Muchísimas veces, durante
nuestra vida de fe, tenemos que enfrentar los grandes retos que suponen
hacer presente a Cristo. No sólo en nuestro ser sino, fundamentalmente,
en nuestro quehacer, en un medio que se muestra sordo a los reclamos
del Evangelio.
Lo genuinamente cristiano se define, precisamente, a partir de esta
adecuación del modo de ser y actuar del cristiano, con el modo
de ser y actuar de Cristo. Lo esencial del cristianismo está
en el amor y en lo que por amor se hace. Todo en la Iglesia tiene que
ver con este principio fundamental, si se quiere ser fiel al que nos
dijo: "por el amor que se tengan unos a los otros, reconocerán
todos que son mis discípulos (Jn. 13, 34)". Pero no es este
un amor abstracto o pasivo. Ni un amor de conveniencias o de ocasión.
Este es un amor activo, dinámico, hecho de comunicación
y sacrificio. Un amor que tiene que concretarse en obras. En acciones
semejantes a las de Jesús para que sea suficiente, sincero, coherente.
Por eso, comunicar la fe es amar, perdonar ofensas es amar, compadecerse
del pobre, el desvalido, el preso, es amar. Llenar de esperanza cada
oscuro rincón es amar. Y amar con un amor único e irrepetible,
amar con el amor de Dios.
Tarea nada fácil, si se cuenta con las propias fuerzas. Pero
esta obra no nace del propio yo, del afán de gloria, riqueza
o poder; ni la fundamenta ninguna ideología. Esta obra viene
de Dios como un don para los que Él ama. De Dios recibimos los
cristianos la inspiración, el modelo, el entusiasmo, incluso
las fuerzas. Por eso esta tarea es para nosotros vocación. Los
laicos tenemos, por imperativo evangélico, una doble vocación:
una vocación a la santidad y una vocación al apostolado.
Vocación bautismal a través de la que participamos en
la misión profética, sacerdotal y real de Cristo, haciéndonos
parte de su cuerpo místico. Esta triple participación
en el ministerio de Cristo la realizamos en el mundo. Inmerso en el
mundo, el cristiano laico está llamado a vivir su vocación
a la santidad. Dios le invita a santificarse, a unirse con Él
y a cumplir su voluntad, en actitud de servicio, buscando que pueda
irse realizando el Reino de Dios en la tierra. Para ello no nos está
vedado ningún campo: la política, la sociedad, la economía,
la cultura, las ciencias y las artes, la familia, la educación,
el trabajo profesional, el amor, el dolor...
Todas estas manifestaciones del quehacer del hombre en sociedad son
susceptibles de ser mejoradas, humanizadas, por el Evangelio. Es en
esto, precisamente, en lo que consiste el apostolado del laico cristiano.
En una participación, implicación y compromiso en la evangelización
y santificación de los hombres. El fiel cristiano laico debe
llevar a cabo su trabajo de perfección y de misión en
medio de la realidad cotidiana. De ahí que su vocación
a la santidad se convierte en misión de santidad, en la medida
en que sienta la urgencia de no conformar su mentalidad con la del mundo,
sino de transformarla y renovarla como Dios quiere , teniendo por modelo
a Cristo. La animación y perfeccionamiento de las tareas cotidianas
con un espíritu auténticamente evangélico, es algo
que se deriva de nuestro ser cristiano y miembros de la Iglesia, para
encarnar en nuestra vida la actitud de srvicio a los hombres de nuestro
Maestro y señor.
Por esta misma vocación a la santidad y al apostolado tiene el
laico una misión específica en el mundo. El Papa Pablo
VI afirmaba que la primera e inmediata tarea del laicado no es la instalación
y desarrollo de la comunidad eclesial, esta es la función específica
de los pastores, sino el poner en práctica todas las posibilidades
cristianas y evangélicas escondidas, pero a su vez ya presentes
y activas, en las cosas del mundo (EN 70).
Muchos son los campos de la misión del laico en la sociedad.
La humanidad precisa ser orientada al descubrimiento de los valores
que hacen a la persona, y su vida, digna de ser vivida. El hombre necesita
para descubrir y realizar en sí y para sí lo que le es
natural, en relación con su identidad. Es aquí, donde
la opción cristiana adquiere todo su relieve, frente a las otras
utopías. Donde se puede mostrar la magnitud y veracidad del Evangelio.
La familia es el primero de los campos de apostolado y misión
del laico. Esta institución que hoy sufre por pérdida
de valores, y por precariedad económica, su estabilidad y sanidad,
ha de ser un espacio privilegiado donde el laico haga presente su compromiso.
Si educamos a las jóvenes parejas en la dignidad, función
y ejercicio del amor conyugal estaremos dando los primeros pasos para
una paternidad responsable y para una valoración positiva de
la sexualidad.
La solidaridad es otro de los campos de acción. Hay que crear
espacios que hagan posible una cultura de la solidaridad, en la que
todos los miembros de la sociedad se preocupen por aquellos que no gozan
del bienestar. Por aquellos que sufren la pobreza y la marginación
. El laico cristiano no puede dejar de hacerse cargo de este servicio
a la sociedad, a fin de liberar al hombre de sus condicionamientos,
y promoverlo a su verdadera dignidad como hijo de Dios y hermano en
Cristo.
Es tarea necesaria e importante del cristiano trabajar por la paz. Bien
sumo que es preciso tutelar y buscar con todas las fuerzas. Trabajar
por la paz es la obra primera y fundamental de la solidaridad. Aspiración
que ha de hacerse realidad en un orden basado en la verdad, establecido
de acuerdo a las normas de la justicia, sustentado y henchido por la
caridad y finalmente, realizado bajo los auspicios de la libertad (PT
167). Para realizar este ideal es preciso practicar la tolerancia, la
pluralidad de opiniones, el respeto hacia otras religiones e ideas políticas.
No hay que colaborar, bajo ninguna condición, con aquellas situaciones
que puedan conducir a la guerra, o al odio entre los pueblos. Hay que
estar abiertos al diálogo fraterno y a la colaboración
con toda obra que exalte y promueva al hombre en su dignidad fundamental.
Uno de los campos que no se puede obviar es el del compromiso político.
El Vaticano II en su Constitución Pastoral sobre la Iglesia en
el mundo contemporáneo nos dice:" los cristianos todos deben
tener conciencia de la vocación particular y propia que tienen
en la comunidad política, preocupándose de ejercerla con
olvido del propio interés y de toda ganancia venal. (GS 75)".
Ahora bien, la Iglesia no se identifica totalmente con ninguna opción
política, social o económica. Reconoce que son muchos
los sistemas y diversos los caminos que se pueden seguir en la búsqueda
de soluciones a los diferentes problemas de nuestro tiempo. Es el laico
el que tiene que discernir cuál es el más adecuado en
cada momento de la historia, teniendo siempre presente la búsqueda
del bien común de la nación. O sea, el bien que beneficie
al mayor número posible de personas, cualquiera que sea su cosmovisión
o su filiación política. De ahí que una misma fe
pueda conducir a compromisos socio-políticos diferentes.
La Iglesia invita a todos los cristianos a la doble tarea de animar
y renovar el mundo con espíritu evangélico. A perfeccionar
las estructuras para acomodarlas mejor a las verdaderas necesidades
actuales (OA 50). Ello debe ser pensado y realizado, con espíritu
de servicio y mediante la promoción y tutela de los derechos
fundamentales del hombre. Por eso el magisterio de la Iglesia exhorta
al cristiano laico a comprometerse en la actividad política con
el objeto de que se coloque en el centro mismo de las atenciones de
la vida económica social, tal como Cristo lo hizo en su tiempo.
Este empeño en la política debe ser considerado, como
un modo particularmente exigente de vivir la caridad al servicio de
los demás, en la perspectiva del bien común.
Es por eso, que la postura escéptica no tiene razón de
ser entre los cristianos. En las sociedades modernas quizás sea
éste, de todos, el más privilegiado de los ámbitos
para un real y efectivo compromiso en la praxis de liberación
cristiana. Únicamente tomando lo político como misión
podrá comprenderse eficazmente, y hacer comprender, que las estructuras
están al servicio del hombre y no el hombre al servicio de las
estructuras. Dándole a lo político una ética fundada
en prioridades, que partan de los valores propios de la conciencia natural,
y no de las ideologías. Lo primero es el hombre, autor, centro
y fin de toda la vida política, económica y social de
una nación; cuya razón suprema ha de ser honrarle y promoverle
en su dignidad humana.
Muchos piensan que la Iglesia es sólo para rezar. Que su preocupación
social es transitoria, y que una constante o eficiente proyección
cívica, le es totalmente ajena. No hay opinión más
errada que esta. La Iglesia está en el mundo y es en el mundo
donde ha de irse construyendo el Reino que Jesús inauguró
en lo material y lo espiritual.
Si así no fuera ¿Cómo podríamos sentirnos
llamados a trabajar por una sociedad nueva? ¿Cómo podríamos
interpretar la existencia propia, y la historia colectiva, como un progresivo
caminar hacia la liberación de toda injusticia, según
el plan divino de salvación? ¿Cómo evitar que se
sigan machacando, ¡todavía hoy!, los clavos sobre la cruz
del Señor, sino es haciendo de éste el mejor de los mundos
posibles?.
La más coherente de las respuestas sería: Trabajando porque
el proyecto liberador cristiano llegue a ser una realidad consumada.
La oración sola no basta para aniquilar el flagelo de la desesperanza,
hace falta la acción. Y esta sensibilidad evangélica sólo
se adquiere en contacto directo con el dolor y la pobreza. Y se sostiene,
mirándonos en Cristo como un espejo. Reducir lo religioso al
ámbito de lo privado no hace sino despojar al evangelio de la
más original de sus dimensiones: la social. ¿Cómo
vamos a mostrar nuestra fe con obras, rechazando todo efectivo compromiso
con los desposeídos de este mundo?
Ser cristianos implica un grave compromiso social. Al templo venimos
a rezar sí, y a buscar en la celebración eucarística
las fuerzas necesarias para ser auténticamente cristianos en
nuestra vida diaria. Pero la Iglesia, que es el pueblo de Dios, no vive
en el templo sino en el mundo. Trabaja en la Viña cosechando
rostros de Dios y ningún bautizado debería permanecer
ocioso durante la vendimia; porque el ocio es pecado. Este es el momento
más importante de la historia. De la única historia que
nos ha sido dado vivir, nuestro "aquí y ahora". Nuestra
vocación y misión es hacer propias las opciones de Cristo,
por más radical que estas sean. Y hacerlo con el mismo entusiasmo
que él las vivió, sin temer al riesgo o al rechazo, porque
únicamente así podemos estar seguros de cumplir con su
voluntad.