Revista Vitral No. 45 * año VIII * sept.-octubre 2001


HECHOS Y OPINIONES

 

¡TERRORISMO CONTRA CIVILIZACIÓN!

REFLEXIONES PARA UNA CONVERSACIÓN CON MI HIJO

RICARDO ARIAS CALDERÓN

 

CARTA DE MONS. ADOLFO RODRÍGUEZ, ARZOBISPO DE CAMAGÜEY, CON MOTIVO DE LOS ATENTADOS



Septiembre 14, 2001

A los feligreses de la Diócesis:

No es necesario pedir a ustedes que en estos días y sobre todo en las misas del próximo domingo hagan oraciones en sus comunidades por las víctimas que fallecieron sin saber por qué en la tragedia de Nueva York y Washington el pasado 11 de septiembre y por las familias desoladas de las víctimas que lloran este vacío que les dejan sús seres queridos.
Pero también debemos pedir al Señor que no se repitan más cosas como estas. Esta tragedia tiene una magnitud y características distintas que tocan no solo el corazón de las víctimas y sus familias sino que toca también a cualquier cabeza llena de preguntas sin respuestas claras, porque no es una tragedia impuesta por la fuerza ciega de la naturaleza sino una tragedia elegida y calculada con malévola precisión por la voluntad de los hombres, para quienes Dios creó este maravilloso palacio de la creación que vio bueno y bello salido de sus manos y que los hombres hemos hecho menos bueno y menos bello, marcado por un extraño vocabulario de violencia.
Son muchos los países del 'mundo donde estos desastres, como una globalización de la violencia, se están repitiendo, en un bando o en otro; por motivos económicos, políticos, ideológicos, territoriales, por fundamentalismos religiosos fanáticos, siempre en forma violenta: terrorismo, xenofobia, guerras, secuestros, ataques como éste de ahora producido con exactitud matemática contra dos potentes torres, símbolos de la técnica, el poder y la seguridad del hombre.
A una niña de 7 años un periodista en el lugar del desastre le preguntó a qué le tenía miedo y la niña contestó "que cuando yo sea grande me pase lo mismo".
Es un deber de todos, especialmente de los que ejercen en el mundó el difícil servicio de la autoridad, buscar concertadamente soluciones eficaces, por los caminos del diálogo, mirando no solamente los efectos sino las causas (porque donde no hay acción no hay reacción) a fin de erradicar esta situación y construir un mundo de paz, de justicia, de felicidad donde ningún niño pueda acusar a nuestra generación por haberles dejado esta herencia.
Este brutal acontecimiento puede ser que cambie el mundo a partir de ahora y lo sane de un humanismo ateo, práctico o teórico, que tanto daño ha hecho. Sólo Cristo salva. Él ha dicho una palabra que la historia confirma:
"Sin mí nada podrán hacer" (Jn 15,5).
Confiemos en la enorme capacidad que Dios ha puesto en el hombre para hacer grandes cosas por el desarrollo la justicia y la paz de la humanidad.

Con mi bendición

Adolfo Rodríguez Herrera,
Arzobispo de Camagüey

 

 

 

El martes por la mañana estaba frente a mi computadora escribiendo cuando sonó el teléfono. Era mi hijo Martín Felipe, quien vive en Nueva York y es vicepresidente de su área en Morgan & Stanley, una de las principales firmas financieras de dicha ciudad. "Papá, me preguntó, ¿estás al tanto de lo que está sucediendo?" Enseguida añadió: "Dos aviones, probablemente jets comerciales con sus pasajeros, se han estrellado contra las torres gemelas del World Trade Center. No puede ser una casualidad. Aunque no lo han dicho todavía, todo sugiere un acto de terrorismo. Vivo a cien cuadras de allí, pero desde aquí se puede oír el ruido ensordecedor de sirenas. Algo horroroso está ocurriendo". Así supe la noticia.
Las dos palabras que se me grabaron fueron "terrorismo", la causa inmediata, y "horroroso", la reacción inmediata. Un acto de terrorismo es un acto de violencia brutal ejecutado para infundir terror. Las víctimas no son usualmente los enemigos combatientes, sino más bien personas desvinculadas del conflicto, de cualquiera edad y condición de vida. Así el terror es más generalizado. Los métodos no se ajustan a ninguna norma que limite la crueldad. Espanta su salvajismo. Así el terror es intenso. Y los victimarios no comparten sentimiento o valor alguno, ni con las víctimas inocentes ni menos aún con los enemigos que combaten. En su radicalismo sin piedad con frecuencia reprimen su propio instinto de conservación, el más enraizado de nuestros instintos, y cometen actos de violencia a la vez asesina y suicida. Así el terror es total, por la arbitrariedad en la selección de las víctimas (cualquiera de nosotros podría ser su blanco), por la brutalidad de la metodología (la crueldad es irrestricta) y por la inhumanidad de los victimarios (no tienen ninguna compasión ni con ellos mismos).
Dado estos rasgos del terrorismo, la reacción humana espontánea es el horror que, según la Real Academia Española de la Lengua, es "el sentimiento intenso causado por una cosa terrible y espantosa". El horror surge en las situaciones límites de nuestra experiencia humana.
No se debe confundir con la veneración de cara a lo sagrado, es decir a la presencia o la acción de lo divino, del absolutamente Otro.
Esta veneración, que comparten como primer componente las grandes religiones monoteistas, expresa un enaltecimiento extraordinario del hombre por la cercanía de Dios, que es el Bien supremo. Es el polo opuesto del horror, que sentimos cuando presenciamos o sufrimos actos de una maldad que sobrepasa la medida de lo humano y apunta hacia un espíritu del mal que identificamos como diabólico por su radicalidad y su pretensión englobante. Por eso usar la religión como pretexto para actos de terrorismo que generan horror es la peor de las abominaciones.
Nos provoca horror la pérdida de humanidad en virtud de una falla radical en nuestra propia responsabilidad por nosotros mismos, una condición personal, o en virtud de una ruptura radical en la convivencia con nuestros semejantes, una condición comunitaria. En ambos casos el horror expresa una degradación extraordinaria del hombre en la que incurrimos o que nos es impuesta. La segunda variante de este horror se suscita ante el fenómeno de disolución de la convivencia humana.
Cuando la convivencia humana primero se establece, cuando se funda una sociedad y una "civitas", hay un salto cualitativo en la vida de seres humanos desde el caos original, bajo el cual predomina la violencia bestial del hombre lobo para el hombre, hacia un orden constituyente que sustituye el desorden de la fuerza bruta por un orden razonable de la palabra humana. Por eso la integración de una sociedad, estado o nación implica una especie de celebración ética, ya que su orden social fundamental refleja, en la medida en que se produce el tránsito de la vida salvaje a la vida civilizada, la recreación en el plano cultural de una versión del orden metafísico que Dios inscribió en la naturaleza. En ese tránsito un conjunto de valores éticos adquiere vigencia en comunidad, especialmente la justicia, que implica el mutuo respeto y el reconocimiento de derechos y deberes correspondientes, y la política concebida como búsqueda cultural y no sólo natural del bien común.
Todo lo opuesto se experimenta en la disolución de la convivencia. La fuerza bruta vuelve a suplantar la palabra razonable como instrumento de acción. El núcleo de valores éticos deja de compartirse en comunidad y ésta se expone a la intervención violenta de grupúsculos que antes que nada son fanáticos y virtualmente totalitarios, pues intentan imponer sus anti valores a sangre y fuego, sin ningún respeto por los derechos y deberes humanos. Esta disolución provoca temor intenso cuando alcanza a una sociedad específica. Pero cuando alcanza el trasfondo de civilización que sostiene a una o a varias sociedades, entonces suscita verdadero horror. El hombre se espanta al perder el orden cultural que se había dado y al perder así su vinculación efectiva al orden que Dios le imprimió a la naturaleza.
En el terrorismo que se perpetró en los Estados Unidos se perciben varias dimensiones posibles. Existe una dimensión política. El más probable organizador del ataque terrorista, Osama bin Laden, parte de una visión que responsabiliza al Gobierno de Estados Unidos por una política que juzga anti árabe y anti islámica y favorable a Israel y al sionismo. Su acción está envuelta por lo tanto en el interminable conflicto político que desangra al Medio Oriente, en el cual los Estados Unidos se han comprometido muchas veces en busca de la paz con gran riesgo, pero no siempre con éxito. Sería, sin embargo, de una inexcusable superficialidad reducir el terrorismo contra los Estados Unidos a esta dimensión política.
Por otra parte, puede haber quien perciba los acontecimientos como el cumplimiento de la predicción que formuló Samuel Huntington en su libro "The Clash of Civilizations and the Remaking of World Order", en el cual auguraba que las próximas guerras mundiales no serían preponderantemente ideológicas, políticas o económicas, sino culturales y que la cultura occidental con sus proyecciones universales se vería involucrada en conflictos con otras culturas, especialmente con el Islam y con la China. Es verdad que Osama bin Laden es musulmán fundamentalista, ha recibido protección de parte de algunos gobiernos que comparten las mismas convicciones, como el de Sudán y el de Afganistán, y probablemente ha tenido vínculos con algunos círculos igualmente radicales de Argelia, Irak, Irán y Libia.
Pero no es menos verdad que los musulmanes de la corriente central del islamismo y de los regímenes políticos denominados moderados desaprueban el terrorismo y buscan mantener la paz desde sus propias legítimas perspectivas. Además, el islamismo como tal es una de las principales religiones monoteístas de nuestro mundo actual con un significativo crecimiento mundial y una presencia creciente en el seno de sociedades occidentales. De allí que no sea ni justo ni conveniente interpretar el terrorismo en los Estados Unidos como el comienzo de una guerra cultural contra el Islam. De todos modos, debemos reconocer que necesitamos más contacto, diálogo y cooperación, donde se pueda y tanto como se pueda, entre judíos, cristianos y mahometanos.
Percibo, al nivel más profundo, que el terrorismo que se ha cometido es, a través del ataque contra los Estado Unidos, un ataque contra la vida civilizada, con la tolerancia y la comunicación mutuas que la acompañan. Quienes lo cometen, motivados por un fanatismo totalitario, utilizan diabólicamente los instrumentos más avanzados de nuestra civilización, a saber, su sentido de organización y sus conocimientos tecnológicos, para paralizar, y si es posible destruir la política y la economía estadounidenses, y debilitar así gravemente la vida civilizada. Encubren su acción criminal con religiosidad.
En efecto, todas las civilizaciones vigentes en el mundo actual dependen sustancialmente de dichos instrumentos organizativos y tecnológicos y también en buena parte de los correspondientes instrumentos económicos y políticos, lo que ha potenciado la tendencia de todas a convivir en el planeta y a tolerarse mutuamente. Tornar esos instrumentos contra la civilización que los forjó y en cuyo seno continúan perfeccionándose no sólo atenta contra dicha civilización, sino contra la vida civilizada en general.
El cierre, debido a la acción terrorista, tanto de las Naciones Unidas como de la Bolsa de Valores de Nueva York, simbolizó su impacto mundial tanto en el orden político como en el financiero. Ningún pueblo dejó así de sentir directa o indirectamente el impacto negativo del terrorismo, ni dejará de sentir la respuesta norteamericana al mismo cuando ésta se produzca.
Es comprensible y justificado, por lo tanto, interpretar la contraposición entre el terrorismo y la civilización como una pugna entre el mal y el bien. En efecto, sobre la base del terrorismo no se puede establecer ninguna convivencia humana ni tan siquiera pueden salvaguardar su vida los mismos terroristas, mucho menos sus miles de inocentes víctimas. El terrorista sólo despliega una potencialidad destructiva de los demás, incluso de sí mismo y del entorno social y material. El terrorismo es una concreción contemporánea del mal, tan nociva que adquiere significación diabólica. La vida civilizada, por lo contrario, por serias que sean sus fallas, limitaciones y carencias, mientras predomine es susceptible de corrección, perfeccionamiento y desarrollo, es decir representa un bien que puede conducir a un bien mayor y más alto. La civilización nos abre a la esperanza.
Por eso, en la lucha del terrorismo contra la civilización los hombres de buena voluntad están inequívoca y decididamente contra el terrorismo. No puede haber duda ni ambigüedad. Europa y el resto del mundo civilizado han tenido plena razón en identificarse con los Estados Unidos, organizada o individualmente, ante el ataque brutal del que ha sido objeto por parte del terrorismo.
La civilización tiene el derecho y el deber de defenderse. Pero ha de defenderse de tal manera que en el proceso no contradiga los valores y normas de humanidad que le dan la razón contra el terrorismo y que le han permitido mantener su integridad ante los embates del mismo.
En la hora en que el terrorismo demostró en los Estados Unidos la vulnerabilidad material de nuestra civilización, reveló allí mismo algunas de sus virtudes más valiosas, su coraje cívico en la calma, sin agitaciones ni desbordamientos, la firmeza de su ordenamiento constitucional democrático en plena y dura prueba, su unidad no impuesta sino libremente escogida frente a la crisis, su solidaridad particularmente para con los más afectados por la criminal violencia.
Estas y otras virtudes civilizadoras son las que han de orientar el esfuerzo incesante de las fuerzas de civilización para eliminar el terrorismo y para asumir los cambios en todos los órdenes como consecuencia de los trágicos y traumáticos acontecimientos, sin que se sacrifique el alma de toda vida civilizada.

 

 

Revista Vitral No. 45 * año VIII * sept.-octubre 2001

Ricardo Arias Calderón
Ex-Vicepresidente de la Reública de Panamá.