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septiembre-octubre. año VII. No. 39. 2000 |
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EDITORIAL |
CREEMOS EN UN SOLO DIOS |
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Creer es poner toda la confianza, toda la esperanza y toda la vida en manos de alguien a quien se le atribuye todo el poder, todo el honor, todas las cualidades y todas las providencias. Como es fácil comprender, esta fe absoluta, incondicional, que entrega los destinos de la propia vida de forma voluntaria y gozosa, no se le debe rendir a ninguna persona, a ninguna ideología, a ninguna institución, por buenas y eficaces que éstas sean, puesto que poner la propia vida y ajustar las convicciones y los principios a proyectos socio-políticos, económicos o culturales o a personas humanas, significa someter el alma a realidades imperfectas, falibles, pasajeras y relativas. Puede ser que toda persona tenga un tipo de fe en algo: en sus propios principios, en sus ideales o los de otro, en un proyecto histórico, incluso en alguna persona. La vida es muy difícil sin asideros de este tipo. Es más, parece bueno que exista entre los hombres y sus obras cierto grado de fe y confianza. No tiene por qué existir obligatoriamente contradicción o exclusión entre esos dos tipos de fe. Es más, si cada una fija bien sus campos y su identidad, la fe en el hombre, en el mejoramiento humano, puede ser fruto de la Fe en el Creador y esa fe trascendente puede encontrar su complemento y concreción positiva en el bien que hagan personas o instituciones, relativizando siempre lo que pertenece al devenir histórico y, por tanto, pasajero. Por eso es necesario distinguir esa fe humana y natural, de la fe religiosa y trascendente que los creyentes ponen en un Ser supremo, eterno, absoluto e infalible. Es necesario identificar bien, no para enfrentarlas como ha ocurrido en algunas épocas históricas, ni para excluir alguna de ellas para instaurar cualquier tipo de ateismo o agnosticismo o indiferencia. Es necesario conocer bien la diferencia para no otorgar a ningún hombre la fe que se debe sólo a Dios y para no tratar a Dios y a la fe religiosa, como si se tratara sólo de un fenómeno psicológico, puramente humano, invención del miedo, la alienación o reflejo fantástico de la realidad. A lo largo de la historia de la humanidad se han dado muchos casos de confusiones o intentos de suplantar al Dios verdadero por falsos ídolos. En el Génesis de la vida, aquellos primeros hombres y mujeres fallaron, por querer "ser como dioses" al comer de la fruta prohibida. En tiempos de Moisés, el libertador de Israel, el pueblo le exigía las ollas de Egipto, la seguridad de la comida, el abastecimiento del maná, el surtido de carnes de codornices, que no faltara el agua aunque fuera sacada de la roca de Meribá en el desierto. Y luego, cuando Moisés subió al monte Sinaí para servir de mediador entre el verdadero Dios y la humanidad, "viendo el pueblo que Moisés tardaba en bajar del monte, se congregó ante su hermano Aarón y le pidió: Anda, haznos una divinidad que nos guíe, porque no sabemos qué habrá sido de ese Moisés que nos sacó del país de Egipto... Y Aarón le explicó a Moisés lo que había hecho: Les dije: Quien tenga oro que lo entregue y me lo dieron. Entonces lo eché al fuego y salió este becerro. Moisés se dio cuenta de que el pueblo estaba sin control por culpa de Aarón que lo había expuesto a ser el hazmerreír de sus enemigos... Moisés volvió ante el Señor y le dijo: Señor, este pueblo ha cometido un pecado monstruoso haciéndose divinidades de oro. Pero te ruego que lo perdones y si no lo haces, bórrame del libro donde tienes inscritos a los tuyos. El Señor respondió a Moisés: Borro de mi libro a quien peca contra mí. En cuanto a los demás, ve y conduce al pueblo adonde te he dicho." (Éxodo 32, 1-34) Esta situación tan antigua como actual, se ha repetido con distintos matices y personajes a lo largo de la historia humana: confundir a Dios con los hombres o los ídolos y confundir a los hombres y los ídolos con Dios. Jesucristo fue puesto también en esta trampa. Tentado en el desierto no cedió ante la seducción de la falsa milagrería de convertir piedras en pan; no cedió ante los falsos mesianismos populistas de tirarse de la torre del templo para que Dios lo salvara espectacularmente; no cedió ante la seducción del poder que le prometía todos los reinos de la tierra si postrado lo adoraba. (cfr. Lucas 4, 1-13) Cristo puso las cosas en su lugar. Frente al César que se creía Dios y frente a Dios que no quería suplantar la misión del César, distingue claramente: "Dad al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios." (Lucas 20, 25) Hoy día también debemos desmitificar los falsos mesianismos que recaban del hombre su absoluta incondicionalidad y los ídolos que intentan seducirnos con sus brillos y oropeles. Lo primero es identificarlos. Los falsos mesianismos son aquellos que ofrecen a los hombres y a los pueblos todas las soluciones a sus problemas y creen tener en sus manos las riendas de la vida y del futuro de la gente y de las naciones. Un falso mesías es un salvador, un elegido, ya sea una persona, una institución, o una ideología, o una nación hegemónica que se cree que tiene una misión redentora de toda la humanidad por el papel que cree debe jugar en un momento de la historia. Ha habido falsos mesianismos en todas las épocas y lugares, desde los césares de Roma, hasta los totalitarismos de este siglo. Desde los dioses del Olimpo griego, hasta los olímpicos presidentes de las naciones poderosas que creen que tienen a Dios cogido por las barbas. Los cubanos no hemos estado exentos de estas tentaciones a lo largo de nuestra propia historia. Aunque somos un país pequeño hemos estado seducidos por el norte, por el este y por nuestro propio ombligo. Gracias a Dios siempre ha habido cubanos "que llevan en sí el decoro de muchos hombres," que han sabido tocar el aldabonazo de las conciencias y han convocado a todos los cubanos a salvar su identidad de país pobre, pero rico en humanidad, a distinguirse de un mundo hegemónico o globalizado, marcando sus propios límites y proyectos. En el presente, esa sana distinción de la soberanía no debe ser encierro, ni mirada ensimismada, ni aislamiento. Tan malo es pasarse y vivir de ilusiones puestas en lo de afuera, que es uno de los falsos mesianismos más poderosos de nuestra actualidad, como vivir a ras de tierra, sin proyecciones y perspectivas altas y largas. Tan malo es pasarse a una post modernidad irracional y seudo-sentimental, como no acceder a una vocación universal cayendo en el falso mesianismo de una ideología reductiva y excluyente. Tan malo es pasarse poniendo toda nuestra esperanza en una utopía totalizadora y absorbente, como ceder a decidir todo en la vida desde un pragmatismo amoral y relativista. Tan malo es pasarse en una religión desencarnada y espiritualista que se desentiende de la realidad en que vive, para supuestamente dedicarse a "Dios", como hacer de la dinámica y las estructuras socio-económicas y políticas, una religión secular que intente absorber y controlar la vida y el alma de los ciudadanos y exigir de ellos fe y adhesión absolutas. Ahora bien, pudiera decirse que de todas formas cuando un creyente entrega su vida y su alma a su Dios, está sometiéndose a Alguien, está domeñando su conciencia, está renunciando a su libertad, está alienando su voluntad. Esto pudiera ser cierto si la religión a la que pertenecemos nos exigiera esas condiciones. En el caso del cristianismo, el Dios en quien creemos es el Padre de nuestro Señor Jesucristo quien nos enseñó que el verdadero Dios:
Para los que tenemos una fe religiosa. Hay un solo Dios. Un solo Señor, una sola Fe a la que se le pueda entregar toda la vida. Para los cristianos, permítasenos decirlo con todo respeto, hay un solo Mesías a quien llamamos Jesucristo y del que celebramos los dos mil años de su nacimiento. Desde entonces, Él nos invita a no vender el alma a nadie ni domesticar la conciencia ante ningún proyecto humano. Eso significa que creemos en un solo Dios. Todo lo demás es relativo y pasa. Todos los demás somos humanos, falibles y mortales. Nada ni nadie puede ocupar Su lugar en nuestras vidas. Sólo Dios basta.
Pinar del Río, 8 de septiembre de 2000 Solemnidad de Nuestra Señora de la Caridad del Cobre Patrona de Cuba.
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