El debate
sobre
los derechos de toda persona humana es hoy una realidad en el mundo
entero. Este debate es un signo de la madurez de la sociedad contemporánea.
Un signo constructivo y esperanzador.
Que el debate se haya globalizado no significa que esos derechos humanos
sean reconocidos, respetados, enseñados y promovidos en todas
partes. Es más, podríamos decir que en todas partes se
desconocen y violan en grado y sistematicidad diversos. Que sea un signo
de madurez no significa que se haya llegado al crecimiento humano integral
ni a la responsabilidad cívica requerida. La sociedad perfecta
no existe en ningún lugar de este mundo.
No obstante, no haber llegado a la plenitud no debe desanimarnos ni
impedirnos seguir trabajando en el anuncio, defensa y promoción
de los derechos inalienables con que todo ser humano nace. Los creyentes
decimos que es el mismo Dios quien ha conferido a la persona humana
todos sus derechos y libertades y nadie, ninguna persona, ninguna institución,
grupo, gobierno o partido, ninguna iglesia, asociación cívica
o cultural, puede desconocer, violar o desfigurar esos derechos. Ni
quebrantarlos ni otorgarlos. Pues nadie puede otorgar o conceder lo
que es constitutivo de la naturaleza humana y viene dado por la vida
misma.
Los derechos humanos son indivisibles y no deben garantizarse unos en
detrimento de otros. Sin embargo, una de las polémicas más
actuales es la disyuntiva entre priorizar los llamados derechos civiles
y políticos o los llamados derechos económicos y sociales.
Una concepción falsa de la persona humana conduce a la tentación
de separar sus necesidades y capacidades materiales, laborales, sociales
y culturales, de sus libertades cívicas y políticas. Es
falso, porque la persona es un ser único e integral y toda lesión
a su dignidad en el ámbito personal o social repercute y, en
ocasiones, determina en todas las demás esferas de su vida.
Los
frutos del trabajo: pan y libertad |
Los modelos socio-económicos
que han existido hasta el presente intentaron el progreso humano pero
por caminos diversos: Unos intentaron- sin alcanzarlos tampoco plenamente-
garantizar las libertades individuales como el derecho a la propiedad
privada, a la libertad de conciencia y religión, a la libertad
de reunión y de asociación, a la libertad de emigración
y residencia, a la libertad de elegir y ser elegido para los cargos
públicos sin exclusiones ideológicas, etc. La historia
contempla que estos derechos no pueden ser ejercidos plenamente sin
una seguridad para la vida, una posibilidad de trabajo y salario justo,
sin acceso a la educación y la cultura. La voz popular caricaturizó
esta disyuntiva como "libertad sin pan".
Otros sistemas, por el contrario, intentaron -sin alcanzarlos tampoco
plenamente- garantizar los derechos económicos, sociales y culturales:
el derecho a una escuela y a la salud pública en cierto sentido
gratuitas, el derecho a una ubicación laboral, el derecho a la
seguridad social sostenida por el estado, el acceso a la cultura masiva
y sus manifestaciones, el derecho al deporte y la recreación
y otros. La historia contempla que estos derechos no pueden ser ejercidos
a plenitud sin la libertad de pensar con cabeza propia y expresar lo
que se piensa sin miedo ni riesgo a perder la ubicación del trabajo,
sin poder organizarse libremente ni publicar con autonomía sus
pensamientos, sin libertad de religión en el ámbito público
y privado. La voz popular ha caricaturizado esta disyuntiva como "pan
sin libertad".
Esta disyuntiva está ya superada por la misma historia. La historia
humana sigue su curso y todos los modelos sociales se han visto compelidos
a evolucionar. Nada queda estático y lo que se detiene, perece.
Uno de los frutos del recién finalizado siglo ha sido una sensibilidad
muy incisiva sobre la justicia social y los derechos de cada persona.
Es decir que todo trabajo humano sea garantía del pan justo y
de la libertad responsable.
Parece ser que, más que disyuntivas en blanco y negro existe,
entre otras, una mayor voluntad de síntesis que de análisis
maniqueo; parece ser que crece una mayor voluntad de integración
que de exclusiones mutuas; intenta vislumbrarse una mayor cultura de
la vida que una cultura de la muerte. La inclusión va ganando
terreno a la exclusión. El diálogo va ganando terreno
a la mentalidad de yo digo y tú callas. La búsqueda de
soluciones por consenso y convergencias intenta ganar terreno a la lógica
de la confrontación y de los bandos.
Es decir, un mundo más humano intenta abrirse paso, por la sola
fuerza de la verdad y el convencimiento. Lo hace por entre las ruinas
de un siglo y un milenio pletóricos de odios, guerras, bloques,
exclusiones y divisiones, en la mayoría de los casos, artificiales
y en componendas con el poder económico o político.
En este contexto se abren paso, sin estar exentos de esos mismos avatares,
los derechos de los trabajadores.
El
trabajo está en función de la persona |
Para llegar a
los derechos y los deberes de los trabajadores debemos comenzar por
ponernos de acuerdo sobre el concepto general del mismo trabajo, de
su sentido y de su finalidad, de sus protagonistas y de sus limitaciones.
Me gustaría comenzar por presentar una de esas concepciones:
"El primer fundamento del valor del trabajo es el hombre mismo,
su sujeto...es cierto que el hombre está destinado y llamado
al trabajo; pero, ante todo, el trabajo está en función
del hombre y no el hombre en función del trabajo... la dignidad
del trabajo no depende, en primer lugar, del tipo de trabajo que se
realiza, sino del hecho de que quien lo ejecuta es una persona... en
fin de cuentas la finalidad del trabajo, de cualquier trabajo realizado
por el hombre, -aunque fuera el trabajo más corriente, más
monótono en la escala del modo común de valorarlo, incluso
el que más margina- permanece siempre siendo el hombre mismo."
(Juan Pablo II, Laborem Exercens, no. 6 e y f)
Este párrafo de la Carta del Papa sobre el trabajo humano resulta
bien explícito. Ningún trabajo honrado es, en sí
mismo, más o menos digno sino que esto depende de la dignidad
con que la persona del trabajador lo asume y lo ejecuta.
Por otra parte, durante mucho tiempo se ha identificado el valor del
trabajo por la riqueza material que resulta de él, o por los
logros que se atribuyen a la empresa u organismo, y no por la vida del
trabajador que se ha ofrecido y gastado para obtener esos mismos beneficios.
No hay salario, ni estimulación, ni divisas, ni artículos
de uso personal que puedan "pagar" o restablecer el sudor,
el esfuerzo físico o mental que gasta el trabajador. El salario
cuando es justo, solo remunera en parte lo que el trabajador deja cada
día de su vida en salud, esfuerzo, sacrificio y dedicación.
Eso no tiene precio en este mundo. La empresa siempre queda en deuda
con la vida que gasta una persona que trabaja en ella. Cuanto más,
cuando el salario y otras prestaciones sociales que lo compensan no
son suficientes y no alcanzan ni para un mínimo digno y razonable.
Las llamadas estimulaciones, los porcientos en divisas, y otros gestos
de la empresa, que sin duda resuelven algo a los trabajadores, no deben
ser manipulados ni como dádivas, ni como mecanismos de presión
para hacer cumplir ciertas medidas de la administración. Sólo
cuando son considerados como parte de la retribución a que tiene
derecho un trabajador cuyo salario es insuficiente, son éticamente
aceptables.
En una palabra, el valor del trabajo humano es invalorable. Sólo
un salario que alcance para vivir sin excesivas preocupaciones y que
dé para crecer en humanidad, disfrutar de un sano esparcimiento
y poder disponer de unos ahorros de emergencia, puede remunerar, aunque
no restablecer, la vida que se gastó. Y aún así
solo la puede recompensar en parte. El que trabaja de verdad siempre
da más que lo que la empresa puede retribuir materialmente.
Las
leyes económicas no pueden disponer de los trabajadores a
su antojo |
En otro orden
de cosas, debemos conocer las relaciones que deben existir entre las
leyes de la macroeconomía o incluso de la economía local
y familiar y los derechos de la persona del trabajador. Así nos
lo presenta el pensamiento social cristiano:
"El trabajo humano, que se ejerce en la producción y en
el comercio o en los servicios es muy superior a los restantes elementos
de la vida económica. Pues el trabajo humano, autónomo
o dirigido, procede inmediatamente de la persona, la cual marca con
su impronta la materia sobre la que trabaja. No sólo esto, sabemos
que, con la oblación de su trabajo a Dios, los hombres se asocian
a la obra redentora de Jesucristo, quien dio al trabajo una dignidad
sobreeminente, laborando con sus propias manos en Nazaret. De aquí
se deriva para todo hombre el deber de trabajar fielmente, así
como también el derecho al trabajo... La actividad económica
es de ordinario fruto del trabajo asociado de los hombres; por ello
es injusto e inhumano organizarlo y regularlo con daño de algunos
trabajadores. Es, sin embargo, demasiado frecuente también hoy
día que los trabajadores resulten en cierto sentido esclavos
de su propio trabajo. Lo cual de ningún modo está justificado
por las llamadas leyes económicas." (Concilio Vaticano II.
Constitución Gaudium et Spes, no. 67)
De esta visión
del trabajo podemos sacar algunos
elementos claves:
El trabajo procede de la
persona y no la persona proviene del trabajo.
En todo lo que se haga en
el trabajo debe estar al servicio de la persona del trabajador.
La actividad económica
es fruto del trabajo de los hombres y mujeres. No debe por tanto esclavizarlos.
Es una injusticia deshumanizante
organizar o regular el trabajo con daño para los trabajadores.
Ninguna ley económica,
ni medidas de saneamiento financiero, ni perfeccionamiento empresarial,
justifica que se dañe o perjudique a los trabajadores que son
los que, con su sudor, crean la empresa, la producción, las riquezas
y la propia economía. No pueden hacerse las empresas a costa
de los que protagonizan el proceso productivo y a favor de las estructuras,
plantillas y mecanismos. Las personas están primero, las medidas
organizativas después.
El trabajo humano es igualmente
digno en sus tres manifestaciones: la producción, el comercio
y los servicios.
Todo trabajador tiene derecho
a organizar de forma autónoma, asociada, y no solo dirigida,
cualquiera de estas tres formas de trabajar. El trabajo por cuenta propia
puede y debe extenderse a esas tres esferas.
Para los creyentes, la dignidad
del trabajo no reside sólo en que este proviene de la libertad
y la vocación de todo ser humano, sino que, en coherencia con
ello, el trabajo fue asumido y ejercido por el Hijo de Dios hecho hombre
en Nazaret.
Derechos
y deberes van juntos |
De estos elementos
claves se pueden deducir los derechos fundamentales de los trabajadores
entre los que podemos enumerar: derecho al trabajo, el derecho a emplear
y a ser empleado; el derecho a la propiedad de los medios de producción;
el derecho a la libre iniciativa y a la autogestión de sus propias
empresas productivas, comerciales o de servicios; el derecho a la participación
del trabajador en la gestión de empresas estatales, mixtas o
extranjeras; el derecho a invertir y a vender, comprar y compartir propiedad
y capital, el derecho a organizarse libremente en asociaciones sindicales
y profesionales que sean verdaderamente independientes de la administración;
el derecho a la protección e higiene del trabajo; a la seguridad
social, la protección de la mujer y la maternidad, a la protección
de los despidos indirectos y a la erradicación del trabajo de
los niños y adolescentes, así como las posibilidades de
trabajo para los jóvenes llegados a la edad laboral.
Junto a estos derechos deben ir los deberes y responsabilidades de los
trabajadores y empleadores, entre los que debemos enumerar: El deber
de trabajar con seriedad y diligencia, el deber de cumplir lo acordado
en el contrato laboral, el deber de no explotar a la mano de obra contratada
en el país o en el extranjero, ni deducir de su salario por cientos
injustos que son fruto de su esfuerzo, van más allá de
los impuestos que hay obligación de contribuir y que, en ocasiones,
superan más de la mitad del salario devengado. El deber de ser
un contribuyente honesto, puntual y diligente. El deber de cuidar la
propiedad privada y estatal como patrimonio del género humano.
El deber de cuidar y cultivar el ecosistema, no agredir al ambiente
y hacer todo lo posible para ir estableciendo economías sostenibles
para el presente y el futuro. El deber de dar la función social
que tienen todos los medios y recursos en consonancia con el destino
universal de los bienes. El deber de promover la justicia social, proteger
a los minusválidos, los enfermos, los accidentados, las víctimas
de los desastres y a los emigrantes. El deber de poner las iniciativas,
la creatividad y la inteligencia en verdaderos y auténticos voluntariados
al servicio de la comunidad y las naciones. El deber de combatir la
corrupción, la extorsión, los privilegios y discriminaciones
laborales y sociales. La responsabilidad de cuidar la calidad de vida
y la calidad de los productos y servicios, entre otros.
Como vemos no se trata sólo de reivindicaciones de derechos sino
de despertar la conciencia de los deberes y responsabilidades que le
corresponden. En los astilleros de Gdansk, Polonia, se firmó
recientemente la Carta de los Deberes del Hombre, iniciativa que señala
un camino aún por concienciar y concretar.
Empleo,
desempleo y despidos indirectos |
Por último,
me gustaría reflexionar sobre uno de estos derechos y deberes
que marcan la vida laboral de muchas personas en el mundo de hoy. Se
trata de la dinámica de empleo-desempleo de cuyas consecuencias
no se ve libre ningún país, región o continente.
El problema de la creación de empleos es un desafío para
todos los Estados y demás grupos de la sociedad civil. En los
países donde el Estado es el único empleador esta responsabilidad
se agrava y puede servir de control y presión social sobre los
ciudadanos que no tienen otra opción que trabajar dónde
y cómo el Estado le ofrezca o caer en la marginación con
que es considerado el trabajo por cuenta propia, cada vez más
reducido, o el ser considerado en un estatus ambiguo y no siempre delimitado,
llamado de "peligrosidad social".
La preocupación del Estado por los empleos crece en muchos lugares.
En nuestro país es un derecho constitucional, garantizado por
las leyes.
En otros países, sin embargo, este derecho no ha sido aún
reconocido, no es accesible a inmensas mayorías y constituyen
verdaderos azotes para la sociedad, pues mientras crece el número
de desempleados y de subempleados, es decir, personas que no tienen
un contenido de trabajo y por tanto un salario suficiente, esas sociedades
se empobrecen y sufren de las lacras sociales propias de los que no
viven o no pueden vivir de un trabajo honesto y se dedican a la especulación,
el robo, la corrupción, el asalto, la desviación de recursos
y otros delitos reprobables.
Atención especial merecen los llamados "despidos indirectos"
que consisten en desaparecer plazas ocupadas por trabajadores y brindarles
a estos otras plazas que por las condiciones físicas o intelectuales
del trabajo, por su lejanía del lugar de residencia del trabajador,
por la falta de condiciones humanas en el centro laboral, por no corresponder
con el perfil ocupacional del desplazado, o por otras razones igualmente
válidas y objetivas, obligan al trabajador a pedir la baja que
aparece como "voluntaria" o a solicitud del desplazado y es
interpretado como un deseo personal que exonera a la empresa de su responsabilidad
para con la seguridad laboral de aquel trabajador y a desentenderse
de su situación.
Los despidos indirectos son considerados por el pensamiento progresista
del mundo entero y por el movimiento sindical de todos los países
como una forma de injusticia laboral que debe ser doblemente denunciada:
una por el daño que provoca al trabajador y otra por la forma
sutil y solapada de despedir a un empleado del que, en ocasiones, no
se encuentran otras razones para despedirlo.
Es importante, por tanto, promover la educación laboral y la
vocación sindical de todos y cada uno de los trabajadores para
que la responsabilidad de solucionar estos problemas, el conocimiento
de sus derechos y deberes laborales no caiga sólo sobre el empleador
o el Estado, sino que sea una tarea compartida entre los sujetos del
trabajo y las administraciones.
En muchos países se da el caso de que los mismos dueños
son los que explican a los empleados sus derechos y deberes. Y sucede
que, muchas veces, esa explicación responde más a los
intereses de la administración que a la de los obreros. Peor
aún cuando los administrativos callan o no explican directa y
suficientemente a los trabajadores las medidas tomadas, las razones
esgrimidas o los términos de cobro, pago, reclamaciones y otros
derechos laborales. En los países donde no se discute directamente
con los trabajadores o se les atiende solo individualmente y no en forma
colectiva, o donde el "secretismo" no permite la transparencia
que debe caracterizar las relaciones empleador-empleado, algo anda mal
en el mundo del trabajo y esto debe ser reconocido, estudiado y solucionado
con la participación y los derechos de todos los implicados.
El Papa Juan Pablo II en su Carta Centesimus Annus de 1991 al analizar
las transformaciones ocurridas en Europa Central y del Este expresa:
"El factor decisivo que ha puesto en marcha los cambios, es sin
duda alguna la violación de los derechos del trabajador... y
el segundo factor de crisis es, en verdad, la ineficiencia del sistema
económico, lo cual no ha de considerarse como un problema puramente
técnico, sino más bien como consecuencia de la violación
de los derechos humanos a la iniciativa, a la propiedad y a la libertad
en el sector de la economía... No es posible comprender al hombre
considerándolo unilateralmente a partir del sector de la economía.
A este aspecto hay que asociar en un segundo momento la dimensión
cultural y la nacional" (Juan Pablo II, C.A. nos. 23 y 24)
Esto pasó en aquellos países cuya cultura e historia nacional
no son exactamente las nuestras. La experiencia debe ser tenida en cuenta
en todos lados pero cada país debe reflexionar sobre su propio
devenir, su acervo cultural y sus circunstancias actuales. Cada país
debe ser protagonista de su propio proyecto presente y futuro.
Cuba tiene una larga, sacrificada y ejemplar historia de lucha de los
trabajadores por sus derechos. Podemos sentirnos orgullosos de las conquistas
que desde la insubordinación de los esclavos en las minas de
El Cobre o la sublevación de los vegueros cuando el estanco del
tabaco, pasando por las luchas sindicales de Jesús Menéndez,
Guiteras y tantos otros, han marcado el mundo del trabajo de nuestro
país con un rostro más justo y más humano.
Mantengamos esas conquistas y avancemos hacia otras mayores.