"La religión parece ser una
fuerza que resurge en la actualidad.
Las diferentes creencias se yerguen como creaciones culturales
simbólicas e intelectuales que, a su manera,
reflejan la diversidad de la experiencia humana
y los diferentes modos en que la gente puede hacerse cargo
de la promesa, el desafío y la tragedia de la vida humana."
(Informe de la Comisión Mundial de Cultura y Desarrollo. 1997
Capítulo 2, p.44)
Hacerse cargo de la propia vida,
asumir sus retos, ser capaces de superar sus angustias y hacer de ella
un camino prometedor hacia la plenitud es, sin duda, la tarea más
difícil para el hombre y la mujer de todos los tiempos. Es el
desafío más arduo, al mismo tiempo que es lo único
que puede dar un sentido profundo a la existencia y una motivación
constante al quehacer cotidiano.
En este empeño existencial parece ser que el pensamiento contemporáneo
reconoce, cada vez con más certeza y urgencia, que los pilares
fundamentales sobre los que transcurre la experiencia humana son la
cultura y la religión. El futuro del mundo no dependerá
tanto de la economía ni de la política sino de las culturas
y las religiones que decidirán el devenir de la historia.
Cultura, entendida justamente como la forma de vivir, el modo de cultivar
la propia naturaleza y las relaciones humanas que forman parte esencial
de nuestro ser personal. Cultura que va más allá de simples
actividades artísticas o literarias, docentes o recreativas que
suelen resbalar por la superficie de la existencia real de los participantes.
Un evento cultural es una circunstancia, la cultura es laboreo continuo,
profundo, doloroso y gozoso, azadón y abono, ala y raíz.
Quien corta el ala hiere. Y quien desarraiga por rechazo a la indeseada
intromisión en los soportes, desalma, no desarma, a la gente.
Entonces quien participa, así vaga gris por los eventos para
"estar" con, o "quedar" bien por fuera pero con
el alma en ayunas. Porque estar y quedar son verbos del inmovilismo
espiritual y no de la creación pujante, movediza, incierta, desafiante,
imperfecta por el humus, pero arraigada al alma y cultivada por los
signos de los tiempos y de los cambios.
Quien cultiva, vive. Cultura es vida en transformación, conversión
del espíritu hacia la belleza y el bien, no hacia el azadón
y el "abono", necesarios sí, pero mezquinos en sí
mismos: porque acercan tierra al egoísmo y mediatizan el alma
por la supervivencia hasta el hastío.
Por eso la cultura es esencial para el futuro del mundo y será
decisiva en la felicidad de los pueblos. Cultura del amor y del espíritu,
que es cultivo de la relación y no de la exclusión. Que
es riego del alma y no sequedad de la economía o de la política
de bandos o de la letra que sirve de escalera o de muelle, o de almohada
o de comodín.
Por ello la cultura sin espíritu huele a páramo y a pantano.
Cultura dictada no es cultura. Cultura protegida y ahijada no es cultura.
Cultura que madura y libera, aún desde el error, es mejor que
cultura como escudo y espada. Porque defender la vida es necesario,
pero si el escudo aísla y excluye es enquistamiento, no salud.
No se sabe bien para qué es la espada en la cultura, lo que sí
sabemos es que quien ataca, pierde. Quien ofende no cultiva, aplasta,
daña. Batalla y cultura no se llevan. Diálogo y cultura,
abren puertas, elevan el alma, hacen crecer la bondad y la verdad, fuentes
de toda belleza. La cultura es cultivo del espíritu y lo espiritual
no tiene las mismas estrategias de la guerra. Y mucho menos las tácticas
del materialismo.
Cultura y espiritualidad tienen un mismo eje y un mismo fin: el crecimiento
de la persona humana. Por eso cultura y religión, bien entendidas
y mejor vividas, no son ni mucho menos excluyentes, ni confrontativas,
sino corresponsables en el cultivo de la virtud, del amor, del bien.
Dos ejemplos de esta comunión entre cultura y religión,
uno tomado del mundo de la cultura, otro de un hombre de religión.
La imbricación entre cultura y religión lo ofrece el Informe
de la Comisión Mundial de Cultura y Desarrollo, citado al inicio
de esta reflexión. Nos presenta a la religión no sólo
como "una fuerza que resurge en la actualidad", sino como
"un baluarte protector del cada vez más vulnerable sentido
de identidad de los individuos y los grupos." Pero esa protección
no es presentada como escudo sectario y excluyente, sino como "creaciones
culturales, simbólicas e intelectuales que, a su manera, reflejan
la diversidad de la experiencia humana y los diferentes modos en que
la gente puede hacerse cargo de la promesa, el desafío y la tragedia
de la vida."
Creaciones intelectuales que reflejan "la diversidad", los
diferentes "modos" en que la gente asume la vida. He aquí
la diferencia entre cultura y costura. Una abre, la otra cierra, una
libera, la otra oprime. Una refleja la luz, venga de donde venga, la
otra censura la policromía de la luz, es un haz, pero monocromático
y la luz del día no es así.
Otro ejemplo, esta vez no con palabras solamente sino con gestos y actitudes,
lo ha dado al mundo el Papa Juan Pablo II en su reciente viaje a Grecia,
Siria y Malta. El Jefe de la Iglesia católica no defiende la
identidad de su religión acorazándose en el Vaticano,
o excluyendo de él a los "otros", o ignorando que existen
como si la gente y la cultura fueran ciegas. El Papa "sale",
en busca de los que el mundo consideraba "los otros". Es un
viaje a la diversidad, un periplo hacia el ecumenismo, un recorrido
por la pluralidad de las culturas.
Grecia simboliza el mundo de la Iglesia ortodoxa, Roma y Constantinopla
se separaron el 16 de Julio del año 1054. Fueron mil años
de exclusiones. Cedieron ante la voluntad de un anciano Pontífice
que tomó en serio su misión de "hacer pontones",
puentes sobre la diversidad. Cedieron mil años de excomuniones,
cruzadas, agravios y prejuicios. Mil años que se comenzaron a
derrumbar en un minuto que le tomó al Papa de Roma para decir
a los Griegos como San Pablo: el Dios a quienes ustedes adoran es también
el nuestro. Mil años de escudos y espadas. Culturas milenarias
de Oriente y Occidente que por ser culturas no pueden seguir excluyéndose
mutuamente. Mil años que se caen con una frase del Papa: "Por
las ocasiones pasadas y presentes, cuando los hijos e hijas de la Iglesia
católica han pecado por acción y omisión contra
sus hermanos y hermanas ortodoxos, que el Señor nos dé
el perdón que le suplicamos."
El Jefe de la Iglesia Ortodoxa, el arzobispo Cristódulo, no pudo
quedarse sentado al escuchar estas palabras. Los gestos sellaron el
compromiso: se puso de pie, aplaudió fervientemente interrumpiendo
al Pontífice y al final se abrazaron con un abrazo de reconciliación
y de paz que el espíritu humano necesita y el alma de los pueblos
busca, aún sin saberlo concientemente. Por ese abrazo que sucedió
al servicio de la verdad, pudo el Papa pedir a su hermano separado por
mil años que si podían rezar el Padrenuestro juntos, no
en latín, la lengua de Roma, de la cultura occidental, sino en
griego, la lengua del que hasta entonces era "el otro".
Así sirven la cultura y la religión a la dignidad del
ser humano. "Ethnos", el principal diario griego resumió
así este servicio: "La disculpa papal le da vuelta a la
historia."Esto fue ante el Areópago de Atenas donde San
Pablo abrió la religión cristiana a la cultura oriental,
a las culturas todas. La religión que se vive hoy no puede quedar
muda ante los espacios de la cultura, ni los areópagos de nuestra
cultura deben permanecer cerrados a la transparencia de la verdad religiosa.
El próximo destino del Papa fue Damasco, la capital de Siria,
el lugar de la conversión de San Pablo, la ciudad donde se encuentra
el cuarto lugar más sagrado del Islam, la religión musulmana,
fundada por Mahoma en el siglo VI. La Gran Mezquita de los Omeyas, construida
en el siglo VIII y que primero fue templo pagano, después Catedral
católica y ahora lugar de oración islámico. Cristianos
y musulmanes, llamados también como moros, han tenido una historia
de enfrentamientos de casi 14 siglos.
En la tarde del domingo 6 de mayo el Papa Juan Pablo II llega en peregrinación
hasta este Recinto musulmán y según la tradición
de esa religión -la tercera monoteísta junto a los judíos
y cristianos- se descalza, y con paso lento penetra en la Mezquita siendo
el primer Papa en la historia del mundo que lo hace. También
Juan Pablo II fue el primer Papa que visitó una sinagoga de la
religión judía, la de Roma, el 13 de Abril de 1986. Dos
momentos, dos gestos, que han derrumbado dos muros sectarios y seudo-culturales
y que abrieron el diálogo interreligioso y multicultural que
es propio de la civilización contemporánea.
Las palabras del Papa pueden ser un programa para cualquier país
y cultura: que "los maestros musulmanes y cristianos presenten
nuestras dos grandes comunidades religiosas como comunidades en diálogo
respetuoso y nunca más como comunidades en conflicto. Es importante
que se enseñe a los jóvenes las vías del respeto
y la comprensión, para que no tiendan a abusar de la misma religión
para promover o justificar el odio o la violencia."
Esta actitud de respeto y tolerancia, de comprensión y colaboración
al servicio de la persona humana sirve, no sólo para el diálogo
interreligioso, sino también para el entendimiento intercultural,
el consenso social, el diálogo entre opciones filosóficas
o políticas diversas.
Cada vez que entendamos, todavía a la altura del siglo XXI, que
la promoción de una religión o de una cultura debe concebirse
como una batalla, o como una competencia excluyente y autoritaria; cada
vez que creamos tener toda la verdad y no deseemos reconocer la parte
de verdad y de bien que hay en los que son diferentes; cuando no damos
cabida a los "otros" y nos atrincheramos en prejuicios y banderías,
al estilo de "montescos y capuletos", cada vez que la censura
cierra la puerta a las culturas y se hace de la intolerancia una "religión
secular" y sectaria, se daña el espíritu humano y
el alma de los pueblos. No crece la cultura sin religión, decrece
porque daña al hombre en su espiritualidad.
El teólogo, cardenal y jesuita Henri de Lubac, hombre de diálogo
y fronteras en la Iglesia del siglo XX, expresó esta realidad
de forma genial cuando dijo: "No es verdad, lo que se dice a veces,
que el hombre no pueda organizar el mundo sin Dios. Lo que sí
es verdad es que sin Dios en última instancia sólo puede
organizarlo en contra del mismo hombre. Un humanismo exclusivo es un
humanismo inhumano."
Cultura y religión son caminos para un nuevo humanismo que no
excluya a Dios. Camino que conduzca a la siembra de virtudes y el crecimiento
de su espiritualidad. Cultura que cultive la vida del hombre de modo
que le permita abrirse a la trascendencia a través de su relación
con Dios. Porque el camino de regreso ya lo conocemos por San Ireneo:
Que la gloria de Dios es que el hombre viva. Y viva en plenitud.
Pinar del Río, 20 de Junio de 2001.