Ustedes
no conocieron a Endinay, el robusto, yo sí lo conocí.
Fue en aquella semana en que los hombres olvidaron sus diferencias. Se
dictaron medidas que redundaban en bien de toda la humanidad, se organizaron
fiestas por toda la tierra, los israelitas eligieron un palestino como
su gobernante, las grandes potencias destinaron el ochenta por ciento
de los ingresos de su producto interno bruto, para aliviar el hambre y
las enfermedades de América Latina y Africa, y los cubanos esparcidos
por el mundo regresaron a su patria.
Un amigo me presentó a Endinay, el robusto. Era bajito, delgado
y se notaba bastante endeble; siempre se le veía sonriente, aunque
generalmente hablaba poco. Desde el primer momento sentí una curiosidad
inmensa por preguntarle el motivo de la contradicción entre su
físico y su nombre, pero comprenderán que era algo delicado.
La última vez que lo vi asistíamos como observadores a una
recepción que daba el Ejército Republicano Irlandés
al Primer Ministro Británico.
Aprovechando un brindis de intermedio traté de alejarme con él
y preguntarle. Obviamente, lo hice. Soy de la República Rosada,
me dijo, hace unos años me levanté dándome cuenta
de algunas cosas azules y verdes en mi país. Me asusté al
principio pues desde niño lo había visto y entendido todo
de color rosado. Supe después de algunas personas a quiénes
les pasaba lo mismo que a mí y decidimos reunirnos una vez al mes
para comentar nuestras apreciaciones polícromas. Nos sentíamos
regocijados de saber que podíamos ver el mundo con diferentes colores;
unos lo veíamos azul y verde, otros negro y blanco, otros amarillo
y rojo. Soñábamos con la idea de construir un mundo donde
convivieran en paz los colores que nos parecían extraños.
Todo fue bien hasta un día. Aquellos que lo veían todo rosado
empezaron a protestar aunque muy sutilmente, pues no estaban interesados
en que los acusaran en el resto del mundo como intolerantes. Sin embargo
nuestras reuniones en la unidad polícroma se empezaron a espaciar,
algunos miembros de la unidad, inexplicablemente dejaban de venir y algunos
hasta se pasaron a las filas rosadas. Yo no entendía nada, aunque
en realidad, los miembros que quedábamos no estábamos demasiado
preocupados por ello.
Un día me quedé solo. Aparecieron en mi casa varios miembros
de la élite rosada y me propusieron un trato. Viviría un
futuro de gloria, con un buen salario y hasta casa propia si dejaba de
ver el mundo de otros colores. El mundo será un día rosado,
me decían, las masas populares del mundo se darán cuenta
de ello y se sublevarán contra sus explotadores polícromos.
Me instaban a pasar una prueba de lealtad. Debía atravesar una
piscina de apenas dos centímetros de profundidad pero llena de
estiércol y tomar del lado de allá un cartel que decía:
"Todo es color de rosa". ¿Qué hiciste?, pregunté.
Mi nombre lo dice todo, respondió, vivo apartado en la República
Rosada, los demás me miran con malicia, incluso aquellos que ven
el mundo de otros colores como yo. ¡Pero, hombre!, le grité,
¿Por qué ser mártir cuando puedes vivir un futuro
de gloria diciendo por lo bajo lo que hoy dices en voz alta? De todas
maneras nadie puede impedir que veas el mundo con tus ojos. No puedo renunciar
a ver el mundo de otros colores, me gusta así y no pretendo callármelo
nunca, dio por terminada la conversación.
Concluyó la semana de distención mundial. Yo regresé
a mi patria al día siguiente con la imagen de aquel hombrecito
endeble mortificándome. Lo confieso, no entendía su terquedad
entonces, pero hoy, en que el mundo ha vuelto a la anormalidad, camino
por la vida con los ojos bien abiertos no vaya a suceder que, al igual
que a Endinay, el robusto, alguien me proponga dejar de ver el mundo con
mi propia mirada. Además, pensándolo bien, no me importaría
mucho quedarme solo siempre y cuando mis pies y mis manos se mantengan
limpios de mierda.
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