Aparentemente, no ser tan recto
es la ley más rentable en los negocios: «business are business».
Sin embargo, en los últimos años muchas empresas se han
percatado de los beneficios económicos que supone «portarse
bien». Códigos de ética, cursos, incentivos a los
empleados, han hecho más productivos los negocios. Hoy, los directivos
enfrentan un gran reto: ¿son estos resultados el único
motivo para conducirse éticamente en la vida empresarial?
Sin duda, alguna vez nos habremos preguntado si realmente es necesario
ser ético en la vida empresarial, y si es así, ¿cómo
se compatibiliza la exigencia ética en la empresa con la necesidad
de lograr los objetivos económicos de la misma? Dicho de otra
manera: ¿vale la pena ser ético?, ¿es rentable?
Intentaré responder brevemente a estas preguntas.
¿Es necesario ser ético?
La necesidad de la ética en el campo de la economía se
explica, en parte, por los efectos externos que, fuera de los mecanismos
de mercado, producen las actuaciones de los sujetos. Los estudios teóricos
sobre la contaminación o la congestión, sobre los efectos
externos derivados de la educación o la investigación,
etcétera, en buena parte se han dirigido al diseño de
medidas que reduzcan sus efectos nocivos y potencien los benéficos.
Pero la intervención correctora impuestos y subsidios,
topes a la contaminación, leyes de patentes... produce
efectos inciertos, a menudo contrarios a los deseados. Y otras medidas
no interventoras como el llamado mercado de contaminación
o los convenios de investigación entre empresas presentan
también riesgos e inconvenientes, además de costos altos.
La ética viene en socorro de la economía, porque los problemas
derivados de los efectos externos parecen muy propios de la ética:
¿«Tengo derecho» a verter las aguas sucias de mi
fábrica al río o sus humos al prado vecino? ¿Es
superior el derecho de los perjudicados al de los trabajadores, cuyo
nivel de vida depende de la continuidad de la fábrica contaminante?
¿Y el derecho de los consumidores a tener bienes baratos? ¿Es
ético limitar el acceso de otras empresas a las patentes que
he conseguido con mis investigaciones?
En esta línea se ha volcado una parte de los estudios relacionados
con la ética económica. Si se aplican las reglas éticas
apropiadas se argumenta, la actividad económica y
la política pública serán mucho más efectivas
y justas. O incluso, hablando en términos utópicos, se
podrá prescindir de la política económica si la
conducta ética de los individuos es suficiente. En definitiva,
si la actuación de los individuos se guía no sólo
por su bien individual, sino por alguna forma de bien común,
es posible internalizar los efectos externos, reducir los costos de
control y minimizar el papel del Estado. Este argumento explica como
digo, en parte, la necesidad de la ética, pero no es toda la
explicación.
La segunda razón por la cual el comportamiento ético es
necesario, es por el efecto que las actuaciones del agente producen
en el interior de los demás.
Tomemos, por ejemplo, la virtud de la veracidad: mis mentiras, además
de degradarme a mí, tienen efectos sobre otras personas. Les
estoy enseñando que pueden mentir, les estoy enseñando
cómo hacerlo, y quizás les estoy induciendo a ello, si
mis mentiras hacen la vida más difícil a los que quieren
seguir siendo sinceros. Otro ejemplo: si el directivo de una empresa
decide que no hay límites morales para obtener beneficios y toda
clase de ventajas personales, es evidente que se deteriora éticamente,
pero además este modo de comportarse se convierte en norma de
actuación de sus colaboradores y producirá, por otra parte,
efectos sobre la conducta de todos ellos, en su familia y en la sociedad.
Ése es el sentido social de la ética: incluso
acciones que parecen meramente privadas, personales, pueden tener implicaciones
importantes para los otros como personas y para la sociedad.
La tercera y principal razón por la que hay que ser éticos
es la dependencia que existe entre los fenómenos en el plano
afectivo de los seres humanos y el estado de sus virtudes morales, teniendo
presente, además, la unidad de las virtudes. Para que nos hagamos
cargo de la seriedad del tema voy a mencionar un par de aplicaciones.
El lazo empresa-persona
Supongamos que un directivo ha tomado una decisión claramente
injusta respecto a alguna persona de su organización. Pues bien,
esa decisión tendrá un profundo impacto en su capacidad
afectiva y, por lo tanto, consecuencias en sus futuras relaciones afectivas
con su propia familia.
Los sentimientos no se modificarán de modo inmediato, de ahí
que en apariencia todo parezca seguir igual en el plano familiar (no
se siente que haya ocurrido nada en ese plano). La situación,
sin embargo, es similar a la que ocurre al infectarse una herida: de
momento los efectos tan sólo se notan en la lesión.
Obsérvese que somos tan conscientes, aunque sólo sea intuitivamente,
de que las cosas funcionan más o menos de esa manera, que a nadie
le gusta que sus seres queridos sepan que se está comportando
de modo cruel con otras personas. Cuando una persona es injusta, su
injusticia acabará afectando a todas las personas con las que
se relacione. Por sus sentimientos respecto a cada una de ellas el proceso
será más lento en los casos particulares, pero la Ética
demuestra que esos sentimientos no son más que las hojas y los
frutos de un árbol cuya raíz ya está seca.
El ejemplo anterior se refiere a la conexión entre virtudes y
afectividad. Pasaré a otro que ilustra el tema de la unidad de
las virtudes: actualmente se dan con cierta frecuencia en las empresas,
sistemas de incentivos con indudables ventajas fiscales por más
que Hacienda intente inútilmente «controlarlos»
que facilitan la «buena vida» de los directivos (desde el
automóvil deportivo o poco menos, hasta las cuentas de gastos
y viajes innecesarios pero «motivadores», pasando por toda
la constelación de bienes accesibles en una sociedad consumista).
Todo ello tiende a producir directivos materialistas obsesionados por
ganar más y disfrutar más. Por supuesto, esa actitud es
dañina en el caso de cualquier ser humano, pero ocurre que en
el caso del directivo no es tan sólo dañina, sino que
implica un proceso que asegura el desarrollo de una profunda incapacidad
profesional. ¿Cómo va a ser compatible la toma de decisiones
justas que trasciendan los intereses pequeños y egoístas,
si quien decide está cegado por su impulso hacia la maximización
de aquello que le produce un goce inmediato? Efectivamente, ambas cosas
son incompatibles. Ya demostró Aristóteles que el intemperante
acaba siendo necesariamente injusto.
En resumen, la necesidad de la ética, deducida del efecto que
produce en quien decide, en el otro y en la sociedad en general, puede
expresarse diciendo que la ética en economía no constituye
una imposición externa, como temían los economistas en
el pasado (y algunos siguen temiendo hoy), sino una condición
de equilibrio o estabilidad del sistema socioeconómico.
Esto quiere decir, en el plano individual, que el proyecto de vida de
una persona y su actuación diaria no pueden regirse, sin más,
por los criterios de la economía: la ausencia de reglas éticas
llevará a conductas que pueden acabar contradiciendo el propio
desarrollo y cumplimiento del fin del hombre. Y en el plano social,
que la observancia de la reglas económicas no basta para asegurar
la estabilidad a largo plazo de la evolución de la sociedad:
si no se atiende a los criterios éticos metaeconómicos
la vida acaba por hacerse imposible y la sociedad no tendrá garantizado
lo que en terminología económica hemos llamado equilibrio
estable.
¿Ética Rentable?
Pasemos ahora a la otra pregunta: ¿es rentable ser ético
en la dirección de las empresas? Hoy es común oír
discursos encaminados a convencer a los directivos y futuros directivos
de la importancia de que se comporten éticamente, porque ese
tipo de comportamiento es económicamente rentable a largo plazo.
Reconociendo la buena voluntad que está detrás de la mayoría
de esos intentos, los argumentos incluyen tal mezcla de verdad y mentira
que la mínima conclusión acerca de ellos es su falta de
seriedad científica. Cuando se intenta argumentar de ese modo
a los jóvenes que se preparan en nuestras escuelas de dirección,
y comparan este tipo de enseñanza con las enseñanzas rigurosas
de los campos meramente técnicos, no es extraño que acaben
pensando que, de lo aprendido, lo verdaderamente importante es esto
último. Así se explica que se pueda llegar a concluir
«que nuestras escuelas de negocios estrechan la mente, endurecen
el corazón, empequeñecen el alma».
Los enfoques rigurosos de la ética van por caminos absolutamente
distintos. Es cierto que resulta fácil demostrar que un comportamiento
ético es condición necesaria, aunque no suficiente, para
la maxímización de valores económicos futuros,
pero esto no es la razón para ser ético, es sólo
una propiedad de las decisiones éticamente correctas. Pretender
que quien decide se comporte éticamente por motivos económicos
es tan insensato como pretender que una persona se abstenga de beber
un veneno porque tiene muy mal sabor. Ese tipo de formación terminaría
educando directivos condenados a morir envenenados en cuanto se tropezasen
con venenos cuyo sabor les resultase agradable.
La ética se justifica por la consecución del fin auténtico
del hombre. Perseguir otro fin con la ética es forzar los medios,
es utilizarlos para lo que no sirven. El que miente para vender un producto
defectuoso sacrifica muchas cosas su compromiso con la verdad,
su realidad como hombre cabal, su sociabilidad a la consecución
de un fin, el beneficio.
Quien utiliza la ética con el fin de obtener un beneficio, está
haciendo una violencia parecida y está aprendiendo a poner el
fin del beneficio por delante del fin de la realización como
hombre: está haciendo trampas consigo mismo. No es de extrañar
que tarde o temprano recurra a otros medios menos lícitos para
la consecución del mismo resultado.
¿Quiere decir esto que la decisión de comportarse éticamente
supone renunciar al beneficio? ¿Atentar contra la rentabilidad?
No ciertamente. Lo único que decimos es que la razón para
ser ético no es que la ética pague, aunque muy bien puede
suceder que pague, si se entiende bien lo que hay que entender por «rentable».
En primer lugar, si todo lo dicho hasta ahora es aceptable, una sociedad
ética es una sociedad más eficiente: en este sentido la
ética es rentable, pero será para todos, para la sociedad,
no necesariamente para cada individuo. En efecto, ante cualquier situación
puedo cumplir siempre las reglas éticas no disimular los
defectos de un producto, por ejemplo, lo que resulta rentable
para todos excepto, a primera vista, para mí, si los demás
no cumplen las reglas. O puedo decidir no cumplirlas sabiendo que los
demás las cumplen.
Esto parece muy «razonable» porque entonces la conducta
no-ética es rentable para mí, al menos a corto plazo:
si nadie disimula los defectos de sus productos los clientes no sospecharán
que yo sí los disimulo, con lo que saldré beneficiado
(es el caso del «viajero sin boleto»: si el tren funciona
normalmente porque todos pagan, el «aprovechado» sale ganando).
Ahora bien, a la larga, el resultado de mi comportamiento es animar
a no cumplir las reglas éticas: si yo disimulo los defectos de
los productos, cada vez habrá más vendedores que también
lo harán. Y cuando muchos lo hagan todos saldrán perdiendo,
porque se crearán situaciones del tipo «dilema del prisionero»:
si todos dicen la verdad, todos salen ganando; si alguno no dice la
verdad, el mundo resultante es el peor de todos.
En definitiva, la falta de ética puede ser rentable a corto plazo,
para algunos, en algunas ocasiones. La ética es siempre rentable
a largo plazo para el conjunto de la sociedad. Las conductas, tanto
las éticas como las inmorales, se extienden a largo plazo como
una mancha de aceite por el aprendizaje individual y social, que lleva
al sujeto a hacer lo bueno o lo malo y enseñar a los demás
a hacerlo: los hombres aprendemos de los demás como «por
contagio».
Para el sujeto individual que decide comportarse éticamente,
la ética es siempre «rentable» en cuanto que le ordena
a la consecución de su fin; pero además puede, y no tiene
por qué no, ser rentable económicamente a largo plazo
si quien decide se comporta no movido por el sentimentalismo, que no
puede conducir a buenas decisiones, sino por la virtud de la prudencia.
Las decisiones prudenciales del
directorio
Vamos a intentar describir, para acabar, cómo un directivo empresarial
puede actuar prudencialmente en su toma de decisiones económicas.
Todo acto humano racional y libre tiene tres valores: económico,
psicológico y ético. Dichos valores corresponden, respectivamente,
al valor de lo que hace el sujeto, en cuanto que con ello otra persona
puede satisfacer sus necesidades (valor económico); al aprendizaje
para hacer las cosas que el sujeto consigue por el hecho de hacerlo
(valor psicológico); y, por último, al cambio que se produce
en el sujeto en función de los motivos que le impulsaron a hacerlo
(valor ético).
El valor económico de los actos del sujeto tiene su origen y
explicación en la satisfacción de las necesidades humanas
y, en función de la utilidad que proporcionan los bienes y servicios
producidos por tales actos, se refleja, más o menos perfectamente,
en los precios de mercado de dichos bienes y servicios.
Digo «más o menos perfectamente» porque bien puede
suceder que los precios no den una imagen correcta del valor económico
real de las actividades humanas, si se determinan por la utilidad inmediata,
ignorando o despreciando los efectos perversos que los actos del sujeto
pueden producir de cara al futuro, de modo que, aún siendo económicamente
eficientes ahora, dejarían de serlo a largo plazo en términos
de contribución al bien común. Pero un bien común
que no es la suma de los bienes individuales ni mucho menos la renta
media per cápita, sino la tendencia al desarrollo integral de
todos los hombres.
Esta eventual incapacidad del mercado para orientar sobre el valor económico
real de las actividades humanas obliga a pensar en el valor psicológico
y ético de toda acción como antídoto, en el supuesto
de que sea positivo, de los efectos perversos que el acto económico
puro podría producir.
Los valores psicológico y ético de los actos humanos son
valores subjetivos, es decir, expresan realidades que se producen en
el interior de las personas y, en consecuencia, no pueden ser objeto
del mercado. Confianza, afecto, sinceridad, lealtad, honradez, etcétera;
no podrán ser nunca materia de compraventa, pero la influencia
de estas cualidades personales es decisiva para la generación
de valor económico real. Por ello, la correcta actuación
del dirigente empresarial exige que quien decide después
de analizar la factibilidad de las alternativas a la luz de su valor
económico, expresado por los indicadores del mercado elija
en función del valor que las alternativas en juego tengan para
el desarrollo integral de las personas, incluyendo el suyo propio.
Esa vía no contradice, en mi opinión, la hipótesis
del interés propio racional adamita, dado que es del mayor interés
de quien decide, sobre todo a largo plazo, el armónico desarrollo
de la sociedad. Por otra parte, la vía del autocontrol evitará
la tentación de atribuir al Estado la misión de corregir
los pretendidos fallos del mercado mediante el control gubernamental
de las actuaciones individuales.
Elegir en función no sólo del valor económico,
sino además del valor psicológico y ético de los
actos humanos, puede suponer un cierto costo de oportunidad; es decir,
quien decide renuncia a un cierto beneficio a corto plazo que otra alternativa
podía haberle aportado. Sin embargo, al hacerlo es consciente
de que ha elegido la mejor alternativa para los demás y para
él mismo, en términos del desarrollo integral de las personas.
La experiencia y también la razón nos dicen que, a la
larga, los beneficiosos efectos psicológicos y éticos
de la decisión tomada, en todas las personas que forman la empresa
o están en contacto con ella, también conducirán
a mejores resultados económicos. Cierto que ésta no debe
ser la razón por la cual la decisión ha sido tomada. Siguiendo
a John Locke sabemos que lo que importa es la virtud, el precio de la
virtud es ella misma; pero este gran liberal inglés también
nos dice que «la rectitud de una acción no depende de su
utilidad, sino que la utilidad es una consecuencia de su rectitud»1
No hay que ser ético en la vida profesional y en la gestión
empresarial porque es rentable, pero a la larga lo es. Así lo
testifican multitud de profesionales y empresarios que saben renunciar
al enriquecimiento rápido o al beneficio inmediato en aras de
la rentabilidad sostenida a largo plazo, que es la garantía de
la continuidad, el desarrollo y la expansión; lo cual constituye
el fin último de la empresa como comunidad de personas.
La exelencia profesional y la ética
Comportarse éticamente y al mismo tiempo lograr resultados económicos
satisfactorios; no hacer lo mismo que los competidores cuando lo que
hacen no es ético y triunfan; tomar decisiones económicas
en función del impacto psicológico y ético de esta
decisión y obtener un buen nivel de beneficios, supone que el
dirigente empresarial, en vez de actuar de manera rutinaria y mediocre,
ponga en juego investigación, imaginación y creatividad,
es decir, la excelencia profesional. De hecho, el esfuerzo por alcanzar
la excelencia forma parte del comportamiento ético del empresario,
hasta el punto de que una ejecutoria profesional y técnicamente
deficiente no es ética por muy «buenos sentimientos»
que tenga el supuesto empresario.
Podríamos aquí citar ejemplos de empresas con gran calidad
técnica y ética que, en una cuestión concreta,
como puede ser la remuneración de los trabajadores y el despido,
han actuado de manera distinta a la que actuaba su entorno para defender
sus beneficios y, sin embargo, en razón de su excelencia en la
gestión, figuran en la cabecera de los rankings por rentabilidad
sobre ventas, activos y fondos propios, a lo largo de 25 ó 50
años.
Estos ejemplos apoyarían una especie de ley general que vendría
a decir que cuanto mayor sea la calidad ética y profesional de
la dirección de una empresa, menor será su propensión
a contemplar las circunstancias concretas de un entorno dado como fuente
de disyuntivas éticas. A la inversa: una empresa que no sepa
ver nada más que los beneficios económicos inmediatos,
como su razón de ser, estará plagada casi constantemente
por «conflictos éticos» generados por las circunstancias
del entorno.
Todos sigo ahora a Juan Antonio Pérez-López de la
Universidad de Navarra 2 tenemos experiencias de bastantes directivos
con auténtica categoría profesional que con la mayor naturalidad
rechazan posibilidades oportunistas no-éticas que ofrece el entorno,
sencillamente porque tienen bien claro el efecto corrosivo que ello
tendría en el funcionamiento de sus equipos humanos.
Saben bien la desmoralización que cunde entre los buenos vendedores
cuando estos perciben que los productos que venden suponen un cierto
engaño al cliente y conocen también los engaños
que esos vendedores intentarán con la empresa. Saben que los
ambientes morales laxos provocarán gran hinchazón en las
cuentas de gastos. No hay un sólo ámbito en la empresa
en que la confianza mutua no sea importante. Y barruntan, muy acertadamente,
que esa confianza es imposible que exista sin un alto grado de calidad
ética. El entorno para ellos puede ser incómodo, pero
son capaces de sacrificar las salidas fáciles no-éticas
a esos conflictos, porque son conscientes del tremendo costo oculto
que significaría para sus organizaciones esa caída en
la tentación oportunista.
Para el directivo sin esa visión, es claro que no tiene un para
qué que justifique el sacrificio de la oportunidad. Y si lo tiene,
está tan sólo en el plano de la ética personal.
Sin embargo, el problema de fondo es que tanto si cede como si por
motivos éticos individuales no lo hace, la carencia de
esa visión significa que no es un auténtico directivo.
* Reproducción parcial de la conferencia «La ética
en la vida profesional», dictada en el II Congreso Internacional
de Liderazgo, Instituto Tecnológico y de Estudios Superiores
de Monterrey, México, febrero de 1993.
1.John LOCKE. Ensayos sobre la ley de la naturaleza. VIII. 2 Juan Antonio
PÉREZ LÓPEZ. <El sentido de los conflictos éticos
originados por el entorno« en La vertiente humana del trabajo
en la empresa. Rialp. Madrid, 1990.
Tomado de la revista ISTMO, AÑO 43 Nº 256. (p.
8-11) Sep.-Oct. 2001.