Querido Mons. José
Siro González, Obispo de Pinar del Río, a quien agradezco
su cordial invitación para venir a compartir con ustedes esta
reflexión.
Queridos sacerdotes y religiosas, hermanos en la solicitud pastoral
por este pueblo al que hemos sido enviados.
Muy estimados laicos de Pinar del Río, cuya tradición
y compromiso voy conociendo y admirando cada vez más:
Participantes en la Escuela de Verano de la Diócesis de Pinar:
Con la visita del Santo Padre Juan Pablo II a Cuba en Enero de 1998
las relaciones diplomáticas entre la Santa Sede y la República
de Cuba alcanzaron una cumbre que no debería ser término
ni parada. Tres años después, es todavía, una llamada
a la reflexión, a la asimilación de las enseñanzas
de la historia y al compromiso renovado y coherente con esas lecciones
del pasado y con los desafíos de los nuevos tiempos.
Esa inolvidable y programática Visita del Papa a Cuba no hubiera
podido suceder sin una historia anterior y sin un itinerario posterior
en el que aún estamos. Se trata de la historia de la vida de
la Iglesia en Cuba y de las relaciones de esta nación, como pueblo
y no sólo como Estado, con toda la Iglesia Universal y con la
Sede de Pedro.
Un servicio de Comunión
y Evangelización |
Me han pedido precisamente que trate en este Encuentro de Formación
el aspecto de las relaciones entre la Santa Sede y Cuba. Además
de revisar los archivos que guardan la historia, deseo acudir en primer
lugar al origen evangélico de todo servicio que la Iglesia ofrece
siguiendo la voluntad de su Fundador.
Así pues, las relaciones entre la Iglesia Católica, que
significa Universal, y todas las naciones de la tierra que lo deseen
y acepten de buena voluntad, es una forma de cumplir la misión
que Cristo encomendara a sus apóstoles y discípulos: "Vayan
por todo el mundo anunciando el Evangelio"(Mc. 16,15). Por tanto
estos vínculos se han comenzado a estrechar desde el mismo momento
en que San Pablo, intrépido misionero sin fronteras, comenzó
su peregrinación fuera del ámbito del pueblo de Israel.
El Concilio de Jerusalén abrió esta nueva etapa en la
primigenia historia de la Iglesia y tuvo un momento culminante cuando
San Pablo llegó a Atenas, la capital de la cultura de aquel tiempo
y anunció desde el Areópago la Buena Noticia de Jesucristo.
(Hechos 17, 22-31)
Al llegar a Roma, pasando por aquellas tierras, diversas en su historia
e idiosincrasia, el Evangelio, predicado no sólo con la palabra
sino, y sobre todo, por el testimonio y con la propia sangre, pudo penetrar
en la vida y las costumbres del Imperio romano. Primero desde abajo,
desde el sufrimiento, la persecución y el martirio. Allí
asentó Pedro su Sede afianzándola para siempre con su
propio sacrificio en la cruz. Ese es el nacimiento de la Santa Sede.
La Cátedra de Pedro nace de su sacrificio en la cruz. Allí,
sobre el Sepulcro de Pedro, sobre la sólida piedra de su testimonio
martirial se fue construyendo la Iglesia Universal.
Como Pedro había recibido la misión del mismo Cristo,
como su Vicario en la tierra, de apacentar a sus ovejas, de confirmar
a sus hermanos, y para ello le entregó las llaves del Reino de
los Cielos, entonces el ministerio de Pedro es, sobre todo, ministerio
de unidad y de verdad. Servicio de comunión y evangelización.
Comunión supone relación, vínculo permanente y
cotidiano, comunicación, diálogo, apoyo fraterno, cariño
filial. Evangelización supone envío, anuncio, profetismo,
servicio de la verdad y ejercicio de la caridad para con todos los pueblos.
He aquí el programa del ministerio del Vicario de Cristo, quien
preside en la caridad y une en la verdad.
A medida que la Iglesia se fue extendiendo a lo largo y ancho de la
tierra, la misión del Sucesor de Pedro no podía hacerla
sólo el Papa desde Roma, que es su Sede por ser la Sede de Pedro,
y el lugar de su testimonio supremo. Entonces los Pontífices
comenzaron a enviar delegados suyos, sus representantes personales para
que acompañaran a las Iglesias locales, para que mantuvieran
el vínculo de la caridad y la pureza de la verdad.
Esos delegados eran auténticos pastores que recibían del
mismo Cristo, a través del Supremo Pontífice la misión
de "hacer puentes", la misión de "hacer presente"
a su Vicario en la tierra, de "hacer actuante" su servicio
de apacentar y defender al rebaño y confirmar a los seguidores
de Cristo en la fe verdadera, aún a costa de grandes sacrificios
y hasta de la vida. Hubo delegados del Papa que ofrendaron hasta su
propia sangre por ser fieles a la misión que el Vicario de Cristo
les encomendaba. Otros enviados sufrieron todo tipo de persecuciones,
torturas y difamaciones. Así ha sido la historia de todo el que
ha querido mantenerse fiel a Cristo, a su verdad y a su caridad.
La misión, pues, de los representantes del Sucesor de Pedro,
es la misma de quien ocupa la Sede del Príncipe de los Apóstoles:
Comunión y evangelización. Unidad y expansión.
Caridad y Verdad. Testimonio y Anuncio de Cristo, Pastor, Profeta y
Servidor. Anuncio de la Buena Nueva. Anuncio del Evangelio a todas las
naciones. Envío y Anuncio: por eso con el tiempo, a los representantes
que el Papa mandaba para hacerlo presente en el seno de las Iglesias
locales y después también ante los Estados-naciones, se
les comenzó a llamar "nuncios" que significa enviado.
Un enviado que trae el mensaje. Un enviado que anuncia. Eso son los
Nuncios de su Santidad y esa es la misión de las Nunciaturas
de la Santa Sede que nacieron mucho después cuando se fue organizando
mejor ese servicio de comunión y evangelización.
Por eso, podemos comprender que un Nuncio, y una Nunciatura, son primero
y ante todo un servicio a la comunión y a la evangelización
de la Iglesia en la nación donde ha sido enviado. Es sobre todo
una misión al servicio de la verdad y la caridad. Una misión
al servicio de la persona humana, de todo hombre y mujer de buena voluntad.
Un servicio de promoción humana y social. Una misión al
servicio de la dignidad del hombre y del desarrollo pleno e integral
de las naciones.
La Diplomacia al servicio de la
persona humana |
Dicho esto, podemos entender mejor entonces que la diplomacia de la
Santa Sede tiene unas características muy peculiares que la deben
distinguir y orientar. La diplomacia no es un fin en sí misma
en ninguna nación. Está al servicio de los intereses de
las autoridades y los pueblos que representa y de las relaciones y el
intercambio con las autoridades y los pueblos a los que son enviados.
Es decir, debe buscar ante todo el bien común.
Para la Santa Sede, la diplomacia no es tampoco un fin en sí
misma sino que es otro método de comunión y evangelización.
Los medios no pueden negar la esencia del fin para el que son utilizados.
Ni el fin justifica los medios, ni los medios pueden ser convertidos
en finalidad de sí mismos. Por eso, así como el trabajo,
la ciencia, la técnica, las letras y las artes, la economía
y la política no pueden constituir un fin en sí mismas,
sino que deben ser puestas al servicio de la persona humana, la diplomacia
no puede pasar por encima del ser humano y del pueblo concreto al que
sirve y al que es enviado el representante.
La diplomacia existe para la persona humana. Las relaciones entre las
naciones y los pueblos existen para servir a la dignidad de la persona
humana, a su libertad y a sus derechos inalienables. Las relaciones
entre las autoridades que gobiernan las naciones existen para servir
a la persona del ciudadano que vive en ellas. La diplomacia vincula
a los pueblos para que se cree un clima de mayor respeto, tolerancia,
promoción y desarrollo de la persona humana. Esta debería
ser su prioridad y su fin.
Servicio diplomático y ciudadano común no pueden separarse.
Aún cuando pueda parecer que las relaciones se establecen sólo
entre autoridades, en el pensamiento contemporáneo ya va siendo
universalmente aceptado que la autoridad debe entenderse como un servicio
a los ciudadanos y este servicio pierde su sentido si se aleja de la
vida común de los pueblos, si olvida las personas a las que las
autoridades deben servir.
Si se obvia la vida cotidiana y se vive separado y a espaldas del pueblo
al que se sirve, la autoridad y el servicio diplomático pierden
su sentido. Ninguna autoridad quiere, hoy día, negar que existe
para servir a su pueblo. Por tanto sus relaciones diplomáticas
deben ser, y son en esencia, otra manera de servir a ese pueblo. Por
supuesto, una manera que no puede permitir el ingerencismo y los métodos
ajenos a unas relaciones internacionales respetuosas y solidarias.
La diplomacia de la Santa Sede desea entender así las relaciones
entre los gobiernos, los pueblos y sus culturas habida cuenta que este
enfoque que prioriza el servicio a la persona humana y a las culturas,
permite salvar esas mismas culturas, identidades y proyectos autóctonos
de la faceta homogenizadora y estandarizante de la globalización.
De este modo, todo cuanto El Santo Padre y sus enviados hacen es para
contribuir, con la milenaria experiencia de la Iglesia, que es "experta
en humanidad", al desarrollo integral de todo el hombre, de todos
los hombres y de todas las naciones.
Ahora bien, estas relaciones entre el Vicario de Cristo y las Iglesias
particulares extendidas por toda la tierra a través de delegados
apostólicos se amplió, en determinada etapa de la historia,
a las relaciones entre el Papa y los príncipes que gobernaban
civilmente esos reinos. Luego, con el nacimiento de los Estados-Nación,
la Santa Sede comenzó a establecer relaciones entre el Vicario
de Cristo y las autoridades nacionales. Así los que fueron sólo
delegados ante la Iglesia local asumieron también la representación
y el diálogo con el Gobierno de la Nación.
Como se podrá entender por esta brevísima reseña,
la relaciones con las autoridades civiles no pueden dejar en segundo
plano las relaciones entre el Papa y las Iglesias locales, ni mucho
menos, establecer esas relaciones a espaldas de la vida cotidiana de
esas Iglesias, sus fieles y todos los hombres de buena voluntad, que
son parte de la nación a la que la Santa Sede y el Papa desean
servir promoviendo la paz y el progreso.
Las relaciones Iglesia - Estado en el seno de un pueblo deben ser el
reflejo de las relaciones entre ese Estado y los creyentes y demás
ciudadanos que viven en él. Así mismo, el contenido de
las relaciones Estado-Santa Sede en el seno de la comunidad de naciones
no puede ser otro que la libertad de conciencia y de religión
que gocen los ciudadanos, juntamente con los demás derechos humanos
y libertades fundamentales, que deben ser garantizados por toda autoridad
civil. Estos vínculos primarios dan sentido a esas relaciones
y no deberían ser separados, ni obviados, ni invertidos en la
lógica de sus prioridades.
Sólo así se podrá entender el carácter de
la diplomacia de la Santa Sede que es un servicio de comunión
y evangelización del Santo Padre. Sólo así podrán
entenderse los temas y las preocupaciones que ocupan a los representantes
del Vicario de Cristo en cualquier nación, sistema político
o ideología. Su prioridad es la persona humana que es anterior
al Estado, al mercado y a las ideologías. Toda autoridad, también
en la Iglesia, debe ponerse al servicio de la persona, velar por la
dignidad humana y contribuir al desarrollo armónico y pacífico
de los pueblos en la justicia y la libertad.
Las relaciones entre la Santa Sede
y Cuba |

El Presidente Fidel Castro se despide de Mons.
Beniamino Stella y el Cardenal Jaime Ortega, al retirarse de la
Nunciatura en 1998.
Es con estos antecedentes como podemos acercarnos a la historia de
las relaciones del servicio diplomático de la Santa Sede con
la República de Cuba.
Dos años antes de los Tratados de Letrán, firmados el
11 de febrero de 1929, por los cuales la Ciudad del Vaticano nacía
como Estado soberano moderno en el concierto de las naciones, Cuba tenía
ya un delegado apostólico de la Santa Sede, S.E. Mons. Giorgio
Giuseppe Caruana, quien sería el primer Nuncio Apostólico
en la Isla desde el 15 de septiembre de 1935, fecha en que se establecieron
las relaciones diplomáticas con la República de Cuba.
Por tanto, Cuba no sólo fue uno de los primeros países
de las antiguas colonias españolas que establecieron relaciones
diplomáticas con la Santa Sede, sino que ha sido el único
país con régimen marxista-leninista que nunca interrumpió
estos vínculos oficiales que cumplirán, el próximo
15 de septiembre, 66 años de relaciones sin rupturas.
Esta pudiera ser la primera lección de la historia: La Sede de
Pedro puede y debe mantener los vínculos con las naciones y sus
gobiernos independientemente de sus opciones políticas, económicas,
culturales o religiosas, siempre que busque el bien de la persona humana.
La Iglesia Católica enviada por su Fundador a todas las naciones
de la tierra no debe encontrar fronteras para estar presente y activa
en medio de la cultura y la historia de cada pueblo.
Las relaciones entre la Santa Sede y el Estado cubano pudieran ser consideradas
en cuatro etapas:
Un primer tiempo que abarca los años desde 1935 hasta 1962.
Esta etapa transcurre en su mayoría en la época republicana,
marcada en lo social y lo político por un esfuerzo nacional por
mejorar las estructuras y el funcionamiento del Estado cubano, etapa
no exenta de frustraciones; empeño que culmina con la promulgación
de la Constitución de la República el 24 de Febrero de
1940, considerada la más progresista y completa de toda América
Latina.
La Iglesia, por su parte, responde a estos retos de estructuración
constitucional con un trabajo tesonero por "cubanizar" el
clero, las estructuras eclesiales y la formación en los seminarios,
en la que cabe destacar la labor pastoral del Cardenal Manuel Arteaga
Betancourt y la influencia bienhechora de la Acción Católica
cubana.
Era una etapa de franca expansión de la Iglesia en Cuba y de
fuerte protagonismo de sus pastores y fieles. Las relaciones de éstos
con el Estado cuando hubo un marco de gobiernos democráticos-constitucionales
pueden ser consideradas como normales, a pesar de un influjo de masones
y de marxistas presentes en lugares de decisión o creación
de opinión pública sin considerar los cuales, en su justa
medida, sin magnificarlos ni desconocerlos, no sería posible
escribir acertadamente la historia de Cuba en el siglo que acaba de
concluir.
Hicieron este itinerario con la Iglesia y el pueblo cubano, con una
presencia modesta y normal, además del ya mencionado Mons. Caruana,
los Señores Nuncios:
S.E. Mons. Antonio Taffi, de 1947 a 1950.
S.E. Mons. Giuseppe Burzio, de 1950 a 1954.
S.E. Mons. Luigi Centoz, de 1954 a 1962.
Es necesario precisar que este último tramo de la década
del cincuenta en Cuba estuvo marcado por la dictadura militar primero
y por la revolución de 1959 después, que colocaron al
País y a la Iglesia en una nueva situación de cambios
bruscos. No obstante puede ser considerado dentro de la primera etapa
porque hasta 1961-62 no comenzaron para la Iglesia las dificultades
mayores a las que ya Mons. Centoz no alcanzó a tratarlas. Hombre
sufrido y cercano a Cuba cerró una época.
Este período nos enseña que cuando las relaciones de la
Iglesia y el Estado son verdaderamente normales y la vida de la Iglesia
local se desarrolla con el franco protagonismo de sus pastores y fieles,
la misión de la Santa Sede y de su representación ante
los gobiernos se hace presencia discreta y en ocasiones de silenciosa
cercanía.
2da. Etapa: La Revolución,
el Concilio y Mons. Zacchi.
El tránsito hacia la segunda etapa al principio de los años
sesenta está marcado por varios elementos esenciales: la renovación
del Concilio Vaticano II, los cambios radicales en la revolución
cubana que devino socialista, la ruptura de las relaciones con los Estados
Unidos, la invasión de Bahía de Cochinos y la Crisis de
los misiles soviéticos, por otro lado, el cambio de estilo y
de diplomacia introducido por el Papa Juan XXIII y su papel en estos
diferendos ante las grandes potencias de entonces.
La incertidumbre y un permanente desconcierto, propios de los cambios
revolucionarios se confundían con una efusión masiva por
las medidas populares que sacaban al país de aquella dictadura
y beneficiaban a amplios sectores sociales, al tiempo que el giro hacia
el marxismo leninismo avanzaba aceleradamente. La Iglesia en Cuba, como
la mayoría de los cubanos, no estaba preparada para tales cambios
por lo que, caminando en la dubitación, optó por esperar
y subsistir.
Es entonces cuando en 1963 es nombrado como Encargado de Negocios de
la Santa Sede en Cuba Mons. Cesare Zacchi, al que le tocó desempeñar
uno de los períodos más difíciles y polémicos
de las relaciones entre Cuba y la Sede de Pedro.
Esta década de 1960 fue decisiva para que no se rompieran estas
relaciones. Fue el gran mérito de Mons. Zacchi. Su misión,
como la de todo diplomático vaticano es tender puentes no desahacerlos,
y así lo hizo aún a costa de ir asumiendo roles que le
correspondían a la Iglesia local que, para entonces, aún
no había salido del testimonio callado y la lucha por la sobrevivencia.
La situación en esta primera década revolucionaria era,
por una parte, rehabilitar a una Iglesia local diezmada y desorientada
y por otra intentar a toda costa evitar la ruptura con el gobierno revolucionario,
considerada por muchos como un paso, aún peor, para la misma
Iglesia cubana. Algunos no entendieron entonces esta opción,
ni el costo al que fue realizada. Otros entendieron la opción
porque no tenía muchas alternativas, pero no entendieron los
costos; hoy, el paso del tiempo, va poniendo en su lugar histórico
ambos elementos.
Es de justicia destacar, del mismo modo, el servicio que en este tiempo
prestó desde la Embajada de Cuba ante la Santa Sede el muy recordado
Dr. Luis Amado Blanco, quien contribuyó con su finura de alma
y habilidad diplomática a mantener tendidos los puentes a pesar
de todo.
Tercer tiempo: La década de los setenta, recuperación
y las visitas vaticanas a Cuba.
Al final de la década de los sesenta, el Santo Padre Pablo VI
envía el 25 de Enero de 1967 una Carta a los Obispos cubanos
reunidos en la IX Asamblea Plenaria de la Conferencia Episcopal. En
ella exhorta a los pastores que prosigan "la actuación de
las deliberaciones del Concilio Vaticano II; a que "afronten con
serenidad y altura de miras las dificultades de la hora presente";
a que fomenten la permanencia de los sacerdotes dentro del país
y a que estimulen a los que se marcharon a regresar; a la búsqueda
de nuevas formas de apostolado "teniendo en cuenta las condiciones
de los hombres, no sólo espirituales y morales, sino también
sociales, demográficas y económicas" y a que procuren
un diálogo con "los que se sienten y obran de modo distinto
al nuestro en materia social, política e incluso religiosa".
La señal era clara. La Iglesia local ha comenzado a recuperarse
y una Carta Circular del Episcopado cubano de 1969 llama a la participación
social de los cristianos, a la permanencia en el país y considera
ya, desde entonces, como éticamente inaceptable el embargo norteamericano.
Es la señal de la incipiente rehabilitación intraeclesial.
Se habían logrado ambos objetivos, la Iglesia comenzaba a salir
del desconcierto y las relaciones con el Estado no se habían
interrumpido. El costo había sido alto y sufrido. De la cruz,
muchas veces desconcertante y dolorosa, brota a su tiempo la vida nueva.
Eso aprendemos de esta década que podemos llamar de silencio
y recuperación.
A principio de los setenta se inicia la tercera etapa de las relaciones
entre la Santa Sede y Cuba con el discreto acercamiento de la Secretaría
de Estado a la Iglesia y al Estado cubanos, cuya señal más
evidente fue la visita que hiciera a La Habana y otras diócesis
de Cuba el entonces Mons. Agostino Casaroli, Secretario del Consejo
para los Asuntos Públicos de la Iglesia, quien fue recibido por
el entonces Presidente Dorticós y por el Primer Ministro Dr.
Fidel Castro Ruz.
Comienza así lo que pudiéramos llamar la etapa de las
visitas vaticanas. El fruto más visible de esta primera visita
fue la elevación de Mons. Zacchi al rango de Nuncio Apostólico
en Cuba durante el último año de su permanencia en la
Isla, pues en 1975 sería nombrado Presidente de la Pontificia
Academia Eclesiástica, donde se forman los diplomáticos
de la Santa Sede, merecido reconocimiento a un fiel servidor del Papa
que nunca olvidó a Cuba y que la amó intensamente.
El 26 de junio de 1975 es nombrado S.E. Mons. Mario Tagliaferri como
Pro-Nuncio Apostólico en Cuba. Continuador de la diplomacia de
las visitas, incrementó la frecuencia de los contactos entre
los cuales destaca en este período la primera visita del Sr.
Cardenal Bernardin Gantin, entonces Presidente de la Comisión
Pontificia Justicia y Paz, que visitó vuestro país para
celebrar la Jornada Mundial de la Paz de 1977 y para declarar el Santuario
Nacional de la Virgen de la Caridad del Cobre como Basílica Menor.
Por otro lado, el papel de la Nunciatura en La Habana crece también
al interior de la Iglesia que ya camina en proceso de crecimiento y
que por las circunstancias socio-políticas en que vive no puede
realizar algunos trámites, gestiones y obras que son asumidas
extraordinariamente por la Nunciatura. El Sr. Nuncio se acerca a las
comunidades cristianas, a las diócesis, a los encuentros de laicos
y sacerdotes y hace presente no sólo al Santo Padre sino la solidaridad
de la Iglesia Universal y de su corazón de pastor.
El gobierno cubano nombra como Embajador ante la Santa Sede a un hombre
de letras y luces que desempeñó dignamente sus servicios,
el Dr. José Antonio Portuondo, que permaneció desde 1976
hasta 1982 en que es nombrado el Sr. Manuel Estévez quien estuvo
presente en las sesiones públicas del Encuentro Nacional Eclesial
Cubano (ENEC,1986) que marcó, para la Iglesia en Cuba, un lanzamiento
a la misión evangelizadora, al diálogo, a la encarnación,
a las relaciones estables entre fe y cultura.
El muy recordado y querido Cardenal Eduardo Pironio fue el Enviado Especial
del Santo Padre Juan Pablo II al ENEC, y su presencia, activa participación
y mística impresionante, no sólo marcaron un estilo de
compromiso al interior de la Iglesia sino que permitieron que el Purpurado
recorriera todo el País en una semana y animara a la Iglesia
local a la apertura y el diálogo con la sociedad y el Estado.
El Sr. Pro-Nuncio de este tiempo fue Mons. Giulio Einaudi, que supo
con finísima discreción dejar a la jerarquía local
y a toda la Iglesia cubana el protagonismo de ese trascendental evento
eclesial que marcaría un nuevo hito en la historia de la comunidad
católica de la Isla.
La década de los ochenta termina esperando una respuesta a la
propuesta de diálogo abierto por el ENEC. Luego de un brevísimo
servicio de unos meses de S.E. Mons. Giuseppe Laigueglia, quien enfermó
y tuvo que marcharse, en 1988 es nombrado Pro-nuncio apostólico
en Cuba, Mons. Faustino Saínz Muñoz, conocedor de las
raíces españolas de vuestra cultura y que ayudaría
a preparar la celebración del Quinto Centenario del Inicio de
la Evangelización en este continente. El Sr. Rodríguez
Paz asume en 1989 la Embajada de Cuba cerca del Santo Padre. El mundo
cambiaría bruscamente al inaugurarse la década de los
noventa con la caída del muro de Berlín y los cambios
pacíficos en Europa Central y del Este y con la extinción
de la hasta entonces Unión Soviética.
Las visitas de la Santa Sede continuarían su lento acercamiento
al Estado y a la Iglesia que crecía en credibilidad y espacios
de evangelización. Varias veces ha venido a la Isla el Emmo.
Sr. Cardenal Roger Etchegaray, en su condición de Presidente
del Pontificio Consejo Justicia y Paz, en todas las ocasiones visitó
varias diócesis y se entrevistó largamente con el Sr.
Presidente de la nación. Presidió en 1994 la II Semana
Social Católica celebrada en La Habana y dejó instalada
la entonces recién creada Comisión Justicia y Paz de Cuba
que cumple ya 7 años. Esto marcaría una nueva andadura
de la Iglesia cubana y de sus relaciones con la Santa Sede.
Cuarta etapa: Hacia la visita del
Papa y el crecimiento de la Iglesia local.

El Santo Padre sale de la Nunciatura Apostólica
de La habana, acompañado de MOns. Beniamino Stella, entonces
NUncio. Saludan al Papa jóvenes de la Parroquia de Santa Rita
y ancianas del hogar "Siervas de San José". Enero
de 1998.
En diciembre de 1992 había sido nombrado, como Nuncio Apostólico
en La Habana, Mons. Beniamino Stella, que pudo dar un nuevo estilo a
la misión de la Nunciatura, no sólo en el respeto del
protagonismo de la Jerarquía local sino en el acompañamiento
solidario de sus planes pastorales que ha hecho más patente la
presencia del Santo Padre y el apoyo de la Iglesia Universal.
La visita de Mons. Jean-Louis Tauran como Secretario de la Sección
para las Relaciones con los Estados de la Santa Sede preparó
inmediatamente la visita del Santo Padre y dejó claro el concepto
de que las relaciones con la Iglesia no son, en primer lugar, ni sólo,
materia de las relaciones exteriores de los Estados, sino que tiene
estrecha relación con la vida cotidiana de sus ciudadanos y que
los laicos católicos de Cuba deben no sólo ser considerados
como ciudadanos con plenos derechos sino tener "interlocutores
válidos para participar en el debate público".
Esta cuarta y última etapa se ha caracterizado por tres rasgos
fundamentales:
-El crecimiento y desarrollo de la Iglesia en Cuba, que ha crecido
en número de fieles, en cantidad y calidad de sus servicios pastorales,
en la apertura de espacios en la sociedad civil y la utilización
de los escasos medios de evangelización como las publicaciones
católicas, las misiones populares y otros. Ha crecido el número
de diócesis de siete a once aunque el número de sacerdotes
y religiosas, son franca y lamentablemente muy insuficientes. La Iglesia
se ve desbordada por la sed de Dios y la solicitud de servicios de un
número creciente de cubanos, sobre todo jóvenes.
-Se había accedido a una etapa cualitativamente superior en las
relaciones Iglesia- Estado pues, aunque no están aún totalmente
normalizadas, se había llegado, por lo menos, a reconocer cual
sería el camino y los temas a dialogar en este proceso que se
ha iniciado. Entre estos temas se destacan: el concepto y papel de un
Estado laico en una sociedad pluralista; el concepto y papel de la Iglesia
en un Estado laico moderno; y las relaciones de la Iglesia, el Gobierno
y la sociedad civil en un Estado de derecho. El reconocimiento de que
la Iglesia local, su Jerarquía y sus fieles laicos son los auténticos
interlocutores del Estado es un rasero para medir la normalización
de estas relaciones.
-El viaje apostólico del Santo Padre a Cuba culmina la etapa
de las visitas y contactos personales y debe abrir un nuevo período
en el que los principales protagonistas de estas relaciones Iglesia-Estado
sea la Jerarquía local y el Gobierno sin esperar intermediarios
internos o externos. Esto no debería ser sólo a nivel
de jerarquía sino que debe darse simultáneamente a niveles
intermedios y de base estableciendo espacios de diálogo estables.
Como también ha deseado el Santo Padre durante su visita, los
seglares católicos deberían poder participar en el debate
público en igualdad de oportunidades. Y "la Iglesia debe
ofrecerles la debida formación moral, cívica y religiosa...
que ayude a los cubanos a crecer en los valores humanos y cristianos,
sin miedo y con la perseverancia de una obra educativa que necesita
el tiempo, los medios y las instituciones que son propios de esa siembra
de virtud y espiritualidad para el bien de la Iglesia y de la Nación."(Homilía
en Camagüey, no. 3)
Conozco los esfuerzos que esta Diócesis de Pinar del Río
viene haciendo desde hace años en este campo de la formación
cívico-religiosa que es, en fin de cuentas, camino de formación
integral, como está contemplado en uno de los Objetivos del Plan
Global de Pastoral de toda la Iglesia en Cuba.
La historia nos enseña que, cuando la Iglesia local crece y asume
su propio papel dentro de la sociedad, el papel supletorio que la Nunciatura
Apostólica desempeña en época de crisis va disminuyendo
hasta alcanzar la normalidad deseada y puede centrarse en la misión
que le es más propia. Para ello son necesarias, por lo menos
dos condiciones: que se normalicen realmente las relaciones entre Iglesia
y Estado; y que el Estado reconozca como interlocutora y responsable
de la Iglesia local a la Jerarquía católica y a los demás
ciudadanos, como protagonistas y sujetos de la historia del propio País.
El desconocimiento de la identidad y la misión propios de la
Iglesia en cada Nación impide la normalización de las
relaciones Iglesia-Estado. El Estado debe saber qué puede esperar
de la Iglesia y qué no debe esperar. Esto facilita la misión
de ambos al servicio de la persona humana y el bien común.
Por ello la Iglesia Católica no debe ser considerada por ningún
estado como un ente foráneo, ni solamente como objeto de las
relaciones exteriores. Eso confundiría las relaciones Santa Sede-Estado
con las relaciones Iglesia-Estado en cada país que, aunque están
profundamente vinculadas, no deben suplantarse ni reducirse a materia
del servicio exterior.
Las relaciones entre la Santa Sede y la República de Cuba pudieran
servir de ejemplo para muchos en el mundo de hoy. Ellas nos enseñan
claramente lo que el Santo Padre ha reiterado en La Habana: " "Que
Cuba se abra con todas sus magníficas posibilidades al mundo
y que el mundo se abra a Cuba, para que este pueblo, que como todo hombre
y nación busca la verdad, que trabaja por salir adelante, que
anhela la concordia y la paz, pueda mirar al futuro con esperanza."
(Al llegar al Aeropuerto, no. 5)
La cercanía que no permite que se rompan los puentes, el compartir
desde dentro los problemas de los que sufren, la irreductible perseverancia
en el diálogo como actitud y como método, el respeto al
ritmo de los interlocutores, la claridad y transparencia de los principios
y los medios, el mantenimiento de una línea coherente y firme,
el evitar las manipulaciones de un lado y de otro, contar con un pensamiento
claro y lógico que dé perspectiva y altura de miras a
las relaciones, son algunos de los rasgos que han caracterizado las
relaciones entre la Santa Sede y Cuba, que este año arriban a
los 66 años de camino, en el que las ingentes dificultades no
han doblegado la voluntad de abrir puertas para la dignidad de la persona
humana y el desarrollo integral de los pueblos.
Hago votos para que el doble deseo del Santo Padre de que Cuba se abra
al mundo y de que Cuba se abra a los propios cubanos para que lleguen
a ser plenamente, los protagonistas de su propia historia personal y
nacional, sean el horizonte abierto y plural hacia el que cada uno de
los cubanos pueda alzar sus ojos llenos de la libertad de la luz para
poder mirar, con transparencia, ese futuro de esperanza.
Muchas gracias