Este sacerdote sabe lo que dice y vive lo que sabe
Corre orgulloso el ómnibus Mercedes
Benz devorando los largos kilómetros que nos separan del Cobre,
el dichoso pueblecito oriental en el que quiso quedarse la Reina, Madre
y Patrona de la Caridad.
Mientras voy entre sueñitos y chistes de los sacerdotes y obispos
que llenamos el vehículo, mascullando pensamientos entre recuerdos,
esperanzas, anhelos y cansancios. Pero me siento contento y feliz porque
corro al encuentro de la Madre de todos los cubanos, a un nuevo encuentro
con amigos y compañeros, sacerdotes y obispos de toda la Isla,
que hallaremos en aquel rincón maravilloso de la región
oriental un remanso de paz mariana, de fraternidad sacerdotal y de reflexión
humana y cubana.
Y así ocurrió, tratamos temas patrios pasados y presentes,
preocupaciones y anhelos y tocamos como debía ser, el tema sacerdotal.
Según leía y más que leer declamaba el conferencista
sus interesantes líneas, llenas de sabia profundidad y claro
conocimiento de las realidades, yo pensaba:
Este sacerdote, que apenas lleva seis años en Cuba, sabe
lo que dice y vive lo que sabe. Me propuse desde que terminó
la lectura de su magnífica conferencia o mejor dicho, reflexión,
hacerla llegar a todos los sacerdotes, pero no me contento con ello
y deseo a través de Vitral, hacer partícipes a sus lectores
de este lindo y preciado regalo.
S.E. Mons. José
Siro González Bacallao. Obispo de P. del Río
Recuerdo cuando el Año Jubilar 2000, dábamos
los últimos retoques, más de estilo que de contenido,
al Plan Global de Pastoral que rige en la Iglesia cubana
hasta el 2005, a la hora de formular el primer objetivo del Plan que
quedó definitivamente expresado de la siguiente manera: Desarrollar
procesos de formación cristiana con los distintos destinatarios
de nuestra misión para favorecer en ellos una conversión
que lleve a una auténtica espiritualidad cristiana, surgió
entre quienes teníamos la tarea de poner por escrito el Plan,
dudas fundadas sobre la comprensión del concepto espiritualidad.
Se habló entonces, y creo que con razón, de lo ambiguo
que podía resultar el término, de sus diversas y posiblemente
legítimas interpretaciones diversas, e incluso de una intelección
que podía ser errónea y hasta contrapuesta según
quien leyera y asumiera el término. Se optó, no obstante,
por conservar la palabra en cuestión, dada una extensa y rica
tradición en la historia de la Iglesia, pero se introdujo, en
los preámbulos del documento eclesial, una definición
aclaratoria y acotadora del concepto espiritualidad tomada
de la Eclesia in America que es, a la postre, el marco doctrinal
que sustenta todo el PGP vigente en la Iglesia cubana. Concretamente,
la definición tomada de la Exhortación Apostólica
de Juan Pablo II, dice: espiritualidad es un estilo o forma de
vivir según las exigencias cristianas, la cual es la vida en
Cristo y en el Espíritu, que se acepta por la fe, se expresa
por el amor y, en esperanza, es conducida a la vida dentro de la comunidad
eclesial. En este sentido, por espiritualidad, que es meta a la que
conduce la conversión, se entiende no una parte de la vida, sino
la vida toda guiada por el Espíritu Santo (Nº 29).
Efectivamente, cuando se habla de espiritualidad, es preciso
aclarar muy bien, qué entendemos por la misma, porque en nombre
de una espiritualidad mal entendida se pueden cometer muchos desafueros
en la vida cristiana. Un teólogo español llega a decir:
la espiritualidad cristiana por más extraño
que parezca- está erizada de peligros... Tengo la
impresión de que hasta ahora, no se ha reflexionado lo suficiente
en torno al profundo trastorno que sufrió la espiritualidad de
los cristianos cuando la centralidad del Reino de Dios fue sustituida
por la centralidad de la virtud... Me limito a hacer caer
en cuenta de que, mientras el proyecto del Reino, tal como lo presentó
Jesús, consiste en la defensa y la dignificación de la
vida de los seres humanos, el proyecto de la virtud consiste en el dominio
de las propias pasiones... que, desde Platón, y según
la formulación de los estoicos, terminaron por configurar la
espiritualidad de los cristianos (José María Castillo,
La dimensión social de nuestra misión., en
Rev. Caminos, Nº. 22, pág. 30 y ss.)Esta es sólo
una muestra de las dificultades semánticas y de contenido que
el concepto espiritualidad puede ofrecernos hoy a nosotros.
Así, encontramos grupos de cristianos de profunda vida interior,
que congregados en torno a diversas espiritualidades y carismas,
aportan, no obstante, visiones e interpretaciones del hombre y del mundo,
en ocasiones, si no contradictorias, sí relativamente disímiles
y variopintas. Desde la espiritualidad de los grupos monásticos,
inspirados fundamentalmente en la Regla de San Benito, hasta los modernos
movimientos de la Iglesia, tales como los focolares de Chiara
Lubich, los neocatecumentales de Kiko Arguello, el Opus
Dei del próximo San Josemaría Escrivá de
Balaguer, los grupos carismáticos de Renovación en el
Espíritu, las comunidades de San Egidio, y un largo etcétera,
va un largo trecho, admitido en y por la Iglesia, y seguramente portador
de esa riqueza pluriforme que suscita el Espíritu desde Pentecostés
en la Iglesia de Jesucristo.
Por otra parte, nosotros, los sacerdotes diocesanos o religiosos, contamos
con un inmenso y rico magisterio del actual Pontífice Juan Pablo
II, recogido quizás en una de sus últimas aportaciones
doctrinales al respecto, la Pastores dabo vobis, a la cual
remito y que contiene una densa y autorizada doctrina espiritual sobre
el sacerdocio. También en Cuba, nuestros Obispos nos han entregado
un magisterio sobre el sacerdocio, quizás un tanto disperso en
distintos documentos y pastorales, pero recogido de un modo especial
en ese evento único de la historia eclesial cubana que es el
ENEC, especialmente en la segunda parte, capítulo primero, número
5; en la tercera parte, capítulos 3 y 4 y en la Instrucción
Pastoral de los obispos, en varios momentos, del mismo ENEC. También
remito a este documento que debe ser siempre el libro de Cabecera
de todo sacerdote que trabaja en Cuba y por supuesto, de todos los laicos
agentes de pastoral de nuestra Iglesia.
Dadas las dificultades inherentes a la misma riqueza y vastedad del
concepto espiritualidad y a las variadas y en buena parte
legítimas opciones y carismas actualmente vigentes en nuestra
Iglesia, así como el amplio magisterio tanto del Papa como de
nuestros Obispos, he optado por dar a esta expresión sobre el
sacerdote cubano y la espiritualidad un talante más personal
. Ustedes me van a perdonar, de antemano, este atrevimiento mío
de dar rienda suelta a mis sentimientos y emociones, que en ningún
momento pretenden ni superar ni mucho menos enmendar la plana a las
más sesudas y autorizadas voces que se han asomado a este importante
tema de la espiritualidad sacerdotal a lo largo de la historia y en
el mundo de hoy. A la hora de pensar qué podría comunicarles
yo a ustedes, venidos desde todos los rincones de esta alargada y querida
Isla, decidí que mi mejor aportación no podía ser
otra que abrirles mi corazón, convencido con Pascal, que el corazón
tiene razones que ignora la razón y que, en definitiva,
una exposición más formal o académica sobre el
sacerdocio y su espiritualidad, tanto en Cuba como fuera de Cuba, podemos
encontrarla en muchos libros, diccionarios de espiritualidad y documentos
al alcance de todos.
Me ha costado mucho tiempo a lo largo de mis casi 30 años de
sacerdote ministerial descubrir lo decisivo que es para cada uno de
nosotros, vertebrar su propia espiritualidad. No creo que haya conseguido
hacerlo, pero al menos sí tengo claro lo medular que es en la
vida cristiana, ubicar sus propias fuentes de espiritualidad;
como escribe un teólogo latinoamericano, llegar a beber
en su propio pozo. Opino que no todo vale para todos, que cada
cristiano, como ser irrepetible, debe ir logrando, a lo largo de su
vida, discernir y ubicar sus fuentes propias de espiritualidad. Se trataría
de ir logrando puntos o lugares comunes de encuentro en el diálogo
personal e íntimo con Dios. Como unos esposos tienen sus temas
propios de conversación, sus lugares favoritos de encuentro,
incluso, un lenguaje y hasta un metalenguaje característico para
propiciar la comunicación interpersonal.
Meditando, a la hora de poner por escrito este trabajo que se me ha
encargado, descubro que mi primera fuente personal de espiritualidad,
allí donde bebo y acudo, en ocasiones de un modo inconsciente,
es mi mismo sacerdocio. El sacerdocio ministerial se convierte así
para mí, en una rica fuente donde alimentar mi diálogo
y mi relación interpersonal con Dios. Es, fundamentalmente, una
fuente que me lleva a la oración de gratitud, a la oración
de acción de gracias, a la eucaristía, en el sentido literal
de la palabra. La celebración eucarística es siempre,
por eso, mi primera fuente de espiritualidad, porque es una ocasión
única para agradecer a Dios que me haya llamado al sacerdocio.
Pero esta fuente, como las demás, que luego iré intentando
describir, no es sólo una fuente que me lleva al agradecimiento,
es también una fuente de espiritualidad que me lleva al asombro
y la admiración, al estupor y al desconcierto. Cuando me veo
sacerdote, a pesar de haber transcurrido ya tantos años, me sigo
sintiendo anonadado y en ocasiones, superado por la magnitud del llamamiento.
Cuando me veo por dentro, examino mi conciencia, me analizo en la sinceridad
y el silencio de la oración personal, y me descubro tan desastre,
tan indigno, tan pequeño, tan miserable en tantas cosas y momentos,
me cuesta entender, es decir, no entiendo, este llamamiento. No creo
que sea falsa humildad o modestia. Me tropiezo, sin pensarlo, con el
misterio insondable de la voluntad de Dios, de los designios de Dios,
incluso de los caprichos de Dios que superan nuestras previsiones,
nuestras razones, nuestras lógicas... y no acabo de entender
los por qué... el por qué de este llamamiento, el por
qué de su paciencia conmigo, el por qué de su obstinado
interés en caminar junto a mí sin forzarme, sin marcarme
la ruta, sus esperas interminables ante mis idas del hogar, su falta
de reproche cuando no vivo mi ministerio como sé que debo vivirlo...
Todo esto me lleva a la admiración desconcertada, a la contemplación
boquiabierta, a la vergüenza por tanta infidelidad por no vivir
con más ilusión y alegría este regalo que cada
día debo vivir con gratitud y entusiasmo. Uno se siente superado
porque Dios se haya fijado en uno y no en otros que aparentemente lo
harían más satisfactoriamente, o que nos parece que son
muy buena gente, o a los que nosotros, jugando a ser dioses, hubiéramos
elegido para que las cosas fueran mejor en nuestra Iglesia. Y entonces,
no queda otra oración que decirle al Señor: Señor,
la culpa es tuya por fijarte en este desastre que soy yo... ¿por
qué no llamaste a fulano, o a ciclano, que lo harían mucho
mejor?, pero gracias Señor, por haber tenido este detalle conmigo.
Y uno empieza a beber de este pozo que es su propia historia de cura
de 5, 15, 28 años... y a recordar a las gentes que se fue encontrando
por el camino, y cómo desde nuestra propia torpeza y fragilidad,
Dios fue haciendo la obra buena en los caminantes que nos fuimos encontrando
a lo largo de nuestra biografía ministerial: y recuerda a aquel
matrimonio a punto de deshacerse que yo, o sea, el sacerdote, o sea
Dios a través de mí, hizo posible que no se rompiera,
y a aquel drogadicto a quien nunca pudimos rehabilitar pero a quien
escuchamos durante horas días y a quien acompañamos durante
su síndrome de abstinencia para que la lucha no le fuera tan
dura, o a aquella muchacha que no pudo o no supo ser madre y prefirió,
seguramente por su ignorancia, o por miedo, o por las presiones familiares
o sociales, o qué sé yo por qué, abortar una vida
que tenía derecho a estar entre nosotros; o a aquel compañero
sacerdote que se cansó por el camino y se reclinó en mi
hombro y lloró su adiós definitivo al sacerdocio; y una
larga lista de rostros y conciencias que el Señor nos ha regalado
a cada uno de nosotros, para sufrir con ellos, alegrarnos con ellos,
caminar juntos un tramo de su vida hasta que decidan, en cualquier encrucijada,
tomar otro camino. El sacerdocio se convierte así en una fuente
inagotable de vida interior, entonces nuestra oración personal
es una especie de película con todos los actores de la vida real
con quienes nos vamos encontrando día a día, y que nos
abren su corazón en busca de un poco de paz y consolación.
La Iglesia es para mí, la segunda fuente de espiritualidad, las
aguas de mi pozo, donde bebo para alimentar mi fe y mi vida cristiana.
Con el paso de los años, nuestra eclesiología se ha ido
cimentando y la Iglesia ha llegado a ser nuestra casa, nuestro hogar,
la gente que comparte nuestra vida y nuestras ilusiones y frustraciones.
Se van depurando las ideas y la teología para quedarnos con una
especie de Iglesia muy casera, muy nuestra, profundamente amada y fuente
muchas veces de sufrimiento y de dolor. A mí la Iglesia me ha
hecho sufrir mucho a lo largo de mi vida, y especialmente a lo largo
de los años de sacerdocio, si no dijera esto, no sería
sincero. Permítanme confesarles que amo tanto a esta Iglesia
que no soy capaz de permanecer neutral y pasivo en ella. Para mí
es fuente de sufrimiento aunque también sea fuente de paz, orgullo
y alegría. Siempre he sido muy crítico con la Iglesia,
y esto me ha supuesto muchos dolores de cabeza y muchas incomprensiones.
He intentado ser y sentirme libre en mi Iglesia para dar mi opinión
sobre aquellos temas fronterizos y opinables... no puedo entender que
se pertenezca a una iglesia a la que uno no pueda criticar y donde sólo
esté autorizado a decir amén, amén.
Pero nunca he soportado que quienes no sean sus hijos se permitan la
licencia de criticarla sin amarla. Sólo cuando se ama a la Iglesia
uno puede ser crítico con ella. Y verla como es, con sus fortalezas
y debilidades, sin ocultar su rostro oscuro, sin negar sus errores históricos,
esa Iglesia, casta et meretriz, semper reformanda. Pero
uno puede ser crítico con su Iglesia solamente cuando ha entendido
bien que uno mismo es parte de esa iglesia, que esa fealdad de nuestra
Santa Madre la Iglesia, es nuestra propia fealdad, mi propia fealdad,
que yo afeo la Iglesia y por eso, cuando soy crítico, soy necesariamente
autocrítico. Me costó mucho tiempo aceptar una Iglesia
cargada de imperfecciones. Solo lo conseguí cuando descubrí
que también mi mamá estaba llena de imperfecciones y errores,
y que sin embargo, era mi mamá, y yo la quería así,
no por ser una mujer extraordinaria, que ciertamente no lo era, sino
por ser una mujer normal que además, y por encima de todo, era
mi madre. Y fundamentalmente llegué a asumir los pecados de la
Iglesia cuando llegué a aceptar que yo era un pecador. Y empecé
a sentirme entonces como pez en el agua, a sentirme parte integrante
y motivante de una comunidad pecadora llamada a la santidad y vivificada
por la fuerza del Espíritu. Si no fuera así, pienso muchas
veces, si mi Iglesia fuera perfecta, si estuviera compuesta de hombres
y mujeres perfectos, de ángeles, o de extraterrestres, yo no
podría pertenecer a ella, quedaría fuera del número
de sus hijos, no tendría derecho a participar de su vida santificadora
que se abre paso, a través de los siglos, en medio de la porquería
de sus hijos, es decir, en medio y gracias a mis propias porquerías.
Por eso me siento con el derecho y el deber de ser crítico con
la Iglesia, porque la amo y porque soy muy consciente de que yo soy
causa de sus errores y pecados. Pero además, mi fuente de espiritualidad
eclesial, no es una fuente ambigua y universal. Cuando digo mi
Iglesia, estoy hablando de la iglesia cubana, de mi Iglesia Diocesana,
de mi comunidad parroquial, con nombres y apellidos, con fechas y acontecimientos,
con caras concretas, con hombres ante quienes uno se quita el sombrero
como: Fray Bartolomé de las Casas, el Obispo Espada, Félix
Varela, Pérez Serantes, la viejita que mantuvo abiertas las puertas
del templo cuando muchos huíamos o preparábamos los papeles
para salir de Cuba, los laicos valientes que copiaban a mano, prácticamente
en la clandestinidad, los documentos del Vaticano II, los grandes y
viejos obispos de los últimos años de nuestra historia
eclesial, pidiendo a Dios sabiduría cuando no sabían qué
hacer o cómo hacer en un escenario inesperado de presiones y
ataques para el que no estaban preparados, aislados del mundo, sin Biblias,
sin posibilidad de que los sacerdotes pudieran salir fuera del país,
posiblemente con miedo como todos los seres humanos, pensando que la
Iglesia cubana era una anciana prematura que agonizaba lenta pero inexorablemente;
la Iglesia de las pastorales del 60 y del silencio incomprendido y martirial,
la Iglesia que se reanima en los 80 y da a luz la REC y el ENEC, la
Iglesia que sale de un intenso e inmenso desierto de incomprensiones
y soledades en los 90 y disfruta de una luna de miel inesperada con
su pueblo, de unos templos repletos de gente, de caras nuevas y desconocidas,
de ilusiones y expectativas años atrás impensables, la
Iglesia que se viste de gala para recibir al Papa de Roma y escuchar
públicamente, por primera vez en casi 40 años, el mensaje
del Evangelio en la misma voz del anciano y enfermo Pontífice
venido de un país lejano. Ésta, y mucho más, todos
lo sabemos, es nuestra Iglesia, una Iglesia que es fuente de fe y vida
cristiana, una luz en la oscuridad, un arroyo de agua viva quiere
ser tu Iglesia. Entonces uno saca fuerzas cuando bebe en las aguas
de la Iglesia cubana, cuando la estudia, cuando la contempla, cuando
la piensa, cuando la reza, cuando conoce a sus grandes hombres y a sus
grandes mujeres, conocidos o anónimos, y se siente orgulloso
de formar parte de ella, y no queda otro remedio que dar gracias a Dios
por pertenecer a esta Iglesia histórica, cargada por supuesto
de sombras y negligencias, pero llena de luces y respuestas atinadas
al pueblo cubano a lo largo de sus más de 500 años de
peregrinación. A veces, cuando nos quejamos, cuando me quejo
de mi Iglesia, cuando me parece lenta, timorata y titubeante, cuando
pienso que no acierta, cuando pienso que no piensa, cuando creo que
no es suficientemente valiente o suficientemente profética o
suficientemente solidaria o suficientemente autocrítica o suficientemente
participativa o suficientemente corresponsable, se me escapa de la mente
y del corazón darle gracias a Dios por pertenecer a esta Iglesia
cubana. Es un don inapreciable y a veces, en mi caso, inapreciado. Pocos
sacerdotes en el mundo tienen el privilegio de servir en una Iglesia
y a una Iglesia como la nuestra. En 23 años de mi sacerdocio
en España, nunca saboreé tanto el ministerio como en estos
casi 6 que llevo en mi Iglesia local participando de sus venturas y
desventuras. Es un don de Dios ser cura en Cuba, aquí, en medio
de tantas escaceses y dificultades, ser cura en Cuba es una bendición
de Dios, aunque el carro no funcione, no tengamos fotocopiadora o casi
ni sepamos qué es Internet. Esto lo decimos poco, lo saboreamos
poco; deslumbrados por lo que no tenemos no valoramos el privilegio
de ser sacerdotes en esta Iglesia tan vejada y maltrecha, pero a la
que estoy seguro, todos nos sentimos orgullosos de servir. Cuando se
escriba la historia de nuestra Iglesia, pienso que se escribirán
páginas de Evangelio vivo si nosotros, los sacerdotes, hacemos
de ella una de las grandes pasiones de nuestra vida.
La tercera fuente de espiritualidad de mi propio pozo no puede ser otro
que el pueblo en que nací. También aquí, como en
el caso de la Iglesia, las aguas pueden parecer turbias o ambiguas si
no somos capaces de filtrarlas bien. Es patética y triste la
visión que de Cuba y su pueblo tiene nuestro propio pueblo, tenemos
tal vez, nosotros mismos. Para unos, Cuba es un reflejo del paraíso
terrenal, no me extrañaría que algunos creyeran de verdad
que aquí nacieron Adán y Eva, Caín y Abel; Cuba
es patrimonio de la humanidad, el pueblo más culto del mundo,
o por lo menos, de los más cultos, potencia internacional en
varios campos de las ciencias, las artes y las letras, ejemplo y testimonio
para otros pueblos, naciones y culturas más desarrollados que
nosotros; en definitiva, el nacionalismo y el chauvinismo más
trasnochado y estúpido es una interpretación cotidiana
de nuestra realidad para muchos cubanos. Para otros, Cuba está
en las antípodas de esta visión: aquí nada funciona,
nada sirve, todo está mal, no existen valores, las más
lúcidas cabezas emigraron hace mucho tiempo, el clima es insoportable,
no se puede hacer nada, estamos llamados a la resignación y la
paciencia interminable, y en cualquier caso, la única solución
es la emigración... buscar el paraíso situado a 90 millas,
allí donde no hay miseria, ni hambre, donde todos tienen carro,
Internet, los bolsillos repletos de dólares, allí donde
no hay injusticias, ni falta libertad, ni drogas, no robos, donde todos
los jóvenes son felices y hay más de 100 cadenas de televisión
para ahogar el ocio de las noches y los fines de semana, en definitiva,
una visión errática e ignorante de la realidad convertida
en fantasía y paradigma de felicidad.
Amar a este pueblo, el que es, como es, como lo hemos hecho entre todos,
filtrando sus aguas para no caer ni en un extremo ni en otro, es para
mí, otra fuente de vida cristiana y espiritualidad. Tener pasión
por Cuba no siempre es sencillo. A veces nos gustaría, me gustaría
haber nacido en Roma, en Nueva Orleáns, en Ciudad del cabo o
en Estocolmo. Sin embargo, nací en Santa Clara, en el ombligo
de la Isla, famosa solamente por sus raspaduras, y esto antes del 59,
y por el mausoleo-santuario dedicado al héroe de la Revolución
Ernesto Che Guevara. Allí me dejó la cigüeña,
y por algo sería. Tener pasión por Cuba, como tener pasión
por la Iglesia, es criterio imprescindible para ser cura en esta tierra.
Cuando nos enredamos cada día en tantos desastres de todo tipo
propios y específicos de nuestra realidad nacional: escasez,
la miseria, la burocracia interminable, la mentira empeñada en
parecer verdad, el robo convertido en deporte nacional, la superficialidad
y la frivolidad de tantas cosas, la simulación y la engañifa
como armas de sobrevivencia, el jineterismo espiritual generalizado,
el chismorreo y el intrusismo propios de la pereza y el aburrimiento,
el amor de pareja convertido en entretenimiento pasajero, la degradación
en la educación formal, y tantas otras cosas que como pandemia
sufre y padece nuestro pueblo con alto riesgo de contagio para todos
nosotros, entonces, uno tiene que hacer un sublime acto de fe, esperanza
y amor en este pueblo en que Dios nos puso. Y amarlo no porque sea el
pueblo que soñaron Varela y Martí, sino simplemente porque
es nuestro pueblo. A este pueblo hay que amarlo mucho para no caer en
la tentación de despreciarlo y pedir la visa para otra parte.
Pero además, hay que destilar esas aguas donde alimentar nuestra
vida de creyentes y de pastores, hay que llegar a disfrutar con las
cosas de nuestro pueblo, con las mañanas claras y la luminosidad
única de Cuba, con sus campos aunque estén enfermos de
marabú, con sus palmas reales aunque queden menos, con sus frutas
que ya casi no existen, con el tocororo que yo nunca he conocido, y
sobre todo, con sus gentes, con sus ancianas famélicas luchando
por encender el fogón de petróleo, con sus hombres tirados
por las calles intentando resolver la pizza nuestra de cada día,
con sus mujeres con licra o sin licra guapeando para que los hijos tengan
unos zapatos dignos para poder ir a la escuela al campo, con sus parejas
de novios inventándose cada fin de semana dónde ir a pasear
y enamorar, con sus gentes haciendo botella durante horas bajo un sol
inclemente, con sus niños soñando en la shopping
con un carrito de plástico amarillo y rojo, con sus enfermos,
con sus presos, con sus mendigos, con sus borrachos, con sus enfermos
de SIDA, con todos y cada uno de los que componemos el gran zoológico
humano que es Cuba y su farándula. Amar a sus gentes, y amarlas
así, con los valores perdidos o congelados, con sus miserias,
con su alegría en medio de las resolvederas diarias, con su corazón
acogedor y hospitalario que te ofrece un café o un refresquito
Tokkee, y si no se disculpa porque perdone Padre,
pero no puedo ni brindarle un café... ¡Cómo
no hacer de este sufrido pueblo que es el nuestro, una fuente inagotable
de oración, de espiritualidad y alimento para nuestro sacerdocio!
Y los pobres. Los pobres, de los que ya vengo hablando de algún
modo, son siempre una fuente de espiritualidad. La Iglesia cubana, y
nosotros, sus presbíteros, no podemos desestimar y desaprovechar
este motivo de gracia que son los pobres. Los pobres son hoy, en Cuba,
una oportunidad histórica, un kairós único
que algún día desaparecerá aunque los pobressiempre
los tendremos entre nosotros. A veces, me interrogo sobre la conveniencia
o no de algunas actividades parroquiales, si lo hacemos bien, si estamos
acertando... pero cuando uno se acerca a los pobres y trata de echar
una mano, de darles lo que puede, de ayudarles en su camino, nunca se
equivoca. Los pobres son siempre una garantía de que vivimos
el evangelio, una garantía de no error; los pobres son siempre
un lugar teológico, los preferidos y privilegiados
de Dios, por eso cuando nuestro ministerio se dirige a los más
pobres, estamos por buen camino, aunque haya errores de planificación
pastoral; los pobres son siempre una garantía de estar cerca
de Dios, son como el núcleo de nuestra acción pastoral.
Pero los pobres son molestos, por eso son pobres; los enfermos mentales,
los inadaptados sociales, los marginados, los enfermos de SIDA, los
alcohólicos, los mendigos, son siempre fuente de contradicción
y de incomprensión. Mucha gente no los entiende, e incluso no
nos entiende cuando los priorizamos en nuestra parroquia... ocurre lo
mismo que sucedía con Jesús de Nazaret: no entendían
su preferencia, las incomprensibles preferencias de Dios, por el mundo
de los menesterosos y marginados.
Mis propios pecados son también fuente de espiritualidad. Es
algo inaudito, casi incomprensible: que mis infidelidades para con Dios
sean motivo de acercamiento a ël. El pecado es siempre una causa
para reconciliarse con Dios, sin pecado la gracia no resplandece. Es
esa atinada expresión cuaresmal de O felix culpa.
Los curas siempre corremos el riesgo de acostumbrarnos a las cosas de
Dios, a las cosas sagradas, y esto es peligroso...trajinamos tanto con
lo sacro, que a veces inconscientemente, nos creemos también
nosotros hombres sagrados, que no es lo mismo que ser hombres
consagrados. Y caemos en el más sutil y grave de los pecados:
la supervía clericalis, es decir, sentirnos más
allá del bien y del mal, inmunes al pecado, invulnerables a lo
que consideramos el pecado del mundo, lo profano, lo secular, la suciedad
de los ambientes... y poco a poco, vamos secando nuestro corazón
porque nos erigimos entonces en jueces, a veces implacables, de nuestros
hermanos. Nos sentimos los selectos, los buenos de la película,
los elegidos de Dios, y nos vamos convirtiendo en solterones estériles
incapaces de amar con ternura y compromiso responsable a nuestros hermanos.
Pero Dios no quiere así. Nos quiere hombres de carne y hueso,
sabedores de nuestra contingencia y nuestra pecaminosidad. Nos quiere
sabedores de nuestro ser de pecadores. Cuando me siento pecador, cuando
me reconozco con sinceridad y autenticidad infiel a Dios y a su proyecto
sobre mí, entonces me siento más cerca de mis hermanos,
y cuando me dispongo con temor y temblor a ser confidente
y confesor de las miserias y pecados de mis hermanos, no me reconozco
con derecho a increpar o a condenar a quienes vienen a recibir el perdón
de Dios de mis manos y mis labios tan pecadores como los de mis hermanos.
Cuando alguien no se siente pecador de verdad, no sólo en teoría,
no puede ser misericordioso, y si no es misericordioso, no puede ser
sacerdote, en ningún lugar del mundo y mucho menos en esta Cuba
nuestra tan necesitada de entrañas de misericordia y comprensión.
Cuando me reconozco pecador, cosa que ocurre con harta y triste frecuencia,
tengo que sentarme en el último banco de mi Iglesia parroquial
y rezar como el publicano del Evangelio. Señor, soy un
desastre, no tengo remedio, no hay manera de salir adelante, ten compasión
de mí que no soy digno ni de levantar la mirada, cuanto más
de celebrar esta tarde la Eucaristía, o de confesar a Liborio
que me avergüenza por la santidad de su vida. Señor, sólo
Tú puedes hacerlo. Estoy en tus manos, haz de mí lo que
quieras, sea lo que sea, te doy las gracias... Y levantarme de
nuevo, del último banco de la iglesia, y arrastrando mi culpa,
con la paz que me da saber que Dios me ama como soy y no como debería
ser, saludar a mi comunidad deseándoles que la paz de nuestro
Señor Jesucristo, el amor del Padre y la comunión del
Espíritu Santo sean con todos ustedes. El pecado se convierte
así, en fuente incomprensible de misericordia y humildad, en
fuente de amor y comprensión con mi pueblo, y en oportunidad
para dar gracias a Dios por el infinito e inmerecido don del perdón
sacramental.
Y he dejado para el final, la que obviamente, debe ser nuestra principal
fuente de espiritualidad y vida cristiana. Es algo tan lógico
que casi es innecesario hablar de ello .Dios mismo debe ser nuestra
principal fuente de espiritualidad. Varias veces me han preguntado a
lo largo de mi vida, supongo que a veces con cierta curiosidad malsana,
si he estado enamorado alguna vez. La pregunta, al principio me desconcertaba,
actualmente, suelo sonreír y simplemente decir que sí.
La gente se queda esperando que redunde en la respuesta. A veces lo
hago y a veces les dejo con ese gustillo de malos pensamientos y elucubraciones
un tanto infantiles. Pero a veces explico mi respuesta afirmativa: ¿Cómo
puede haber un sacerdote que no esté enamorado?, un sacerdote
que no esté enamorado de Dios no puede ser sacerdote. Dios es
nuestro gran amor, el gran amor de nuestra vida... nuestra relación
íntima y personal con Dios, es decir, nuestra fe, es fundamentalmente
un enamoramiento, una alianza en la que Él dio el primer paso:
yo los amé primero, una historia de amor llena de
infidelidades, dudas, desatinos, abandonos y fajoteras por nuestra parte,
por mi parte, pero una historia de un amor impecable por parte de Él:
un amor por su parte que me deja atónito, sorprendido cada día,
entusiasmado, asustado por ser tan inmenso, desarmado por su paciencia,
por su fidelidad sin límites, por sus regalos inmerecidos, por
su palabra susurrada en los acontecimientos de mi vida, por su sonrisa
constante a pesar de mi mal genio. Dios es un eterno traicionado en
el amor que siempre perdona, disculpa y reconcilia, que sana mis heridas
y las que yo ocasiono a mis hermanos.¡Cómo no estar enamorado
de este Dios que al igual que a Jeremías nos ha seducido mientras
nos hemos dejado seducir por Él! Dios es mi gran pasión,
mi única pasión verdadera, a pesar de mis pasiones de
pacotilla, de poca monta, de mis fantasías y veleidades en búsqueda
de una felicidad siempre frustrada cuando busco en otros predios que
no son los suyos. Me hiciste Señor para ti y no podré
descansar hasta que repose plenamente en ti. Dios no es simplemente
una fuente de mi espiritualidad, de nuestra espiritualidad, Dios es
el manantial de donde surgen las fuentes de cada uno, los pozos propios
donde podemos saciar nuestra sed. Pero además, si no fuera así,
si Dios sólo fuera un triste pretexto, una razón secundaria
y relativa, un motivo bastardo de enriquecimiento, o de búsqueda
de poder personal, entonces la gente lo notaría y sabría
que no somos hombres de Dios, sino burócratas de
la religión o hechiceros manipuladores de lo religioso y lo sagrado,
o clérigos inhumanos y teóricos incapaces de vibrar con
la alegría y con el sufrimiento de los demás. Si Dios
no es así, manantial de nuestra espiritualidad cristiana, seríamos
unos farsantes y unos impostores. Sólo Dios sacia nuestra sed
más profunda, aunque nos empeñemos en beber en todos los
charcos o acequias que nos encontremos al andar nuestra vida. Sólo
a Él, como Pedro, podemos decir: Señor, ¿
a quién iríamos, sólo Tú tienes palabras
de vida eterna? (Jn. 6, 68).