S.E. Mons. Emilio Aranguren, Obispo de Cienfuegos:
Excmo Mons. Irizar, Obispo del Callao en Perú y
Excmo. Mons. Talavera, Obispo de Coatzoalcos en Méjico:
Iltmo. Mons. Frank. J. Dewane, Subsecretario del Pontificio Consejo
Justicia y Paz:
Iltmo. Mons. Angelo Gagliardi, Primer Secretario de la Nunciatura Apostólica
en Cuba:
Ingeniero Antonio Rodríguez, Responsable de la
Comisión Justicia y Paz de Cienfuegos y de la Comisión
Organizadora de esta VIII Semana Social:
Distinguidos invitados:
Delegados de todas las Diócesis de Cuba:
Señoras y Señores:
Deseo agradecer, en primer lugar,
las cordiales palabras de bienvenida que nos ha ofrecido Mons. Emilio
Aranguren, Obispo de esta querida Diócesis de Cienfuegos. Es
proverbial la hospitalidad de esta Ciudad y de su Iglesia, que tienen
bien ganado el título de "Perla del Sur."
Conocemos bien la tradición de compromiso social de los laicos
de esta Diócesis que hace 63 años organizó la Primera
Semana Social Católica de Cuba. La memoria del Dr. Valentín
Arenas, laico católico y alma de aquellas obras de reflexión
y acción social nos permite comprender las raíces de la
vitalidad y empeño de los laicos que hoy forman la Comisión
Diocesana de Justicia y Paz y que han organizado este evento nacional
con indiscutible entusiasmo y real eficacia.
Esta VIII Semana Social comienza un 10 de Octubre, en que celebramos
el inicio del camino hacia la independencia nacional, día en
que la campana de La Demajagüa abrió, con su convocatoria,
una nueva etapa en la historia de nuestro pueblo en su esfuerzo por
alcanzar, cada vez, mayores grados de justicia y libertad.
Este encuentro de estudios sociales se realiza en una hora muy compleja
para toda la humanidad. No podemos dejar de situarnos en ese contexto.
Los atentados terroristas del 11 de septiembre no solamente han llenado
de profundo dolor a la inmensa mayoría de los seres humanos,
sino que han dejado desconcertada a la conciencia mundial, que quizá,
obnubilada por el desarrollo de unos y la pobreza de otros, no había
valorado hasta donde es posible caer en la abyección y hasta
qué punto pueden desencadenarse las fuerzas del terror y el miedo
a vivir.
Las operaciones militares contra el terrorismo, aunque cuentan con un
significativo consenso de la mayoría de las naciones y de los
organismos internacionales, están sembrando, otra vez, de muerte
y sufrimientos a la población civil, que no debe ser identificada
con los que comenten actos de terror o los amparan. Oremos también
por las víctimas de estas operaciones y porque las obras de la
paz atiendan las urgentes necesidades de los refugiados y los damnificados
tanto a causa de las acciones militares como de la creciente pobreza
de aquellas poblaciones, cuyas causas históricas debieran también
solucionarse.
Al mismo tiempo, gracias a Dios, en estos momentos también afloran
por todos lados sentimientos y acciones de solidaridad humana, de gestos
de entrega sin límites para socorrer a cuantos sufren, de perseverantes
empeños para reconstruir lo dañado en el alma de los pueblos
y en sus más significativas instituciones. En medio de los comprensibles
lamentos, y a pesar de la constatación de la dura realidad, debemos
destacar estas señales positivas, así como los ingentes
llamados a la cordura, las muestras de paciencia, moderación
y búsqueda de consensos, tanto en la opinión publica,
como en los organismos internacionales. Todo ello habla muy alto de
hasta dónde el género humano ha avanzado en el camino,
nunca acabado y siempre en peligro, de una convivencia internacional,
multicultural, multiétnica, y no sólo tolerante sino solidaria.
Estos gestos son más alentadores y hablan mejor de la altura
de miras que debemos tener en momentos difíciles cuando, en ocasiones,
la justicia y la solidaridad han sabido saltar por encima de antiguos
diferendos entre naciones y actuales discrepancias políticas
o económicas.
Comenzar una Semana Social en este contexto puede ser también
una señal. Señal de compromiso y esperanza. Señal
de que la convivencia en la diversidad debe seguir y de que queremos
que la vida tenga la última palabra. Señal de que junto
al dolor y la solidaridad debemos aportar la reflexión y las
obras de la justicia y de la paz.
La Iglesia, experta en humanidad, conoce bien el corazón de la
persona humana y sabe de sus ingenios y sus limitaciones, sabe de sus
glorias y de sus miserias. Por ello, los cristianos no nos podemos desentender
del acontecer internacional como tampoco podemos permanecer ajenos a
la vida de nuestro País.
Los conflictos internacionales no solo distraen recursos y energías
para el desarrollo sino que distraen la mente y el alma de los pueblos
que necesitan la paz para dedicarse a crecer en humanidad y en solidaridad.
El mundo tiene hoy ante sí el desafío de cerrar la puerta
a todo acto de terror y de muerte para que las puertas y los muros que
durante mucho tiempo estuvieron cerrados puedan permanecer abiertos
a la libertad y a la democracia; para que puedan abrirse allí
donde aún permanecen cerrados; para que los ciudadanos, la sociedad
civil y los Estados puedan poner todos sus talentos y creatividad al
servicio del desarrollo humano integral.
La doctrina social de la Iglesia nos enseña que siempre debemos
buscar las causas profundas de cuanto acontece para no paralizarnos
en el miedo y la superficialidad de los problemas. Creemos que las injusticias
de todo tipo y la discriminación por causa de las ideas, de las
creencias y de la diversidad de las culturas son las causas profundas
de la violencia. Sabemos, por otro lado, que los autoritarismos y los
fanatismos ideológicos y religiosos son las raíces profundas
del terrorismo.
Es hora de no usar raseros diferentes entre violencia y violencia, entre
un tipo de terrorismo y otro. Todos son igualmente condenables y lesivos
a la dignidad humana. Y también es hora de declinar todo autoritarismo
y fanatismo político y religioso, sea del color que sea, tanto
en la convivencia internacional como al interior de las naciones. Justicia
y no venganza, dicen muchas voces diferentes fijando su atención
en las consecuencias de estos hechos. También nosotros nos unimos
a esas voces pero más allá de las consecuencias debemos
ir a las causas y agregar también: participación, no autoritarismos;
diálogo no fanatismos; pluralismo social y político, no
exclusiones; una nueva visión ética global, no un relativismo
ético que desemboca en un pragmatismo sin alma.
La Iglesia Católica ha dado ejemplos muy audaces de estas actitudes
que deben iluminar nuestras reflexiones en estos días. Durante
todo su pontificado, S.S. Juan Pablo II ha dado un impulso inequívoco
al ecumenismo. Algunos gestos lo confirman: el primer Papa que visita
una sinagoga judía y una mezquita musulmana. El primero que visita
países donde la religión mayoritaria es diferente a la
suya y tiende lazos de comprensión y diálogo. Todavía
está vivo en nuestra memoria el Año Santo Jubilar en que
el mismo Vicario de Cristo presidió la Celebración donde
la Iglesia pidió perdón por las veces que la verdad había
sido defendida con medios y métodos ajenos al Evangelio de la
Paz.
Hace sólo unos días la Comunidad de San Egidio en Roma
ha celebrado un Encuentro de reflexión entre islamismo y cristianismo
pidiendo que no nos dejemos engañar con espíritus de cruzada,
ni con falsas imágenes de lucha interreligiosa. Luego de la caída
del Muro de Berlín, en que pudieron acallarse los principales
ruidos de la guerra fría, otras voces han querido presentar la
visión del mundo como un conflicto entre culturas y civilizaciones.
Nosotros sabemos que esta visión no considera a la persona humana
como el centro, el sujeto y el fin de toda dinámica social e
internacional.
La real y compleja diversidad de culturas y de religiones, las diferencias
entre la llamada cultura occidental que está muy presente en
muchos lugares de Oriente y la cultura oriental que crece por días
en Occcidente, no debe llevarnos a una lógica de la confrontación
sino del consenso y del diálogo interreligioso y multicultural.
La integridad de la dignidad de la persona humana y la justicia social
que permita la igualdad de oportunidades para su protagonismo cívico
y su desarrollo integral, pueden ser ejes que faciliten ese consenso.
Por ello, me alegro que el tema central de esta VIII Semana Social sea
precisamente aquella invitación medular e inspiradora del Papa
al llegar a nuestro País: "Ustedes son y deben ser los protagonistas
de su propia historia personal y social." Considerando la nación
como la comunidad de todos los cubanos piensen como piensen y vivan
donde vivan, es que creo que, también al interior de nuestra
nación, es necesario superar los miedos, construir consensos,
evitar extremos, salir del inmovilismo y cerrar la puerta a la violencia
que nace de la desesperanza, fomentar estudios profundos sobre temas
esenciales y emprender proyectos e "iniciativas que puedan configurar
una nueva sociedad."
Pero sobre todo: dialogar. Dialogar entre los cubanos que vivimos aquí
y los que viven en otras partes del mundo. Dialogar entre los cubanos
que vivimos aquí pero que pensamos y creemos de manera diversa.
Dialogar entre los que tenemos una misma fe y modos diferentes de expresarla
y vivirla. Dialogar entre los que tienen proyectos sociales, económicos
y políticos diferentes pero que quieren igualmente el bienestar
de Cuba. En una palabra, dialogar para no desgastarnos en la exclusión
y la confrontación. Seamos fieles a nuestras tradiciones más
cubanas, entre las que encuentro un refrán muy criollo que nos
pudiera dar el tono y el clima de diálogo durante esta Semana
Social y en toda nuestra vida cotidiana: "Hablando la gente se
entiende."
Por ello, la Comisión Justicia y Paz de Cuba, promotora de estas
Semanas Sociales siempre ha querido invitar a sus sesiones a personas
representativas de diversas escuelas de pensamiento, diversas filosofías
y credos, diversas opciones políticas y concepciones antropológicas.
Podría decirse que es, a escala muy pequeña, lo que deseamos
para toda nuestra sociedad. Esta inclusión ha querido ser un
signo de la mística de apertura y voluntad de diálogo
de estas Semanas desde su inicio hace 63 años.
Estas 6 décadas de estudio y reflexión han intentado responder
a las necesidades y los signos de cada tiempo. Desde la primera Semana
Social en Sagua la Grande en que se trató el tema de la Familia,
cuya importancia todos hemos experimentado, hasta la solución
de los problemas del campesinado cubano y la Reforma agraria, que fue
el tema de la Semana social de 1951 en La Habana, última de las
tres que se celebraron antes de la Revolución de 1959. Luego
de 40 años de testimonio silencioso, en 1991 renacieron estos
eventos de estudios sociales en Cuba, con motivo del centenario de la
Encíclica Rerum Novarum con la que el Papa León XIII marcó
el comienzo de la sistematización de la Enseñanza Social
de la Iglesia en la contemporaneidad.
Ha sido un proceso largo y lleno de peculiaridades, porque precisamente
las Semanas Sociales Católicas, que fueron fundadas en Francia
al inicio del siglo XX para reflexionar sobre el aporte cristiano al
problema de los trabajadores, han debido estar atentas al contexto donde
se celebran, al tiempo en que viven los cristianos, a los desafíos
que le presenta la sociedad de la que forman parte y a la que deben
aportar sus propuestas éticas, sociales y políticas. Este
servicio forma parte de la vocación y misión de los laicos
cristianos y nadie debe entender que se salen de su carácter
religioso cuando, además de practicar el culto, se esfuerzan
por "profesar la fe en ámbitos públicos reconocidos",
"ejercen la caridad de manera personal y social" y no solo
apoyan o participan como ciudadanos en los proyectos existentes sino
que promueven "las iniciativas que pueden configurar una nueva
sociedad," como nos han recordado nuestros Obispos en el Mensaje
jubilar "Un cielo nuevo y una tierra nueva", que será
objeto de estudio y aplicación en esta Semana.
Precisamente el Santo Padre expresó a nuestros Obispos en su
reciente visita Ad Limina: "La Iglesia debe presentar a los cristianos
y a cuantos se interesan por el bien del pueblo cubano las enseñanzas
de su Doctrina Social. Su propuesta de una ética social, enaltecedora
de la dignidad del hombre, muestra las posibilidades y límites
del ser humano... Cuando la Iglesia se ocupa de la dignidad de la persona
y de sus derechos inalienables, no hace más que velar para que
el hombre no sea dañado o degradado en ninguno de sus derechos
por otros hombres, por sus autoridades o por autoridades ajenas."(no.6)
Cuando las religiones se abren a la sociedad y no la satanizan, las
religiones se convierten en puentes de entendimiento y fermento de convivencia
fraterna. Cuando las culturas se abren a otras culturas, sin hegemonías
ni vanalizaciones, es la persona humana la que crece y las naciones
se hacen más conscientes de su propia identidad y de la riqueza
de la diversidad del mundo.
Cuando las religiones se ponen al servicio del desarrollo humano y respetan
la legítima autonomía de las realidades temporales, pueden
alumbrar, con luz propia, las diversas culturas y en comunión
redentora y vivificadora con ellas, pueden fecundarlas sin violarlas,
pueden purificarlas sin condenarlas. La religión puede brindar
a la cultura un suplemento de motivaciones profundas, una fuerza interior
que conlleva a la propia superación que llamamos mística,
y que alimenta la subjetividad de las naciones y la espiritualidad de
los ciudadanos.
Culturas y religiones pueden ser, al mismo tiempo, muros y puertas,
puentes y abismos. Depende de la visión antropológica
que las inspire. El mundo de hoy, y nuestro propio país insertado
en la hora presente, son muestras de ello. Creo que el desafío
de este siglo está en esta disyuntiva entre una visión
del hombre y la mujer basada en el respeto a sus derechos y a la diversidad
de sus legítimas opciones, una visión antropológica
basada en la plenitud de la persona y en la solidaridad social o, por
el contrario, una visión sectaria, reductiva y manipuladora de
la dignidad y los derechos y deberes de la persona humana.
De la visión reductiva, fanática y extremista de la persona
humana nacen los miedos, la desesperanza, las injusticias y la violencia,
causa y camino hacia una cultura de la muerte.
De la visión más amplia e integradora de las potencialidades
y la espiritualidad del ser humano nace la comunión fecunda y
pacífica entre culturas y religiones, síntesis y fuente
de una cultura de la vida.
Desearíamos, por tanto, que esta Semana Social comenzara en un
clima favorable para el cultivo de una visión amplia, diversa
e integradora de la persona humana; con un perseverante empeño
por fomentar una concepción de la religión encarnada en
y servidora de la sociedad en la que vive; con una profunda e irrevocable
elección a favor de la cultura de la vida; con el firme propósito
de educar para la paz.
Con estas necesidades y esperanzas, e invocando la asistencia del Espíritu
Santo, Señor y Dador de Vida, en nombre de la Comisión
Justicia y Paz, declaro inaugurada la VIII Semana Social Católica
de Cuba.
Muchas gracias.