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marzo-abril. año VI. No. 36. 2000 |
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OPINIÓN |
ARTE, GLOBALIZACIÓN Y DIFERENCIA CULTURAL
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I. Lo que llamamos globalización no consiste en una efectiva interconexión de todo el planeta mediante una trama reticular de comunicaciones e intercambios. Se trata más bien de la expansión de un sistema radial tendido desde núcleos de poder, que implica grandes zonas de silencio desconectadas entre sí, o sólo indirectamente por vía de centros autodescentrados. Poco ha avanzado el entrelazamiento Sur-Sur, como no sea durante las recesiones económicas. Es cierto que la globalización ha activado y pluralizado la circulación cultural, pero lo ha hecho sobre todo siguiendo los mismos canales trazados por la economía, reproduciendo en buena medida las estructuras de poder. La falta de interacción horizontal es una herencia postcolonial que poco se ha hecho por modificar. Los ejes económicos, culturales y de comunicación siguen siendo hacia las antiguas —y algunas nuevas— metrópolis. De ahí que las periferias deban acometer esfuerzos más enérgicos para establecer y desarrollar circuitos horizontales, que actúen como espacios de vida cultural. Tales circuitos contribuirán a pluralizar la cultura, internacionalizando en el real sentido de la palabra, legitimando en sus propios términos, y construyendo nuevos epistemes. La globalización ha marcado dos procesos contrapuestos en la cultura. Su interacción constituye un punto crítico de las rearticulaciones del poder simbólico, y una paradoja que da el signo de la época. Por un lado, constituye el momento «post» de la expansión del capitalismo industrial, que forma parte de la expansión de Europa y su cultura a partir del Renacimiento. Esta expansión ha sido relatada como una expansión del mundo. La adquisición de un poder mundial fue vista como una mundialización: lo local-occidental devenía universal por la conquista de poder planetario y por la construcción de una racionalidad totalizante desde ese poder. La idea de expansión culminaba en una noción inversa, de contracción: «el mundo es cada día más pequeño», y aún una aldea global. La cultura de Occidente fue fijada como metacultura operativa del orbe contemporáneo. Esto se hizo con fines de conversión y dominio, pero llevó implícito el acceso generalizado. Si la imposición buscó convertir al Otro, el acceso le facilitó usar esta cultura para fines propios, diferentes, y la posibilidad de transformarla desde dentro. La metacultura occidental ha devenido un medio paradójico para la afirmación de la diferencia, y para la rearticulación de los intereses del campo subalterno en la época postcolonial. De ahí que los tiempos de la globalización sean simultáneamente los de la diferencia. Éste es el otro proceso contradictorio al que me refería al inicio. La existencia de una metacultura operativa ha permitido globalizar diferencias más allá de los ámbitos locales. Esta globalización cultural implica la interacción entre una metacultura occidental extendida y la pluralidad cultural del mundo. Si la primera conserva su carácter hegemónico, las otras han aprovechado su capacidad de broadcasting internacional para sobrepasar los marcos locales. Siempre ha habido una presión desde el poder por asimilar y usar en su beneficio elementos ajenos. La metacultura occidental ha procurado tanto absorber en usufructo elementos de otras culturas como globalizar fragmentos de ellas desde el enfoque hegemónico. Pero, usada desde el otro lado, ha permitido difundir perspectivas diferentes, y ha sufrido adecuaciones acordes con estas perspectivas. Impuesta por el colonialismo, ha sido después un instrumento para la descolonización y la actividad internacional de los nuevos países de África, Asia y el Caribe. Además, toda expansión vasta, como la del budismo en Asia o el latín en el imperio romano, conlleva un alto grado de tensión que abre porosidades y resquebraja. El proceso de globalización-diferenciación es una intrincada, conflictiva articulación de fuerzas más que una dialéctica dual. Implica contaminaciones, mezclas y contradicciones hacia muchos lados. Aunque orienta el desenvolvimiento actual de la cultura, no puede ser tomado pasivamente como una inclinación necesaria, que ocurre sin la presión ejercida por los sectores subalternos. Entre otros problemas, existe esa tendencia metacultural a generalizar prácticas de ámbitos muy diversos —del yoga al karate— de un modo consumista, culturalmente «aséptico», como elementos aislados en un mosaico cosmopolita. No obstante, algunas de las experiencias en ámbitos no occidentales más exitosas han consistido, como la del Japón, en manejar la occidentalización en beneficio del país, potenciándola desde componentes propios. Es en este laberinto de desplazamientos y ambigüedades donde se tercia hoy el poder cultural. Está cada vez más claro que a estas alturas no hay regreso viable a la tradición precolonial, pues consistiría, precisamente, en regresar al mito de un pasado incontaminado, con poco margen de acción en el orbe contemporáneo. Por otro lado, tales intentos suelen obedecer a manipulaciones desde agendas políticas y culturales de su momento. La cuestión sería hacer la contemporaneidad desde una pluralidad de experiencias, que actuarían transformando la metacultura global. No me refiero sólo a procesos de hibridación, resignificación y sincretismo, sino a orientaciones e invenciones de la metacultura global desde posiciones subalternas. El punto clave reside en quién ejerce la decisión cultural, y en beneficio de quién ésta es tomada. Una agenda utópica sería pensar en una metacultura reconstruida desde la más vasta pluralidad de perspectivas. La estructura postcolonial vigente dificulta esto en extremo, debido a la distribución del poder y a las limitadas posibilidades de acción que poseen hoy vastos sectores.
II. Aún cuando se impone por una cultura dominante sobre otra dominada, la apropiación cultural no es un fenómeno pasivo. Los receptores siempre transforman, resignifican y emplean de acuerdo con sus visiones e intereses. La apropiación, y en especial la «incorrecta», suele ser un proceso de originalidad, entendido como nueva creación de sentido. Las periferias, debido a su ubicación en los mapas del poder, han desarrollado una «cultura de la resignificación» de los repertorios impuestos por los centros. Es una estrategia transgresora desde posiciones de dependencia. Además de confiscar para uso propio, funciona cuestionando los cánones y la autoridad de los paradigmas centrales. No se trata sólo de un desmontaje de las totalizaciones en el espíritu postmoderno, pues conlleva además la desconstrucción antieurocéntrica de la autorreferencia de los modelos dominantes y, más allá, de todo modelo cultural. La «antropofagia» cultural consciente y selectiva, proclamada por los modernistas brasileños en los años 20, ha sido una constante de los modernismos latinoamericanos (curiosamente pre-postmoderna). Las tensiones de los prefijos subrayan lo intrincado de esta madeja cultural en un ámbito de por sí heterogéneo y fragmentario. La «antropofagia» tampoco es un programa tan fluido como parece, pues no se lleva adelante en un terreno neutral sino sometido, con una praxis que asume tácitamente las contradicciones de la dependencia y las «deformaciones» postcoloniales. ¿Quién come a quién? Otro problema es que el flujo no puede quedar siempre en la misma dirección Norte-Sur, según impulsan la estructura de poder, sus circuitos de difusión, y el acomodamiento a ellos. No importa cuan plausible sea la estrategia apropiadora y transculturadora, implica una acción de rebote que reproduce aquella estructura hegemónica, aunque la conteste y aún llegue a valerse de ella a la manera de esas artes de combatir sin armas que aprovechan la fuerza de un contrario más poderoso. Es necesario también invertir la corriente. No por darle la vuelta a un esquema binario de transferencia, desafiando su poder, sino por contribuir a pluralizar para enriquecer la circulación en un sentido verdaderamente global. Hoy la cultura constituye un campo de tensiones posguerra fría, donde tiene lugar un pulseo entre fuerzas sociales hegemónicas y subalternas. Éste se empeña entre la asimilación, el tokenismo, la rearticulación de las hegemonías, la afirmación de la diferencia, la crítica al poder, y las apropiaciones y resemantizaciones hacia todos lados, entre otras tensiones. Más allá, los factores culturales están adquiriendo mayor importancia en el entramado social, la reconfiguración del poder, y la política internacional. Samuel P. Huntington ha planteado que los alineamientos definidos por la ideología están cediendo camino a aquellos definidos por la cultura. Aunque unilateral, el planteamiento es síntoma de los cambios que tienen lugar. Si bien el estímulo al pluralismo es un rasgo básico de la postmodernidad, los descentramientos implícitos permanecen bajo el control de centros que se «autodescentran» en una estrategia lampedussana de cambiar para que todo quede igual. El poder no busca hoy reprimir u homogeneizar la diversidad, sino controlarla. Pero la estrategia misma responde a un reparto de fuerzas diferente, y los grupos en desventaja ejercen cada vez una presión e infiltración más activas. Se ve tanto en las readaptaciones culturales que hacen los sectores y culturas subalternos y periféricos, como en la heterogenización que los inmigrantes están produciendo en las megápolis contemporáneas. Hay mucha y muy diversa gente haciendo «incorrecta» y desembarazadamente la metacultura occidental a su propia manera, deseurocentralizándola en forma plural. Lo que llamamos postmodernidad es, en buena medida, resultado de la imbricación de todos estos procesos contradictorios. Ellos determinan además una extraordinaria dinámica de las identidades, con complejas readecuaciones. Todos los bordes se vuelven mutantes, y devienen los espacios críticos de nuestra época.
III. Las nociones de mestizaje y sincretismo han sido muy usadas en América Latina para fundamentar nuestra problemática diferencia con Occidente y No-Occidente, como parte de nuestra eterna obsesión con la identidad. Son ideas que todavía ostentan vigencia, en especial en el Caribe, Brasil, México y los países andinos, y en los terrenos del arte y la cultura. A principios de los años 40 el etnólogo Fernando Ortiz comparó la identidad cubana con un ajiaco, es decir, un sopón de ingredientes muy diversos donde el caldo que queda en el fondo representa la nacionalidad integrada, de síntesis. Este paradigma puede ser extendido a todo el Caribe, caracterizado por procesos de desgaje de las culturas originales que confluyeron en la región (acriollamiento), y mixación etnogenética. Allí los elementos culturales e idiosincrásicos de origen africano modulan las culturas nacionales de tipo occidental «mestizo» hasta el extremo de fraguarles en buena medida su acento particular. Lo africano hibridado resulta clave para muchas manifestaciones culturales de América. El problema con la idea del mestizaje cultural es que puede ser usada para crear la imagen de una fusión equitativa y armónica, disfrazando no sólo las diferencias, sino las contradicciones y flagrantes desigualdades bajo el mito de una nación integrada, omniparticipativa. Es el problema de todas las nociones basadas en la síntesis, que desdibujan los desbalances y tienden a borrar los conflictos. Habría que ver qué parte de los ingredientes pone cada cual en el ajiaco, y a quien toca después la cucharada mayor. Es necesario subrayar, además, que, aparte del caldo de síntesis, quedan huesos y carnes duros que nunca llegan a disolverse del todo, aunque aporten su sustancia al caldo. El paradigma del «ajiaco», referido a la hibridación, tendría que ser complementado con el de los «moros con cristianos» (como llamamos en Cuba al plato de arroz y frijoles cocinados juntos, conocido en otros países como "gallo pinto"), referido a la multiculturalidad. Ambos se interconectan: hay que comerlos juntos. Otra dificultad es que el modelo de la hibridación lleva a pensar los procesos interculturales a través de una operación de tipo matemático, mediante división y suma de elementos, cuyo resultado es un tertium quid fruto de la mezcla. Este tipo de modelos oscurece la creación cultural propia que no es necesariamente fruto de la mezcla, sino de la invención o el uso específico. El sincretismo, en menor o mayor grado, ha sido siempre una vía de resistencia y afirmación para los subalternos. Un caso elocuente fue la identificación de dioses africanos con santos y vírgenes católicos hecha por los esclavos cristianizados a la fuerza en Brasil, Cuba y otros países. En nuestra época global y postcolonial, los procesos sincréticos se definen como negociación básica de las diferencias y el poder cultural. Pero aquéllos no pueden ser asumidos acomodaticiamente, cual solución armónica de las contradicciones postcoloniales. Tienen que conservar el filo crítico. No hay sincretismo real en cuanto unión de antagonismos no contradictorios, sino como estrategia de participación, resignificación y pluralización antihegemónicas. A diferencia de la América Latina y el Caribe, en África y Asia se separan con mayor claridad las culturas autóctonas —y sus transformaciones— de las culturas europeas impuestas. Es natural que se conserve cierta polaridad lingüística y cultural aun cuando se asuman los cambios traídos por el colonialismo, junto con sus capacidades de inversión descolonizante. Pero hoy día parece más plausible una relación dialógica, donde la lengua y la cultura impuestas puedan sentirse "suyas-ajenas", como decía Mijail Bajtín hablando del plurilingüismo literario. Los elementos culturales hegemónicos no sólo se imponen, también se asumen (Ticio Escobar), revirtiendo el esquema de poder mediante la apropiación de los instrumentos de dominación. Así, el sincretismo en América de dioses africanos con santos y vírgenes católicos al que me referí, no fue sólo una estrategia para disfrazar a los primeros tras los segundos: implicó la instalación de todos a la vez en un sistema inclusivo, aunque de estructura africana. En un poema significativamente titulado "Not Neither", la poeta nuyorrican Sandra María Estévez oscila entre idiomas e identidades, construyendo una opción desalienante que vive los desplazamientos entre disyunción y afirmación propios de esta dinámica: being Puertorriqueña bien But yet, not gringa either, Pero ni portorra, pero sí portorra too Pero ni que what am I? ... Yet not being, pero soy, and not really Y somos, y como somos Bueno, eso sí es algo lindo Algo muy lindo. Por su propia estructura, el poema resulta prácticamente imposible de traducir. Las paradojas que crea en esta dirección refuerzan con elocuencia su significado más profundo, y enfatizan casi al absurdo las contradicciones del acto mismo de traducir. Así, si intentásemos llevarlo al español o al inglés perdería su sentido, dado por la bilingualidad. Problemas semejantes ocurrirían si lo hiciésemos hacia una tercera lengua. La solución natural parecería estar en invertir la bilingualidad del poema, o sea, llevarlo al español donde está en inglés y viceversa. Esta inversión, aunque respetaría el sentido del texto, resulta una traducción absurda, pues mantiene todo igual. Pero hay algo más: la inversión traiciona la toma de partido del poema en favor del español, muy clara en el uso de esta lengua en la declaración de la línea final. Se trata de un bilingüismo comprometido, enfrentado al bilingüismo y biculturalismo neutrales. La palabra clave del texto es precisamente aquella intraducible: portorra, un término a la vez despectivo y cariñoso para referirse a los puertorriqueños. En verdad, lo más provocativo en el discurso de "Not Neither" es que problematiza cierto oportunismo neocolonial del "bi". El poema suscribe y simultáneamente desestabiliza la noción bajtiniana de lo "suyo-ajeno", al darle vuelta para enfatizar lo "ajeno-suyo". Pero la cuestión está también en "vivir en el guión", como decía el profesor cubano-americano Gustavo Pérez-Firmant en el título de su libro. El guión como espacio conectante y transfigurador quizá represente con elocuencia una interacción viva, originada en la ruptura misma. Concluyo con un símbolo abierto. Al llegar a América, los españoles estuvieron obsesionados durante años por saber si se trataba de una ínsula o de la tierra firme. Cuenta un historiador del siglo XIX, cura de la villa cubana de Los Palacios, que cuando Colón preguntó a los nativos de Cuba si aquel lugar era isla o continente, ellos le respondieron que era "tierra infinita de la que nadie había visto el cabo, aunque era isla". Tal vez las tendencias actuales nos inclinen hacia un orbe de islas infinitas.
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