Fue el interés de varias
personas, entre ellas de un joven cubano que sintió hablar del
padre Pío hasta en la televisión de Ucrania (Rusia) durante
su estancia allá por motivos de trabajo que me solicitó
a buscar más precisas noticias sobre él y brindarlas también
a otros que estén interesados en la vida y ejemplo de los Santos
que siempre empujan al bien.
Yo tengo que pedirle perdón ante todo al padre Pío si,
por mis sospechas acerca de cierto frenesí para lo milagroso,
lo extraordinario y sorpresivo de parte de algunos creyentes y mi preferencia
hacia aquella fe más genuina que es creer sin pretender ver,
no le presté mucha atención a la figura de este santo
fraile de mi Italia lejana y, en los casi 25 años que trabajé
de cura por allá, nunca organicé una gira parroquial a
S: Giovanni Rotondo: la villa en las laderas de la montaña del
Gargano que el franciscano había hecho tan famosa.
Sin embargo, siempre me asombró y captó mi atención
su popularidad. En los quioscos rebosantes de diarios y de revistas
a lo largo de las calles de las ciudades italianas era frecuente ver
en la portada su rostro sereno e inspirado, hasta en portadas de revistas
de contenido en preponderancia mundano y comercial. Las agencias de
viajes, y no sólo de Italia, sino de buena parte de Europa y
de otros continentes, ya durante su vida y después de su muerte,
a menudo incluían entre los itinerarios italianos la visita a
Pietrelcina, donde se encuentra el convento y el franciscano ambiente
de vida del P. Pío y donde, por su inspiración, surgió
un grande hospital: "Casa de alivio". Allí muchos enfermos
encuentran la curación del cuerpo y del espíritu.
¿De dónde tanta popularidad del humilde fraile capuchino
y porque tan rápido fue levantado al honor de los altares: poco
más de treinta años después de su muerte, cuando
normalmente necesita que pasen por lo mínimo 50?
Estamos, de verdad, delante del caso de un santo proclamado tal por
el pueblo que con su entusiasmo y su sentido de la genuinidad de las
personas indujo también a la autoridad de la Iglesia, que siempre
procede muy despacio y con mucha prudencia en estas cosas, a acelerar
los tiempos.
Llegando a los hechos: vale la pena ante todo recordar que los frailes
cambian su nombre de bautismo el día de su profesión religiosa
para expresar el cambio de su vida, su entrega total al Señor.
El futuro padre Pío entonces fue bautizado por sus padres el
día siguiente a el de su nacimiento: 25 de mayo de 1887 con el
nombre de Francisco Forgione. Ya eso parecía un presagio de su
destino: aquel de revivir en pleno siglo XX el amor franciscano a Dios
y al hombre.
Recibió el sacramento de la Confirmación el 27 de septiembre
de 1899. Vestía el sayal franciscano y asumía el nombre
de fray Pío en 1903, era ordenado sacerdote en 1910 en la ciudad
de Benevento (sur Italia). Desde el 7 de septiembre de aquel mismo año
hasta 1918 aparecieron en su cuerpo, en semanas alternativas, los estigmas,
es decir, las heridas de Jesús crucificado.
El 5 de agosto siempre de 1918 le tocó el mismo fenómeno
que interesó a Santa Teresa de Ávila, llamado la "Transverberación"
que le causaba heridas visibles al costado. El 20 de septiembre las
heridas de los estigmas aparecieron y se hicieron establemente presentes
y dolorosas también en los otros puntos del cuerpo: las manos
y los pies, convirtiéndolo en el primer sacerdote estigmatizado
de la historia. San Francisco había querido quedar sencillamente
diácono.
Nunca el Padre Pío hizo objeto de exhibición espectacular
estos signos de la Pasión de Cristo, al contrario; por ejemplo,
las manos las tenía cubierta con guantes. Si alguien logró
fotografiarlas fue a escondida o porque le fue impuesto al padre para
garantizar la objetividad del fenómeno delante de los críticos.
La fama del Padre Pío se hizo siempre más internacional
sobre todo desde la segunda guerra mundial, que terminaba en 1945, las
fuerzas armadas de los Estados Unidos establecieron una base aérea
en Foggia, a 25 millas del pequeño monasterio del monje capuchino
al cual ya acudían miles de personas diariamente.
Con la frecuencia que podían, los militares norteamericanos viajaban
hasta la iglesia del monasterio de San Giovanni Rotondo, el monasterio
donde el Padre Pío vivió, celebraba cotidianamente su
misa y escuchaba las confesiones de los penitentes desde la mañana
temprano hasta la noche avanzada.
Al inicio de los años 50 los viajes en automóviles, trenes
y guaguas desde Italia y Europa y en avión desde el exterior
hicieron posible que muchedumbres siempre más numerosas y de
todas partes del mundo, integradas tanto por pobres como aristócratas,
amas de casa como grandes artistas y hasta hombres de la política
y de la industria, llegaron a la pequeña villa de San Giovanni
Rotondo situada en lo alto de la Montaña del Gargano en búsqueda
del seráfico y sufrido franciscano para deponer a sus pies la
humilde confesión de sus pecados y su propósito de una
conversión seria de su vida.
Pues si el Padre Pío tuvo, además de tantos sufrimientos
físicos y morales como humillaciones e incomprensiones, varios
dones fuera del común como la ubicuidad, es decir, la posibilidad
de estar en dos lugares al mismo tiempo, sus milagros más grandes
fueron las conversiones de las almas que operó con la Confesión.
A lo largo de 60 años de su vida sacerdotal cientos de miles
de peregrinos esperaron turno para entrar en su pequeño confesionario.
Algunos de ellos llegaron a esperar hasta 15 o 20 días, hospedándose
en S. Giovanni Rotondo, pero no renunciando, a pesar del gasto económico,
a esta oportunidad de encontrarse con un verdadero hombre de Dios. Pues
otro don que tenía el Padre Pío era el de penetrar las
conciencias, espolearlas a una decidida conversión, hacer resucitar
y revivir en ellas el amor y la Gracia de Dios.
Naturalmente el pequeño monasterio tuvo que dotarse poco a poco
de toda una serie de estructuras para la acogida y a veces el hospedaje
de los peregrinos, así que también la villa se fue transformando
y sigue siendo lugar significativo de aquel turismo espiritual tan saludable
con respecto a otros.
El P. Pío terminaba su vida, enteramente vivida compartiendo
la Pasión de Jesús y ganando almas a Dios en el ministerio
de la Confesión y dirección espiritual que ejerció
también a través de sus numerosos escritos, el 23 de septiembre
de 1968 a las 2,30 a.m. En la humilde serenidad de su celda, sus últimas
palabras fueron: "¡Jesús y María!".
Ya catorce meses después de su muerte el Obispo de Manfredonia
iniciaba la etapa preliminar de la causa para su Beatificación.
El 29 de noviembre de 1982 el Papa Juan Pablo II aprobaba el decreto
para la apertura del Procedimiento Canónico Informativo sobre
la vida y virtudes de este siervo de Dios.
El Domingo 2 de mayo de 1999 se celebraba en Roma, en la plaza de San
Pedro, la solemne ceremonia de la beatificación del Padre Pío
de Pietrelcina a la cual asistió una inmensa multitud. Tan inmensa
que, además de la plaza, llenó toda la majestuosa avenida
de la Conciliación donde hubo que colocar dos pantallas televisivas
gigantes. Otras dos pantallas gigantes fue necesario colocarlas en la
Basílica de San Juan de Letrán y en el Santuario de S.
Giovanni Rotondo también llenos hasta el tope.
En su discurso el Papa Juan Pablo II habló del P. Pío
como de una "Imagen de Cristo doliente y resucitado" y subrayó:
"Este humilde fraile capuchino ha asombrado al mundo con su vida
dedicada totalmente a la oración y a la escucha de sus hermanos.
La Providencia quiso que realizase su apostolado sin nunca salir de
su convento, casi plantado al pie de la cruz. Recogido completamente
en Dios y llevando siempre en su cuerpo la Pasión de Jesús,
fue pan partido para los hombres hambrientos del perdón de Dios
Padre. Sus estigmas, como los de San Francisco, eran obra y signo de
la misericordia divina, que mediante la Cruz de Cristo redimió
al mundo. Esas heridas abiertas y sangrantes hablaban del amor de Dios
a todos, especialmente a los enfermos en el cuerpo y en el espíritu".
El Papa aludía también a un recuerdo personal que tenía
del P. Pío: "Cuando yo era estudiante, aquí en Roma,
tuve ocasión de conocerlo y doy gracias a Dios que me concede
hoy la posibilidad de incluirlo en el catálogo de los beatos".
Se colocaba al comienzo del mes de mayo aquel día de la beatificación
de este seguidor ejemplar de San Francisco, el mes dedicado a María,
y no podía el Papa omitir el subrayar y proponer como ejemplo
a los cristianos la tierna devoción mariana del P. Pío.
Lo hacía antes del rezo del "Angelus" cuando se asoma
a la ventana hacia la cual miran miles de rostros. "El Padre Pío
-exhortaba el Papa- nos invita de manera especial a amar y venerar a
la Virgen María. Su devoción a la Virgen se manifiesta
en todas las circunstancias de su vida: en sus palabras y en sus escritos,
en sus enseñanzas y en sus consejos, que ofrecía a sus
numerosos hijos espirituales. Al término de su vida terrena,
en el momento de manifestar su última voluntad, dirigió
su pensamiento, como había hecho durante toda su vida, a María
Santísima: "Amen a la Virgen y háganla amar. Recen
siempre el rosario".