Revista Vitral No. 47 * año VIII * enero-febrero 2002


NARRATIVA

 

LAS DOS NECRÓPOLIS

JOSÉ ANTONIO MARTÍNEZ CORONEL

 

 

 

Más allá de la línea del tren, como posibilidad infinita, el cementerio. También, tras esa pared, los pasillos del hospital,las calles. Y, cerca de su cabeza, un aparato afirma que todavía vive. Cree reconocer, en su gotear eléctrico, el sonido de la lluvia sobre las tumbas.
-Abuelo, ¿por qué se muere la gente?- preguntó el niño cuando se detuvieron ante el monumento a los Veteranos.
-Porque es así. Todo se acaba.
-¿Y Dios también? - Josué intentaba alcanzar los ojos del anciano, pero Samuel volvió la caberza para recostar la bicicleta a la verja que rodea la estela funeraria.Luego respiró profundo,se acomodó los espejuelos y miró a las pocas personas dispersas en la necrópolis, las lomas bajo un horizonte pardo.Se sentó a la sombra del álamo pra
Un sepulturero, joven, de ojos cetrinos y fieros, lo saludó con la cabeza y continuó hasta alcanzar al otro, ya viejo y ligeramente obeso. Los vio desaparecer tras un pequeño panteón en compañía de una mujer.
El aire de agua envolvía los cuerpos, untándolos de tiempo.Sólo ellos dos no se apresuraban. De todas formas, dijo:
-Mejor nos vamos...
Junto a la cama próxima, una mujer juega a quitar arrugas al forro del colchón.
- ¿ Por qué?
- Va a llover. Tú no te puedes mojar.
-Dale, ¡ un poquito más!... Tú verás que no llueve - y, para demostrar su confianza, o aprovechar en caso de negativa, se se acercó aunos montículos identificados por cruces con rústicos letreros-. Se agachó cogió algo. Luego, de pie, contempló las casas al otro lado de la línea del tren. Así visto, resultaba más pequeño y frágil, y Samuel quiso abrazarlo, arrebatarlo a un peligro feroz e invisible.
El niño se volvió para enseñarle un objeto en su mano. A esa distancia, jamás lo distinguiría. Las nubes, en el horizonte y sobre el pueblo, mantenían en su ánimo la misma fscinación que ese olor a agua cuando el Escambray se vestía de gris y la naturaleza intentaba devorar a los hombres. Después, un aroma a tierra lavada, a tronco húmedo, se le metía en el cuerpo y le encantaba el alma.
Ahora, cerca, alguien se lava las manos. En la cama próxima, la mujer descansa la cabeza en un ángulo del colchón donde yace su madre.
Un vaho a Terapia le hace sentirse fósil refrigerado. Quisiera sufrir los calores de julio y saber que es de día o de noche sin ayuda del reloj, oír un avión, observar un caballo agitar la cola mientras pasa el tren tan cerca de donde lo han amarrado. Cuando corresponda la comida, regresarán cuchara, bandeja, tragar bocado y sentir agua fría descender hasta su estómago: sonidos de personalidad prestada, como ese diminuto pulpo succionando su cuerpo.
Un remolino se había formado en el cruce de calles cercano y avanzaba hacia ellos por encima de las tumbas.Las hojas y el polvo subían aspiradas por una boca que los entrelazaba en un goce destructivo...
- ¿Vamos ya, Josué! - el niño se había alejado mucho, y escuchaba las casas a través de los barrotes del muro.
El viento desprendía ráfagas húmedas. Pronto, las luces de los portales se reflejarían en los charcos y el pueblo asumiría la imagen de un campamento en el desierto.
-¡ Mira lo que encontré, Abuelo! - dijo, llegando.
En su mano, una figura de talla aún con tierra.
-¿Qué es eso, Abuelo?
Hombre y niño, por l calle principal del cementerio, se dirigieron a la salida. Los barrotes de la puerta, con una hoja a medio abrir, recibieron las primeras gotas. En un instante, cerraría a llover. No podrían alcanzar las primeras casas. Corrieron a refugiarse bajo el techo del pequeño mausoleo de los Bejerano. Desde allí, el mundo parecía reducirse; cuando escampase, más allá del muro, hallarían nada, pensaba Samuel mientras el niño se abstraía con la cruz ansada que alguien perdiera y la delectación lúdica de la lluvia golpeando la tierra. El anciano, con los ojos en la memoria, lo mantenía contra sí y frotaba su piel tierna.
-¡ Mamá! ¡Mamá ¡... ¡ Ay, Dios mío, ¡... ¡Enfermera¡
Corren los pasos. El aparato parece loco. Un pito discontinuo se acelera por segundos. Ahora ve el cuerpo de la enfermera inclinarse sobre la anciana. Llama a alguien. La esposa de Samuel quisiera calmarlo, pero no deja de mirar a la otra cama.
Llega el especialista. Casi simultáneamente, el pito se torna en sonido largo, constante. Luego, un silencio, traspuesto sólo por los lamentos de la mujer y el aparato conectado a su cuerpo.
Se siente preso. Quisiera abrazar al niño, ir juntos en bicicleta al campo y ver una puesta de sol... Le gustaría sentarse con su mamá junto a aquel arroyo del Escambray, respirar ese olor a tierra fresca y correr, moverse como un perro jugando con el aire.
Su esposa le frota el brazo con cariño.
Recuerda las preguntas de Josué, la ceiba al final del surco.
Sonríe.


Junio 7, 1995.
Güines.

 

Revista Vitral No. 47 * año VIII * enero-febrero 2002
José A. Martínez Coronel
(Güines, 1966) Licenciado en Lengua y Literatura Francesas, Univ. de La Habana, 1989. Escritor. Miembro de la UNEAC.