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septiembre-octubre. año VII. No. 39. 2000

ÍNDICE

NARRATIVA

  

 

FAMILIA

EN EL EXTERIOR

 
por Gleyvis Coro Montanet

     

 

Las escuché y me detuve en el bajante del portal, a sacudir de paso mis pantalones.

—Yo estoy con Gudelia —dijo Tina. Y eso que Gudelia siempre la discriminó:

—No eres sangre nuestra —le decía de niña.

A Tina la había dejado uno del INRA en el vientre aún fecundo de la madre el mismo día que los gringos volaron La Coubre. Era propensa a las catástrofes —habló por primera vez (dijo Mamá) la tarde que se quemó El Encanto; menstruó demorada a los dieciséis, mientras el avión DC 8 de Cubana descendía, hecho un bólido de fuego, sobre Barbados— y le salía, cuando hablaba, un mal olor de la boca.

—Lo consientes mucho, mamá.

—Oigan, se va a morir -debí gritarles desde afuera, con un lenguaje de señas y formar con los dedos una especie de cangrejo.

—Tiene cáncer —dijo el médico con su puntero alrededor de una zona oscura en la placa de abdomen.

—No me engañen nunca —nos había prevenido, todavía con juventud y una chancleta en la mano. Pero en el hospital surgió una mudez terrible a la que se le podía añadir de todo.

—¿Brotó de nuevo? —preguntó metafórica, glacial.

—Nada tienes —le mentí de cara a la amarillez de su cráneo, perceptible por entre los mechones de pelo cenizo; fijándome en su mano aferrada a la suave tela verde del blusón, tirando del cuello, y en cada uno de sus gestos, que parecían de otra mujer.

—¡Qué alivio! —lo aceptó y deslizó la mano desde su pecho hasta su vientre.

—Buscamos lo que las mujeres normales —dijeron un día las hermanas y dando traspiés, con sendos maletines de hechura soviética, procuraron un hogar más allá de las bostas, los orines, esas hierbas con guizazos y aquellos vecinos metidos en todo. Lejos también de la madre.

—¡Yo los cambié por compotas! —gritaba borracho, frente a la pantalla de su televisor, ulceroso y comunista el marido de Gudelia, cadete de Girón, allá en su casa de mampostería toda noche en que coincidieran las cervezas con los filmes norteamericanos. Después su mujer le sobaba el hígado para prevenir la cirrosis y dando tumbos se lo llevaba a la cama mientras la niña, de meses y pómulos chatos, empezaba a llorar, mientras aquí yo y la madre cotejábamos al hilo los pozuelos de la cocina, por si llovía y Tina acullá se abrazaba soltera, para bien de la patria, al último conocido que le diera albergue.

—Te lo gastará en cuerdas —increpó Gudelia, aupando la adormecida figura de su hija.

—¿Y ustedes?—ataqué— ¿dónde se lo gastarán?

Las tres me miraron de golpe.

—El asunto es el hueco —intervino la madre.

—Orestes lo tapa —resolvió Tina—, guarden el dinero para otra cosa.

—¿Orestes?

—El que tengo ahora, mamá. Es albañil.

—Qué oportuno —ironicé.

—Con eso nos ahorramos algo —calculó Gudelia.

—¿Es tu novio? —indagó la madre.

—¿A cómo está el cambio? —pregunté

Gudelita emitió un chillido intenso.

—A ciento veinte —respondió Gudelia y levantó a la niña y se la volvió a pegar al pecho.

—¿Cómo es eso de ciento veinte? —preguntó la madre.

—Esteban aclaró que era para ella, su comida y sus cosas —les recordé.

—Si te pusieras a trabajar, todo sería distinto.

—Todo sería distinto —me reprocharon las hermanas.

—¿Cómo es eso de ciento veinte?

Gudelita lloró de nuevo y tosió.

—Tina, ¿qué es eso de ciento veinte?

—Ay mamá, que das un dólar y te devuelven ciento veinte pesos.

—Alquila un carro y que nos lleve hasta la misma puerta —como una orden lo dijo y me dio completo el dinero del retiro—. Hoy me daré un lujo —suspiró de cara al espectáculo de la ventanilla—. ¿Qué dirán los vecinos cuando nos vean?

Esposo, mujer y suegros, los Novoa vivían en la misma orilla del camino y tenían la costumbre, tal vez la promesa, de quedarse mirando a todo el que pasaba.

—Fue con el ajetreo que sentí el malestar en el estómago —añadió.

—Yo no enfango las gomas en ese camino —habló el chofer, un viejo de frente curva, espejuelos y bigotes.

—Trrrrrrrrrrr —un grillo entonaba un solo inaudible y pululaba un viento como de ciclón, desgajando lloviznas que encharcaban las heces.

La madre me miró cubriéndose la nariz.

—Mala suerte —dijo y se fue delante con el molesto frufrú de sus zapatos.

—Atenderlo en mi casa. Mi marido no va a estar —propuso al otro día Gudelia, recién llegada.

—La pobreza debe mostrarse -habló desprendiéndose legañas de los párpados la madre, que había cepillado las ventanas allí donde admitían lonas de polvo y el fondo de las ollas con piedra ciforé y quería que Esteban entrara en la cocina, a mirar el hueco—. Además, a ustedes no les falta techo —adujo sin entonación y descansó de un lado la cabeza, como si acabara de encontrar la frase definitiva para que el mundo se quedara pensando: es verdad, a Tina y Gudelia no les falta techo y como para que ellas mismas se dijeran: contra, qué malas somos.

Pero ninguna pensaba críticamente.

Por revancha y porque había dejado de ser con exageración, todo era el primo Esteban, cuarenta años lejos. Cámara negra, chaleco de bolsillos, mujer al lado, pelo sobre la cara, espejuelos y maletín; saltaría de las fotos, ya lo veíamos.

—Esperanza, Esquilo, Estanislao —buscaron en una revista del corazón el significado de su nombre— ¡Esteban!

En su interés de enfocarla, apenas besó a la madre y la obligó a saludar como una tonta:

—Jelou mallami —repitió sin saber a qué miraba o qué decía, para después, con los dientes picados, mostrar a sus hijos, cubanos y pobres.

En un descuido por poco le quito el billete.

—Niño, no te pongas así —me habló la madre-. Ahorita lo fatigan —le habló a las hermanas—, dejen eso, por Dios.

—Trae la cámara, no te lo pierdas.

La mujer abrió la boca, se quitó y se puso y se quitó los espejuelos. Esteban filmó el hueco, su mujer, nosotros y el hueco; un párpado cerrado, el otro hundido en la molicie negra.

Después fuimos a sentarnos, todos juntos, en la sala.

—La política nos ha separado —explicó Estaban— ¡Upa!, ¡Upa! —jugó con Gudelita, que lo miraba cejijunta.

—No hables de eso -interrumpió la madre—, ya están aquí.

Tina y Gudelia la apoyaron con sís alternos. La madre se pasó los dedos por los ojos.

—Hemos sufrido mucho.

—¿Qué hacen ustedes? —nos animó la mujer- ¿Todos son universitarios?

—Las niñas son económicas —repuso la madre y tragó quizás esa flema que el llanto anunciado provoca en la garganta.

—Economistas, mamá —rectificó Gudelia.

—El niño es trovador y poeta.

—¡Trovador! —se asombró la mujer.

—Ella siempre nos dice niños —divagó Gudelia.

—¿Poeta? —le preguntó Esteban a Tina, la más próxima.

—Compone, pero no canta —justificó la madre—. Es asmático.

—De grado tres —concluyó Tina, con un pañuelito de olor sobre los labios.

La mujer abrió la cartera y se puso a hurgar en el fondo:

—Traigo algunas cosas, no sé a quienes les servirán.

Tina y Gudelia sonrieron, puede que los demás también, pero yo sólo las miré a ellas.

—Rífalas, mujer —propuso Esteban.

—Voy a tomar agua —interrumpí.

—No te vayas —me sujetó la madre.

—Tengo sed.

—Déjalo ir —habló la mujer—. Éstas —dio palmadas sobre el cuero del bolso que sonaba como a bongó—, son más bien para señoras. Tampoco traje nada para bebitas -razonó a un tiempo.

Caminé por sobre las hundidas, gastadas, oscuras losas del suelo. Desde la cocina los oí citar nombres, contar del uno al diez.

Gudelia se ganó una tijera, la madre un reloj. Volví cuando Esteban entraba al sorteo.

—Para beneficiar a la pobre de Tina —así le dijo y ganó para ella un abanico. Se lo entregó abierto, le enseñó el modo rápido de cerrarlo y con mano violenta de yanqui, me tocó la espalda.

—¿Qué tienes?

—Me falta el aire.

—¡No te creo! —se rió—. Aire es lo que sobra en este país, aire y sol.

Sacó un billete y lo zarandeó al nivel de su barbilla, un poco más elevada. Dejó de moverlo y vi la cara redonda de un héroe, semicalvo y lelo en la mitad del billete, pero no dije nada, o tal vez que se los debía cuando extendió hacia mí el extremo libre, con el cien en cada ángulo.

—Arregla el techo y alimenta a tu madre, está muy pálida.

El auto movilizó una tonelada de polvo que fue a sumarse al paisaje, ya turbio de por sí a razón de un viento empeñado en sacar lascas de tierra para diluirlas en el éter.

Regresé y cuidadoso, me detuve en el bajante del portal.

La madre estrenaba el reloj con un lamento:

—Ustedes nunca se han dolido con nosotros.

—Yo estoy contigo, Gudelia. No se puede andar toda la vida manteniendo a un vago —recalcó Tina.

Gudelia dejó a la niña en los brazos de la madre, recogió los cien dólares y vino hacia la puerta para mirarlos al trasluz. Traté de quitárselos y me evadió. Iba a mirarlos de nuevo, pero una racha se los llevó de las manos.

El trozo de papel rebotó hacia adentro, zigzagueó encima de los objetos y al final, con giros bruscos, salió por la ventana, rumbo al camino.

Toda vez que se detenía en una especie de modorra, más cerca de uno que de los otros, la madre, que con la niña no podía saltar, gritaba nuestros nombres.

Por momentos, los dedos de Tina o los míos lo desviaron sin disminuir el impulso que terminó por hundir su tenue verdor en medio de la resolana.

Ahítos de tristeza descubrimos, a lo lejos, las cabezas encandiladas de los Novoa.

—Disimulen —ordenó la madre con muerta voz.

 


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