Revista Vitral No. 45 * año VIII * sept.-octubre 2001


NARRATIVA

 

RAPSODIA III: HÁBLAME, MUSA, DEL HOMBRE

FRANCISCO ALMAGRO

Este cuento pertenece al cuaderno "Odisea la Insular", que obtuvo MENCIÓN en Narrativa en la Edición del Concurso Literario Vitral 2001

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

I

La noche antes de que Mamerto se montara en un bote para irse de Cuba, Sulema Fu descubrió en su propio pellejo como detrás de la temeridad se esconde un horrible miedo a la muerte. La actitud del tímido es ponerse la máscara de héroe. Su padre había venido de Jaimanitas y el único amigo que tenían en ese lugar de la costa oeste de La Habana era el que llamaban "Drácula". Por los comentarios de Mamerto, Drácula, un viejo combatiente de la época insurreccional, hábil pescador, se estaba dedicando tras su retiro a la peligrosa tarea de fabricar embarcaciones caseras y venderlas a los balseros que se iban de Cuba. Tenía allí una pequeña carpintería donde antes tuvo un taller de mecánica que Sulema visitaba con frecuencia cuando era niña. Mamerto no volvió por allí en años hasta que un día visitó el astillero clandestino y Drácula no le negó a qué se dedicaba porque estaba casi junto al agua y él no necesitaba otra embarcación más que el "Castillo". El único ayudante que se permitía era un sobrino adolescente.
Mamerto le dijo a su amigo que estaba loco, no porque la policía pudiera descubrirlo, y la sanción sería más dura que aquella que ellos cumplieron juntos en el Príncipe cuando eran del Movimiento, sino porque ver aquellos botes de madera junto al mar, casi tocando el agua de la costa norte, eran, para cualquiera con idea de irse del país, una verdadera tentación. Le preguntó a su amigo si había pensado cuántos jóvenes, mujeres y hasta niños, al saber de aquel astillero oculto vendrían a buscar un bote de esos y apenas salieran unas millas, una tempestad o una jauría de tiburones hambrientos los harían desaparecer para siempre. De algún modo, le espetó Mame a su amigo, él era cómplice de ese asesinato en masa que eran las salidas ilegales del país. Drácula, con su rostro feo y marcado por el acné que bien merecía aquel nombre, dejó que el Chino hablara y se recostó al banco donde rebosaba una quilla recién cortada. "Ojalá algún día", contestó como pensando en voz alta, "no necesites tú uno de estos botes asesinos".
No se habían vuelto a ver, y Sulema sabía la historia. Esa noche, cuando Mamerto entró a la casa, olía a mar, y ella supo de una vez que había tomado la decisión de irse en cualquier cosa detrás de su otra hija porque los americanos, por tercera ocasión, le habían negado la visa para entrar en los Estados Unidos. Mamerto, hombre temerario, se excitaba con las cosas injustas y soberbias: sólo le sugerían atrevidas acciones. Por fin ella le preguntó qué pasaba y entonces le confesó que tenía miedo por primera vez en su vida.
En realidad, el Chino no sabía muy bien a qué se debía aquella extraña turbación. Tal vez sí, era el peligro de la travesía. Para que Sulema pudiera descansar le dijo que había estado en casa de Drácula, pero, lo sabía ella muy bien, por nada del mundo dejaría una hija abandonada, no era un padre de esos... Sulema Fú se acostó y aquellas últimas palabras no la dejaron dormir. En la mañana, cuando había podido tomar algún descanso, despertó en un sobresalto y lo comprendió todo: entró desesperada al cuarto de su padre y vio la cama tendida. El Chino no había dormido en ella y había salido con la ropa que llevaba puesta. A Sulema no le tomó más de una hora llegar a la casa de Drácula. El hombre que ella conocía había cambiado enormemente; las cicatrices del acné eran ahora cortadas por arrugas profundas, curtidas por el sol y el agua de mar, sus movimientos sobre la madera eran lentos y no las maniobras ágiles y seguras del mecánico que ella de niña había conocido. Cuando Drácula la vio, continuó trabajando como si esperara su visita. "No me preguntes, mija", dijo el carpintero delictivo, "ya le dijo a tu papá que no iba a servir para esto... yo no sé nada de él". "Usted si sabe", explotó ella en un sollozo incontrolable, un llanto con carcajadas, sello inequívoco del temperamento de los Fú. Drácula dejó al sobrino puliendo la quilla y trató de calmarla. Le dijo que su padre había salido en la madrugada rumbo al Norte, a estas horas ya andaría como a veinte o treinta millas porque llevaba un buen motor. Sulema, ante la evidencia, comenzó a molestarse y de la lágrima pasó a la ira, y de la ira a la acusación mordaz. Se dio cuenta de que en el imperturbable rostro del hombre no asomaba una gota de culpa, y empezó a reponerse y le pidió disculpas. Drácula la acompañó hasta la avenida y paró un taxi. "Llévela hasta la puerta de su casa", le dijo al taxista.
Cuando regresó, se encontró a Mamerto sentado sobre un banco de madera. "Compadre", dijo Drácula, "yo no lo hubiera hecho así... este ha sido uno de los momentos más difíciles de mi vida". Mamerto necesitó unos minutos para poder hablar: se había ocultado para salir en la noche y porque no hubiera podido mirar a Sulema durante el día que Drácula necesitaba para alistar la embarcación, sobre todo después que ella conocía la visita a Jaimanitas y que la salida era sólo una cuestión de tiempo. "Además", añadió Mamerto con más fuerza, "tengo un miedo de madre, mi hermano". "Yo no te conocía por un hombre miedoso, Mame, sino todo lo contrario". Mamerto volvió a necesitar unos minutos para responder.

-No compadre, no es miedo a ese mar, sino a que no termine el viaje y entonces ni con la hija de aquí ni con la de allá.

El viejo Drácula volvió a la quilla que de tanto pulirla ya reflejaba su rostro endurecido por tantas confesiones de última hora en su improvisado y solapado taller. También requirió unos minutos para poder decir en voz baja:

-Eso es para que veas, Mame. Uno no siempre sabe dónde está lo bueno y lo malo de las cosas.

 

II

Esa misma tarde, cuando Drácula terminó de ponerle el doble fondo y la quilla al barquito, llamó a Mamerto y le dijo que el bote no le costaría nada, incluso que le regalaba otro motor fuera de borda que él guardaba para vender. Todo era un regalo, o más bien, un trato: quería que Mamerto Fú se llevara al sobrino a los Estados Unidos. Para Drácula era una oportunidad singular; el muchacho hacía tiempo quería unirse a su padre y en la única persona que podía confiar la vida de ese sobrino era al intrépido Mamerto Fú.
Salieron cuando comenzaba la novela brasileña. Antes de embarcar, Mamerto dijo al sobrino y al otro pasajero, un tal Luis que era de Santa Fe y había pagado una buena cantidad, que en el mar no podían estar bobeando. Las reglas debían estar muy claras, como en todo aquello donde uno se juega la vida: el primero que se arratonara y quisiera virar, lo tiraba al agua; orinar y hacer caca dentro del bote porque los tiburones sentían el olor a kilómetros de distancia; el agua potable la controlaba él...
El motor no arrancó y tuvieron que remar una buena distancia; cuando Drácula, que los observaba desde la costa, tuvo intención de tirar al agua el "Castillo", el motor del barquito echó a andar. No recuerda el joven que tiempo estuvieron viendo las luces de Jaimanitas, pero fue poco. Lo que si pudieron contemplar, con una mezcla de ansiedad y tristeza fue el faro del Castillo del Morro, que increiblemente se ve a gran distancia de la costa. Apenas habían caminado unas veinte millas, el motor se paró. Las olas movían el bote y en la oscuridad, para evitar ser vistos, Mamerto no quiso encender luz alguna. En una decisión de esas que le hicieron famoso en los tiempos de la clandestinidad, Mame tiró el motor al agua y puso el otro, el que Drácula les había dado. Tomó sólo unos segundos seguir viaje.
Por la cuenta de Luis, que era pescador, cuando empezó a amanecer estaban a unas cuarenta o cincuenta millas de las costas cubanas, es decir, no había marcha atrás. Las aguas eran oscuras y las olas de más de dos metros hacían unas grandes crestas cuando chocaban con el bote. Luis se sentó en la proa y no se movió en varias horas, a veces miraba hacia detrás y sonreía al Chino que no soltaba el timón aunque los gases de la máquina, a toda potencia, comenzaban a quemarle el antebrazo.
Tal vez serían las siete u ocho de la mañana cuando divisaron a unas cuatro millas un barco de mayor calado, que por estar perpendicular a ellos podía chocarlos. Mamerto trató de girar a estribor, pero Luis le dijo que perderían el rumbo según el cálculo de su brújula. El barco siguió su curso y fue ese el único momento, recordaría después el sobrino de Drácula, que el Chino disminuyó la marcha. El buque, con bandera panameña, pasó a solo unos metros del barquito, y las olas dejadas por su potente motor envolvieron la frágil nave dando un singular efecto de soledad y abandono a los tres; sería difícil olvidar aquello mientras vivieran porque los marinos los habían visto en alta mar, y hasta uno de los tripulantes del barco había hecho señas de saludo; pero ni siquiera habían intentado una maniobra para acercarse, tirarles agua o alimentos. El barco, incumpliendo un código de ética marina no firmado y que tenía siglos de realizarse en estas peligrosas aguas del Caribe, se alejó sin el más mínimo remordimiento e incluso, pensarían después, hasta con la intención de pasarles por arriba si ellos insistían en contactarlos. Sospecharon de inmediato que era un buque de narcotráfico o que, simplemente cansados de recoger tantos cubanos a la deriva en estos mares evitaban complicar su trayectoria.
Mamerto pareció entonces ensañarse con el motor, y volvió a apretar el paso, al punto que Luis se preocupó porque se fundiera la máquina antes de llegar a los cayos de la Florida. La velocidad no permitía que ningún pez se les pudiera aproximar, así que esos famosos cuentos de tiburones devorando poco a poco a balseros que luchaban con sus propias manos contra diez o quince escualos no les constaba que fueran ciertas. Después sí, en Miami, sabrían que la tragedia del Estrecho de la Florida superaría cualquier ficción, pero ellos, a borde de aquel veloz bote, con Mamerto al mando...
Al mediodía Luis se acercó a la popa y tomó una cantimplora de agua que Mamerto le ofreció: sólo tres sorbos por persona cada dos horas o más. En el momento que Luis ponía la cantimplora en el fondo, vio por la borda restos de sargazos. No dijo nada pero su rostro se iluminó. Tomó un remo sin armar mucho aspaviento y en la proa trató de cazar algún alga. Cuando la tuvo en la punta del remo la alzó. Al sobrino aquello no le dijo nada, pero a Mamerto sí, porque dio un grito de alegría y dijo que estaban a menos de veinte millas de las costas americanas. Casi una hora después, a pocos metros del bote, comenzaron a saltar varios delfines, últimos y únicos escoltas de la travesía.
Entretenidos con los delfines y los sargazos, cada vez más frecuentes en las todavía oscuras aguas de la profundidad, no vieron cómo se aproximaba por babor una lancha de guardacostas norteamericanos. Venía a gran velocidad y sólo pudieron identificarla cuando notaron la bandera sobre el puente. Con un alta voz le pidieron que detuvieran la marcha en perfecto español. Hicieron una maniobra y se acercaron lentamente; en la cubierta de proa habían tres marinos, uno de ellos armado con un fusil, terciado al hombro. Le tiraron un cabo al bote y durante varios minutos observaron a los hombres y el interior de la embarcación sin decir una palabra, como si con la vista pudieran descubrir qué traían a bordo. Después los invitaron a subir, preguntaron si alguien estaba enfermo o herido y cuántas horas llevaban navegando. El jefe de la tripulación salió a saludarles. Dijo que era hijo de cubanos y menos mal estaban bien, porque en los últimos días, con el tiempo en tan tales condiciones, el rescate de los balseros se había hecho muy difícil.
Cuando estaban tomando algún refrigerio, el capitán del guardacostas llamó aparte al marino armado y entonces le preguntó a ellos que iban a hacer con el bote. Mamerto dijo que nada. El capitán dijo algo en inglés al marino y este abrió fuego contra el bote. El sobrino de Drácula no olvidaría aquello, porque el bote no quería hundirse. Era algo sobrenatural: la pequeña embarcación recibió varios impactos de bala sin que se escorara apenas. El doble fondo que Drácula le había puesto al barquito lo hizo insumergible. Pero ya era tarde y sin sentimentalismos, el capitán dio la orden de alejarse del bote blindado y destapar una ametralladora de grueso calibre que había en la popa. El mismo marino del fusil hizo dos certeros disparos sobre la línea de flotación y el bote que los había traído hasta los Estados Unidos se hundió en segundos; descansaría con muchos otros, en el gigantesco cementerio de las aguas próximas a la Florida. Explicó el capitán que esa era la única forma de saber, cuando veían una lancha o una goma a la deriva, si sus pasajeros habían muerto tratando de llegar a tierra.

 

III

Años después el sobrino de Drácula le haría el cuento a Sulema Fú en La Habana: "Nos llevaron a un centro donde te toman los datos y preguntan si tienes familiares en los Estados Unidos. Yo estaba muy feliz porque en la ciudad hay un museo donde exponen muchas cosas y cuentan historias espeluznantes. Nosotros, por suerte, tuvimos un buen viaje. Claro, mi tío lo sabía, íbamos con Mamerto Fú. Yo no le quitaba los ojos de encima y me acuerdo que mientras esperábamos la entrevista le pregunté al Chino si se sentía contento por estar vivo". Me miró fijo, como mismo yo le veía mirar el horizonte desde la popa, sin soltar el timón, con el brazo quemado. Pero comenzó a temblar como un pollito y me dijo:
- Mis hijas... yo no sé... yo na'ma estaba pensando en mis hijas...

 

 

 

Revista Vitral No. 45 * año VIII * sept.-octubre 2001

Francisco Almagro Domínguez
(Ciudad Habana, 1961)
Graduado de Medicina, Especialista en Psiquiatría. Tiene diversas publicaciones científicas. Ejerce el periodismo y la narrativa. Colabora con varias publicaciones cubanas.