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marzo-abril. año VII. No. 42. 2001

ÍNDICE

EDUCACIÓN

CÍVICA

  

 

LOS DERECHOS

DE LOS TRABAJADORES

por Dagoberto Valdés Hernández

     

 

 

El debate sobre los derechos de toda persona humana es hoy una realidad en el mundo entero. Este debate es un signo de la madurez de la sociedad contemporánea. Un signo constructivo y esperanzador.
Que el debate se haya globalizado no significa que esos derechos humanos sean reconocidos, respetados, enseñados y promovidos en todas partes. Es más, podríamos decir que en todas partes se desconocen y violan en grado y sistematicidad diversos. Que sea un signo de madurez no significa que se haya llegado al crecimiento humano integral ni a la responsabilidad cívica requerida. La sociedad perfecta no existe en ningún lugar de este mundo.
No obstante, no haber llegado a la plenitud no debe desanimarnos ni impedirnos seguir trabajando en el anuncio, defensa y promoción de los derechos inalienables con que todo ser humano nace. Los creyentes decimos que es el mismo Dios quien ha conferido a la persona humana todos sus derechos y libertades y nadie, ninguna persona, ninguna institución, grupo, gobierno o partido, ninguna iglesia, asociación cívica o cultural, puede desconocer, violar o desfigurar esos derechos. Ni quebrantarlos ni otorgarlos. Pues nadie puede otorgar o conceder lo que es constitutivo de la naturaleza humana y viene dado por la vida misma.
Los derechos humanos son indivisibles y no deben garantizarse unos en detrimento de otros. Sin embargo, una de las polémicas más actuales es la disyuntiva entre priorizar los llamados derechos civiles y políticos o los llamados derechos económicos y sociales.
Una concepción falsa de la persona humana conduce a la tentación de separar sus necesidades y capacidades materiales, laborales, sociales y culturales, de sus libertades cívicas y políticas. Es falso, porque la persona es un ser único e integral y toda lesión a su dignidad en el ámbito personal o social repercute y, en ocasiones, determina en todas las demás esferas de su vida.

Los frutos del trabajo: pan y libertad

Los modelos socio-económicos que han existido hasta el presente intentaron el progreso humano pero por caminos diversos: Unos intentaron- sin alcanzarlos tampoco plenamente- garantizar las libertades individuales como el derecho a la propiedad privada, a la libertad de conciencia y religión, a la libertad de reunión y de asociación, a la libertad de emigración y residencia, a la libertad de elegir y ser elegido para los cargos públicos sin exclusiones ideológicas, etc. La historia contempla que estos derechos no pueden ser ejercidos plenamente sin una seguridad para la vida, una posibilidad de trabajo y salario justo, sin acceso a la educación y la cultura. La voz popular caricaturizó esta disyuntiva como "libertad sin pan".
Otros sistemas, por el contrario, intentaron -sin alcanzarlos tampoco plenamente- garantizar los derechos económicos, sociales y culturales: el derecho a una escuela y a la salud pública en cierto sentido gratuitas, el derecho a una ubicación laboral, el derecho a la seguridad social sostenida por el estado, el acceso a la cultura masiva y sus manifestaciones, el derecho al deporte y la recreación y otros. La historia contempla que estos derechos no pueden ser ejercidos a plenitud sin la libertad de pensar con cabeza propia y expresar lo que se piensa sin miedo ni riesgo a perder la ubicación del trabajo, sin poder organizarse libremente ni publicar con autonomía sus pensamientos, sin libertad de religión en el ámbito público y privado. La voz popular ha caricaturizado esta disyuntiva como "pan sin libertad".
Esta disyuntiva está ya superada por la misma historia. La historia humana sigue su curso y todos los modelos sociales se han visto compelidos a evolucionar. Nada queda estático y lo que se detiene, perece.
Uno de los frutos del recién finalizado siglo ha sido una sensibilidad muy incisiva sobre la justicia social y los derechos de cada persona. Es decir que todo trabajo humano sea garantía del pan justo y de la libertad responsable.
Parece ser que, más que disyuntivas en blanco y negro existe, entre otras, una mayor voluntad de síntesis que de análisis maniqueo; parece ser que crece una mayor voluntad de integración que de exclusiones mutuas; intenta vislumbrarse una mayor cultura de la vida que una cultura de la muerte. La inclusión va ganando terreno a la exclusión. El diálogo va ganando terreno a la mentalidad de yo digo y tú callas. La búsqueda de soluciones por consenso y convergencias intenta ganar terreno a la lógica de la confrontación y de los bandos.
Es decir, un mundo más humano intenta abrirse paso, por la sola fuerza de la verdad y el convencimiento. Lo hace por entre las ruinas de un siglo y un milenio pletóricos de odios, guerras, bloques, exclusiones y divisiones, en la mayoría de los casos, artificiales y en componendas con el poder económico o político.
En este contexto se abren paso, sin estar exentos de esos mismos avatares, los derechos de los trabajadores.

El trabajo está en función de la persona

Para llegar a los derechos y los deberes de los trabajadores debemos comenzar por ponernos de acuerdo sobre el concepto general del mismo trabajo, de su sentido y de su finalidad, de sus protagonistas y de sus limitaciones.
Me gustaría comenzar por presentar una de esas concepciones:
"El primer fundamento del valor del trabajo es el hombre mismo, su sujeto...es cierto que el hombre está destinado y llamado al trabajo; pero, ante todo, el trabajo está en función del hombre y no el hombre en función del trabajo... la dignidad del trabajo no depende, en primer lugar, del tipo de trabajo que se realiza, sino del hecho de que quien lo ejecuta es una persona... en fin de cuentas la finalidad del trabajo, de cualquier trabajo realizado por el hombre, -aunque fuera el trabajo más corriente, más monótono en la escala del modo común de valorarlo, incluso el que más margina- permanece siempre siendo el hombre mismo." (Juan Pablo II, Laborem Exercens, no. 6 e y f)
Este párrafo de la Carta del Papa sobre el trabajo humano resulta bien explícito. Ningún trabajo honrado es, en sí mismo, más o menos digno sino que esto depende de la dignidad con que la persona del trabajador lo asume y lo ejecuta.
Por otra parte, durante mucho tiempo se ha identificado el valor del trabajo por la riqueza material que resulta de él, o por los logros que se atribuyen a la empresa u organismo, y no por la vida del trabajador que se ha ofrecido y gastado para obtener esos mismos beneficios. No hay salario, ni estimulación, ni divisas, ni artículos de uso personal que puedan "pagar" o restablecer el sudor, el esfuerzo físico o mental que gasta el trabajador. El salario cuando es justo, solo remunera en parte lo que el trabajador deja cada día de su vida en salud, esfuerzo, sacrificio y dedicación. Eso no tiene precio en este mundo. La empresa siempre queda en deuda con la vida que gasta una persona que trabaja en ella. Cuanto más, cuando el salario y otras prestaciones sociales que lo compensan no son suficientes y no alcanzan ni para un mínimo digno y razonable.
Las llamadas estimulaciones, los porcientos en divisas, y otros gestos de la empresa, que sin duda resuelven algo a los trabajadores, no deben ser manipulados ni como dádivas, ni como mecanismos de presión para hacer cumplir ciertas medidas de la administración. Sólo cuando son considerados como parte de la retribución a que tiene derecho un trabajador cuyo salario es insuficiente, son éticamente aceptables.
En una palabra, el valor del trabajo humano es invalorable. Sólo un salario que alcance para vivir sin excesivas preocupaciones y que dé para crecer en humanidad, disfrutar de un sano esparcimiento y poder disponer de unos ahorros de emergencia, puede remunerar, aunque no restablecer, la vida que se gastó. Y aún así solo la puede recompensar en parte. El que trabaja de verdad siempre da más que lo que la empresa puede retribuir materialmente.

 

Las leyes económicas no pueden disponer de los trabajadores a su antojo

En otro orden de cosas, debemos conocer las relaciones que deben existir entre las leyes de la macroeconomía o incluso de la economía local y familiar y los derechos de la persona del trabajador. Así nos lo presenta el pensamiento social cristiano:
"El trabajo humano, que se ejerce en la producción y en el comercio o en los servicios es muy superior a los restantes elementos de la vida económica. Pues el trabajo humano, autónomo o dirigido, procede inmediatamente de la persona, la cual marca con su impronta la materia sobre la que trabaja. No sólo esto, sabemos que, con la oblación de su trabajo a Dios, los hombres se asocian a la obra redentora de Jesucristo, quien dio al trabajo una dignidad sobreeminente, laborando con sus propias manos en Nazaret. De aquí se deriva para todo hombre el deber de trabajar fielmente, así como también el derecho al trabajo... La actividad económica es de ordinario fruto del trabajo asociado de los hombres; por ello es injusto e inhumano organizarlo y regularlo con daño de algunos trabajadores. Es, sin embargo, demasiado frecuente también hoy día que los trabajadores resulten en cierto sentido esclavos de su propio trabajo. Lo cual de ningún modo está justificado por las llamadas leyes económicas." (Concilio Vaticano II. Constitución Gaudium et Spes, no. 67)

De esta visión del trabajo podemos sacar algunos
elementos claves:
El trabajo procede de la persona y no la persona proviene del trabajo.
En todo lo que se haga en el trabajo debe estar al servicio de la persona del trabajador.
La actividad económica es fruto del trabajo de los hombres y mujeres. No debe por tanto esclavizarlos.
Es una injusticia deshumanizante organizar o regular el trabajo con daño para los trabajadores.
Ninguna ley económica, ni medidas de saneamiento financiero, ni perfeccionamiento empresarial, justifica que se dañe o perjudique a los trabajadores que son los que, con su sudor, crean la empresa, la producción, las riquezas y la propia economía. No pueden hacerse las empresas a costa de los que protagonizan el proceso productivo y a favor de las estructuras, plantillas y mecanismos. Las personas están primero, las medidas organizativas después.
El trabajo humano es igualmente digno en sus tres manifestaciones: la producción, el comercio y los servicios.
Todo trabajador tiene derecho a organizar de forma autónoma, asociada, y no solo dirigida, cualquiera de estas tres formas de trabajar. El trabajo por cuenta propia puede y debe extenderse a esas tres esferas.
Para los creyentes, la dignidad del trabajo no reside sólo en que este proviene de la libertad y la vocación de todo ser humano, sino que, en coherencia con ello, el trabajo fue asumido y ejercido por el Hijo de Dios hecho hombre en Nazaret.


Derechos y deberes van juntos

De estos elementos claves se pueden deducir los derechos fundamentales de los trabajadores entre los que podemos enumerar: derecho al trabajo, el derecho a emplear y a ser empleado; el derecho a la propiedad de los medios de producción; el derecho a la libre iniciativa y a la autogestión de sus propias empresas productivas, comerciales o de servicios; el derecho a la participación del trabajador en la gestión de empresas estatales, mixtas o extranjeras; el derecho a invertir y a vender, comprar y compartir propiedad y capital, el derecho a organizarse libremente en asociaciones sindicales y profesionales que sean verdaderamente independientes de la administración; el derecho a la protección e higiene del trabajo; a la seguridad social, la protección de la mujer y la maternidad, a la protección de los despidos indirectos y a la erradicación del trabajo de los niños y adolescentes, así como las posibilidades de trabajo para los jóvenes llegados a la edad laboral.
Junto a estos derechos deben ir los deberes y responsabilidades de los trabajadores y empleadores, entre los que debemos enumerar: El deber de trabajar con seriedad y diligencia, el deber de cumplir lo acordado en el contrato laboral, el deber de no explotar a la mano de obra contratada en el país o en el extranjero, ni deducir de su salario por cientos injustos que son fruto de su esfuerzo, van más allá de los impuestos que hay obligación de contribuir y que, en ocasiones, superan más de la mitad del salario devengado. El deber de ser un contribuyente honesto, puntual y diligente. El deber de cuidar la propiedad privada y estatal como patrimonio del género humano. El deber de cuidar y cultivar el ecosistema, no agredir al ambiente y hacer todo lo posible para ir estableciendo economías sostenibles para el presente y el futuro. El deber de dar la función social que tienen todos los medios y recursos en consonancia con el destino universal de los bienes. El deber de promover la justicia social, proteger a los minusválidos, los enfermos, los accidentados, las víctimas de los desastres y a los emigrantes. El deber de poner las iniciativas, la creatividad y la inteligencia en verdaderos y auténticos voluntariados al servicio de la comunidad y las naciones. El deber de combatir la corrupción, la extorsión, los privilegios y discriminaciones laborales y sociales. La responsabilidad de cuidar la calidad de vida y la calidad de los productos y servicios, entre otros.
Como vemos no se trata sólo de reivindicaciones de derechos sino de despertar la conciencia de los deberes y responsabilidades que le corresponden. En los astilleros de Gdansk, Polonia, se firmó recientemente la Carta de los Deberes del Hombre, iniciativa que señala un camino aún por concienciar y concretar.

 

Empleo, desempleo y despidos indirectos

Por último, me gustaría reflexionar sobre uno de estos derechos y deberes que marcan la vida laboral de muchas personas en el mundo de hoy. Se trata de la dinámica de empleo-desempleo de cuyas consecuencias no se ve libre ningún país, región o continente.
El problema de la creación de empleos es un desafío para todos los Estados y demás grupos de la sociedad civil. En los países donde el Estado es el único empleador esta responsabilidad se agrava y puede servir de control y presión social sobre los ciudadanos que no tienen otra opción que trabajar dónde y cómo el Estado le ofrezca o caer en la marginación con que es considerado el trabajo por cuenta propia, cada vez más reducido, o el ser considerado en un estatus ambiguo y no siempre delimitado, llamado de "peligrosidad social".
La preocupación del Estado por los empleos crece en muchos lugares. En nuestro país es un derecho constitucional, garantizado por las leyes.
En otros países, sin embargo, este derecho no ha sido aún reconocido, no es accesible a inmensas mayorías y constituyen verdaderos azotes para la sociedad, pues mientras crece el número de desempleados y de subempleados, es decir, personas que no tienen un contenido de trabajo y por tanto un salario suficiente, esas sociedades se empobrecen y sufren de las lacras sociales propias de los que no viven o no pueden vivir de un trabajo honesto y se dedican a la especulación, el robo, la corrupción, el asalto, la desviación de recursos y otros delitos reprobables.
Atención especial merecen los llamados "despidos indirectos" que consisten en desaparecer plazas ocupadas por trabajadores y brindarles a estos otras plazas que por las condiciones físicas o intelectuales del trabajo, por su lejanía del lugar de residencia del trabajador, por la falta de condiciones humanas en el centro laboral, por no corresponder con el perfil ocupacional del desplazado, o por otras razones igualmente válidas y objetivas, obligan al trabajador a pedir la baja que aparece como "voluntaria" o a solicitud del desplazado y es interpretado como un deseo personal que exonera a la empresa de su responsabilidad para con la seguridad laboral de aquel trabajador y a desentenderse de su situación.
Los despidos indirectos son considerados por el pensamiento progresista del mundo entero y por el movimiento sindical de todos los países como una forma de injusticia laboral que debe ser doblemente denunciada: una por el daño que provoca al trabajador y otra por la forma sutil y solapada de despedir a un empleado del que, en ocasiones, no se encuentran otras razones para despedirlo.
Es importante, por tanto, promover la educación laboral y la vocación sindical de todos y cada uno de los trabajadores para que la responsabilidad de solucionar estos problemas, el conocimiento de sus derechos y deberes laborales no caiga sólo sobre el empleador o el Estado, sino que sea una tarea compartida entre los sujetos del trabajo y las administraciones.
En muchos países se da el caso de que los mismos dueños son los que explican a los empleados sus derechos y deberes. Y sucede que, muchas veces, esa explicación responde más a los intereses de la administración que a la de los obreros. Peor aún cuando los administrativos callan o no explican directa y suficientemente a los trabajadores las medidas tomadas, las razones esgrimidas o los términos de cobro, pago, reclamaciones y otros derechos laborales. En los países donde no se discute directamente con los trabajadores o se les atiende solo individualmente y no en forma colectiva, o donde el "secretismo" no permite la transparencia que debe caracterizar las relaciones empleador-empleado, algo anda mal en el mundo del trabajo y esto debe ser reconocido, estudiado y solucionado con la participación y los derechos de todos los implicados.
El Papa Juan Pablo II en su Carta Centesimus Annus de 1991 al analizar las transformaciones ocurridas en Europa Central y del Este expresa: "El factor decisivo que ha puesto en marcha los cambios, es sin duda alguna la violación de los derechos del trabajador... y el segundo factor de crisis es, en verdad, la ineficiencia del sistema económico, lo cual no ha de considerarse como un problema puramente técnico, sino más bien como consecuencia de la violación de los derechos humanos a la iniciativa, a la propiedad y a la libertad en el sector de la economía... No es posible comprender al hombre considerándolo unilateralmente a partir del sector de la economía. A este aspecto hay que asociar en un segundo momento la dimensión cultural y la nacional" (Juan Pablo II, C.A. nos. 23 y 24)
Esto pasó en aquellos países cuya cultura e historia nacional no son exactamente las nuestras. La experiencia debe ser tenida en cuenta en todos lados pero cada país debe reflexionar sobre su propio devenir, su acervo cultural y sus circunstancias actuales. Cada país debe ser protagonista de su propio proyecto presente y futuro.
Cuba tiene una larga, sacrificada y ejemplar historia de lucha de los trabajadores por sus derechos. Podemos sentirnos orgullosos de las conquistas que desde la insubordinación de los esclavos en las minas de El Cobre o la sublevación de los vegueros cuando el estanco del tabaco, pasando por las luchas sindicales de Jesús Menéndez, Guiteras y tantos otros, han marcado el mundo del trabajo de nuestro país con un rostro más justo y más humano.
Mantengamos esas conquistas y avancemos hacia otras mayores.

 


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