Revista Vitral No. 47 * año VIII * enero-febrero 2002


PATRIMONIO CULTURAL

 

24 DE FEBRERO
EN LA PALMA

BELISARIO CARLOS PI LAGO

 

 

 

 

Sería una tarea punto más que imposible precisar cuándo o cómo el 24 de febrero en La Palma dejó, o fue dejando de ser, un día de fiesta para convertirse en el día de la fiesta. Un hecho ocurrido en la segunda mitad del año 1957 nos aleja toda posibilidad de investigar a fondo cuestiones como ésta. Se trata del incendio del Ayuntamiento Municipal, acción llevada a cabo por células del Movimiento 26 de Julio en su lucha contra el gobierno del general Fulgencio Batista.
Hoy, privados de este archivo de datos -que abarcaba casi los primeros cien años de historia de la localidad-, sólo nos queda apelar a la memoria de aquéllos que ya peinamos canas, y así, vagando por nuestras nostalgias, llevar a los más jóvenes un tenue reflejo de añejas tradiciones que hoy día languidecen en las gavetas del recuerdo, quizás con la remota esperanza de volver a ser lanzadas al aire por brisas de mejores tiempos.
El 24 de febrero en La Palma venía a ser eso que los sicólogos llaman meta sustitutiva. Era como una luz en medio del vacío que dejaba el fin de la Navidad. En poco más de un mes, el tedio pueblerino se vería de nuevo destrozado por la explosión de otra festividad, tan cargada de júbilo como las Pascuas, el fin de año y los Reyes Magos.
Y en efecto, cualquier día entre el 12 y el 15 de febrero, llegaba el Orozco Park. Con este acontecimiento, la chiquillada del pueblo ya daba por comenzada la fiesta, y expresaba su entusiasmo corriendo detrás de los camiones que transportaban los equipos y aparatos, y participando como comisión de embullo durante la faena de descargue y montaje en la intercepción de las calles Martí y José M. Gómez. Era el preludio.
Este parque de diversiones era propiedad del señor Fabián Orozco, y casi toda la familia trabajaba en él. Los nombres de Julito, Cristóbal y Macho Tota aún vibran en el recuerdo de quienes nos contábamos entre la mataperrada del pueblo allá a finales de los cincuenta y principios de los sesenta. Para la grey infantil, aquellos hombres eran poco menos que dioses, héroes mitológicos que operaban con destreza un mundo fabuloso de estrella y sillas voladoras, botes-columpios y carrusel, o caballitos, como se le conocía en la jerga pueblerina. Los caballitos era, por extensión, el nombre genérico que se le daba al parque en su conjunto. Sí, porque Orozco Park sólo rezaba en los carteles. Todavía algunos sobrevivientes se refieren a la fiesta del 24 de febrero en La Palma como La Fiesta de los Caballitos.
Desde el mismo montaje hasta el día 23, fecha en que comenzaba la verbena, grandes y chicos acudían masivamente, noche por noche, a montar los aparatos, tirar al blanco, comer algodón de azúcar, o a participar en los juegos de azar que acompañaban al parque. El más popular de todos era el de las maquinitas, donde la gente podía ganar distintos premios apostando a cuál era el carro que primero alcanzaba la meta avanzando una casilla cada vez que su número correspondiente aparecía en uno de los dados que se lanzaban.
Durante estos días preliminares, las bandas de música de la Escuela Pública "Luz y Caballero" y su homológa de la Academia La Palma, propiedad de la doctora Moravia Capó Cancio, ensayaban en sus respectivos predios con vistas a la parada que tendría lugar frente al Ayuntamiento en la mañana del día 24.
El día 23 por la mañana, las dos cuadras de la calle Martí comprendidas entre Liberato D. Azcuy y José M. Gómez se cerraban al tráfico, y quedaban convertidas en un bulevar poblado de kioskos, tarimas de venta y juegos de azar, a no caber uno más. Los vendedores ambulantes de globos y otras chucherías por el estilo se cruzaban en todas direcciones con sus pitos y pregones estridentes. A pesar de que el Día del Palmero Ausente nunca existió entre las tradiciones de este pueblo, no quedaba uno en toda Cuba que en esta fecha no se diera cita en su terruño junto a familiares y amigos.
La mayoría de los hogares se convertían en improvisados talleres de corte y costura, ocupados en confeccionar o reajustar las ropas de toda la familia con vistas a la solemne ocasión que se avecinaba. Hasta el más pobre abrigaba la sana ilusión de acudir a la fiesta con una camisita nueva, aunque fuera de aquéllas de a cinco pesos la docena.
El 24, a las cinco de la mañana, el pueblo despertaba bajo al estruendo de las explosiones de los voladores y las notas de la Diana Mambisa, ejecutadas por el grupo de Basilio Peñalver y sus Muchachos. En las primeras horas tenía lugar la parada escolar, donde las ya mencionadas bandas de música pugnaban frente al Ayuntamiento por lograr un triunfo que casi nunca alcanzaban; siempre el alcalde y las autoridades municipales optaban por declarar un empate y premiar a las dos, quizás por no buscarse más problemas de los que ya tenían.

La banda de música de la academia "La Palma" durante la parada escolar del año 1956, frente al edificio que ocupaba el ayuntamiento municipal, devorado por las llamas en 1957 (reconstruido al año siguiente, hoy es sede del comité municipal de la UJC).

Durante las tres noches del 23, 24 y 25 había bailes en las calles, pero sólo el 24 se contrataban orquestas de renombre nacional. Neno González, Abelardo Barroso, Barbarito Diez, Melodías del 40, por citar sólo algunas, amenizaban cada año la fiesta de los palmeros. La cantina servía como línea divisoria entre el baile de los negros y el de los blancos, aunque es digno destacar que tanto unos como otros veían en esto sólo el cumplimiento de una tradición.
En la cantina compartían negros y blancos, que no por bailar separados dejaban de ser amigos. Era difícil que para ese día alguien hubiera dejado de hacer unos ahorritos con que tomarse unas cervezas o darse unos tragos. El precio de una cerveza oscilaba en los veinticinco centavos; la botella de ron poco más de dos pesos, y los refrescos de soda, que normalmente se vendían a cinco centavos, en la cantina valían diez. Con este recargo se decía sufragar los gastos de la fiesta.
En los tres días de desarrollo de la verbena raras veces se veía una autoridad uniformada; no era necesario coaccionar a nadie para que se comportara como una persona decente. El orden de la fiesta lo garantizaban la buena educación y el espíritu de camaradería que reinaba. Alguna que otra trompada, muy posible siempre allí donde se vendan bebidas alcohólicas, no pasaba de ser un incidente fortuito y muy poco frecuente. Esto último es una de las cosas que más echo de menos al recordar con nostalgia aquellas fiestas de antaño. Cuando voy a fiestas populares actuales, solo o con mis familiares y amigos, y veo esos despliegues de tropas especiales entrenadas en artes marciales y fuertemente armados, y pienso que sólo así se puede garantizar la seguridad de los ciudadanos pacíficos, me convenzo de que algo -no sé qué- ha fallado o se ha perdido en el ritmo normal de vida de este pueblo.
En el segundo lustro de la década de los sesenta la tradición comenzó a fenecer. Los caballitos nunca volvieron y el 24 de febrero en pocos años perdió ese carácter singularmente especial que revestía para cada palmero. En los últimos tiempos, los trabajadores del Sectorial de Cultura del municipio han hecho un meritorio intento por rescatar la tradición. Limitados por la abrumadora falta de recursos, y quizás más que todo por la falta de un verdadero interés social, este pequeño grupo de trabajo, con su sencilla actividad, ha mostrado un alto grado de sensibilidad ante una irreparable pérdida. Quiera Dios que su esfuerzo un día termine por devolvernos tan hermosa celebración. Las tradiciones son la genuina expresión de las raíces de un pueblo, y perderlas es perder al pueblo mismo.

 

 

Revista Vitral No. 47 * año VIII * enero-febrero 2002
Belisario Carlos Pi Lago
(La Palma, 1950) Licenciado en Inglés. Su libro "De caña, tabaco y ron", obtuvo una mención en el Concurso Literario VITRAL, en su primera edición.