Salomón descansaba en una
silla de estilo Luis XVI. Había conseguido escribir una cuartilla
de un tirón; no sabía cómo, pero lo había
logrado. De súbito, fue azotado por una repentina inspiración
a la que no opuso resistencia y ahora sostenía entre sus manos
una hermosa cuartilla de papel rosado impreso en letras blancas.
Salomón sabía que había hecho algo bueno, pero
no sabía cuán bueno era ese algo que había hecho.
Miraba amorosamente aquellas letras blancas, puras, como nubes en el
cielo rosáceo de la aurora y sentía que lo invadía
una paz infinita. Paz consigo mismo, con el mundo y con el tiempo. En
realidad, nunca había experimentado nada semejante y comprendió
que por fin había conquistado un minuto de felicidad total.
Entonces llegaron las hormigas. Llegaron por multitudes y subieron a
la silla de estilo Luis XVI y la devoraron para que Salomón tuviese
que sentarse en el suelo; pero él permaneció de pie, ensimismado,
leyendo aquellas letras blancas en el cielo rosa.
Las hormigas arreciaron el ataque emprendiéndola contra sus ropas
y pronto Salomón estuvo completamente desnudo, solo con su cuartilla.
Otro en su lugar se hubiese avergonzado y las hormigas hubieran logrado
su propósito, pero Salomón quedó asaz concentrado
en su lectura.
Cuando las hormigas fueron definitivamente a dar cuenta del folio resultaron
extasiadas al primer rayo de luz, porque entre las manos de Salomón
nació el sol.
Y entonces todas, todas, desde la noche, aplaudieron la alborada.