CARTA DE MONS. ADOLFO RODRÍGUEZ,
ARZOBISPO DE CAMAGÜEY, CON MOTIVO DE LOS ATENTADOS
Septiembre 14, 2001
A los feligreses de la Diócesis:
No es necesario pedir a ustedes que en
estos días y sobre todo en las misas del próximo domingo
hagan oraciones en sus comunidades por las víctimas que fallecieron
sin saber por qué en la tragedia de Nueva York y Washington
el pasado 11 de septiembre y por las familias desoladas de las víctimas
que lloran este vacío que les dejan sús seres queridos.
Pero también debemos pedir al Señor que no se repitan
más cosas como estas. Esta tragedia tiene una magnitud y
características distintas que tocan no solo el corazón
de las víctimas y sus familias sino que toca también
a cualquier cabeza llena de preguntas sin respuestas claras, porque
no es una tragedia impuesta por la fuerza ciega de la naturaleza
sino una tragedia elegida y calculada con malévola precisión
por la voluntad de los hombres, para quienes Dios creó este
maravilloso palacio de la creación que vio bueno y bello
salido de sus manos y que los hombres hemos hecho menos bueno y
menos bello, marcado por un extraño vocabulario de violencia.
Son muchos los países del 'mundo donde estos desastres, como
una globalización de la violencia, se están repitiendo,
en un bando o en otro; por motivos económicos, políticos,
ideológicos, territoriales, por fundamentalismos religiosos
fanáticos, siempre en forma violenta: terrorismo, xenofobia,
guerras, secuestros, ataques como éste de ahora producido
con exactitud matemática contra dos potentes torres, símbolos
de la técnica, el poder y la seguridad del hombre.
A una niña de 7 años un periodista en el lugar del
desastre le preguntó a qué le tenía miedo y
la niña contestó "que cuando yo sea grande me
pase lo mismo".
Es un deber de todos, especialmente de los que ejercen en el mundó
el difícil servicio de la autoridad, buscar concertadamente
soluciones eficaces, por los caminos del diálogo, mirando
no solamente los efectos sino las causas (porque donde no hay acción
no hay reacción) a fin de erradicar esta situación
y construir un mundo de paz, de justicia, de felicidad donde ningún
niño pueda acusar a nuestra generación por haberles
dejado esta herencia.
Este brutal acontecimiento puede ser que cambie el mundo a partir
de ahora y lo sane de un humanismo ateo, práctico o teórico,
que tanto daño ha hecho. Sólo Cristo salva. Él
ha dicho una palabra que la historia confirma:
"Sin mí nada podrán hacer" (Jn 15,5).
Confiemos en la enorme capacidad que Dios ha puesto en el hombre
para hacer grandes cosas por el desarrollo la justicia y la paz
de la humanidad.
Con mi bendición
Adolfo Rodríguez Herrera,
Arzobispo de Camagüey
|



|
El martes por la mañana
estaba frente a mi computadora escribiendo cuando sonó el teléfono.
Era mi hijo Martín Felipe, quien vive en Nueva York y es vicepresidente
de su área en Morgan & Stanley, una de las principales firmas
financieras de dicha ciudad. "Papá, me preguntó,
¿estás al tanto de lo que está sucediendo?"
Enseguida añadió: "Dos aviones, probablemente jets
comerciales con sus pasajeros, se han estrellado contra las torres gemelas
del World Trade Center. No puede ser una casualidad. Aunque no lo han
dicho todavía, todo sugiere un acto de terrorismo. Vivo a cien
cuadras de allí, pero desde aquí se puede oír el
ruido ensordecedor de sirenas. Algo horroroso está ocurriendo".
Así supe la noticia.
Las dos palabras que se me grabaron fueron "terrorismo", la
causa inmediata, y "horroroso", la reacción inmediata.
Un acto de terrorismo es un acto de violencia brutal ejecutado para
infundir terror. Las víctimas no son usualmente los enemigos
combatientes, sino más bien personas desvinculadas del conflicto,
de cualquiera edad y condición de vida. Así el terror
es más generalizado. Los métodos no se ajustan a ninguna
norma que limite la crueldad. Espanta su salvajismo. Así el terror
es intenso. Y los victimarios no comparten sentimiento o valor alguno,
ni con las víctimas inocentes ni menos aún con los enemigos
que combaten. En su radicalismo sin piedad con frecuencia reprimen su
propio instinto de conservación, el más enraizado de nuestros
instintos, y cometen actos de violencia a la vez asesina y suicida.
Así el terror es total, por la arbitrariedad en la selección
de las víctimas (cualquiera de nosotros podría ser su
blanco), por la brutalidad de la metodología (la crueldad es
irrestricta) y por la inhumanidad de los victimarios (no tienen ninguna
compasión ni con ellos mismos).
Dado estos rasgos del terrorismo, la reacción humana espontánea
es el horror que, según la Real Academia Española de la
Lengua, es "el sentimiento intenso causado por una cosa terrible
y espantosa". El horror surge en las situaciones límites
de nuestra experiencia humana.
No se debe confundir con la veneración de cara a lo sagrado,
es decir a la presencia o la acción de lo divino, del absolutamente
Otro.
Esta veneración, que comparten como primer componente las grandes
religiones monoteistas, expresa un enaltecimiento extraordinario del
hombre por la cercanía de Dios, que es el Bien supremo. Es el
polo opuesto del horror, que sentimos cuando presenciamos o sufrimos
actos de una maldad que sobrepasa la medida de lo humano y apunta hacia
un espíritu del mal que identificamos como diabólico por
su radicalidad y su pretensión englobante. Por eso usar la religión
como pretexto para actos de terrorismo que generan horror es la peor
de las abominaciones.
Nos provoca horror la pérdida de humanidad en virtud de una falla
radical en nuestra propia responsabilidad por nosotros mismos, una condición
personal, o en virtud de una ruptura radical en la convivencia con nuestros
semejantes, una condición comunitaria. En ambos casos el horror
expresa una degradación extraordinaria del hombre en la que incurrimos
o que nos es impuesta. La segunda variante de este horror se suscita
ante el fenómeno de disolución de la convivencia humana.
Cuando la convivencia humana primero se establece, cuando se funda una
sociedad y una "civitas", hay un salto cualitativo en la vida
de seres humanos desde el caos original, bajo el cual predomina la violencia
bestial del hombre lobo para el hombre, hacia un orden constituyente
que sustituye el desorden de la fuerza bruta por un orden razonable
de la palabra humana. Por eso la integración de una sociedad,
estado o nación implica una especie de celebración ética,
ya que su orden social fundamental refleja, en la medida en que se produce
el tránsito de la vida salvaje a la vida civilizada, la recreación
en el plano cultural de una versión del orden metafísico
que Dios inscribió en la naturaleza. En ese tránsito un
conjunto de valores éticos adquiere vigencia en comunidad, especialmente
la justicia, que implica el mutuo respeto y el reconocimiento de derechos
y deberes correspondientes, y la política concebida como búsqueda
cultural y no sólo natural del bien común.
Todo lo opuesto se experimenta en la disolución de la convivencia.
La fuerza bruta vuelve a suplantar la palabra razonable como instrumento
de acción. El núcleo de valores éticos deja de
compartirse en comunidad y ésta se expone a la intervención
violenta de grupúsculos que antes que nada son fanáticos
y virtualmente totalitarios, pues intentan imponer sus anti valores
a sangre y fuego, sin ningún respeto por los derechos y deberes
humanos. Esta disolución provoca temor intenso cuando alcanza
a una sociedad específica. Pero cuando alcanza el trasfondo de
civilización que sostiene a una o a varias sociedades, entonces
suscita verdadero horror. El hombre se espanta al perder el orden cultural
que se había dado y al perder así su vinculación
efectiva al orden que Dios le imprimió a la naturaleza.
En el terrorismo que se perpetró en los Estados Unidos se perciben
varias dimensiones posibles. Existe una dimensión política.
El más probable organizador del ataque terrorista, Osama bin
Laden, parte de una visión que responsabiliza al Gobierno de
Estados Unidos por una política que juzga anti árabe y
anti islámica y favorable a Israel y al sionismo. Su acción
está envuelta por lo tanto en el interminable conflicto político
que desangra al Medio Oriente, en el cual los Estados Unidos se han
comprometido muchas veces en busca de la paz con gran riesgo, pero no
siempre con éxito. Sería, sin embargo, de una inexcusable
superficialidad reducir el terrorismo contra los Estados Unidos a esta
dimensión política.
Por otra parte, puede haber quien perciba los acontecimientos como el
cumplimiento de la predicción que formuló Samuel Huntington
en su libro "The Clash of Civilizations and the Remaking of World
Order", en el cual auguraba que las próximas guerras mundiales
no serían preponderantemente ideológicas, políticas
o económicas, sino culturales y que la cultura occidental con
sus proyecciones universales se vería involucrada en conflictos
con otras culturas, especialmente con el Islam y con la China. Es verdad
que Osama bin Laden es musulmán fundamentalista, ha recibido
protección de parte de algunos gobiernos que comparten las mismas
convicciones, como el de Sudán y el de Afganistán, y probablemente
ha tenido vínculos con algunos círculos igualmente radicales
de Argelia, Irak, Irán y Libia.
Pero no es menos verdad que los musulmanes de la corriente central del
islamismo y de los regímenes políticos denominados moderados
desaprueban el terrorismo y buscan mantener la paz desde sus propias
legítimas perspectivas. Además, el islamismo como tal
es una de las principales religiones monoteístas de nuestro mundo
actual con un significativo crecimiento mundial y una presencia creciente
en el seno de sociedades occidentales. De allí que no sea ni
justo ni conveniente interpretar el terrorismo en los Estados Unidos
como el comienzo de una guerra cultural contra el Islam. De todos modos,
debemos reconocer que necesitamos más contacto, diálogo
y cooperación, donde se pueda y tanto como se pueda, entre judíos,
cristianos y mahometanos.
Percibo, al nivel más profundo, que el terrorismo que se ha cometido
es, a través del ataque contra los Estado Unidos, un ataque contra
la vida civilizada, con la tolerancia y la comunicación mutuas
que la acompañan. Quienes lo cometen, motivados por un fanatismo
totalitario, utilizan diabólicamente los instrumentos más
avanzados de nuestra civilización, a saber, su sentido de organización
y sus conocimientos tecnológicos, para paralizar, y si es posible
destruir la política y la economía estadounidenses, y
debilitar así gravemente la vida civilizada. Encubren su acción
criminal con religiosidad.
En efecto, todas las civilizaciones vigentes en el mundo actual dependen
sustancialmente de dichos instrumentos organizativos y tecnológicos
y también en buena parte de los correspondientes instrumentos
económicos y políticos, lo que ha potenciado la tendencia
de todas a convivir en el planeta y a tolerarse mutuamente. Tornar esos
instrumentos contra la civilización que los forjó y en
cuyo seno continúan perfeccionándose no sólo atenta
contra dicha civilización, sino contra la vida civilizada en
general.
El cierre, debido a la acción terrorista, tanto de las Naciones
Unidas como de la Bolsa de Valores de Nueva York, simbolizó su
impacto mundial tanto en el orden político como en el financiero.
Ningún pueblo dejó así de sentir directa o indirectamente
el impacto negativo del terrorismo, ni dejará de sentir la respuesta
norteamericana al mismo cuando ésta se produzca.
Es comprensible y justificado, por lo tanto, interpretar la contraposición
entre el terrorismo y la civilización como una pugna entre el
mal y el bien. En efecto, sobre la base del terrorismo no se puede establecer
ninguna convivencia humana ni tan siquiera pueden salvaguardar su vida
los mismos terroristas, mucho menos sus miles de inocentes víctimas.
El terrorista sólo despliega una potencialidad destructiva de
los demás, incluso de sí mismo y del entorno social y
material. El terrorismo es una concreción contemporánea
del mal, tan nociva que adquiere significación diabólica.
La vida civilizada, por lo contrario, por serias que sean sus fallas,
limitaciones y carencias, mientras predomine es susceptible de corrección,
perfeccionamiento y desarrollo, es decir representa un bien que puede
conducir a un bien mayor y más alto. La civilización nos
abre a la esperanza.
Por eso, en la lucha del terrorismo contra la civilización los
hombres de buena voluntad están inequívoca y decididamente
contra el terrorismo. No puede haber duda ni ambigüedad. Europa
y el resto del mundo civilizado han tenido plena razón en identificarse
con los Estados Unidos, organizada o individualmente, ante el ataque
brutal del que ha sido objeto por parte del terrorismo.
La civilización tiene el derecho y el deber de defenderse. Pero
ha de defenderse de tal manera que en el proceso no contradiga los valores
y normas de humanidad que le dan la razón contra el terrorismo
y que le han permitido mantener su integridad ante los embates del mismo.
En la hora en que el terrorismo demostró en los Estados Unidos
la vulnerabilidad material de nuestra civilización, reveló
allí mismo algunas de sus virtudes más valiosas, su coraje
cívico en la calma, sin agitaciones ni desbordamientos, la firmeza
de su ordenamiento constitucional democrático en plena y dura
prueba, su unidad no impuesta sino libremente escogida frente a la crisis,
su solidaridad particularmente para con los más afectados por
la criminal violencia.
Estas y otras virtudes civilizadoras son las que han de orientar el
esfuerzo incesante de las fuerzas de civilización para eliminar
el terrorismo y para asumir los cambios en todos los órdenes
como consecuencia de los trágicos y traumáticos acontecimientos,
sin que se sacrifique el alma de toda vida civilizada.
|