I
La noche antes de que Mamerto
se montara en un bote para irse de Cuba, Sulema Fu descubrió
en su propio pellejo como detrás de la temeridad se esconde un
horrible miedo a la muerte. La actitud del tímido es ponerse
la máscara de héroe. Su padre había venido de Jaimanitas
y el único amigo que tenían en ese lugar de la costa oeste
de La Habana era el que llamaban "Drácula". Por los
comentarios de Mamerto, Drácula, un viejo combatiente de la época
insurreccional, hábil pescador, se estaba dedicando tras su retiro
a la peligrosa tarea de fabricar embarcaciones caseras y venderlas a
los balseros que se iban de Cuba. Tenía allí una pequeña
carpintería donde antes tuvo un taller de mecánica que
Sulema visitaba con frecuencia cuando era niña. Mamerto no volvió
por allí en años hasta que un día visitó
el astillero clandestino y Drácula no le negó a qué
se dedicaba porque estaba casi junto al agua y él no necesitaba
otra embarcación más que el "Castillo". El único
ayudante que se permitía era un sobrino adolescente.
Mamerto le dijo a su amigo que estaba loco, no porque la policía
pudiera descubrirlo, y la sanción sería más dura
que aquella que ellos cumplieron juntos en el Príncipe cuando
eran del Movimiento, sino porque ver aquellos botes de madera junto
al mar, casi tocando el agua de la costa norte, eran, para cualquiera
con idea de irse del país, una verdadera tentación. Le
preguntó a su amigo si había pensado cuántos jóvenes,
mujeres y hasta niños, al saber de aquel astillero oculto vendrían
a buscar un bote de esos y apenas salieran unas millas, una tempestad
o una jauría de tiburones hambrientos los harían desaparecer
para siempre. De algún modo, le espetó Mame a su amigo,
él era cómplice de ese asesinato en masa que eran las
salidas ilegales del país. Drácula, con su rostro feo
y marcado por el acné que bien merecía aquel nombre, dejó
que el Chino hablara y se recostó al banco donde rebosaba una
quilla recién cortada. "Ojalá algún día",
contestó como pensando en voz alta, "no necesites tú
uno de estos botes asesinos".
No se habían vuelto a ver, y Sulema sabía la historia.
Esa noche, cuando Mamerto entró a la casa, olía a mar,
y ella supo de una vez que había tomado la decisión de
irse en cualquier cosa detrás de su otra hija porque los americanos,
por tercera ocasión, le habían negado la visa para entrar
en los Estados Unidos. Mamerto, hombre temerario, se excitaba con las
cosas injustas y soberbias: sólo le sugerían atrevidas
acciones. Por fin ella le preguntó qué pasaba y entonces
le confesó que tenía miedo por primera vez en su vida.
En realidad, el Chino no sabía muy bien a qué se debía
aquella extraña turbación. Tal vez sí, era el peligro
de la travesía. Para que Sulema pudiera descansar le dijo que
había estado en casa de Drácula, pero, lo sabía
ella muy bien, por nada del mundo dejaría una hija abandonada,
no era un padre de esos... Sulema Fú se acostó y aquellas
últimas palabras no la dejaron dormir. En la mañana, cuando
había podido tomar algún descanso, despertó en
un sobresalto y lo comprendió todo: entró desesperada
al cuarto de su padre y vio la cama tendida. El Chino no había
dormido en ella y había salido con la ropa que llevaba puesta.
A Sulema no le tomó más de una hora llegar a la casa de
Drácula. El hombre que ella conocía había cambiado
enormemente; las cicatrices del acné eran ahora cortadas por
arrugas profundas, curtidas por el sol y el agua de mar, sus movimientos
sobre la madera eran lentos y no las maniobras ágiles y seguras
del mecánico que ella de niña había conocido. Cuando
Drácula la vio, continuó trabajando como si esperara su
visita. "No me preguntes, mija", dijo el carpintero delictivo,
"ya le dijo a tu papá que no iba a servir para esto... yo
no sé nada de él". "Usted si sabe", explotó
ella en un sollozo incontrolable, un llanto con carcajadas, sello inequívoco
del temperamento de los Fú. Drácula dejó al sobrino
puliendo la quilla y trató de calmarla. Le dijo que su padre
había salido en la madrugada rumbo al Norte, a estas horas ya
andaría como a veinte o treinta millas porque llevaba un buen
motor. Sulema, ante la evidencia, comenzó a molestarse y de la
lágrima pasó a la ira, y de la ira a la acusación
mordaz. Se dio cuenta de que en el imperturbable rostro del hombre no
asomaba una gota de culpa, y empezó a reponerse y le pidió
disculpas. Drácula la acompañó hasta la avenida
y paró un taxi. "Llévela hasta la puerta de su casa",
le dijo al taxista.
Cuando regresó, se encontró a Mamerto sentado sobre un
banco de madera. "Compadre", dijo Drácula, "yo
no lo hubiera hecho así... este ha sido uno de los momentos más
difíciles de mi vida". Mamerto necesitó unos minutos
para poder hablar: se había ocultado para salir en la noche y
porque no hubiera podido mirar a Sulema durante el día que Drácula
necesitaba para alistar la embarcación, sobre todo después
que ella conocía la visita a Jaimanitas y que la salida era sólo
una cuestión de tiempo. "Además", añadió
Mamerto con más fuerza, "tengo un miedo de madre, mi hermano".
"Yo no te conocía por un hombre miedoso, Mame, sino todo
lo contrario". Mamerto volvió a necesitar unos minutos para
responder.
-No compadre, no es miedo a ese mar, sino a que no termine el viaje
y entonces ni con la hija de aquí ni con la de allá.
El viejo Drácula volvió a la quilla que de tanto pulirla
ya reflejaba su rostro endurecido por tantas confesiones de última
hora en su improvisado y solapado taller. También requirió
unos minutos para poder decir en voz baja:
-Eso es para que veas, Mame. Uno no siempre sabe dónde está
lo bueno y lo malo de las cosas.
II
Esa misma tarde, cuando Drácula terminó de ponerle el
doble fondo y la quilla al barquito, llamó a Mamerto y le dijo
que el bote no le costaría nada, incluso que le regalaba otro
motor fuera de borda que él guardaba para vender. Todo era un
regalo, o más bien, un trato: quería que Mamerto Fú
se llevara al sobrino a los Estados Unidos. Para Drácula era
una oportunidad singular; el muchacho hacía tiempo quería
unirse a su padre y en la única persona que podía confiar
la vida de ese sobrino era al intrépido Mamerto Fú.
Salieron cuando comenzaba la novela brasileña. Antes de embarcar,
Mamerto dijo al sobrino y al otro pasajero, un tal Luis que era de Santa
Fe y había pagado una buena cantidad, que en el mar no podían
estar bobeando. Las reglas debían estar muy claras, como en todo
aquello donde uno se juega la vida: el primero que se arratonara y quisiera
virar, lo tiraba al agua; orinar y hacer caca dentro del bote porque
los tiburones sentían el olor a kilómetros de distancia;
el agua potable la controlaba él...
El motor no arrancó y tuvieron que remar una buena distancia;
cuando Drácula, que los observaba desde la costa, tuvo intención
de tirar al agua el "Castillo", el motor del barquito echó
a andar. No recuerda el joven que tiempo estuvieron viendo las luces
de Jaimanitas, pero fue poco. Lo que si pudieron contemplar, con una
mezcla de ansiedad y tristeza fue el faro del Castillo del Morro, que
increiblemente se ve a gran distancia de la costa. Apenas habían
caminado unas veinte millas, el motor se paró. Las olas movían
el bote y en la oscuridad, para evitar ser vistos, Mamerto no quiso
encender luz alguna. En una decisión de esas que le hicieron
famoso en los tiempos de la clandestinidad, Mame tiró el motor
al agua y puso el otro, el que Drácula les había dado.
Tomó sólo unos segundos seguir viaje.
Por la cuenta de Luis, que era pescador, cuando empezó a amanecer
estaban a unas cuarenta o cincuenta millas de las costas cubanas, es
decir, no había marcha atrás. Las aguas eran oscuras y
las olas de más de dos metros hacían unas grandes crestas
cuando chocaban con el bote. Luis se sentó en la proa y no se
movió en varias horas, a veces miraba hacia detrás y sonreía
al Chino que no soltaba el timón aunque los gases de la máquina,
a toda potencia, comenzaban a quemarle el antebrazo.
Tal vez serían las siete u ocho de la mañana cuando divisaron
a unas cuatro millas un barco de mayor calado, que por estar perpendicular
a ellos podía chocarlos. Mamerto trató de girar a estribor,
pero Luis le dijo que perderían el rumbo según el cálculo
de su brújula. El barco siguió su curso y fue ese el único
momento, recordaría después el sobrino de Drácula,
que el Chino disminuyó la marcha. El buque, con bandera panameña,
pasó a solo unos metros del barquito, y las olas dejadas por
su potente motor envolvieron la frágil nave dando un singular
efecto de soledad y abandono a los tres; sería difícil
olvidar aquello mientras vivieran porque los marinos los habían
visto en alta mar, y hasta uno de los tripulantes del barco había
hecho señas de saludo; pero ni siquiera habían intentado
una maniobra para acercarse, tirarles agua o alimentos. El barco, incumpliendo
un código de ética marina no firmado y que tenía
siglos de realizarse en estas peligrosas aguas del Caribe, se alejó
sin el más mínimo remordimiento e incluso, pensarían
después, hasta con la intención de pasarles por arriba
si ellos insistían en contactarlos. Sospecharon de inmediato
que era un buque de narcotráfico o que, simplemente cansados
de recoger tantos cubanos a la deriva en estos mares evitaban complicar
su trayectoria.
Mamerto pareció entonces ensañarse con el motor, y volvió
a apretar el paso, al punto que Luis se preocupó porque se fundiera
la máquina antes de llegar a los cayos de la Florida. La velocidad
no permitía que ningún pez se les pudiera aproximar, así
que esos famosos cuentos de tiburones devorando poco a poco a balseros
que luchaban con sus propias manos contra diez o quince escualos no
les constaba que fueran ciertas. Después sí, en Miami,
sabrían que la tragedia del Estrecho de la Florida superaría
cualquier ficción, pero ellos, a borde de aquel veloz bote, con
Mamerto al mando...
Al mediodía Luis se acercó a la popa y tomó una
cantimplora de agua que Mamerto le ofreció: sólo tres
sorbos por persona cada dos horas o más. En el momento que Luis
ponía la cantimplora en el fondo, vio por la borda restos de
sargazos. No dijo nada pero su rostro se iluminó. Tomó
un remo sin armar mucho aspaviento y en la proa trató de cazar
algún alga. Cuando la tuvo en la punta del remo la alzó.
Al sobrino aquello no le dijo nada, pero a Mamerto sí, porque
dio un grito de alegría y dijo que estaban a menos de veinte
millas de las costas americanas. Casi una hora después, a pocos
metros del bote, comenzaron a saltar varios delfines, últimos
y únicos escoltas de la travesía.
Entretenidos con los delfines y los sargazos, cada vez más frecuentes
en las todavía oscuras aguas de la profundidad, no vieron cómo
se aproximaba por babor una lancha de guardacostas norteamericanos.
Venía a gran velocidad y sólo pudieron identificarla cuando
notaron la bandera sobre el puente. Con un alta voz le pidieron que
detuvieran la marcha en perfecto español. Hicieron una maniobra
y se acercaron lentamente; en la cubierta de proa habían tres
marinos, uno de ellos armado con un fusil, terciado al hombro. Le tiraron
un cabo al bote y durante varios minutos observaron a los hombres y
el interior de la embarcación sin decir una palabra, como si
con la vista pudieran descubrir qué traían a bordo. Después
los invitaron a subir, preguntaron si alguien estaba enfermo o herido
y cuántas horas llevaban navegando. El jefe de la tripulación
salió a saludarles. Dijo que era hijo de cubanos y menos mal
estaban bien, porque en los últimos días, con el tiempo
en tan tales condiciones, el rescate de los balseros se había
hecho muy difícil.
Cuando estaban tomando algún refrigerio, el capitán del
guardacostas llamó aparte al marino armado y entonces le preguntó
a ellos que iban a hacer con el bote. Mamerto dijo que nada. El capitán
dijo algo en inglés al marino y este abrió fuego contra
el bote. El sobrino de Drácula no olvidaría aquello, porque
el bote no quería hundirse. Era algo sobrenatural: la pequeña
embarcación recibió varios impactos de bala sin que se
escorara apenas. El doble fondo que Drácula le había puesto
al barquito lo hizo insumergible. Pero ya era tarde y sin sentimentalismos,
el capitán dio la orden de alejarse del bote blindado y destapar
una ametralladora de grueso calibre que había en la popa. El
mismo marino del fusil hizo dos certeros disparos sobre la línea
de flotación y el bote que los había traído hasta
los Estados Unidos se hundió en segundos; descansaría
con muchos otros, en el gigantesco cementerio de las aguas próximas
a la Florida. Explicó el capitán que esa era la única
forma de saber, cuando veían una lancha o una goma a la deriva,
si sus pasajeros habían muerto tratando de llegar a tierra.
III
Años después el sobrino de Drácula le haría
el cuento a Sulema Fú en La Habana: "Nos llevaron a un centro
donde te toman los datos y preguntan si tienes familiares en los Estados
Unidos. Yo estaba muy feliz porque en la ciudad hay un museo donde exponen
muchas cosas y cuentan historias espeluznantes. Nosotros, por suerte,
tuvimos un buen viaje. Claro, mi tío lo sabía, íbamos
con Mamerto Fú. Yo no le quitaba los ojos de encima y me acuerdo
que mientras esperábamos la entrevista le pregunté al
Chino si se sentía contento por estar vivo". Me miró
fijo, como mismo yo le veía mirar el horizonte desde la popa,
sin soltar el timón, con el brazo quemado. Pero comenzó
a temblar como un pollito y me dijo:
- Mis hijas... yo no sé... yo na'ma estaba pensando en mis hijas...