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septiembre-octubre. año VII. No. 39. 2000 |
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GALERÍA |
ISLAS DE FE por Amalina Bomnín |
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El «mito de la insularidad»(1) planteado por Lezama ha servido a los artistas cubanos contemporáneos para jugar con las posibilidades del tropo, el cual se enriquece en la medida que nuestro destino se pueda tornar reductible. La accidentalidad geográfica es útil al discurso plástico para someter a reflexión conceptos muchas veces manejados con una solemnidad estéril como: patria, identidad, cultura, raíces, y que puestos en tela de juicio motivan dinámicas interrogantes. Todo el quehacer del pinareño José Luis Lorenzo (1976) está marcado por un interés en subrayar el drama que implica la sobrevivencia en la Isla; enfatizado a través de la zoomorfización de sus personajes y la utilización de materiales naturales y pobres, en muchas ocasiones, de sentido escatológico. Este joven artista ha incursionado en la instalación, la escultura, el grabado y la pintura, manteniendo una línea coherente de trabajo tanto en la elaboración conceptual como en la experimentación con los recursos formales. Ya son conocidos los protagonistas de sus historias: cuerpos antropomorfos con cabezas de caballo, oveja, lobo, perro o rana en situaciones tensas, límites, donde a veces se simula y otras se opta por la irracionalidad. Esto ocurre en un marco de incertidumbre que se acentúa con el uso de asfaltil, sangre, estiércol de caballo, tierra, yute, tronco y tripa de palma, variantes todas de lo precario. En esta ocasión, Lorenzo ha preferido dar a conocer su producción instalativa por ser dentro de su carrera, el segmento que le permite un mayor despliegue escenográfico, recurso caro a sus pretensiones teatrales. Son piezas a escala humana o monumental de tono irónico que hacen hincapié en problemáticas sociales, políticas, ecológicas y culturales. Ellas ostentan la gravedad propia de la tradición crítica del arte cubano, capaz de alimentarse antropofá-gicamente y a la vez ser universal. El uso recurrente de ciertos materiales pobres y naturales —como mencioné antes— convierte a este autor en un caso sui-generis dentro de la plástica cubana. Al colocar en una misma tesitura la palma y sus derivados y el estiércol de caballo desarma las diferencias entre lo sagrado y lo mundano para que tales categorías participen de un destino único. El fatum del pinareño está condicionado por lo precario, y este síntoma domina la psicología y la moral de sus personajes. Su condición de víctimas o culpables se diluye en la zozobra de las contingencias. Dentro de las propuestas exhibidas se hacen notar El pensador y El séptimo elemento, por detenerse sugestivamente en tópicos acuciantes de nuestra época, con un sesgo ambiguo que da pie a agudas críticas. Aún es temprano para augurios en la obra de Lorenzo, pero ésta, su segunda muestra fuera de la provincia mueve opiniones acerca de la coherencia de su oficio y la voluntad de evitar «la frustración de la vitalidad»(2) que mencionara Lezama. Pinar, agosto del 2000
Notas: (1) Capote, Leonel. La visualidad infinita. Ed. Letras Cubanas, La Habana, pp. 51-52. (2) Ibidem.
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