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marzo-abril. año VII. No. 42. 2001

ÍNDICE

JUBILEO

  

 

L E V Á N T A T E

LA GLORIA DEL SEÑOR AMANECE SOBRE TÍ

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HOMILÍA PRONUNCIADA POR MONS. JOSÉ SIRO GONZÁLEZ EN LA MISA DE CLAUSURA DEL GRAN JUBILEO DEL AÑO 2000. CATEDRAL DE PINAR DEL RÍO. 7 DE ENERO DEL 2001

 

     

 

Queridos Sacerdotes,
Religiosas y Seminaristas,
Queridos hermanos y hermanas:

 

Levántate, la gloria del Señor amanece sobre ti. Mira: las tinieblas cubren la tierra, pero sobre ti amanecerá el Señor". Así canta la Iglesia en este solemne día. Cual otro Isaías el Papa Juan Pablo II alentaba a la humanidad a abrir el corazón a Dios, a disipar las tinieblas del pecado para de nuevo reconocer la paternidad de un Dios que vela amorosamente sobre los hombres. Y nos alentaba, en su despedida el 25 de Enero del año 1998, a ver en la lluvia de aquella tarde un Adviento, un signo de nuevo Adviento en nuestra historia.
Ya en su primera encíclica, al anunciar el Papa la cercanía del año dos mil y al presentar por primera vez el Gran Jubileo, nos recordaba nuestra entrada, en cierto modo, en el tiempo de un nuevo adviento, que es tiempo de espera. Esa espera no es al modo pagano, una espera quimérica, sino una esperanza cristiana que nace de un espíritu de reconciliación y de Eucaristía.
Muchos dones nos ha dejado el Señor en el transcurso del Año Santo Jubilar. Pero entre todos resalta la renovación de la práctica de los signos sagrados de la Reconciliación y la Eucaristía. La Iglesia que se prepara continuamente a la nueva venida del Señor, debe ser la Iglesia de la Eucaristía y la Penitencia.
No podemos olvidar jamás las siguientes palabras de San Pablo: "examínese, pues, el hombre a sí mismo y entonces coma del pan y beba del cáliz".
Esta invitación del apóstol, indica al menos indirectamente la estrecha unión entre dos grandes sacramentos; en efecto, la primera frase del Evangelio de la Buena Nueva era "arrepiéntanse y crean en el Evangelio". El Sacramento de la Pasión, de la Cruz y de la Resurrección parece reforzar y consolidar de manera especial esta invitación en nuestras almas. La Eucaristía y la Penitencia toman así, en cierto modo, una dimensión doble y al mismo tiempo íntimamente relacionada, de la auténtica vida según el espíritu del Evangelio, vida verdaderamente cristiana. El Cristo, que invita al banquete Eucarístico, es siempre el mismo Cristo que exhorta a la Penitencia, que repite "arrepiéntanse". Sin este constante y siempre renovado esfuerzo por la conversión, la participación en la Eucaristía estaría privada de su plena eficacia redentora, disminuiría, o de todos modos, estaría debilitada en ella la disponibilidad especial para ofrecer a Dios el sacrificio espiritual, en el que se expresa de manera esencial y universal nuestra participación en el sacerdocio de Cristo.
El Concilio Vaticano II de muchas maneras nos había presentado la centralidad de la Eucaristía como presencia perenne de la Pascua de Cristo, nuestra salvación en la vida de la Iglesia.
Por eso nos recuerda el Concilio en sus documentos: "Los otros sacramentos, así como todos los ministerios eclesiásticos y obras de apostolado están íntegramente trabados con la Eucaristía y a ella se ordenan. Por lo cual la Eucaristía aparece como la fuente y la culminación de toda la predicación evangélica: "ninguna comunidad cristiana se edifica, -continúa diciéndonos el Concilio- si no tiene su raíz y quicio en la celebración de la Santísima Eucaristía, por la que debe, consiguientemente, comenzarse toda educación en el espíritu de comunidad". (fin de la cita).
La Eucaristía es, por consiguiente, el centro y el vértice de toda la vida sacramental, por medio de la cual cada cristiano recibe la fuerza salvífica de la redención.
Aquella vida nueva que implica la glorificación corporal de Cristo crucificado, se ha hecho signo eficaz del nuevo don concedido a la humanidad, don que es el Espíritu Santo, mediante el cual la vida divina que el Padre tiene en sí y que da a su Hijo, es comunicada a todos los hombres que están unidos a Cristo.
El año dos mil ha sido un año intensamente eucarístico. Pensemos que todas las muchas celebraciones públicas que ha habido han tenido su centro y línea focal en el encuentro Eucarístico. De manera esencial y vivencial la Iglesia reconoce que en el Sacramento de la Eucaristía, el Salvador encarnado en el seno de María hace veinte siglos, continúa ofreciéndose a la humanidad como fuente divina.
- Hay otros dos signos que el Año Jubilar ha rememorado de modo especial: la Peregrinación y la Presencia de María.
El largo peregrinar del pueblo de Dios antiguo, de la esclavitud de Egipto hacia la Tierra de las promesas, fue siempre visto como la marcha fundamental del pueblo, el tiempo de las misericordias y perdones, el tiempo de los favores especiales de Dios, de la vivencia de su cercanía, del despliegue de la fuerza divina en su favor.
El nuevo pueblo de Dios, la comunidad de los que siguen a Cristo, ve también en el éxodo la imagen de lo que ella tiene que ser. No un pueblo "instalado" sino un pueblo siempre peregrino. Consciente de la presencia del Señor: "Yo estaré siempre con Uds. hasta el fin de los siglos" (Mt. 28-20). Pero siempre clamando por la plena y definitiva manifestación: "Maranathá".
La alegría jubilar no sería completa si la mirada no se hubiera dirigido también, de modo preferencial, a Aquella que, obedeciendo totalmente al Padre, engendró para nosotros en la carne al Hijo de Dios.
Es bien sabido que para que un regalo cumpla con su finalidad de enlazar en el afecto, no basta que el regalo sea ofrecido, es necesario el aceptarlo; para que se realice un encuentro; no basta que alguien venga a nosotros, tenemos a su vez que salir al encuentro del visitante. En la donación del regalo máximo del amor de Dios, su propio Hijo, era también necesario que la humanidad saliera al encuentro del que venía y aceptara así el regalo que se le ofrecía.
Y María fue la que dijo SÍ al don de Dios, un total, humilde y sincero: "Aquí está la esclava del Señor, que me suceda como tú dices" (Lc 1-35). Y ésta no fue una frase ocasional, efímera, sino una actitud vital, ejemplar de María ante la acción del Señor.
Por esto, al celebrar los dos mil años del don maravilloso, supremo del Padre, de la entrega del Hijo a su Padre y a nosotros, de la acción fecundante del amor de Dios, el Espíritu Santo, tenemos muy presente la entrega de María. Y en todas las celebraciones y actos jubilares se ha tenido en cuenta y escuchado atentamente la otra palabra de María que caracteriza su acción entre nosotros y el Señor: "Hagan lo que Él les diga" (Jn 2-5).
Hoy, queridos hermanos y hermanas, al celebrar la clausura del Año Jubilar, seguimos celebrando el don de Dios en el nacimiento de Jesús y en su Epifanía.
Epifanía, como bien sabemos, significa manifestación. Lo que el 25 de Diciembre celebramos como acontecimiento histórico, hoy lo celebramos más bien como hecho de salvación; Dios el infinito, el Único, el Todopoderoso, el Espíritu purísimo, se nos ofrece en nuestra carne, se nos muestra en nuestra pequeñez, se nos manifiesta en nuestro tiempo, se nos da en nuestra propia realidad humana, herida por el pecado.
Todo esto los antiguos lo celebraban uniendo tres episodios de la vida de Cristo: la adoración de los Magos, es decir, su manifestación como Salvador de todos los pueblos, no sólo de los judíos; su Bautismo, donde la voz del Padre y la manifestación del Espíritu Santo lo designan el Salvador y el primer milagro -signo lo llama Juan- en Caná donde se manifiesta el poder divino de Jesús y también, discretamente, el poder de intercesión de su Madre María.
Es notable cómo la sabiduría popular ha hecho su propia interpretación del Evangelio que escuchamos hoy. La tradición popular ha fijado en tres el número de los magos, es decir, de los sabios de Oriente que iban buscando al rey de los judíos, tal vez debido a los tres dones de oro, incienso y mirra, y con estos dones se apunta simbólicamente a Cristo, el Rey, el Dios y el Hombre. La tradición los ha hecho reyes porque así representan mejor a pueblos enteros. Les ha puesto nombres, Melchor, Gaspar y Baltasar, porque una persona sin nombre no es persona. Les ha dado edades distintas: el anciano, el hombre maduro y el joven, así como también colores distintos: el blanco, el trigueño y el moreno. Todo esto acentúa la conciencia que el pueblo tiene y manifiesta que Dios, en Cristo, es salvación para todos, para todas las razas, para todas las edades, para todos los tiempos.
Ahora, al inicio de este nuevo año 2001, de este siglo, de este milenio, al cerrarse el magno Jubileo, como los magos de Oriente, busquemos siempre al Señor, sean cuales sean los obstáculos y las dificultades con que nos encontremos en esta porción del pueblo de Dios que peregrina en este hoy difícil y confuso, en este aquí, sufrido y desconcertante de nuestra historia; y si la estrella -la esperanza- se nos oculta, indaguemos, como los magos, y no nos faltará ayuda; y como ellos encontraremos a Cristo "con María, su Madre". Ofrendándole lo que somos y tenemos, Él nos hará partícipes de su Reino de paz, de justicia, de alegría y de amor eternos.
Que así sea.


Catedral, 7 de Enero del 2001.