar, porque libertad y democracia son dos categorías
totalmente distintas.
La libertad no es otra cosa que la posibilidad de tomar decisiones individuales
de acuerdo con nuestros credos y conveniencias. A mayor cantidad de
decisiones libremente tomadas, mayor satisfacción personal y
una mayor sensación de haber cumplido con nuestra propia naturaleza.
La democracia, en cambio, es un método objetivo y racional para
organizar colectivamente las decisiones individuales. Es el método
más idóneo con que cuenta la sociedad para armonizar la
libertad que ejercen los individuos. Y ninguna de esas dos categorías
la libertad y la democracia pueden ser eficazmente enseñadas
o inculcadas por la vía de los medios de comunicación.
¿Cómo puede la sociedad moderna defender la libertad y
blindar la democracia contra sus múltiples enemigos? Evidentemente,
formando ciudadanos en el hogar y en la escuela, mediante el contacto
personal, para crear personas capaces de comportarse voluntaria y orgullosamente
como seres libres que viven en democracia.
Un ser humano educado para la libertad es una persona que debe entender
los límites de la responsabilidad individual, que debe contar
con rasgos psicológicos que le confieran una cierta fortaleza
de carácter, y debe estar consciente de que su tarea más
importante consiste en labrarse su propio destino como resultado de
sus propias acciones.
La defensa de la democracia, en cambio, es más sutil y difícil
porque, como he dicho, no se trata, ni más ni menos, que de un
método para conseguir que la sociedad, colectivamente, ordene
racionalmente y sin violencia las decisiones individuales, y le dé
cauce a los inevitables conflictos.
No debe esperarse, sin embargo, que los miembros de una sociedad cualquiera
estén dispuestos a defender ardorosamente la democracia, si este
método de toma de decisiones no produce los resultadas apetecibles.
Eso es importante subrayarlo, porque se da por sentado que la democracia
es algo que las personas defienden naturalmente, pero la experiencia
y el sentido común conducen a una conclusión bien diferente:
la democracia sólo es defendida por un número abrumador
de ciudadanos cuando se percibe que es un método de gobierno
benéfico para la mayor parte de ellos.
No hay demócratas en abstracto. La democracia tiene que funcionar
bien para que perdure. Tiene que conseguir niveles crecientes de prosperidad,
y tiene que ser administrada de una manera eficiente, porque, de lo
contrario, la tendencia de muchísimos ciudadanos será
prescindir de este método y recurrir a la violencia, a la coacción
y a la imposición.
Este carácter utilitario, pragmático, de la democracia
demanda de los medios de comunicación cierto comportamiento tremendamente
importante. La gran función de los medios de comunicación
en las sociedades democráticas es la permanente auditoría,
la crítica constante, el implacable análisis de cuanto
acontece, especialmente, en el sector público. Nunca es excesiva
la crítica. Nunca sobra una señal de alerta, aunque a
veces pueda ser injusta o parezca excesiva. Los medios de comunicación
tienen la función, con su ojo avisor, de impedir que el régimen
democrático se corrompa por la natural tendencia de los seres
humanos a manejar los bienes ajenos como si fueran propios.
Tal vez si todos estuviéramos conscientes de la precariedad del
sistema democrático, de la importancia que tiene el hecho de
que, como método de toma de decisiones, está obligado
a funcionar bien para que prevalezca, acaso nuestra conducta sería
mucho más cuidadosa. Nadie debe dar por sentado que la libertad
de que hoy disfruta o el sistema democrático en el que vive son
fenómenos o formas de vida permanentes. En América Latina
nos asombrarnos y nos dolemos de que, a menudo, se restrinja la libertad
y surjan comportamientos antidemocráticos, pero nada de esto
debería sorprendernos: el fracaso de la democracia y las restricciones
a la libertad no son fenómenos propios de ciudadanos perversos,
es sólo la consecuencia de que el sistema no funciona adecuadamente.
Los veinte países más prósperos del mundo, los
más felices, aquellos que tienen que poner barreras para no llenarse
de inmigrantes, son veinte sociedades en las cuales los ciudadanos libres
toman sus decisiones colectivas de acuerdo con métodos democráticos.
Pero para que ese modo de comportamiento no desaparezca, esos países
exitosos están obligados a hacer las cosas de una manera correcta.
Están obligados a triunfar. En el momento en el que comience
a fallar la eficacia de esos estados, y sobrevenga una crisis prolongada
para la que no se vea fin ni alivio, no será posible sostener
ni las libertades individuales ni la democracia. Los ciudadanos pedirán,
mayoritariamente, la abolición del sistema, aunque con esta actitud
empeoren los problemas en lugar de solucionarlos.
No hay que temerle a la información, por excesiva y apabullante
que hoy resulte, pero hay que dedicar un enorme esfuerzo a la formación,
a la forja del carácter y a la estructuración de valores
de los ciudadanos, de manera que la libertad y la democracia no desaparezcan
de la faz de la tierra. Esa es nuestra mayor responsabilidad.