Revista Vitral No. 45 * año VIII * sept.-octubre 2001


EDITORIAL

 

NO A LA PENA DE MUERTE

 

"Dios no quiere la muerte del pecador sino que se convierta y viva"

Desde el bíblico símbolo de Caín hasta nuestros días, los hombres y mujeres que deberíamos ser hermanos y convivir como tales, hemos caído en la peligrosa pendiente de la violencia que intenta tomar la justicia por mano propia, eliminar al otro por envidia o profundas mezquindades o por venganza ciega que ha dado lugar a que en la mente y en la conciencia de muchos persista hoy la antigua Ley del Talión: "Ojo por ojo y diente por diente".
Es lo que llamamos cultura de la muerte. Es decir, se cultiva la destrucción física, psíquica, moral, laboral, espiritual del otro porque lo vemos, o es en verdad, como una amenaza para nosotros, para la sociedad, para la política e incluso para la religión.
Son siglos de esa mentalidad y actuación. Difícilmente no se halle personas que, instintivamente, defiendan la pena de muerte, como una forma de aleccionar a los ciudadanos y a toda la sociedad con el fin de evitar que vuelvan a caer en los delitos graves que les harían reos de la pena capital.
Pero esa mentalidad está cambiando en el mundo entero.
La conciencia más clara y civilizada de la humanidad de fines del siglo veinte y este principio de milenio tiende, cada vez más, a poner en duda la eficacia de la pena de muerte. Las fuerzas vivas, que son representativas de lo más progresista de la forma de pensar y actuar en el mundo contemporáneo piden, exigen y alcanzan, en la mayoría de los países, la abolición total de la pena de muerte o por lo menos su aplazamiento sin fecha o moratoria parcial o total.
En efecto, en este momento ya más de la mitad de los países del mundo han abolido la pena de muerte. De los 195 países reconocidos oficialmente, hasta la fecha, 109 naciones han eliminado ese tipo de pena capital, de hecho o de derecho. De ellos unos 30 Estados han renunciado a la pena de muerte en el último decenio. Se multiplican los países que han decretado una moratoria o aplazamiento sin fecha, de modo que aunque mantienen todavía en su arsenal legislativo este tipo de castigo máximo, sobre todo para casos muy extremos, hace décadas que no la aplican de hecho o la reservan para tiempos de crisis que tiene que ser decretado como emergencia por el poder legislativo.
Los 15 países de la Unión Europea han abolido definitivamente la pena de muerte. De los 43 Estados miembros del Consejo de Europa, 39 han ratificado el Protocolo no. 6 de la Convención Europea de los Derechos Humanos que establece la abolición de la pena de muerte en tiempos de paz. Otros 3 estados lo han firmado pero no ratificado: Armenia, Azerbaidyan y Rusia. Según las estadísticas de Amnistía Internacional un promedio de más de tres países por año erradican la pena de muerte para todos los crímenes.
Sin embargo, aún quedan 86 países que mantienen y aplican la pena de muerte que son, en su mayoría, de Africa, Asía y Medio Oriente. En el año 2000 fueron ejecutadas 1457 personas. El 88 % de las ejecuciones fueron aplicadas por sólo cuatro países: China, Arabia Saudita, Irán y Estados Unidos. De ellas, mil fueron ejecutadas sólo en China.
Numerosos estudios de investigadores de casi todas las nacionalidades, ideologías y creencias van demostrando que las razones que se esgrimen para justificar la pena de muerte no son realmente tales razones sino más bien tradiciones, prejuicios, o simplemente, rasgos aún presentes de unas civilizaciones que han quedado ancladas en el pasado, con rasgos muy primitivos de concebir la justicia, la seguridad ciudadana, la labor punitiva del Estado o la misma religión.
Podría decirse que lo que queda de esas mentalidades y culturas son aquellos rasgos más brutales y desconocedores de la misma naturaleza humana, de la psicología de las personas, de los métodos educativos y preventivos de la delincuencia social. Son rasgos de un estilo de convivencia en que se creía, comúnmente, que extirpar y eliminar el miembro de la sociedad considerado malo era, la única forma en que se podía salvaguardar al resto de la sociedad.
Hoy ya sabemos que esto no es así. La sociedad actual y los Estados, que ejercen la responsabilidad de mantener el orden ciudadano y de cuidar de la sana convivencia, tienen en sus manos los medios y los recursos necesarios para aislar sin eliminar a los delincuentes y así proteger el bien común.
La Iglesia misma que, durante siglos ha sostenido la legitimidad de la pena de muerte en casos de extrema necesidad y ella misma, aunque prohibía siempre a los clérigos que contribuyeran directamente a la pena de muerte, sin embargo, acudía a la justicia de los tribunales civiles, llamado "brazo secular" para ejecutarla. La Inquisición es el signo de este comportamiento y de una época ya definitivamente superada. Durante el año 2000 el mismo Papa Juan Pablo II pidió solemnemente perdón porque "en algunas épocas de la historia los cristianos han transigido con métodos de intolerancia y no han seguido el gran mandamiento del amor, desfigurando así el rostro de la Iglesia".
El texto oficial del Catecismo de la Iglesia católica defiende el derecho de la sociedad y de las personas a la defensa propia contra quien los agrede y pone en peligro su existencia pero comienza y termina este tema con dos argumentos claros e irrenunciables:
El primero y fundamental: "La vida humana es sagrada, porque desde su inicio es fruto de la acción creadora de Dios y permanece siempre en especial relación con el Creador, su único fin. Sólo Dios es Señor de la vida desde su comienzo hasta su término; nadie, en ninguna circunstancia puede atribuirse el derecho de matar de modo directo a un ser humano inocente" (CIC, art.5 no. 2258)
El segundo, referido a los culpables: "Si los medios incruentos bastan para defender las vidas humanas contra el agresor y para proteger de él el orden público y la seguridad de las personas, en tal caso la autoridad se limitará a emplear sólo esos medios, porque ellos corresponden mejor a las condiciones concretas del bien común y son más conformes con la dignidad de la persona humana." (CIC, art. 5, no. 2267)
El Papa Juan Pablo II se ha convertido en uno de los primeros defensores de la abolición total de la pena de muerte. Para sanear la memoria histórica que significa aprender de los errores del pasado, ha pedido perdón por los propios pecados de los hijos de la Iglesia para otorgarlo a los demás y sanear el presente con una actuación más conforme con la dignidad y los derechos de los seres humanos.
Para empezar por casa, y sobre todo para dar ejemplo, pues desde su fundación nunca la había ejercido, el Estado de la Ciudad del Vaticano que ya había abolido desde la década del setenta con Pablo VI la pena capital, al redactar su nueva Constitución el año pasado, ratificó esa abolición y la elevó a precepto constitucional.
Además de la pena de muerte, que es el supremo atentado a la integridad física, psíquica y moral del condenado, la Iglesia ha proclamado, diáfanamente, su postura frente a ésta y otras formas de violencia como el terrorismo, la tortura física y psicológica, los secuestros, los atentados, los sabotajes, guerras y guerrillas, con fines políticos o ideológicos, las mutilaciones con pretexto judicial, y otras formas de crueldad sea con inocentes o con culpables, o crean sus protagonistas que defienden un fin justo con estos medios cruentos. He aquí la posición actual:
"En tiempos recientes se ha hecho evidente que estas prácticas crueles no eran ni necesarias para el orden público ni conforme a los derechos legítimos de la persona humana. Al contrario, estas prácticas conducen a las peores degradaciones. Es preciso esforzarse por su abolición, y orar por las víctimas y sus verdugos." (CIC, art. 5, no. 2298)


En Cuba la pena de muerte y otras formas de violencia y de tortura física o psicológica, han estado presente a lo largo de su historia. De acuerdo con el grado de cultura general, la idiosincrasia de muchos y la eficacia del Estado para asegurar la tranquilidad ciudadana, el orden interior y la seguridad del propio Estado, la pena de muerte debería ser abolida nuevamente de nuestra legislación y de todas las legislaciones del mundo por las siguientes razones:

Porque Dios es el único Señor de la vida y sólo él puede darla y quitarla.
Porque la pena de muerte va contra el don supremo y el derecho primero y fundamental que es el derecho a la vida.
Porque la dignidad de la persona humana, aún del criminal, debe primar sobre los intereses colectivos, políticos, ideológicos, religiosos, y de otra índole y no puede subordinar, por la fuerza o por ley, la vida y la integridad física de la persona, ni siquiera, tratándose de un bien social.
Porque la pena de muerte es la institucionalización legal de una forma de violencia.
Porque la pena de muerte legitima judicialmente el viejo y absurdo refrán del "ojo por ojo y diente por diente".
Porque cuando el criminal se excluye él mismo de la sociedad cometiendo un delito que sabe está penado con la muerte no tiene, ni él mismo, derecho a privarse de ese supremo derecho a la vida. Y ningún tribunal debería argumentar esta razón que se acerca a la lógica suicida y que como ella no es éticamente aceptable.
Porque la pena de muerte, según las estadísticas oficiales más recientes en cualquier parte del mundo, no es capaz de detener, por sí misma, ni la violencia ni la criminalidad, ni el delito. En algunos países que mantienen la pena de muerte crece la delincuencia y en los que la abolieron decrece en algunos casos.
Porque la pena de muerte, por tanto, puede ser ineficaz para prevenir y defender a la sociedad de la delincuencia y mucho menos es legítimo éticamente sólo como medida ejemplarizante porque se quita la vida y se le utiliza como un medio para lograr un fin que aunque bueno no legitimiza el medio cruento.
Porque los medios que tienen los Estados modernos para prevenir el crimen, defender a la sociedad de sus miembros más descarriados y educar para el orden y la tranquilidad ciudadanos, son mucho más eficientes y eficaces que la pena de muerte.
Porque el margen humano de error de los tribunales que condenan a muerte se paga con el valor supremo y universal que es la vida. Y ese error es irreparable.
Porque la conciencia mundial y de muchas personas ha crecido en defensa de la vida humana desde la fecundación hasta su fin natural.
Porque la pena de muerte que los Estados intentan imponer a los ciudadanos para disuadirlos de que cometan delitos es similar a la política de disuasión que los poderosos intentan imponer al mundo con la carrera de armamentos, el escudo antimisiles y otras iniciativas parecidas que ponen peligrosamente como ley, el viejo y violento axioma de "si quieres la paz prepárate para la guerra."
Porque, los que apoyan la pena de muerte lo hacen, más que por deseo de castigo, por miedo al desorden de la delincuencia y más por la natural necesidad de seguridad personal y del orden social.
Porque, en fin, la pena capital sólo establece el orden interior de la muerte y la paz de los sepulcros.

Por todo esto digamos No a la pena de muerte. Digamos No a la tortura, al terrorismo y todos las demás formas de presión y crueldad que violentan los derechos humanos y la libertad de los pueblos. Al mismo tiempo, digamos No al aborto y a la Eutanasia. Pero no nos quedemos en la negativa. Digamos un sí a una existencia digna y tranquila. Entre la utopía de poder alcanzar una sociedad perfecta y la realidad que vivimos de una sociedad que lleva en su seno violencia y muerte, sabemos que hay caminos posibles, pequeños pasos como la abolición de la pena capital, que otros países civilizados han experimentado con frutos de vida y de paz.
La educación cívica de los ciudadanos, la elevación de su cultura general integral, una legislación clara, estable y preventiva y un régimen penitenciario basado en la reeducación y la reinserción de los convictos y no en la revancha y el castigo son caminos urgentes y posibles, para preservar a la sociedad de la delincuencia, para romper la cadena de odios y violencia que la enconan y para garantizar el deber del Estado de crear un clima de tolerancia y respeto a los demás, un orden interior basado en la ley, no en el temor, para poder alcanzar, con todos, una sana y pacífica convivencia.


Pinar del Río, 8 de septiembre de 2001
Solemnidad de Nuestra Señora de la Caridad del Cobre
Patrona de Cuba.

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