Si
alguno mira
desde fuera, se extrañará de tal fiesta -o Jubileo, así
le llaman- de gente sentada con harta disciplina, o de pie donde apenas
cabe otra alma; atentos a un señor allá, con sólo
un trozo de pan que más bien luce una galleta, y una copa con
vino -a la que echará un poco de agua. Por precaución,
o por desconocimiento, este visitante casual -supongamos que es el azar
quien lo ha traído- ignora la íntima significación
de una misa -que eso es lo que presencia-, pero se siente sobrecogido
por la gravidez que llena la Catedral: arriba, ante el altar, una red
vegetal atrapa unas letras -peces blancos- que se aquietan en un "FELIZ
NAVIDAD"; debajo, a la derecha, el obvio pinillo de marras, que
mucho atrae a los niños por su estatura y bombillos parpadeando,
reptando hacia la estrella en la punta, y porque debajo, a tamaño
casi natural para un fiñe, hay una vaca sobre el pasto y una
madre con su bebé, en una especie de cueva, y un hombre con su
cayado; hacia el otro extremo se levanta una especie de bohío.
Es domingo 7 de enero, son las cuatro de la tarde. Están presentes
todos los sacerdotes de la diócesis; han venido acá católicos
de todas partes de Pinar del Río a celebrar la clausura del Año
Santo Jubilar.
Decide quedarse; quizá porque le atrapa el tono paternal de aquella
voz, entre prudente y admonitoria, voz de quien conoce a los hombres,
cuando dice "no podemos olvidar jamás las siguientes palabras
de San Pablo: "examínese, pues, el hombre a sí mismo
y entonces coma del pan y beba del cáliz". Supone que hablan
de la Biblia. Algo leyó alguna vez, casi aprendió el Padre
Nuestro... hasta que a un compañero lo expulsaron del trabajo
por algo parecido: remedio santo. Si estuviera en otra actividad, piensa,
parquearían luego -digamos que por aquella esquina- una pipa
de cerveza, mala, no hay mas ná, y allá iríamos
los -no sabe por qué oscuros vericuetos le salió esa palabra:-
grupúsculos, a guarachar, a pasarla bien, a matar el tiempo.
A la derecha de nuestro visitante -al que llamaremos Manolo-, al fondo,
unos niños están disfrazándose, telas brillantes
y diversión. En el peor de los casos, darían una "cajita"
con algún pedazo de cake flanqueado por caramelos amelcochados
y quizá un palitroque con cara de socato. Unas muchachas, no
sabe que son animadoras del proyecto de Infancia Misionera del Reparto
Maica, intentan atajar a los niños, agruparlos. También
una monjita de azul, seria, ubicua, feliz. El dulce lo llevaría
a su hija de cinco años.
Manolo recuerda que Cristo dijo: dejen que los niños vengan a
mí, o algo parecido; y yo acoto: "si ustedes no cambian
y se vuelven como niños, no entrarán en el reino de Dios".
Lo más que un niño no tiene es: poder; lo más que
un niño tiene es: alegría. No es fácil soltar el
poder. Es fácil embriagarse de la alegría de los niños.
No conozco mucho de niños, pero tengo la impresión de
que ese es su distintivo.
"La alegría jubilar no sería completa si la mirada
no se hubiera dirigido también, de modo preferencial, a Aquella
que, obedeciendo totalmente al Padre, engendró para nosotros
en la carne al Hijo de Dios" -continúa el sacerdote; Manolo
ya sabe que es el Señor Obispo de Pinar del Río. Yo rememoro
ese júbilo, ese gozo, en las celebraciones que precedieron a
esta: la de los campesinos, la de los artistas, el Jubileo de la tercera
edad, el de la familia vicenciana... Y que alguna vez me pregunté
por qué no se cuenta la alegría entre los dones "oficiales"
del Espíritu Santo. Aunque luego me percaté que sí
está, implícitamente: la alegría es la emoción
de la fe. Una fe sin alegría es inmutable, raquítica,
impensable. Nos dice el apóstol Santiago que la fe sin obras
está muerta; pero la obra que se levanta sin alegría,
pronto se derrumba. Esa puede ser una de las explicaciones de que, dos
milenios después, el cristianismo sigue vivo. Porque su alegría
no es pagana, no es de una intensidad momentánea ni de agotación
de momentos. Es un modo de entender vívidamente el transcurrir,
una disposición a la búsqueda y al encuentro -misteriosamente
penetrados. Y nada menos que esto, un encuentro con un amigo, o un padre,
o un esposo, es el centro del cristianismo. Un encuentro de y para el
amor; así que la novia se engalana, el hijo se confía,
el amigo se entrega: señales de una alegría neta.
Una manta de silencio se va extendiendo, sacándome de estas cavilaciones.
Avanza junto a los pasos, trémulos, de una niñita con
dos alas enormes (cómo no recordar en este momento aquel poema
de Dulce María: "¡Qué hechizo el de aquellas
alas cosidas por mi madre que podían hacerme creer que yo era
un ángel auténtico en la ronda de niñas que llevaban
sus ramos a la Virgen!..."). Avanza por un pasillo que le queda
enorme, amplio, y a medida que avanza va dejando mudez en quienes la
contemplan, o lanzan ahogados signos de sorpresa o admiración.
Las manos pequeñísimas, blancas, adelante, elevadas al
cielo. El ángel se coloca al lado del bohío. Y se repite
la escena -el alborozo de la imaginación-, la gracia, la ternura:
llega María, que casi arrastra su atuendo, que aprieta maternalmente
a un muñeco casi tan grande como ella (es su bebé Jesús);
a su lado, el niño que representa a José, algo mayor,
intenta guiarla. Manolo reconoce a la Virgen María: va al mismo
círculo infantil que su hija. Y luego, otra niña, lleva
una estrella de plata atada con una cinta a su cabeza, y va muy erguida
(me imagino el pasaje bíblico en que el esclavo de Abraham ve
llegar a Rebeca con su cántaro al hombro). Y siguiendo a la estrella,
varios críos: los pastores. Y después: los tres reyes
magos. Y cada vástago va explicando por sí mismo quién
o quiénes son; qué hacen allí. Luego llegan más;
niños alabando al Salvador que les ha nacido; alrededor del bohío
casi no caben. Aquello era apoteósico. Manolo pensó qué
disciplina. Recordó lo que había visto por televisión
en esos días, acerca de unos Reyes Magos adultos, españoles,
que pasearon La Habana, que lanzaban caramelos a los niños (y
bajo ese pensamiento pensó o recordó este: igual que algunas
carrozas en nuestros carnavales), que repartieron juguetes en tremenda
molotera de chamacos (y también bajo esto se desplazó
esto otro: el mismo relajo de nuestras piñatas, por no hablar
de nuestras colas). Y en la emoción por lo que veía, dejó
nacer Manolo esta conclusión: qué equivocados cuando comentaron
en la TV que en Cuba los Reyes Magos eran unos extraños. Algo
más o menos así dijeron. Manolo le contará a su
esposa Marta y a su hija Gabriela, de cinco años. Por eso le
transcribo, además, esta aclaración del Señor Obispo:
"Es notable cómo la sabiduría popular ha hecho su
propia interpretación del Evangelio que escuchamos hoy. La tradición
popular ha fijado en tres el número de los magos, es decir, de
los sabios de Oriente que iban buscando al rey de los judíos,
tal vez debido a los tres dones de oro, incienso y mirra; y con estos
dones se apunta a Cristo, el Rey, el Dios y el Hombre. La tradición
los ha hecho reyes porque así representan mejor a pueblos enteros.
Les ha puesto nombres -Melchor, Gaspar y Baltasar- porque una persona
sin nombre no es persona. Les ha dado edades distintas: el anciano,
el hombre maduro y el joven, así como también colores
distintos: el blanco, el trigueño y el moreno. Todo esto acentúa
la conciencia que el pueblo tiene, y manifiesta que Dios, en Cristo,
es salvación para todos, para todas las razas, para todas las
edades, para todos los tiempos."
Y Manolo contará que cada niño regaló una orquídea
a los sacerdotes, que se cantó, que se dijeron cosas muy emotivas,
dirá: me gustó mucho la parte esa en que todo el mundo
se abrazó con el que tenía al lado. Muchas más
cosas sucedieron ese día. De lo que más se empapó:
de ese júbilo que estaba como fruto para recogerse, de una cosecha
abundante; de la magia y la alegría que entregaron los pequeños
protagonistas de esa tarde.
"Ahora, al inicio de este nuevo año 2001, de este siglo,
de este milenio, al cerrarse el magno Jubileo, como los magos de Oriente,
busquemos siempre al Señor, sean cuales sean los obstáculos
y las dificultades con que nos encontremos en esta porción del
pueblo de Dios que peregrina en este hoy difícil y confuso, en
este aquí, sufrido y desconcertante de nuestra historia; y si
la estrella -la esperanza- se nos oculta, indaguemos, como los magos,
y no nos faltará ayuda; y como ellos, encontraremos a Cristo
con María, su Madre. Ofrendándole lo que somos y tenemos,
Él nos hará partícipes de su Reino de paz, de justicia,
de alegría y amor eternos."
Así sea.