Con la publicación, en exclusiva, de este relevante texto,
leído por el poeta Antón Arrufat en el reciente homenaje
que la UNEAC le ofreciera por sus sesenta años, La Revista
del Vigía se une a la celebración de tal aniversario
y anuncia la próxima aparición de Celare Navis y otros
poemas, en la colección Del San Juan.
( Tomado de La Revista del Vigía Vol. 6: nº 2. Matanzas,
1995, pp. 107-110) |
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Cerca de esta hora, alrededor de
las cuatro de la tarde, durante nueve años exactos, desde 1971
a 1979, de lunes a viernes, con cuatro horas de trabajo los sábados,
yo salía de la biblioteca de Marianao caminaba varias cuadras,
subía una ruta 22 y cincuenta minutos después estaba en
mi casa de Centro Habana. Cumplía con una sanción misteriosa:
no tenía tiempo señalado e ignoraba la cuantía
del delito. Había cometido al escribir Los siete contra Tebas,
un delito que nunca se me dijo en qué consistía realmente
ni qué tiempo debía pagar por cometerlo. ¿Quiénes
debían decírmelo y quiénes debían perdonarme?
Tampoco lo supe nunca. Es decir, nunca oficialmente, como supongo deben
conocerse estas cosas, sino mediante rumores, comentarios y puertas
que se mantenían cerradas. Para mí se convirtió
en el delito de escribir, de escribir una obra teatral juzgada como
atentatoria, según reza el prólogo que esta institución
misma puso en aquellos años a la edición de la pieza,
atentatoria contra principios de la Revolución. Creo que ha llegado
el momento de contar públicamente el hecho. Si vivimos en una
sociedad que rectifica sin declarar que se ha equivocado, no me parece
sano continuar haciéndolo así. Sólo diciendo ciertas
cosas ganaremos conciencia sobre ellas y un poco de lucidez. No debemos
negarnos a aprender de la Historia porque nos veremos obligados a repetirla.
El almacén de la Biblioteca de Marianao, formando paquetes de
revistas con un cartón y una soga, sin poder recibir ni hacer
llamadas telefónicas, con las visitas personales prohibidas,
observado por la directora, esperé nueve años. Mi capacidad
de resistencia ha sido siempre fabulosa. Creo que se fundamenta en un
mecanismo de defensa inconsciente muy simple: cuando termino de hacer
algo, lo olvido. O dicho con mayor precisión: me entrego de inmediato
a otro hacer. En una mesa de madera rústica que había
en el almacén, coloqué el manuscrito de La caja está
cerrada, que tenía ochocientas páginas en letra menuda,
y comencé a pasarlo en limpio, aprovechado los momentos en que
la directora dejaba de observarme. Felizmente, como el manuscrito era
tan cuantioso, las páginas duraron hasta que la sanción
terminó en 1987. Vino entonces la rehabilitación con su
ritmo pausado, gradual, según ocurren estas cosas en nuestra
sociedad. Y aquí estamos, finalmente, con varios libros publicados,
como cualquier otro escritor.
Si menciono este hecho en público y por mi boca, es con el fin
de exorcizarlo. El caso de Los siete contra Tebas está en conocimiento
de todos y subyace en este acto como algo secreto. Permítaseme,
al menos por una vez, que deje de ser secreto y que lo asumamos entre
todos. No conozco otro modo de ponerle punto final. Después de
compartirlo, entreguemos el asunto a los historiadores futuros. Si además
lo hago no es por resentimiento, que mis amigos saben que no padezco,
ni por vanagloriarme de mi capacidad de resistencia, la que es un don
natural que tan sólo me es dado ejercitar, ni por proclamarme
víctima del Estado: lo hago por algo que tiene relación
con la ética del escritor: es una profesión de fe. En
cualquier momento de la Historia y en cualquier sociedad, la relación
del artista con el Estado o con el poder, no resulta fácil ni
placentera. Mejora a veces y luego empeora. Lo que es imprescindible
es esclarecerla, y que cada cual mantenga el lugar que le corresponde.
Aspiremos a una especie de equilibrio entre el Estado y el individuo.
Ni un Estado tan fuerte que nos aplaste ni tan débil que nos
deje indefensos.
Lo que a nosotros corresponde es realizar nuestra obra, ser fieles a
ella e insobornables. Aprendí de Lezama y de Piñera que
su oficio, para un escritor verdadero, es el más elevado, y bien
merece la resistencia y la espera. Vivos o muertos, realizada la obra,
ocupará su lugar.
Con su hachuela de desgracias y júbilos, la vida me ha pulido
el corazón. Cuando era joven pensaba que el momento de agradecer
no llegaría. Iba por la vida como quien todo se lo merece y a
quien todo ha sido dado, escupiendo a diestros y a siniestros. El cuerpo
me cantaba. Era mía la luz, para mí la noche ocurría,
míos eran el porvenir y la posteridad... ¿A quién
agradecerle si era mío todo?
Al cabo llega el momento de la reverencia, de la inclinación.
Ahora, a los sesenta años furiosamente cumplidos, cuando comienzo
a recoger y ordenar papeles, a releer cartas, ahora que las fotos me
emocionan como un presagio, y están en ellas tantos amigos muertos,
ahora, que pienso que todos tienen derecho a cantar aunque no lo hagan
bien, ahora, que aprendí a pasar de largo con la escupida tras
los dientes, y llego a comprender que las cosas pertenecen a otros,
que estaban, cuando empecé, en manos de los otros: de ellos era
la rosa que veía como nueva y que mis ojos la veían a
través de los suyos, ahora que hay tantos muertos a mis espaldas,
permitidme que los invoque. Si pueblan mi mente, pueblan también
esta sala y están parados detrás de sus cristales.
Alzan las cabezas para saludarme.
Yo les soy fiel, y no les temo. Muchos ratos paso en su compañía.
Escuchad. Empieza el desfile de los muertos amados
Escuchad, sombras mías.
Agradezco a mi padre el haberme engendrado en una noche de amor. Mi
padre me llevó ante el vacío de la escritura y me dijo:
"¿es cierto que quieres? Escribe algo. Si vale, te dejaré
en paz. No serás abogado".
Mi madre, con su cabellera de mora y su diente montado. "Hijo mío,
persevera. Yo no entiendo lo que escribes, pero sé que debes
hacerlo".
Los dos murieron antes de que el hijo escribiera un libro.
Agradezco a Virgilio Piñera, que me ofreció amistad -creadora,
crítica, dolorosa, acerba-, como debe ser. Cuando él murió,
no tuve con quien hablar, El mundo se me empobreció. Nadie sabía
como él lo que era escribir. Con sus ojos enormes veía
el horror. Desde la muerte alza todavía la mano para ayudarme
a cruzar.
Agradezco a mis amantes muertos, hombres y mujeres, que me entregaron
una porción de felicidad posible. Dondequiera que estén,
sepan que no olvido ese amor, vuelto contra la oscura pared, en la cama
en que me hundo cada día y resucito.
A Calvert Casey, que me acompañó hasta su partida.
A José Rodríguez Feo, que me llevó a ciclón
cuando yo era solamente un muchacho, y tuvo fe y me pidió que
escribiera.
A Olga Andreu, que me llamaba "imbécil" con todas sus
letras y me quería tanto.
A Eloína, que me mandaba cada mediodía un plato de comida,
sin pedirme nada a cambio. Sólo que le leyera lo que escribía.
Murió, y la llevé al cementerio. No la he vuelto a ver.
Tengo tantas páginas que leerle desde entonces.
Al hombre que yo fui, y que miro espantado en los retratos, como si
hubiera muerto.
A Raúl Martínez, que hizo la portada de mis libros de
juventud, y mueve la hoja seca de un árbol con su mano de pintor.
Escuchad, sombras mías.
Gracias, gracias... Es todo.
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