¿Qué podemos esperar
de cada cual?
En una larga conversación con un amigo, este me contaba su
difícil trayectoria de vida en la que había acudido y
confiado en el Estado para resolver sus problemas, esperando de él
quizá muchas cosas para su propio bienestar sin el correspondiente
esfuerzo. Luego, cansado de esperar, se fue a la Iglesia y allí
encontró la paz de su conciencia pero no la satisfacción
de todas sus expectativas y reconoce que quizá le pidió
a la Iglesia lo mismo que había exigido al Estado y con la misma
pasividad con que esperaba que las soluciones le cayeran de arriba o
de fuera. Al final mi amigo, se siente un poco sólo y defraudado.
Todos le piden más responsabilidad pero no acaba de encontrar
los espacios de libertad para desarrollarla. Pide los espacios y no
se lo "dan". Pide libertad y no se la "conceden".
Intentaré confiarle, a él y a otros que se encuentren
en situación parecida, alguna de mis opiniones sobre las relaciones
entre el ciudadano, el estado y la iglesia.
En momentos críticos, y también en los tiempos normales,
es bueno saber quién es quién. Es decir, qué se
puede esperar y qué no se puede esperar de las personas y las
instituciones de la sociedad.
Lo exige el bien común que no puede alcanzarse confundiendo las
funciones, ni declinando las responsabilidades, muchos menos, confundiendo
las vocaciones y las misiones de cada miembro de la comunidad civil.
Esta sólo será comunidad cuando logre conocer, aprender
y armonizar las "fuerzas vivas" que la componen. Esos que
se llamaron en algún tiempo así "fuerzas vivas"
hoy son reconocidos en el mundo como "constructores de la sociedad",
"actores sociales", "trabajadores cívicos",
"protagonistas de la propia historia personal y social".
Una sociedad puede ser conocida en su esencia fundamental en dependencia
de quiénes sean sus actores sociales y cómo articulen
sus misiones y servicios.
Por ejemplo, si en una nación sólo los que tienen dinero
lo hacen todo y los demás ni se enteran cómo y por qué
han decidido algo, esa sociedad puede ser considerada como elitista
o aristocrática. Si en lugar de ser los que manejan mucho dinero,
los actores sociales son los que saben más, entonces esa es una
tecnocracia que convierte a los demás ciudadanos en analfabetos
funcionales y a los que dominan la ciencia y la técnica en los
nuevos "brujos de la tribu" que se la saben todas y no las
comparten para que tengan que contar con ellos y acaparar las soluciones.
Otro ejemplo, si en una sociedad sólo los que tienen una creencia
o pertenecen a una religión son los que deciden y mandan, esa
sociedad es una teocracia fundamentalista. Si, en otro sentido, sólo
tienen el poder de acceder a las decisiones importantes los que tienen
una ideología o pertenecen a un partido, esa sociedad es una
dictadura, sea militar, burguesa o proletaria.
La democracia no se caracteriza sólo por las elecciones cada
cuatro o seis años, ni por la posibilidad de existencia de diversos
partidos, ni siquiera por tener la división efectiva y eficaz
de los tres poderes, legislativo, ejecutivo y judicial. La verdadera
democracia promueve todo lo anterior, bien, pero su esencia y su sello
distintivo es la participación de los ciudadanos como actores
reales y no aparentes de su comunidad.
Se trata de promover la igualdad de oportunidades para que no sea excluido
de ese trabajo cívico ningún ciudadano por razón
de tener ideas diferentes, o de ser religioso, o de no serlo, o de tener
un proyecto de sociedad o ideología contraria o simplemente diferente.
Porque dicho sea de paso, una sociedad es más democrática
y libre cuando lo "diferente" a lo que yo pienso, a lo que
yo hago, a lo que yo aspiro, no sea ya más considerado, siempre
y por costumbre como "contrario", como "enemigo",
como "peligrosidad" para el otro.
Pues bien, los actores sociales, o constructores de sociedad civil que,
en principio, deberían ser todos los ciudadanos que lo deseen,
libremente y sin presiones ni manipulaciones, deben tener en sus manos
y en su ambiente tres elementos sin los cuáles no funciona la
democracia: la oportunidad, el espacio y la responsabilidad.
La oportunidad, es la posibilidad real de proponer o llevar a cabo acciones
viables. Toda oportunidad conlleva riesgos, pues nada que valga la pena
puede hacerse sin arriesgar con audacia. Igualdad de oportunidades es
lo que pide el mundo de hoy. Luego cada cuál utiliza la oportunidad
o no, pero eso dependen de su libertad de decisión, de sus propias
capacidades y de su responsabilidad.
Los espacios, es decir, que para ser constructores de sociedad no basta
con la oportunidad y la decisión personal, sino que son necesarios
los espacios comunes. No sólo el lugar físico donde encontrarse,
reunirse, trabajar, sino el clima propicio para ello, con dinámicas
que permitan trabajar al grupo y lograr cohesión y rendimientos.
Hay instituciones y grupos que ponen sus recursos y capacidades humanas
al servicio de la creación de este tipo de espacios de participación.
Algunos consideran que con pequeños espacios de este tipo se
facilitan las oportunidades y se logra influir y transformar los diferentes
ambientes de la sociedad.
La responsabilidad, es el tercer elemento de la democracia, sin ella
las oportunidades se pierden y los espacios se quedan baldíos
y se desvanecen por falta de protagonistas. Responsabilidad es voluntad
para "responder" ante un desafío, ante una necesidad
reconocida, ante una invitación a participar. Responsable es
el que responde con seriedad y perseverancia ante una obra. El que da
la cara, pone el hombro, anima a otros, no sucumbe al desánimo
y tiene inventiva para buscar salidas y soluciones.
Sin ciudadanos responsables no hay democracia posible. Pudieran faltar
los espacios, si hay ciudadanos responsables los irán creando,
ganando con su esfuerzo, empujando la cerca, buscando resquicios que
dejan la indolencia y el desgano de otros. Pudieran faltar también
las oportunidades, pero con ciudadanos responsables lo imposible se
va haciendo posibilidad paso a paso. Una persona responsable es un hacedor
de oportunidades.
¿Qué podemos esperar
y qué no debemos esperar de la Iglesia y del Estado?
Un ciudadano responsable debe esperar del Estado un marco legal que
le permita la participación libre y pacífica y el respeto
a todos sus derechos civiles, políticos, económicos, sociales
y culturales. Debe esperar, asimismo, las regulaciones necesarias para
garantizar la seguridad y la justicia social, especialmente, por una
labor subsidiaria que solamente haga lo que los niveles intermedios
e inferiores al Estado no pueda realizar por su propio esfuerzo. Debe
esperar también que garantice el orden interior, las relaciones
internacionales y la paz.
Un ciudadano no debe esperar que el Estado sea paternalista y le "resuelva"
todos los problemas, sin su propio esfuerzo y sin su trabajo. No debe
esperar "que todo le venga dado", que todo venga de fuera,
no debe esperar a "lo que van a dar", lo que "van a permitir",
lo que van a "liberar", no solo en las cosas materiales, sino
y sobre todo en cuanto a libertades fundamentales y derechos que no
hay que esperar a que estén "permitidos y liberados".
Tampoco un ciudadano debe esperar que la Iglesia-Madre sustituya al
Estado-Padre, es decir, seguir siendo un ciudadano infantil y dependiente
que sale de un paternalismo para entrar en otro. Que desea seguir viviendo
"de" lo que le da una institución y no vivir "para"
el servicio de los demás. Los funcionarios del Estado no deben
esperar de la Iglesia que ella actúe con sus fieles como una
madre autoritaria que intenta ayudar al Estado a controlar a sus "hijos"
cuando estos supuestamente se salen de lo permitido. Los opositores
pacíficos no deben esperar que la Iglesia actúe como un
partido político ni que se ponga tampoco de parte del Estado.
La Iglesia es una comunidad de la sociedad civil que no puede suplantar
el papel de los partidos políticos, ni tampoco puede hacer el
papel del Estado, porque perdería su identidad y misión
específicas.
Cuando decimos que la Iglesia es madre y maestra no nos estamos refiriendo
a una madre posesiva y autoritaria, ni a una maestra manipuladora y
totalitaria, que no respete la libertad y la responsabilidad de los
que considera sus hijos. La misión de la Iglesia no es tampoco
desentenderse de sus hijos y de los problemas sociales y políticos,
pero su verdadera misión no es servir de conten y de guardiana.
Los ciudadanos, sin distinción de credo u opinión política,
deben esperar de la Iglesia sus servicios como formadora de conciencias,
como educadora de la libertad, como promotora de la justicia y de la
paz. Pero con un estilo de formación y educación liberadora,
facilitadora de lo mejor que tiene el hombre y la mujer dentro de sí
mismos, sin intentar manipularlos, ni domesticarlos, ni de ponerse al
lado del Estado para controlarlos. La Iglesia tiene una autoridad moral,
ganada por su fidelidad al mensaje de Jesucristo, que es su única
razón de ser, ella no necesita para su vida interior ningún
otro crédito, pero necesita actuar en coherencia con Cristo y
el Evangelio para hacerse creíble.
El mismo Jesús lo pidió a Dios, su Padre, en el momento
final: "Padre que sean uno para que el mundo crea que Tú
me has enviado" (Jn.17, 21). De modo que la Iglesia necesita actuar
como Jesús, sentir como Jesús, buscar el Reino de Dios
y su justicia, "para" que el mundo crea. Esa credibilidad
no solamente le es necesaria sino que es una condición para su
propia autenticidad y para poder realizar su misión con el tipo
de "eficacia" que menciona Jesús en su Evangelio. (cf.
Mateo 25, 31-46)
El Estado y los ciudadanos no deben esperar que la Iglesia se "acomode"
de tal forma a las circunstancias políticas, ya sean oficiales
u opositoras, menoscabando su fidelidad a Jesucristo, lo que significa
no ser coherente con los valores evangélicos irrenunciables,
a saber: la búsqueda del Reino de Dios y su justicia, la solidaridad,
la libertad de los Hijos de Dios, la paz. (cfr. Mateo 5, 3-11)A la Iglesia
le interesa todo lo que sea humano, por tanto también lo económico
y lo político. Pero no puede esperarse de ella que haga política
partidista, ni que apoye o rechace a partidos políticos que,
pacifica y honestamente deseen trabajar por el bien de la nación.
Los laicos cristianos, en cuanto ciudadanos adultos, tampoco deben esperar
que la Iglesia como tal, apoye sus programas partidistas. Ni los laicos
que están en la oposición ni los que trabajan con el Estado.
Tampoco el estado puede aspirar a utilizar a la Iglesia para controlar
a unos y a otros.
La Iglesia no puede ser paternalista pero tampoco indiferente ante estos
problemas. Su misión es acompañar a los ciudadanos y al
mismo Estado para que humanamente, éticamente, puedan llegar
a ser lo que deben ser. Es una madre, sí, pero que desea que
sus hijos lleguen a ser adultos, que se valgan por sí mismos
y que lleguen a tener una formación integral y una espiritualidad
que los impulse y los motive a entregarse a toda obra buena que contribuya
al bien común.
La Iglesia y el Estado tienen un punto en el que convergen sus misiones
propias y específicas que no deben confundirse. Ese punto de
convergencia es la persona humana y el bien común. En eso puede
esperarse una cooperación entre la Iglesia, el Estado y las demás
organizaciones de la sociedad civil. Cada una de estas instituciones
aportará, sólo y todo, lo que le es propio y que contribuya
a crear esas condiciones propicias para que los ciudadanos se desarrollen
como personas libres, solidarias y responsables. Y que contribuya a
la búsqueda del bien común, de la justicia social, del
desarrollo humano integral y de la paz.
El Estado no puede esperar tampoco que los ciudadanos se "adapten"
a un único modelo, a una única ideología, a una
única forma de pensar y de creer. El mundo es diverso. La realidad
de la vida de las personas y de las naciones es plural. Por tanto la
uniformidad es contraria a la naturaleza y a la humanidad. El Estado
puede buscar la unidad, y eso sí es legítimo y conforme
a la naturaleza humana, pero no debe buscar la unidad a costa de la
diversidad y de la libertad.
De los ciudadanos, el Estado debe esperar que sean respetuosos de las
leyes justas, que utilicen medios pacíficos para intentar cambiar
lo que consideren injusto, y que participen libre y conscientemente
en el desarrollo de la nación que pertenece a todos y no solo
al Estado. De la misma forma, el Estado puede esperar de la Iglesia
que sea respetuosa de la autoridad legítimamente constituida
y de las leyes justas. Aún más, el Estado puede esperar
que la misma Iglesia promueva el orden y la justicia con los medios
que le son propios y que eduque a los creyentes en el respeto a la ley
y lo acompañe en su compromiso social y político según
la vocación de cada ciudadano. Todavía más, el
Estado puede esperar de la Iglesia lo que le es más propio a
ella: que siembre en el corazón de las personas y en el alma
de los pueblos unas motivaciones espirituales y éticas que surgen
del mensaje religioso y que puede aportar una mística honesta
y perseverante para la acción, la entrega y el servicio a la
sociedad que, como demuestra la historia, es más duradera, y
más plenamente humana, que muchas ideologías o proyectos
históricos que tarde o temprano caducan.
La Iglesia no debe esperar siempre complacencia y aprobación
para todos sus pensamientos y acciones. El Estado tampoco, aún
cuando haga las cosas en el marco de la eticidad de un Estado de Derecho.
Como tampoco los ciudadanos, deben esperar que la Iglesia y el Estado
alcancen a comprender, sin ninguna discrepancia ni diferencias todas
sus opciones y acciones sociales, económicas y políticas.
La conflictividad es propia de la diversidad de la naturaleza humana
y de la pluralidad de opiniones y proyectos. Nadie debe esperar una
total aprobación ni un consenso total. Esto no existe en la realidad.
Los niveles normales de conflictividad entre ciudadanos, y entre estos
y las instituciones de la sociedad como pueden ser la Iglesia y el Estado,
requieren de, por lo menos, tres actitudes y métodos:
-La tolerancia, que debe expresarse en un cierto pragmatismo político
que no pierda sus coordenadas éticas mínimas.
-El diálogo, que debe expresarse en una voluntad de comunicación
y no de confrontación violenta en el lenguaje y en las obras.
-La cooperación, expresada en la búsqueda del bien común
superando las limitaciones propias y ejenas.
Alcanzar la mayoría de edad
cívica
La conciencia humana contemporánea, de alguna manera expresada
en los mejores documentos, tratados y acciones internacionales sobre
los Derechos Humanos y las características de un Estado de Derecho,
parece que invita, cada vez con voz más clara y alta a:
Que los Estados
entiendan la autoridad como servicio y no como dominación sobre
los ciudadanos. Que confíe a la responsabilidad cívica
todo lo que las personas y las organizaciones de la sociedad civil deben
y pueden hacer. Y que, por otro lado atienda, solícito y respetuoso
de su libertad, a los miembros menos favorecidos del cuerpo social.
Que la Iglesia,
las iglesias, entiendan su autoridad moral y espiritual como servicio
y no como dominación sobre las conciencias ni como alianzas tácticas
o estratégicas con el poder civil. Que confíe y promueva
la adultez de sus miembros y la responsabilidad ética y cívica
de todos los hombres de buena voluntad. Que coopere con el Estado y
con la sociedad civil para servir a los miembros menos favorecidos del
cuerpo social.
Que los ciudadanos
entiendan su soberanía como ejercicio de su libertad y como participación
activa y comprometida, arriesgada y creativa, sacrificada y pacífica,
al servicio del bien común y de un Estado de Derecho cada vez
más representativo de esa participación democrática.
Que confíen en sus propias capacidades. Que aumente su autoestima
y autogestión. Que cooperen, libre y responsablemente, con el
Estado y la Iglesia en la promoción de la justicia social, la
oportunidad para todos y el servicio solidario con los miembros menos
favorecidos de la sociedad.
En una palabra: que el ciudadano alcance su mayoría de edad cívica
y que el Estado y la Iglesia promuevan esa adultez responsable y superen
todo rasgo de paternalismo.
Saber qué podemos esperar y qué no debemos esperar de
los demás pudiera ser el primer paso para poder conocernos, comprendernos,
dialogar en serio y sobre temas medulares y lograr cooperar en obras
que contribuyan al bien común.
He querido expresar aquí mis opiniones al respecto porque tengo
un amigo que desea quedarse en Cuba, porque se siente cubano y quiere
la soberanía de su Patria; quiere, además, ver lo bueno
que aquí se puede hacer, quiere proponer cambios en cosas importantes
y lo quiere hacer pacíficamente mediante el diálogo y
la participación.
Pero casi todo el mundo le dice que no sea bobo, que no le sirva de
escaleras a nadie, que sólo tiene dos caminos: irse o acomodarse.
Mi amigo, desconcertado, acude al Estado y le pide lo que él
mismo debe conquistar, y el Estado lo conmina a ser más responsable
y aceptar lo que está establecido. Luego, más desconcertado
aún, acude a la Iglesia y le pide a ella lo que le corresponde
al Estado y a los partidos de oposición. La Iglesia le responde
que él debe ser "el protagonista de su propia historia personal
y social" lo que equivale a asumir su propia responsabilidad para
cambiar lo que haya que cambiar, y que a ella le corresponde animarlo
y acompañarlo respetuosa y solidariamente en ese camino.
Sin tener ya muchos más a quien acudir, mi amigo se pregunta
a sí mismo, si podrá cargar con tamaña responsabilidad
cívica que le piden ambos: Iglesia y Estado.
Suponiendo que tenga coraje y mística, para ser responsable,
que ya dijimos que era responder a los desafíos de la vida, a
mi amigo le quedan todavía dos preguntas:
Una: ¿cómo respondo?: ¿adaptándome?
¿acomodándome? ¿o intentando cambiar lo que esté
a mi alcance?
La otra pregunta: Y si intento cambiar algo, ¿Que debo
esperar del Estado y de la Iglesia y qué no debo esperar?
Amigo mío: Ojalá que estas opiniones que me han sugerido
tus preguntas no te den una respuesta fácil. No la tengo. Creo
que no la hay. Pero, por lo menos, que te acompañen en la esperanza
de poder alcanzar por ti mismo, y con la compañía respetuosa
de la Iglesia y del Estado, tu propia respuesta.
Esta es, en fin de cuenta, la señal más hermosa y fecunda
de una adultez cívica responsable.