Estamos viviendo en un período crítico
de nuestra historia y cada uno de los cubanos, los que vivimos aquí
y los que viven en cualquier lugar del mundo necesitamos una convivencia
social distinta.
Distinta en cuanto a la vida personal. Encontramos, con más frecuencia
de la que es normal, personas que viven en un constante agobio, en una
agonía por la subsistencia, en un permanente estado de crispación.
A esa situación de tensión en el alma de las personas
se le llama ahora estrés. Todos nos dicen que constituye, en
sí misma, una alteración de la salud física y mental
y que es, además, causa de otras muchas enfermedades.
En el interior de la mayoría de los cubanos se libra cada día
una lucha sorda, callada, silenciada hasta que explota: se trata de
la lucha por la vida, o mejor, por sobrevivir. Si alguien se cruza con
usted en la calle o aguardan juntos por un ómnibus que no llega
o está en la autopista repleta de viajeros sin transporte y con
la incertidumbre de si podrá llegar o por lo menos salir de donde
está hace horas, entonces uno puede percibir, sin mayor esfuerzo,
la verdadera "batalla" que está librando nuestro pueblo:
la lucha por vivir hoy el día de hoy sin saber cómo será
el de mañana.
La realidad es que la causa profunda de este desorden en el alma de
la gente es la angustia y la inseguridad de la supervivencia. Esa angustia
surge, entre otras, por algunas razones muy elementales y comprobables
sin necesidad de investigaciones ni encuestas: no tener trabajo, trabajar
cada vez más lejos, pues con mayor frecuencia los centros de
trabajo son trasladados sin miramiento y sin garantizar transporte para
lugares fuera de las ciudades y se le exige al trabajador una puntualidad
inhumana que le crea cada día al despertar el primero de los
agobios diarios: cómo llegar al trabajo. Otra causa es trabajar
en algo que ni le guste, ni le realice como persona. Otra razón
de la lucha interior es que el salario no alcanza para casi nada, que
existe una doble moneda, es decir, que con la que pagan por el trabajo
realizado no es la misma que la que sirve para comprar en la inmensa
mayoría de las tiendas y mercados por divisas que cada vez son
más, más caros y con menor calidad en los productos y
en los servicios.
Esta raíz del desorden social puede parecer simplemente económica.
Ganarse el pan de cada día, sostener, alimentar y educar a una
familia, mantener un trabajo estable, gratificante y que permita a cada
cubano tener un proyecto de vida realizable aquí, en su patria
y no, únicamente, tras la salida a cualquier lugar de este planeta,
no es sólo problema de economía, sino de la vida toda,
de la propia estabilidad y de poder ver el futuro con esperanza realista
y realizable.
En un país como el nuestro, en el que existe un solo empleador,
que es el Estado que lo controla y lo dirige todo y en todas partes,
las personas sufren el más sofisticado y meticuloso de los controles
y la más fuerte y decisiva presión sobre todos los aspectos
de su vida, pues es su trabajo, el sustento de su familia, la comida
y la educación de sus hijos, las que están en juego. Juego
macabro de que si no haces lo que se te exige desde el contenido de
trabajo hasta la participación en actividades políticas,
culturales, deportivas, etc., sin ningún amparo laboral independiente
de la administración, te verás forzado a pedir la baja,
o a someterte a una medida laboral en la que te ofrecerán un
puesto de trabajo que muy difícilmente podrás realizar
con honestidad o con puntualidad. Entonces el cubano no puede acudir
a otro empleador, a otro centro de trabajo que no sea controlado por
el único y total dueño. Lo que queda es ir a engrosar
el mundo de los desempleados que además tienen la desgracia adicional
de ser considerados, a priori, sin más, como un ciudadano de
segunda categoría con una marcada "peligrosidad". Esto
demuestra que no se trata solo de un asunto económico o laboral,
sino que indefectiblemente desemboca en un problema social y hasta jurídico.
Este orden social debe cambiar.
El orden social debe cambiar también en cuanto a la convivencia
familiar. Las familias cubanas están profundamente divididas.
Es rara la familia que no sufra la separación, el desgarro y
la tristeza de no poder convivir cotidianamente en paz por tres plagas
sociales que hacen de Cuba una nación dispersa de familias desarraigadas.
Esas tres plagas son: el divorcio, la salida del país y los trabajos
lejanos del hogar para los padres, junto con las movilizaciones continuas
de los hijos a las escuelas al campo y en el campo, y a las acampadas.
Todo se hace como si lo que se buscara fuera que la familia estuviera
el mayor tiempo posible dispersa. No hay derecho a esto, ni el Estado,
ni el trabajo, ni la escuela, tienen derecho a desarticular nuestra
más íntima convivencia. Así no hay familia que
subsista, ni educación que progrese, ni nación en paz.
Este orden social debe cambiar.
Estas dos realidades que hemos mencionado: la angustia, la inseguridad
personal por no poder tener un proyecto de vida estable y la desarticulación
sistemática de la familia son, en nuestra opinión, dos
causas profundas del creciente desorden social en Cuba.
Otra causa es que la educación ética y cívica,
o lo que también se conoce como la formación en valores
y la participación ciudadana, ha estado prácticamente
abandonada hasta hace muy poco tiempo en que se intentó una campaña
de educación en valores que se ha reducido a "explicar"
una reducida e ideologizada "lista de valores" mientras que
el comportamiento cotidiano tanto en la casa, como en la calle, como
en los centros de estudio o trabajo, incluso en las iglesias y otros
espacios culturales, son lamentables.
La política y la ideología no alcanzan a todo el hombre
y la mujer, sirven a una faceta de su existencia, pero reducir voluntariosamente
toda la vida de las personas y los pueblos bajo un prisma únicamente
político e ideológico, por demás, totalizador y
excluyente, provoca que los demás aspectos de la personalidad
humana, su carácter, su escala de valores, sus actitudes, su
espiritualidad, su capacidad de entrega y sacrificio, su buena voluntad,
incluso, sus sentimientos, no encuentren el espacio necesario para su
cultivo y desarrollo. Entonces se asfixia el alma de los pueblos y se
agota su existencia, y se desvían sus caminos, en estrategias
políticas y supuestas contiendas ideológicas. Esto empeora
cuando invariablemente se achacan todos los males sociales a un enemigo
externo.
Nada desordena más la vida de un pueblo que hacerle creer que
nada depende de sus errores propios, ni de su voluntad complaciente
y debilitada por continuos esfuerzos "heroicos" que le desvían
de lo que es más fundamentalmente heroico, que es vivir en la
virtud cotidiana y discreta, labrando el espíritu humano, buscando
el perfeccionamiento personal, cuya gracia fundamental consiste en aprender
a tomar las riendas de la propia vida para entregarla al servicio de
los demás.
Nada desordena más la vida social que la masificación,
que el colectivismo, que la despersonalización. Cuando todo es
de todos y nada es de nadie. Cuando no importa el rostro y el nombre
de las personas sino que repitan consignas y cumplan tareas con la debida
incondicionalidad, todo se desequilibra por su raíz. Sin responsabilidad
personal no hay orden social posible. He aquí el problema.
Sabemos del esfuerzo que los órganos encargados del orden interno
hacen. Pero el orden no depende sólo de castigar el delito, depende,
sobre todo, de prevenir el delito y educar para un nuevo orden social.
Pese a ese esfuerzo puede verse como es casi imposible evitar el desorden.
Es más, parece que, en sentido general, el desorden crece. No
se trata de las estadísticas de los crímenes, o los datos
de la delincuencia, o de las sanciones que se aumentan. No se trata
tampoco de que sea renovado el Código Penal precisamente para
crear figuras delictivas que antes no eran tan significativas como para
ser especificadas en la ley positiva, o recrudecer las medidas punitivas
en intento de disuadir a los delincuentes.
Todo el mundo sabe y especialmente los juristas y sociólogos
han investigado, que las medidas coercitivas no bastan para disminuir
la delincuencia. La solución está en erradicar la causa
que impulsa directa o indirectamente a los ciudadanos a delinquir.
Últimamente, la violencia verbal y física parece que aumenta
en Cuba. Parece que aumenta la indisciplina social y la corrupción.
Algunos casos sangrientos no son más que muestras de que algo
no está funcionando como antes, que algo se ha descuidado, de
que no son sólo personas que, como en todos los países
del mundo, se colocan ellas mismas al margen de la sociedad. En efecto,
el mundo de hoy es cada vez más violento. Cuba se inserta en
este mundo. Pero acostumbrados como estábamos a una tranquilidad
y a un orden que dependía mucho de las causas antes mencionadas,
tenemos derecho a alarmarnos ahora cuando, a ojos vistas, se dan casos
que no encuentran una explicación convincente o que al explicarlos
nos damos cuenta que hay razones más profundas que no han sido
abordadas.
Debemos prestar atención a estos fenómenos de desorden
social. Estamos a tiempo. El desorden puede devenir en caos y el caos
genera violencia ciega. Pero de un extremo al otro hay un trecho en
que podemos y debemos trabajar para solucionar las causas profundas
que provocan el desorden.
Si se quiere controlar todo y no dejar casi nada a la iniciativa y a
la conciencia ciudadana, el Estado no podrá alcanzar cada rincón
del país y mucho menos cada rincón del alma de cada persona.
Una cultura de la resistencia impuesta, puede desembocar en estallidos
de impaciencia y desesperación. No se puede pedir una resistencia
infinita y sin horizonte de solución real a corto o mediano plazo.
Pedir resistencia y hacer creer que todo el mundo está llamado
a vivir en el límite de sus posibilidades y de sus capacidades
personales es tentar a Dios y colocar a la gente al borde del precipicio
de sus propias fuerzas. Ni la Iglesia, escuela de una espiritualidad
ascética, o maestra de los grandes místicos, juega con
los límites personales ni con la resistencia de los pueblos.
Nadie sabe hasta dónde va a aguantar la liga.
Nadie debe exigir cada vez más y todos los días más,
poniendo a los demás en un gran riesgo. Riesgo que no puede calcularse
fríamente. Riesgo que es un atentado contra los derechos y contra
la convivencia pacífica. Riesgo que puede conducir a la violencia
y a la muerte física, o lo que es peor, violencia sicológica,
martirio cívico, genocidio cultural por agotamiento.
El cansancio y el hastío, fruto de los abusos del tiempo y de
los sacrificios sin futuro, pueden desembocar en el desorden sin causa
aparente, en el caos sin sentido, en la indisciplina sin razón
y en la delincuencia menos esperada por un pueblo que se pregunta qué
está pasando, si no éramos así. Lo peor que puede
pasar es soslayar las causas reales que son de nuestra entera responsabilidad
y colocar la responsabilidad en otras personas, en otras instituciones
o en otros países.
Cuba necesita un orden social nuevo. No hay desorden social que sea
única y exclusivamente causado desde afuera. Algo ha faltado
dentro, algo ha fallado en nuestra propia responsabilidad, algo hemos
hecho mal. Pero todavía es más grave dejar a otros la
solución de los problemas que originan esos males. Los problemas
son nuestros y la responsabilidad también, aún cuando
vengan provocaciones de fuera de nosotros o de fuera del país.
Un pueblo adulto no se deja provocar, unas personas que comparten una
convivencia sana, no necesitan estallidos para colocarse al margen.
Excepción hecha de que en toda sociedad existen personas marginales
por razones personales o familiares.
Más vale precaver hoy que lamentar mañana. Muchos fenómenos
que se presentarán mañana sólo podrán explicarse
por los límites y los riesgos a los que hemos sido sometidos
hoy. No pueden surgir, de hoy para mañana, la delincuencia y
la corrupción, las mafias y la violencia organizada. Esos fangos
de mañana pueden estar fraguándose en las pequeñas
polvaredas de hoy. Todos, sin excepción: la familia, la escuela,
el Estado, la Iglesia, pero sobre todo, cada uno de los cubanos y las
cubanas, piensen como piensen y vivan donde vivan, debemos estar muy
alertas sobre este fenómeno social y ante cada caso no conformarnos
con explicaciones superficiales y aisladas, sino exigir que se llegue
a las causas profundas y se apliquen remedios eficaces y estructurales.
Hoy mejor que mañana. Ahora mejor que nunca.
Cuba puede recuperarse de esta situación. Cuenta para ello con
su mejor reserva: los propios cubanos. Cuenta para ello con una historia
de virtud cotidiana y responsabilidad compartida. Cuenta con una espiritualidad
enraizada en la fe sencilla de muchos hombres y mujeres honestos. Cuenta,
en fin, con Dios.
Pinar del Río, 25 de marzo del 2002.
Encarnación de Jesucristo.