"Puede que no se haya considerado suficientemente
la fuerza del silencio como manifestación. Tal vez debamos rescatar
el entusiasmo grande por el silencio profundo. Para hablar con precisión
hace falta sopesar el silencio de trasfondo...
No son idénticos el silencio de la mordaza y el silencio de la
comprensión. La mordaza puede llegar a interpretarse
como alimento y esto hace que se repitan una y otra vez
las palabras en las que no se cree, llegándose a incorporarlas
sin convencimiento..."
(Antonio Pino, Gesto Público de la VIII Semana Social Católica
de Cuba, Cienfuegos, 12 de Octubre de 2002.)
Esta reflexión sobre el silencio
y la palabra, dichas en el corazón de Cienfuegos, frente a la
figura elocuente de Martí que se delineaba sobre el Arco de Triunfo
erigido por los obreros de aquella Ciudad el 20 de mayo de 1902 al inaugurarse
nuestra República, produjeron en mí un impacto inenarrable.
Tanta verdad, y tan bien dicha, en pocas palabras, me sacudieron y comenzaron
a crecer por dentro otras ideas y sentimientos devanados de aquellas,
impulsados por estos. Aquellas eran palabras y silencios poéticos.
Así es la verdadera poesía, creación de la creación,
hálito de vida.
Desde entonces estoy debatiéndome entre escribir más palabras,
palabras al fin, o guardar un silencio respetuoso frente a la inspiración
de lo dicho, o mejor, de lo allí vivido.
Algo me ha decidido a escribir sobre aquel silencio que Tony Pino exalta:
el deseo de que otros que no tuvieron la oportunidad de aquel momento,
otros que no encontrarán en su camino la Memoria de aquella Semana,
puedan encontrar este otro trillo para llegar a aquella plaza, como
nunca, ungida de entrañable mística.
La verborrea imparable
Nos rodea una verborrea imparable. Nos inunda a toda hora, nos emborracha
y aturde. Nos distrae y confunde. Pero, sobre todo, nos irrespeta. Es
como si no pudiéramos pensar nada, como si no pudiéramos
concebir ninguna idea, como si todo hubiera que explicárnoslo,
aclarárnoslo, alertárnoslo... Es, sencillamente, una falta
de respeto a la capacidad de cada persona, no importa su edad, su nivel
académico, o su opinión política o creencia, para
pensar con cabeza propia, para generar sus propias ideas, para hacer
sus propia valoraciones y para actuar por su propia y soberana voluntad
personal.
Una cosa es informar y otra atiborrar de datos para convencer. Una cosa
es informar y otra decir sólo la parte de las informaciones que
nos interesan para retorcer la voluntad y los criterios de los demás.
Una cosa es informar dando a conocer lo que ha pasado y otra enjuiciar,
clasificar, valorar, condenar, exhaltar, llenar de adjetivos cada palabra
y borrar el silencio con todo género de epítetos y vituperios.
El mundo de hoy está hastiado de las palabras huecas, de los
razonamientos bizantinos, de las contiendas y batallas. Casi todo el
mundo prefiere los hechos, el ejemplo, las acciones serenas y reflexivas,
el silencio elocuente y respetuoso, las actitudes coherentes y perseverantes,
los gestos silenciosos... que, en ocasiones, si son muestras de una
actitud y de una decisión, comunican más que mil palabras.
No estamos hablando aquí de silencios cómplices del mal
o de la injusticia. Ni de silencios complacientes de la comodidad y
la falta de compromiso. Estamos hablando de silencios repletos de sentido
de la justicia, ejercicio del criterio y compromiso con la verdad, con
la persona de cada ser humano y con el destino de la nación y
la humanidad.
Palabras mudas y gestos elocuentes
Miremos a nuestro alrededor, está saturado de palabras y griterías.
La contaminación ambiental no se refiere sólo al humo,
a las aguas infectadas, a las bahías aniquiladas por los derrames
de todo tipo. El ruido es una de las formas más dañinas
para la ecología humana. Las palabras sobrantes, los gritos y
todo tipo de sonidos guturales a los que ya nos vamos acostumbrando,
por desgracia, son atentados contra el medio y las personas que en él
sobreviven.
Hay palabras mudas, que no sirven para nada. Que vociferan pero no
comunican. Que dañan, que atacan y distraen:
--Cuando desde un camión se lanzan alaridos llenos de malas palabras
y, lo que es peor, esto se interpreta, se recibe y se contesta como
un saludo amistoso. Algo anda mal en la cultura general integral de
ese pueblo.
--Cuando unos niños o adolescentes, no encuentran otra forma
de expresar su alegría que con gritos y aullidos y se les enseña,
o permite, que vayan en un ómnibus escolar, infectando su recorrido,
lanzando burlas e infamias a cuanto transeunte que vaya tranquilamente
por la acera o esté sentado en los parques. Algo anda mal en
la educación integral de esos estudiantes.
--Cuando en un centro de trabajo, los empleados y las empleadas, se
comunican entre sí gritando a voz en cuello: ¡Fulanooo...
te buscan! ... ¡Menganaaa... teléfono! . ¡Cariñooo...
mira a ver si sutana anda por ahí! . Algo anda mal en la cultura
y la educación de ese centro de trabajo.
--Cuando en un templo, los mismos creyentes y no sólo los visitantes,
no logran contener sus comentarios, no logran parar la lengua, no logran
dejar de hablar con quien tienen al lado y cada momento de silencio,
o de oración, o de lecturas... toda la ceremonia, es violada
por continuos, e incontenibles, susurros, palabrerías y ruidos
voluntarios, algo anda mal en la cultura religiosa de esos creyentes;
aún más, algo anda mal en su educación más
elemental; y peor aún, algo puede andar mal en su sicología.
--Cuando en una escuela, se suceden dos momentos de ruidos: una sesión
de gritos de los profesores que parece que imparten clases; y otra sesisón
en que se desatan los aullidos del pasillo por parte de los estudiantes
que parece que disfrutan de un receso, algo anda mal en la cultura general
integral de los profesores y en el estilo de educación que éstos
le dan a los educandos.
--Cuando en un barrio no podemos conversar en la sala de nuestra casa
por el ruido del amplificador del vecino, cuando ya no se toca a la
puerta sino que se vocifera sin piedad mirando por la ventana, cuando
se conversa a gritos de acera a acera o de balcón a balcón,
sin darnos cuenta de ello, algo anda mal en la conciencia de ese pueblo.
Hay gestos elocuentes:
-Una mirada oportuna y solidaria.
-Un apretón de manos en los momentos más difíciles
en que cuesta decir palabras.
-Una inclinación de cabeza sencilla y sin aparataje.
-Un inclinarse ante un anciano y tomar amablemente sus manos.
-Un dedo pulgar hacia arriba y un asentimiento con la cabeza.
-Un mantener la mirada y la frente en alto.
-Un abrazo sentido y sosegado.
-Un servicio al que se considera nuestro enemigo.
-Un saludo cordial y sin prejuicio al que piensa distinto.
-Un adelantarse para encontrar a alguien que nos esquiva por temor o
por complejo.
-Una simple palmada en el hombro a quien no encontramos palabras para
apoyar...
La fuerza del silencio
Pero en las ocasiones más difíciles y en los momentos
cruciales, sólo el silencio resulta ser lo más elocuente,
lo más eficaz y lo más respetuoso.
El silencio meditativo, y no el de la mordaza, es siempre signo de cultura
profunda, de educación esmerada, de fuerza interior.
En efecto, lo que ocurre con frecuencia es que no encontramos con qué
llenar nuestros silencios, y entonces se convierte la palabrería
en un "descanso" para uno salir del aburrimiento existencial...
y en una manía insoportable para los demás.
Quien es capaz de "llenar" los silencios propios y del ambiente,
con reflexiones profundas y es capaz de hilar, por dentro, unas cavilaciones
que aclaran la conciencia, despejan dudas y sosiegan el espíritu,
es una persona de verdadera cultura, es decir, que cultiva su vida interior.
Quien no ha aprendido a pensar con cabeza propia no tiene reflexiones
propias para "llenar" sus silencios. Es más, no valora
aún el "vacío" saludable que es necesario hacer
en nuestro interior para acoger otras voces interiores. Por ello no
nos asombremos que en nuestro ambiente haya pocas personas que sean
capaces de estar largos ratos en silencio reflexivo. Sin una escuela
de pensamiento y un cultivo de la reflexión personal es imposible
"llenar" nuestros silencios y los pocos que nos deja el entorno.
Pensar y disfrutar el silencio son signos de cultura. Disfrutar los
silencios porque están llenos de reflexión fecunda, entrega
y creación, es lo más parecido a la vida de Dios.
Quien es capaz de "respetar" los silencios de los demás
y respetar el silencio del ambiente es una persona de educación
minuciosa. Quizá en un momento determinado no estemos preparados
para aquella reflexión interior, estemos en otra "onda",
pasemos por otra cuerda... Esto no nos da derecho a irrumpir en el ambiente
y estropear el aliento interior de los que a mi lado, en la casa, en
el templo, en mi trabajo, desean unos momentos de silencio para dar
su propio aporte a la reflexión y a la oración, al trabajo
esmerado y con sentido, no consentido, que es la única forma
de soportar el trabajo duro y fatigoso: el silencio es descanso del
alma, es aliento del espíritu, es paz interior. En consecuencia,
el silencio es un servicio a los demás, una forma eminente de
la caridad, un gesto solidario para el que ha podido entrar dentro de
sí, y "trabajar" en su alma. No tenemos derecho a lesionarlo
ni con el pétalo de una rosa como se dijo ayer, ni con el roce
de una bolsa plástica como se diría hoy...
El silencio es, en fin, una fuerza interior. Un pueblo que no es capaz
de hacer el silencio es un pueblo débil. Una persona incapaz
de disfrutar y meditar en silencio padece de una fragilidad interior
peligrosa.
Esa fuerza no atropella al otro, es la única que no ofende, no
oprime, no da empellones. Es la fuerza del espíritu. La más
contundente fuerza, al mismo tiempo que la más respetuosa y gentil.
Cristo mismo, la Palabra hecha carne, el Verbo de Dios, hizo silencio
ante Herodes. Ese silencio es todo un signo en la Biblia. Es el silencio
del oprimido que se resiste a contestar arbitrariedades del poder. Es
el silencio de quien sabe en su interior que, en ocasiones, se puede
dialogar callando, podemos ser dignos callando, podemos permanecer de
pie ante el poder sin pronunciar palabras. Para ello es necesario que
el silencio esté fecundado, ungido y fortalecido con una vida
interior plena de sentido y trascendencia.
Esos son los alimentos esenciales del silencio contemplativo, única
"fuerza" invencible en su debilidad: sentido y trascendencia.
Dar sentido al silencio es "llenarlo" de nuestro espíritu
y "vaciarlo" de aburrimiento para dar hogar al Espíritu
de Dios.
Trascender desde el silencio es usarlo como camino hacia la plenitud
de nuestro ser, hacia la plenitud de Dios. El silencio orante es precisamente
eso, vía para salir de nuestro egoismo, para abandonarnos en
la contemplación, para vaciarnos de los "ruidos" de
los complejos, de los prejuicios, de los rencores, de las amarguras,
y dejarnos inundar por la paz de la entrega, por la actividad solícita
del amor. Entonces estaremos tan "ocupados" en la labor interior
que no tendremos tiempo para palabras huecas y ruidos externos.
Este silencio contemplativo es la casa de la oración. No podremos
comprender "para qué" se hace silencio, o se pide silencio,
si no aprendemos esta vida por dentro, este mundo profundo en el que
el alma no se aburre sino que se conoce a sí misma; se compenetra
con el Amado y se entrega "como ofrenda permanente" para dar
sentido al mundo.
Sólo entonces, podremos decir que somos un pueblo educado en
el silencio, culto en la meditación, fuerte en la contemplación:
única forma de trascender como nación.
Sólo entonces, vendrá "el entusiasmo grande por el
silencio profundo".
Y nada más, hagamos silencio...
Hagamos este tipo de silencio por Cuba.