Sería una tarea punto más
que imposible precisar cuándo o cómo el 24 de febrero
en La Palma dejó, o fue dejando de ser, un día de fiesta
para convertirse en el día de la fiesta. Un hecho ocurrido en
la segunda mitad del año 1957 nos aleja toda posibilidad de investigar
a fondo cuestiones como ésta. Se trata del incendio del Ayuntamiento
Municipal, acción llevada a cabo por células del Movimiento
26 de Julio en su lucha contra el gobierno del general Fulgencio Batista.
Hoy, privados de este archivo de datos -que abarcaba casi los primeros
cien años de historia de la localidad-, sólo nos queda
apelar a la memoria de aquéllos que ya peinamos canas, y así,
vagando por nuestras nostalgias, llevar a los más jóvenes
un tenue reflejo de añejas tradiciones que hoy día languidecen
en las gavetas del recuerdo, quizás con la remota esperanza de
volver a ser lanzadas al aire por brisas de mejores tiempos.
El 24 de febrero en La Palma venía a ser eso que los sicólogos
llaman meta sustitutiva. Era como una luz en medio del vacío
que dejaba el fin de la Navidad. En poco más de un mes, el tedio
pueblerino se vería de nuevo destrozado por la explosión
de otra festividad, tan cargada de júbilo como las Pascuas, el
fin de año y los Reyes Magos.
Y en efecto, cualquier día entre el 12 y el 15 de febrero, llegaba
el Orozco Park. Con este acontecimiento, la chiquillada del pueblo ya
daba por comenzada la fiesta, y expresaba su entusiasmo corriendo detrás
de los camiones que transportaban los equipos y aparatos, y participando
como comisión de embullo durante la faena de descargue y montaje
en la intercepción de las calles Martí y José M.
Gómez. Era el preludio.
Este parque de diversiones era propiedad del señor Fabián
Orozco, y casi toda la familia trabajaba en él. Los nombres de
Julito, Cristóbal y Macho Tota aún vibran en el recuerdo
de quienes nos contábamos entre la mataperrada del pueblo allá
a finales de los cincuenta y principios de los sesenta. Para la grey
infantil, aquellos hombres eran poco menos que dioses, héroes
mitológicos que operaban con destreza un mundo fabuloso de estrella
y sillas voladoras, botes-columpios y carrusel, o caballitos, como se
le conocía en la jerga pueblerina. Los caballitos era, por extensión,
el nombre genérico que se le daba al parque en su conjunto. Sí,
porque Orozco Park sólo rezaba en los carteles. Todavía
algunos sobrevivientes se refieren a la fiesta del 24 de febrero en
La Palma como La Fiesta de los Caballitos.
Desde el mismo montaje hasta el día 23, fecha en que comenzaba
la verbena, grandes y chicos acudían masivamente, noche por noche,
a montar los aparatos, tirar al blanco, comer algodón de azúcar,
o a participar en los juegos de azar que acompañaban al parque.
El más popular de todos era el de las maquinitas, donde la gente
podía ganar distintos premios apostando a cuál era el
carro que primero alcanzaba la meta avanzando una casilla cada vez que
su número correspondiente aparecía en uno de los dados
que se lanzaban.
Durante estos días preliminares, las bandas de música
de la Escuela Pública "Luz y Caballero" y su homológa
de la Academia La Palma, propiedad de la doctora Moravia Capó
Cancio, ensayaban en sus respectivos predios con vistas a la parada
que tendría lugar frente al Ayuntamiento en la mañana
del día 24.
El día 23 por la mañana, las dos cuadras de la calle Martí
comprendidas entre Liberato D. Azcuy y José M. Gómez se
cerraban al tráfico, y quedaban convertidas en un bulevar poblado
de kioskos, tarimas de venta y juegos de azar, a no caber uno más.
Los vendedores ambulantes de globos y otras chucherías por el
estilo se cruzaban en todas direcciones con sus pitos y pregones estridentes.
A pesar de que el Día del Palmero Ausente nunca existió
entre las tradiciones de este pueblo, no quedaba uno en toda Cuba que
en esta fecha no se diera cita en su terruño junto a familiares
y amigos.
La mayoría de los hogares se convertían en improvisados
talleres de corte y costura, ocupados en confeccionar o reajustar las
ropas de toda la familia con vistas a la solemne ocasión que
se avecinaba. Hasta el más pobre abrigaba la sana ilusión
de acudir a la fiesta con una camisita nueva, aunque fuera de aquéllas
de a cinco pesos la docena.
El 24, a las cinco de la mañana, el pueblo despertaba bajo al
estruendo de las explosiones de los voladores y las notas de la Diana
Mambisa, ejecutadas por el grupo de Basilio Peñalver y sus Muchachos.
En las primeras horas tenía lugar la parada escolar, donde las
ya mencionadas bandas de música pugnaban frente al Ayuntamiento
por lograr un triunfo que casi nunca alcanzaban; siempre el alcalde
y las autoridades municipales optaban por declarar un empate y premiar
a las dos, quizás por no buscarse más problemas de los
que ya tenían.
La
banda de música de la academia "La Palma" durante la
parada escolar del año 1956, frente al edificio que ocupaba el
ayuntamiento municipal, devorado por las llamas en 1957 (reconstruido
al año siguiente, hoy es sede del comité municipal de
la UJC).
Durante las tres noches del 23, 24 y 25 había bailes en las calles,
pero sólo el 24 se contrataban orquestas de renombre nacional.
Neno González, Abelardo Barroso, Barbarito Diez, Melodías
del 40, por citar sólo algunas, amenizaban cada año la
fiesta de los palmeros. La cantina servía como línea divisoria
entre el baile de los negros y el de los blancos, aunque es digno destacar
que tanto unos como otros veían en esto sólo el cumplimiento
de una tradición.
En la cantina compartían negros y blancos, que no por bailar
separados dejaban de ser amigos. Era difícil que para ese día
alguien hubiera dejado de hacer unos ahorritos con que tomarse unas
cervezas o darse unos tragos. El precio de una cerveza oscilaba en los
veinticinco centavos; la botella de ron poco más de dos pesos,
y los refrescos de soda, que normalmente se vendían a cinco centavos,
en la cantina valían diez. Con este recargo se decía sufragar
los gastos de la fiesta.
En los tres días de desarrollo de la verbena raras veces se veía
una autoridad uniformada; no era necesario coaccionar a nadie para que
se comportara como una persona decente. El orden de la fiesta lo garantizaban
la buena educación y el espíritu de camaradería
que reinaba. Alguna que otra trompada, muy posible siempre allí
donde se vendan bebidas alcohólicas, no pasaba de ser un incidente
fortuito y muy poco frecuente. Esto último es una de las cosas
que más echo de menos al recordar con nostalgia aquellas fiestas
de antaño. Cuando voy a fiestas populares actuales, solo o con
mis familiares y amigos, y veo esos despliegues de tropas especiales
entrenadas en artes marciales y fuertemente armados, y pienso que sólo
así se puede garantizar la seguridad de los ciudadanos pacíficos,
me convenzo de que algo -no sé qué- ha fallado o se ha
perdido en el ritmo normal de vida de este pueblo.
En el segundo lustro de la década de los sesenta la tradición
comenzó a fenecer. Los caballitos nunca volvieron y el 24 de
febrero en pocos años perdió ese carácter singularmente
especial que revestía para cada palmero. En los últimos
tiempos, los trabajadores del Sectorial de Cultura del municipio han
hecho un meritorio intento por rescatar la tradición. Limitados
por la abrumadora falta de recursos, y quizás más que
todo por la falta de un verdadero interés social, este pequeño
grupo de trabajo, con su sencilla actividad, ha mostrado un alto grado
de sensibilidad ante una irreparable pérdida. Quiera Dios que
su esfuerzo un día termine por devolvernos tan hermosa celebración.
Las tradiciones son la genuina expresión de las raíces
de un pueblo, y perderlas es perder al pueblo mismo.