Queridos Sacerdotes,
Religiosas y Seminaristas,
Queridos hermanos y hermanas:
Levántate,
la gloria del Señor amanece sobre ti. Mira: las tinieblas cubren
la tierra, pero sobre ti amanecerá el Señor". Así
canta la Iglesia en este solemne día. Cual otro Isaías
el Papa Juan Pablo II alentaba a la humanidad a abrir el corazón
a Dios, a disipar las tinieblas del pecado para de nuevo reconocer la
paternidad de un Dios que vela amorosamente sobre los hombres. Y nos
alentaba, en su despedida el 25 de Enero del año 1998, a ver
en la lluvia de aquella tarde un Adviento, un signo de nuevo Adviento
en nuestra historia.
Ya en su primera encíclica, al anunciar el Papa la cercanía
del año dos mil y al presentar por primera vez el Gran Jubileo,
nos recordaba nuestra entrada, en cierto modo, en el tiempo de un nuevo
adviento, que es tiempo de espera. Esa espera no es al modo pagano,
una espera quimérica, sino una esperanza cristiana que nace de
un espíritu de reconciliación y de Eucaristía.
Muchos dones nos ha dejado el Señor en el transcurso del Año
Santo Jubilar. Pero entre todos resalta la renovación de la práctica
de los signos sagrados de la Reconciliación y la Eucaristía.
La Iglesia que se prepara continuamente a la nueva venida del Señor,
debe ser la Iglesia de la Eucaristía y la Penitencia.
No podemos olvidar jamás las siguientes palabras de San Pablo:
"examínese, pues, el hombre a sí mismo y entonces
coma del pan y beba del cáliz".
Esta invitación del apóstol, indica al menos indirectamente
la estrecha unión entre dos grandes sacramentos; en efecto, la
primera frase del Evangelio de la Buena Nueva era "arrepiéntanse
y crean en el Evangelio". El Sacramento de la Pasión, de
la Cruz y de la Resurrección parece reforzar y consolidar de
manera especial esta invitación en nuestras almas. La Eucaristía
y la Penitencia toman así, en cierto modo, una dimensión
doble y al mismo tiempo íntimamente relacionada, de la auténtica
vida según el espíritu del Evangelio, vida verdaderamente
cristiana. El Cristo, que invita al banquete Eucarístico, es
siempre el mismo Cristo que exhorta a la Penitencia, que repite "arrepiéntanse".
Sin este constante y siempre renovado esfuerzo por la conversión,
la participación en la Eucaristía estaría privada
de su plena eficacia redentora, disminuiría, o de todos modos,
estaría debilitada en ella la disponibilidad especial para ofrecer
a Dios el sacrificio espiritual, en el que se expresa de manera esencial
y universal nuestra participación en el sacerdocio de Cristo.
El Concilio Vaticano II de muchas maneras nos había presentado
la centralidad de la Eucaristía como presencia perenne de la
Pascua de Cristo, nuestra salvación en la vida de la Iglesia.
Por eso nos recuerda el Concilio en sus documentos: "Los otros
sacramentos, así como todos los ministerios eclesiásticos
y obras de apostolado están íntegramente trabados con
la Eucaristía y a ella se ordenan. Por lo cual la Eucaristía
aparece como la fuente y la culminación de toda la predicación
evangélica: "ninguna comunidad cristiana se edifica, -continúa
diciéndonos el Concilio- si no tiene su raíz y quicio
en la celebración de la Santísima Eucaristía, por
la que debe, consiguientemente, comenzarse toda educación en
el espíritu de comunidad". (fin de la cita).
La Eucaristía es, por consiguiente, el centro y el vértice
de toda la vida sacramental, por medio de la cual cada cristiano recibe
la fuerza salvífica de la redención.
Aquella vida nueva que implica la glorificación corporal de Cristo
crucificado, se ha hecho signo eficaz del nuevo don concedido a la humanidad,
don que es el Espíritu Santo, mediante el cual la vida divina
que el Padre tiene en sí y que da a su Hijo, es comunicada a
todos los hombres que están unidos a Cristo.
El año dos mil ha sido un año intensamente eucarístico.
Pensemos que todas las muchas celebraciones públicas que ha habido
han tenido su centro y línea focal en el encuentro Eucarístico.
De manera esencial y vivencial la Iglesia reconoce que en el Sacramento
de la Eucaristía, el Salvador encarnado en el seno de María
hace veinte siglos, continúa ofreciéndose a la humanidad
como fuente divina.
- Hay otros dos signos que el Año Jubilar ha rememorado de modo
especial: la Peregrinación y la Presencia de María.
El largo peregrinar del pueblo de Dios antiguo, de la esclavitud de
Egipto hacia la Tierra de las promesas, fue siempre visto como la marcha
fundamental del pueblo, el tiempo de las misericordias y perdones, el
tiempo de los favores especiales de Dios, de la vivencia de su cercanía,
del despliegue de la fuerza divina en su favor.
El nuevo pueblo de Dios, la comunidad de los que siguen a Cristo, ve
también en el éxodo la imagen de lo que ella tiene que
ser. No un pueblo "instalado" sino un pueblo siempre peregrino.
Consciente de la presencia del Señor: "Yo estaré
siempre con Uds. hasta el fin de los siglos" (Mt. 28-20). Pero
siempre clamando por la plena y definitiva manifestación: "Maranathá".
La alegría jubilar no sería completa si la mirada no se
hubiera dirigido también, de modo preferencial, a Aquella que,
obedeciendo totalmente al Padre, engendró para nosotros en la
carne al Hijo de Dios.
Es bien sabido que para que un regalo cumpla con su finalidad de enlazar
en el afecto, no basta que el regalo sea ofrecido, es necesario el aceptarlo;
para que se realice un encuentro; no basta que alguien venga a nosotros,
tenemos a su vez que salir al encuentro del visitante. En la donación
del regalo máximo del amor de Dios, su propio Hijo, era también
necesario que la humanidad saliera al encuentro del que venía
y aceptara así el regalo que se le ofrecía.
Y María fue la que dijo SÍ al don de Dios, un total, humilde
y sincero: "Aquí está la esclava del Señor,
que me suceda como tú dices" (Lc 1-35). Y ésta no
fue una frase ocasional, efímera, sino una actitud vital, ejemplar
de María ante la acción del Señor.
Por esto, al celebrar los dos mil años del don maravilloso, supremo
del Padre, de la entrega del Hijo a su Padre y a nosotros, de la acción
fecundante del amor de Dios, el Espíritu Santo, tenemos muy presente
la entrega de María. Y en todas las celebraciones y actos jubilares
se ha tenido en cuenta y escuchado atentamente la otra palabra de María
que caracteriza su acción entre nosotros y el Señor: "Hagan
lo que Él les diga" (Jn 2-5).
Hoy, queridos hermanos y hermanas, al celebrar la clausura del Año
Jubilar, seguimos celebrando el don de Dios en el nacimiento de Jesús
y en su Epifanía.
Epifanía, como bien sabemos, significa manifestación.
Lo que el 25 de Diciembre celebramos como acontecimiento histórico,
hoy lo celebramos más bien como hecho de salvación; Dios
el infinito, el Único, el Todopoderoso, el Espíritu purísimo,
se nos ofrece en nuestra carne, se nos muestra en nuestra pequeñez,
se nos manifiesta en nuestro tiempo, se nos da en nuestra propia realidad
humana, herida por el pecado.
Todo esto los antiguos lo celebraban uniendo tres episodios de la vida
de Cristo: la adoración de los Magos, es decir, su manifestación
como Salvador de todos los pueblos, no sólo de los judíos;
su Bautismo, donde la voz del Padre y la manifestación del Espíritu
Santo lo designan el Salvador y el primer milagro -signo lo llama Juan-
en Caná donde se manifiesta el poder divino de Jesús y
también, discretamente, el poder de intercesión de su
Madre María.
Es notable cómo la sabiduría popular ha hecho su propia
interpretación del Evangelio que escuchamos hoy. La tradición
popular ha fijado en tres el número de los magos, es decir, de
los sabios de Oriente que iban buscando al rey de los judíos,
tal vez debido a los tres dones de oro, incienso y mirra, y con estos
dones se apunta simbólicamente a Cristo, el Rey, el Dios y el
Hombre. La tradición los ha hecho reyes porque así representan
mejor a pueblos enteros. Les ha puesto nombres, Melchor, Gaspar y Baltasar,
porque una persona sin nombre no es persona. Les ha dado edades distintas:
el anciano, el hombre maduro y el joven, así como también
colores distintos: el blanco, el trigueño y el moreno. Todo esto
acentúa la conciencia que el pueblo tiene y manifiesta que Dios,
en Cristo, es salvación para todos, para todas las razas, para
todas las edades, para todos los tiempos.
Ahora, al inicio de este nuevo año 2001, de este siglo, de este
milenio, al cerrarse el magno Jubileo, como los magos de Oriente, busquemos
siempre al Señor, sean cuales sean los obstáculos y las
dificultades con que nos encontremos en esta porción del pueblo
de Dios que peregrina en este hoy difícil y confuso, en este
aquí, sufrido y desconcertante de nuestra historia; y si la estrella
-la esperanza- se nos oculta, indaguemos, como los magos, y no nos faltará
ayuda; y como ellos encontraremos a Cristo "con María, su
Madre". Ofrendándole lo que somos y tenemos, Él nos
hará partícipes de su Reino de paz, de justicia, de alegría
y de amor eternos.
Que así sea.
Catedral, 7 de Enero del 2001.