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marzo-abril. año VI. No. 36. 2000 |
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ENTREVISTA |
EL HUMANISMO CÍVICO: ACERCAR EL PODER A LAS PERSONAS ENTREVISTA A ALEJANDRO LLANO, CATEDRÁTICO DE LA UNIVERSIDAD DE NAVARRA
El ciudadano
de nuestras democracias, que debería participar activamente en la vida
pública, se recluye en el ámbito privado. Las cuestiones más decisivas
que le afectan parecen estar en manos del Estado y del mercado, instancias
que están muy lejos de él. La vista de la corrupción refuerza su
desencanto. Devolver a la gente de a pie sus plenas competencias es lo que
propone el filósofo Alejandro Llano, catedrático de la Universidad de
Navarra, en su nuevo libro, Humanismo cívico (Ariel). El
Prof. Llano acudió a Madrid para presentar esta obra en la Fundación
Maraya, donde le hicimos la siguiente entrevista. -¿Cuáles son las causas de la escasa participación de los ciudadanos en la vida pública? -Quizá la mas obvia sea la complejidad. Antes, la gente vivía inscrita en unos ámbitos restringidos, visibles, abarcables. Ahora vivimos en lo que se llama una "reticularidad compleja", dirigida por centros de poder de largo alcance, porque parecen ser los únicos capaces de hacerse cargo de esa complejidad. Mientras que las personas, precisamente por vivir en un ambiente tan complicado, se encuentran más aisladas, tienen menos capacidad de intercambio, diálogo y, por tanto, de proyecto común. De manera que se produce el fenómeno, muy conocido, de la muchedumbre solitaria, sobre todo en las grandes conurbaciones.
No todo es política -¿Acaso es hoy más necesario participar en la vida pública con iniciativas sociales, además de con el voto? -Sí, porque la vida social se ha diversificado en muchos ámbitos que pueden ser calificados de públicos pero no son estrictamente políticos o estrictamente económicos. Resulta que esas instancias que antes se llamaban intermedias, si en ellas no participan los ciudadanos de a pie, individualmente o asociándose con otros, también caen en manos de los poderes públicos, que, a su vez, han perdido capacidad de iniciativa, porque tienen que atender demasiadas cosas. La autonomía del ciudadano se ha ido comprimiendo, y aunque él vote cada cierto tiempo, no tiene influencia real sobre el encaminamiento de esas realidades que están en el ámbito del mercado o en el ámbito del Estado. Y mucha gente lo nota como un fenómeno de alienación.
-¿Puede la iniciativa social sustituir con ventajas al Estado en servicios que ahora asume este? -Estamos acostumbrados a pensar como si el Estado nacional fuera el sistema obvio, cuando en realidad es un sistema relativamente reciente. Y antes, y después quizá, lo que hay son comunidades políticas, cuyo propio concepto es mucho más flexible. El Estado va unido a la idea de soberanía incompartible y de centralización máxima respecto a otras figuras, y eso ha sido contestado desde dentro por lo que podríamos llamar la rebelión de los mundos vitales: los sentimientos nacionales, ecológicos, de vecindario... En el Estado del bienestar se ve claramente que ese proyecto de centralización no era viable a la larga. El Estado del bienestar corre peligro de quiebra y, a la vez, no puede responder a las necesidades de calidad de vida de los ciudadanos, que ya no solo piden asistencia básica, protección uniformada: piden diversificación, muy difícil de lograr con un solo instrumento. De manera que, según el humanismo cívico, hay que poner en marcha otras energías que están latentes y que son las capacidades de iniciativa social. Lo que propugna el humanismo cívico es que el Estado no pretenda tener el monopolio de la benevolencia ni el mercado la marca registrada de la eficacia, sino que se reconozca que hay toda una serie de fenómenos –el tercer sector, el voluntariado, las ONG- que ya hoy están cumpliendo papeles importantes en casi todos los países. Se trata de aprovechar las capacidades de adaptación al medio que tienen las comunidades locales; en muchos lugares hay cooperativas, instituciones, clubes, comunidades de cuidado, o simplemente familiares, vecinos que estarían dispuestos a hacer una tarea semejante a la que intenta realizar el Estado del bienestar, solo que de una manera mucho más personalizada y con mayor calidad.
Otra idea de trabajo -Ahora que casi todos somos asalariados, ¿de dónde sacar el tiempo y los recursos necesarios para dedicarse a esas tareas que el Estado hace, aunque no de modo satisfactorio? -Creo que tenemos un concepto en exceso unívoco del trabajo. Equiparamos trabajo con empleo asalariado, a tiempo completo, con Seguridad Social: lo que los norteamericanos llamarían un job. Seguramente hay bastante gente que no tiene más remedio que aceptar ese job, cuando lo encuentra, porque es la única manera de cubrir sus necesidades y comparecer en la sociedad. Por ejemplo, muchas personas podrían interesarse en otro tipo de trabajos que no respondieran a la descripción del job. Pero, para eso, tendría que haber algún tipo de compensaciones de desgravaciones... y un cambio de mentalidad. Este régimen unívoco salarial está privando a la familia de casi todas sus funciones. Sin embargo, mucha gente dice: "me gustaría volver a una situación en que pudiéramos reunirnos", etc. Creo que eso es calidad de vida. La familia es la fuente más potente de calidad de vida y, sin embargo, nuestro afán de lograr calidad de vida está produciendo un fenómeno de implosión en las familias que creo no está exigido: estaba exigido tal vez por la sociedad industrial, pero no lo está por la sociedad postindustrial.
Formación humanística -Hoy se vuelve a percibir la necesidad de formación cívica. ¿Cómo habría que impartirla: con una asignatura? -Seguramente no. La mayor parte de las cosas vitales importantes no se enseñan solo a través de asignaturas. La formación cívica, que, al fin y al cabo, es un tipo de formación ética, se transmite sobre todo por simbiosis, por empatía, en comunidades en que se puede crear una convivencia culta, por contagio. En gran parte, esa formación no ha de ser directa. En los ámbitos anglosajones se piensa que la formación cívica más interesante y eficaz es la formación humanística: la formación en la cultura clásica latina y griega y, naturalmente, sus prolongaciones y actualizaciones modernas (también hay clásicos recientes); el estudio de la historia, de la literatura, de los grandes libros del genio humano, del pensamiento, de la religión –cristiana en nuestro caso- ...; eso constituye la base de la educación cívica. Y sin ella, es muy difícil que la gente sepa por qué hay cosas que están mal y cosas que están bien, qué tiene de malo agredir a una persona más débil... En fin, una serie de lugares comunes que estaban en la formación humanística que se recibía hasta hace relativamente poco han desaparecido de la enseñanza. Volver a introducirlos, creo, supone un esfuerzo mucho mayor que aplicar las famosas materias transversales e instrumentos de ese tipo, que considero artificiales.
Valores emergentes -En efecto, las pequeñas comunidades son ámbitos propicios para la participación ciudadana. Pero ¿cómo lograr que esa participación llegue al Estado mismo, a los asuntos nacionales como las relaciones exteriores o la política social? -Tenemos ejemplos de cómo eso se ha ido consiguiendo en otros temas. Me parece que el más claro es el del ecologismo. Tengo edad suficiente para recordar que hace quince o veinte años el tema de la protección del medio ambiente se recibía casi con sonrisas de conmiseración o desprecio. Hoy día, la cuestión ecológica es una de las cuestiones más importantes de la convivencia, tanto nacional como internacional. La complejidad que ha desestructurado los cauces políticos y económicos convencionales, ha hecho emerger de manera mucho más fuerte la cultura popular, la cultura ambiental... Así, hay ideas que están compareciendo de modo mucho más fuerte en el cine, en la televisión, en la prensa, que se traducen en formas de hablar en la calle, y en las que aparecen los nuevos valores: pacifismo, feminismo, nacionalismo –en cierto sentido- y, de manera muy especial, ecologismo. El caso del humanismo cívico puede ser similar: se podría generalizar esa mentalidad. Hoy día los políticos y los empresarios son extraordinariamente sensibles a los estados de opinión. Creo que la permeabilidad de la conciencia cultural es ahora mucho mayor que hace veinte años.
-Es clara la creciente influencia de las ONG, por ejemplo. Pero algunos temen que esas organizaciones que dicen representar a la "sociedad civil" se conviertan en realidad, en lobbies que defienden intereses de grupo. -No hay fórmula perfecta. Ciertamente, en las comunidades pequeñas se pueden producir los mismos fenómenos negativos que en las grandes. Pero hay un punto clave que es el nervio de mis propuestas: lo que de más positivo y constructivo haya en las capacidades humanas viene dado por la cercanía a la propia situación. Si, por sistema, se considera que la manera de evitar la corrupción, la parcialidad... es alejar los centros de poder, de decisión y de convivencia de las personas falibles y a veces corrompidas, creo que es un tremendo error. Porque la ética tiene que ver con la acción humana personal en relación con otros. Y siempre que eso se disuelve, se engloba en algo superior, viene la utopía, la revolución o la conservación, y el remedio es peor que la enfermedad. En pequeño las cosas se solucionan mejor que en grande. La gran tarea actual es dispersar el poder, es repartir poder, opinión, conocimiento, capacidad de decisión, porque, en todo caso, si hay corrupción, será más pequeña. Y habrá más equilibrio de poderes, lo cual está en la esencia de la democracia: la división y el equilibrio de poderes, y eso no es solamente referible a los poderes ejecutivo, legislativo y judicial, sino también al poder real de la gente, que Edmund Burke llamaba la libertad concertada de los ciudadanos.
No expulsar la ética del debate público -Para el humanismo cívico, el diálogo público ha de versar sobre temas éticos sustantivos. Pero se ha querido relegar la ética a la esfera privada precisamente para lograr un espacio público de libertad, donde nadie imponga su moral, y así cada cual pueda buscar la felicidad a su modo. ¿No debemos entonces conformarnos en el ámbito público con una ética de mínimos, neutral? -En cuestiones de ética no puede haber neutralidad. Un escritor americano ponía como ejemplo una ficción sobre el espía Philby. Sus compañeros decían: cada vez que hablamos con Philby, siempre detienen a alguien (Philby era un infiltrado). Pues bien, ese autor decía: qué raro que cada vez que se aplica el planteamiento de Rawls –liberal, procedimental-, siempre se acaba aprobando leyes pro aborto, pro divorcio, etc. Hay una especie de tendencia casi fatal a vaciar de contenido ético la vida pública cuando se pretende basarla sobre un mínimo ético. Es decir, el mínimo ético es cada vez menor. Lo que dificulta la admisión de posturas éticas en la plaza pública es el planteamiento hobbesiano, en el que se dice que la ley está hecha sobre la base de la autoridad, no sobre la base de la verdad. Se da por supuesto que cada cual persigue su interés particular. Creo que admitir la apertura a la verdad, la posibilidad de que, a través del diálogo, vayamos acercándonos a consensos con carga ética, no es un planteamiento utópico. Lo utópico es creer que ese problema –real- de la divergencia de posturas se puede resolver por reglas procedimentales, que en el fondo son técnicas. Y lo técnico, como advertían los clásicos, se puede emplear para el mal y para el bien. Y si no tiene una ética detrás, lo más probable es que lleve a una cadencia de degradación. Hay un cierto marco institucional propugnado por la democracia liberal, que es una conquista de la humanidad. Pero una cosa es esa, y otra cosa es vaciar ese marco de todo contenido ético. Los padres fundadores de la democracia americana, los demócratas ingleses, los grandes clásicos del liberalismo nunca pensaron que se podría llegar a una situación como la actual. Al contrario, pensaron (el caso de Tocqueville es el más claro) que esa apertura facilitaría el uso generoso, benevolente, solidario de la libertad personal y acrecentaría las posibilidades de establecer lazos comunitarios, de llegar a entenderse mejor, etc. Creo que esa posibilidad está en gran parte por explorar y, en todo caso, yo no prescindiría de ella por principio, que es lo que se hace en los planteamientos procedimentalistas.
¿Cómo impartir educación cívica? Un grupo de expertos en educación cívica se reunió en la Universidad de Navarra el pasado 26 de noviembre con motivo de una Jornada de Trabajo organizada por el departamento de Educación. Se plantearon tanto cuestiones de fondo como algunos problemas concretos de la práctica educativa. La falta de interés de los jóvenes por la vida pública, señaló Concepción Naval, directora del Departamento de Educación de la Universidad de Navarra, hace que hoy se sienta la necesidad de volver a la educación cívica. Pero frente a toda esta demanda, cabe preguntarse: ¿es la escuela el lugar más adecuado para impartir la educación cívica? Según la Prof. Naval, la ciudadanía no puede pensarse únicamente como un estatuto legal, sino como todo un estatuto legal, sino como todo un estilo de vida, cuyo desarrollo no puede quedar relegado a la escuela. "La salud y la estabilidad de las democracias (...) no sólo dependen de la buena organización del Estado, sino de la virtud individual de cada uno de los ciudadanos, es decir, de sus actitudes y cualidades de diálogo, respeto, participación, tolerancia y responsabilidad con su propia sociedad y con toda la humanidad". El problema surge -dijo Alejandro Navas, profesor de sociología de la Universidad de Navarra- cuando en una sociedad como la actual no hay consenso acerca de cuáles son los valores comunes, porque el debate esconde siempre unos aprioris desde los que cada parte interesada realiza su discurso. Por ello, la educación para la ciudadanía debe iniciarse ya en el aprendizaje del lenguaje que proporciona aquel tipo de grupos primarios como la familia, pero después debe continuarse en otras instancias sociales y culturales: no solo la escuela, sino también los medios de comunicación, el cine, la publicidad, etc.
La escuela no basta Por su parte, el historiador Javier Laspalas se mostró escéptico con respecto a la solución intelectual y escolar. Según Laspalas, quien ha estudiado una parte del recorrido histórico de la educación cívica concretada en la cortesía o las buenas costumbres, impartir cursos de ciudadanía responsable en las escuelas no puede llevarnos muy lejos, aunque tampoco sea una medida ineficaz del todo. "Pero limitarse a eso sería impartir el viejo esquema ilustrado, que escinde lo público y lo privado –lo político y lo ético-". Laspalas propone crear asociaciones de carácter no político como plataformas de expresión ciudadana, y que el poder recaiga sobre todo en las comunidades locales. Sólo en este tipo de comunidades reducidas es posible educar eficazmente al joven para la conciencia solidaria de pertenecer a un grupo social y para actuar en él de forma libre y responsable. La profesora Ángela Aparisi, directora del Instituto de Derechos Humanos de la Universidad de Navarra, subrayó que la demanda de educación cívica no es compatible con el puro positivismo jurídico. La función del derecho, dijo, es "potenciar determinados valores y virtudes sociales, incluso cuando estos son rechazados en una sociedad de forma mayoritaria. Así, por ejemplo, aunque pudiera demostrarse sociológicamente que los españoles fueran mayoritariamente racistas, el derecho positivo, y con él todas las instituciones estatales, deberían fomentar modelos sociales y políticas de igualdad". En definitiva, ¿qué debe enseñarse para formar en la buena ciudadanía? ¿Se trata de una modificación solo en los contenidos o más bien de un nuevo giro en la mentalidad pedagógica actual? La educación cívica supone, según el catedrático de Filosofía de la Educación, Francisco Altarejos, más bien un camino global en la práctica educativa que consiste básicamente en la superación de la instrucción en pro de la formación. La transversalidad que propugna la LOGSE parece un cauce apropiado para empezar la transversalidad consista en añadir contenidos complementarios a los actuales planes de estudios, sino más bien en revisar y reelaborar los objetivos instructivos de los diferentes saberes, de modo que las dimensiones técnica y científica de la enseñanza se orienten en última instancia a su esencial dimensión ética. En definitiva, todo apunta a que la educación cívica se conciba como tarea de todos, sin distinción entre la enseñanza formal de las escuelas e institutos y la enseñanza informal de otras instancias sociales, como los medios de comunicación, el aparato legal, los organismos políticos... Lo cual, si bien muestra un camino más adecuado, también revela que la educación cívica exige algo más difícil que una reforma educativa. Carmen Urpi Guercia.
Tomado de ACEPRENSA Año XXXI, 2 febrero 2000 |
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