"Esto significa que sea posible
vivir, sin doblez ni disimulos, la fe que profesamos y asumir los comportamientos
familiares, sociales, económicos, políticos y culturales
que se desprenden de la coherencia de vida con la fe que profesamos.
Sólo así, los signos públicos de la fe, como las
procesiones, las misas al aire libre, las misiones de casa en casa,
los encuentros eclesiales en casas de misión y el acceso a los
medios de comunicación social, son señales que indicarán
a creyentes y no creyentes, que la profesión de la fe en los
ámbitos públicos, tal como la explicamos aquí,
ha llegado a tener derecho de ciudadanía"
Mensaje "Un cielo nuevo y una tierra nueva" (Nº 53)
publicado por la Conferencia de Obispos Católicos de Cuba el
21 de enero del 2000, en el 2º Aniversario de la Visita del Papa
Juan Pablo II a Cuba
La persona humana desarrolla su
existencia terrenal en un momento dado de la historia, en una realidad
social concreta, vive en una nación con una cultura que se ha
ido forjando con el paso del tiempo y que ha sido depositaria de costumbres
y tradiciones heredadas de las generaciones anteriores, pero también
de nuevos elementos y costumbres que se han ido gestando en años
y tiempos más recientes marcadas por el desarrollo tecnológico,
la dinámica social y económica, así como por la
dialéctica política que caracteriza a la humanidad.
La fe religiosa por su parte forma parte inherente del ser humano porque
su condición de criatura de Dios así lo determina. Las
personas en todas las culturas y en todas las épocas han profesado
diferentes estilos de vida y han gestado diferentes culturas en las
que lo religioso ha estado presente ocupando un papel de primer orden.
En el plano personal la cuestión de la profesión pública
de la fe es determinada, muchas veces, por factores que vienen desde
fuera de la persona misma, es decir por factores que se imponen con
cierta fuerza al individuo desde su más temprana formación.
A veces esa religiosidad se recibe pasivamente de la familia y se asume
sin crítica alguna como algo que forma parte de los valores personales
y familiares; en otras ocasiones es recibida y purificada de contaminaciones
en aquellos individuos que poseen un fuerte espíritu crítico,
una formación y educación superiores a sus antepasados
o que, de alguna forma, se sienten llamados a vivir una fe que no es
sólo un elemento más de los muchos que le caracterizan,
sino que ocupa un lugar verdaderamente protagónico en su vida
personal. En otras ocasiones, lamentablemente, es la sociedad quien
determina y designa a la religión un lugar mucho menos importante
en la vida de las personas por medio de una praxis estatal que no le
otorga a la religiosidad personal el espacio que le corresponde en el
corazón del hombre y en la sociedad.
Existen en el mundo de hoy, sobre todo en las sociedades occidentales
más desarrolladas, un consumismo, materialismo y secularismo
desenfrenados que hacen virtualmente de los bienes materiales el objetivo
mismo de la vida humana, relegando la fe a algo personal y pasivo que
ocupa un lugar bastante rezagado en la vida.
También existieron otras sociedades envueltas en un fuerte contenido
ideológico de marcado corte ateísta que inhiben la expresión
de los sentimientos religiosos, ya sea por medio de dictámenes
prohibitivos o por temores visibles e invisibles, que hacen también
que el hombre, en la lucha por la subsistencia personal o por hacerse
de un espacio en estas sociedades, relegue en su vida el papel de lo
religioso a planos menos protagónicos y, en muchos casos, sencillamente
inhiba u oculte esos sentimientos detrás de una máscara
de conformidad o resignación.
Igualmente se da el caso, en determinados países sobre todo del
Asia, de verdaderas dictaduras religiosas en las que la espontaneidad
de la fe ha sido sustituida por un régimen de edictos y prohibiciones
que terminan en un fanatismo extremista.
La profesión de la fe en los ámbitos públicos es
y debe ser algo muy natural y reconocido ya que, al igual que el ser
humano tiene relaciones de familia y amistad, expresa sentimientos,
emociones, convicciones y aficiones, la fe religiosa le resulta inherente
a su misma persona y, por lo tanto debe ser vivida con naturalidad,
sin ningún tipo de represión y con la posibilidad de hacerlo
de manera comunitaria y no sólo limitada a un tipo de experiencia
individual o privada.
I. El Discípulo es la base
en la profesión pública de la fe
A. El discípulo como sujeto que, desde su propia realidad
personal, hace suyos los valores evangélicos en su vivir diario
A quienes en estos últimos años hemos participado o visto
una procesión por la vía pública, indudablemente
que nos resulta una experiencia impresionante e, incluso, a muchos,
inesperada. Ver una multitud que con fervor religioso camina orando
y cantando por las calles de un pueblo o ciudad expresando públicamente
su fe es algo que, quizás, muchos pensaron que se había
olvidado o superado. Este tipo de acto piadoso es una "muestra
palpable" de la fe de un pueblo. En algunos países y, dentro
de ellos, en algunas ciudades, las tradiciones hacen de estos actos,
noticia local y referencia pública.
Pero esto no basta si al terminar el acto religioso cada uno va por
su vida y en esa vida nada le distingue de los demás. Entonces,
la fe no impregna, no marca, no se hace vida... es expresión
exterior pero no fuerza o dinamismo motivante y transformante en la
vida interior del hombre.
Sabemos bien que el ser humano, en muchas ocasiones, tiene una actitud
específica cuando forma parte de un grupo y otra diferente cuando
está solo. Aquí radica una primera diferencia que debe
caracterizar al hombre de fe del resto de las personas: el valor de
profesar su fe en los ámbitos públicos y, a la vez, respaldar
esa acción pública con su vivencia personal como fundamento
de coherencia que hace creíble la fe que profesa.
A veces compartimos la vida diaria con personas que utilizan -incluso,
en ocasiones, de manera llamativa- cadenas, medallas, crucifijos sin
que ello, en sí, determine una profesión pública
de la fe que sea válida ya que, tal vez, el lenguaje, las actitudes
y conducta dejan que desear. Una vez más se siente el reclamo
de que el gesto público sea expresión de la fe profunda
y motivante, de la creencia que se manifiesta en acciones y gestos que
responden a la vivencia interior que los genera.
Así que el discípulo que tiene una experiencia de fe al
encontrarse con Jesucristo vivo y acogerlo en su corazón comienza
a sentir una legítima necesidad de dejarse iluminar y transformar
por su amistad, por su gracia, por su Espíritu y, por supuesto,
siente el impulso de compartirlo con aquellos hermanos de la comunidad
en la que se integra y, a la misma vez, expresarlo en la vida cotidiana
en su familia, vecindario y medio social en el que se desenvuelve. Así,
poco a poco, ese encuentro de fe lo convierte en profeta de la esperanza,
en alguien que habla del Reino y del Amor del Padre y que lo hace con
sencillez, naturalidad y alegría.
B. El discípulo, como persona, es la base de la profesión
pública de la fe al anunciar el mensaje y ofrecer el testimonio
cristiano de su propia vida.
El mensaje cristiano asumido por la fe en el corazón del ser
humano convierte al discípulo en mensajero y revela a los demás
(familiares, amigos, compañeros de trabajo, simpatizantes cercanos)
la realidad del Reino y su mensaje liberador y generador, por lo que
éste discípulo es, a su vez, transformado por este mensaje
en un profeta del Reino y en portador de una palabra de aliento y esperanza
para los que a su alrededor viven los gozos y las penas de la vida humana.
Es el momento en que la acción de Dios en él lo convierte
en un ser "igual como persona o ciudadano y distinto por sus actitudes
y proyección de vida", toma conciencia de su vocación
cristiana de ser fermento en la masa y luz en su ambiente específico.
Es también el momento en el que el discípulo comienza
a ser escrutado, observado y "evaluado" por los demás
ya que se pone de manifiesto que lo público, en el discípulo,
es su estilo de vida.
La fuerza transformadora y liberadora del Evangelio genera en el discípulo
actitudes de respeto, moderación, educación, comprensión,
misericordia y perdón hacia los demás y es, en esas actitudes,
donde su mensaje comienza a ser "creíble" desde su
propio testimonio personal, es cuando la alegría del discípulo
comienza a ser contagiosa, atrayente y convocante al ser "buena
noticia" para los demás.
A pesar de toda esta obra que se opera en el discípulo para bien
suyo y de la comunidad humana, es muy probable que este empiece a ser
cuestionado por muchos y a ser criticado e incom-prendido por "distinto"
en el seno de una sociedad que muchas veces no acepta lo distinto, lo
nuevo, y aquí se produce una tensión personal y social
entre el mensaje cristiano renovador, transformador y "buena nueva"
con quienes representan un estilo tal vez más egoísta,
o un pensamiento ya caduco, o una visión individualista del mundo
en la que prevalecen signos y posturas que expresan cansancio, pesimismo
e, incluso, muerte.
La verdadera profesión pública de la fe se da a nivel
personal en un profetismo alegre, testimo-niante y transformador desde
el más elemental tejido social de las relaciones interpersonales
y de la familia. El discípulo que, sabiéndose débil
acude e implora la fuerza de Dios, que pierde el miedo de ser distinto
y criticado y emprende el camino del seguimiento de Jesús con
las exigencias propias de esta vocación, es el auténtico
protagonista de la profesión pública de la fe.
C. Profetas del Reino en un mundo sin esperanza.
Todo bautizado ha sido ungido en el Espíritu Santo (cf. Lc.4,18
ss) y, por lo tanto, participa de la triple función realizada
por Cristo. Por eso, está llamado a ser evangelizador, intercesor
de las bendiciones de Dios y, también, servidor-profeta.
La comunidad cristiana, debido a esto, también tiene una vocación
profética. Su mensaje y testimonio público es de esperanza,
es el anuncio del Reino de justicia, del amor del Padre, de la misericordia
de Dios en un mundo desvastado por los odios, la violencia, los vicios,
el egoísmo y la falta de proyectos verdaderamente válidos,
políticas e ideologías paralizadas en el tiempo y un consumismo
que va más allá del bienestar para convertirse en meta
y obsesión de muchos.
Por eso nos preguntamos: ¿quiénes son los que miran a
la Iglesia?, ¿quiénes son los que se paran en las aceras
para ver pasar las procesiones?, ¿quiénes son los receptores
del mensaje cristiano en una sociedad donde conviven la pobreza y la
riqueza en sus expresiones de necesidad de muchos y bienestar de unos
pocos en un momento histórico y en una generación dada?
Miran a la Iglesia:
-los que tienen hambre y sed de justicia,
-los que tienen necesidad de pan,
-los que tienen sed de Dios,
-los que esperan una palabra de aliento o consuelo,
-los enfermos, encarcelados o perseguidos,
-los que esperan un gesto de misericordia,
-los que piensan distinto,
-los que no tienen un proyecto de vida,
-los que buscan emigrar,
-los que hacen un camino de regreso decepcionados por el esfuerzo perdido
tras una falsa esperanza.
Pero también, la Iglesia es mirada por:
-los soberbios y poderosos que siguen a la Iglesia con esa doble mirada
que manifiesta un cierto temor,
-los resentidos que aún están atados y paralizados en
sus prejuicios y esquemas de ayer,
-los que no tienen respuestas ni las buscan porque se han aliado al
conformismo y a la mediocridad,
-los desorientados que están perdidos en la confusión
y ambigüedades de tantas opiniones y análisis interesados,
-los que han sido enceguecidos por las campañas antirreligiosas.
Todos ellos miran a la Iglesia como institución humanamente estructurada
y presente en muchísimos pueblos e innumerables culturas. Desconocen
su "ser" y, por lo tanto, el campo propio de su "misión".
Por todo esto y de manera testificante la Iglesia está llamada
a ser la familia en la que se sienten acogidos e integrados los humildes
y sencillos, el lugar propio de los bienaventurados, de los pequeños
del Señor, donde se cree y se obra con la fuerza de lo pequeño,
donde el
Espíritu Santo sopla y fortalece, la palabra de Dios ilumina
y la gracia de los Sacramentos es capaz de transformar el corazón
del hombre tantas veces herido por el pecado y por el propio peso de
la historia. Es el lugar donde está el Reino del Padre como meta
y, también, como proyecto que aúna la buena disposición
presente en tantos hombres y mujeres de buena voluntad que así
lo experimentan y desean.
II. Lugar de la Iglesia en la sociedad
A. ¿Qué es lo público?
Ya hemos dicho que "lo público en el discípulo es
su estilo de vida, pero, ¿a qué nos referimos cuando hablamos
de "profesar la fe en ámbitos públicos reconocidos"?
o, dicho de otra manera, ¿qué es lo público?
Hagamos algunas distinciones:
1. Lo público no se agota en lo estatal, en lo institucional;
obviamente que lo público incluye el Estado pero lo desborda,
por lo menos el Estado pensado como aparato institucional de poder.
2. Lo público, entonces, remite a dos factores que son muy interesantes:
a lo colectivo y a lo común. Ambos, lo colectivo y lo común
se entienden como lo que cohesiona el tejido social, como aquello que
compartimos conjuntamente en tanto que es patrimonio social; o sea como
el resultado siempre inacabado, siempre en construcción de una
vida en común.
3. Lo público tiene varias dimensiones:
-Lo puramente físico o natural. Por ejemplo: las calles, los
parques, los espacios públicos son dimensiones físicas
de lo público. Estas no son propiedad del Estado, simplemente
el Estado las tutela, las construye, las vigila, pero son del colectivo,
son del público, del común de los ciudadanos, del conjunto
social. Así pasa con los recursos naturales de un país,
el agua, los ríos, las montañas, etc. son patrimonio común.
-Lo que ocurre es que se ha perdido la noción de que puede existir
algo que no sea particular o estatal, entonces se ha perdido la dimensión
de una cantidad de elementos físicos y naturales que son públicos
y, por tanto, nos corresponden a todos los ciudadanos.
-Lo espiritual (es una dimensión intangible de lo público).
Son los referentes espirituales, son intangibles porque son referentes
simbólicos, representaciones, nociones éticas, formas
de identidad: el folclor, el sentido común, lo mítico,
lo imaginario, los referentes éticos, los referentes culturales
hacen parte de todo ese colectivo que no es estatal: el Estado intenta
formular una cultura oficial, pero ésta es sólo una faceta
de ese patrimonio cultural y socio-histórico que le pertenece
al común y es el común el que está en capacidad
de crear y recrear nuevos referentes.
También puede hacerse una distinción entre "lo público"
y "lo privado".
1.El hombre establece la diferencia entre lo suyo, lo que le es propio,
lo que le es cercano a su existencia, lo que le pertenece y, del otro
lado, lo que es común a todos. Surge, por lo tanto, la distinción
entre "lo propio" (oikos=doméstico) y "lo común
(polis=político)". Hay cosas que son propias, de él,
pero hay otras que son comunes y colectivas y le pertenecen al conjunto,
y solamente se descubre eso cuando se crea el espacio de lo público.
2. ¿Qué se requiere para que exista el espacio o la
dimensión de lo público?
Según el criterio griego se necesitan dos cosas: la praxis y
la lexis, es decir, la acción y el discurso. El discurso es,
ante todo sentido, persuasión, forma de contestar, argumentar,
replicar, sopesar; por lo tanto, para que pueda haber discurso es fundamental
reconocer al otro, como capaz de argumentar, expresar su palabra, como
capaz de tener también su discurso. El autoritarismo no tiene
discurso porque no reconoce al interlocutor, porque no argumenta sino
que impone, manda, da órdenes.
Ser político, entonces, significa que todo se dice por medio
de palabras y no por medio de la fuerza y la violencia; la violencia
y la imposición se corresponderían con el mundo de lo
privado y no de lo público. Por eso es que el espacio propio
de la política, el espacio de lo público es una sociedad
de iguales, una sociedad de "pares" en la que hay sujetos
capaces de discurso y acción.
Hay realidades sociales en la que lo público es entendido, simplemente,
como lo estatal porque, en sí, lo público no existe, se
volvió tierra de nadie. El Estado agotó todo lo común
y colectivo, lo encerró en sus propios límites.
B. El espacio que corresponde a la Iglesia en la sociedad.
De la misma manera que para el discípulo es importante su conducta
y el servicio a los demás por medio de sus carismas, para la
Iglesia también resulta sumamente importante poder incluir e
integrar en sí -como cuerpo- la suma de los carismas de aquellos
que la componen.
Por ello para la Iglesia es un deber -que se fundamenta en la misión
encomendada por el propio Cristo- y también un derecho obrar
en el seno de la sociedad como sujeto colectivo y tener los espacios
necesarios para desarrollar su misión evangelizadora, cultual
y promotora de la persona humana ya que estos son los componentes esenciales
que identifican y cualifican su ser y su misión.
El espacio propio de la Iglesia en la sociedad no puede reducirse a
lo que pudiéramos llamar libertad de culto, es decir, apertura
de los templos, organización de los actos litúrgicos,
aceptación de que sus miembros acudan a ella para solicitar o
participar en las celebraciones de los sacramentos u otros actos de
piedad, reconocimiento de la autonomía institucional interna
en el desarrollo canónico de su estructura propia: nombramientos,
destinos, orientación pastoral, la realización de las
procesiones, los encuentros eclesiales en casas de misión, etc.
Los espacios que corresponden a la Iglesia están enmarcados en
connotaciones jurídicas y legales y necesita, obviamente, un
ámbito de libertad religiosa que le permita actuar no como parte
del Estado, sino desde la autonomía que a la Iglesia le ofrece
su propia identidad.
El Concilio Vaticano II refiere textualmente (GS 76): "La comunidad
política y la Iglesia son entre sí independientes y autónomas
en su propio campo. Sin embargo, ambas, aunque por diverso título,
están al servicio de la vocación personal y social de
los mismos hombres".
A esto es a lo que ya se refería el Papa Juan Pablo II en el
Capítulo V "Estado y Cultura" de la Encíclica
"Centesimus Annus" y donde hace referencia al texto referido,
cuando dice: "El Estado, o bien el partido, que cree poder realizar
en la historia el bien absoluto y se erige por encima de todos los valores,
no puede tolerar que se sostenga un criterio objetivo del bien y del
mal, por encima de la voluntad de los gobernantes y que, en determinadas
circunstancias, puede servir para juzgar su comportamiento".
Es necesario, pues, que se comprenda cómo el hombre que se encuentra
con Jesucristo experimenta una transformación interior que lo
dinamiza y empuja a que sus manifestaciones religiosas dejen de ser
una cuestión individual e intimista para convertirse en una vivencia
que compromete a toda su persona en la vida familiar y social. El proceso
interior que genera en el ser humano el encuentro con Jesucristo vivo,
tal como lo enseña el Papa Juan Pablo II en la Exhortación
"Iglesia en América" y que está en la base del
marco doctrinal de nuestro Plan Pastoral, tiene tres círculos
progresivos e interrelacionados: la conversión, la comunión
y la solidaridad.
Esto es, en síntesis, lo que sustenta la solicitud -en clave
de esperanza- que los Obispos expresamos en el Nº 53 del Mensaje
"Un cielo nuevo y una tierra nueva" del 21 de enero del Año
Santo Jubilar, al celebrarse el segundo aniversario de la Visita del
Papa a nuestra Patria. De nuestra parte está mantenernos perseverantes
en el bien obrar -privada y públicamente- desde una eclesiología
de 'comunión' y 'participación' y esforzándonos
por practicar la sabia trilogía de lo que está llamada
a ser y testificar la comunidad cristiana en medio de su pueblo, tal
como ha sido diseñada por el Papa en la Exhortación Apostólica
sobre el Nuevo Milenio y tal como, en medio de incomprensiones históricas
e ideológicas, hemos vivido en toda esta etapa postconciliar:
escuela de oración, taller de comunión y casa de los pobres.
Continuemos, por tanto, queridos delegados y delegadas de todas las
Diócesis de Cuba, con buen ánimo y mucha confianza en
Dios y en el ritmo humilde de la Iglesia para que todos los cristianos,
como miembros de comunidades inculturadas, participativas y misioneras,
podamos profesar nuestra fe públicamente en los diferentes ámbitos
de la sociedad, tal como corresponde en una sociedad que también
se abre a su propia renovación en un Nuevo Milenio.