septiembre-octubreo. año VI. No. 33. 1999


OPINIÓN

 

 

EL PODER:

EL MINOTAURO EN SU LABERINTO

 

por Dalmacio Negro

 

 

La clave de El Poder es la mítica palabra griega Minotauro, que evoca inmediatamente la utilización por Hobbes de la palabra Leviathan, tomada del mito bíblico del libro de Job. El Leviatán hobbesiano es, como se sabe, un Estado imaginario que, enfrentado a Behemoth, la otra alimaña bíblica con la que el escritor inglés simbolizó la revolución, aspira a establecer la paz perpetua1. El Estado Leviatán era empero relativamente estático, protector de la Sociedad, tenía como fin acabar con la entropía del Estado de Naturaleza -con la guerra civil-, en último análisis, establecer la paz perpetua cuya consecuencia atribuía Kant, en la línea de Hobbes, al Estado de Derecho. En realidad, el Estado Leviatán era ya en el propio Hobbes un Estado de Derecho. El Estado Minotauro es, en cambio, un Estado dinámico que instrumentaliza el derecho al servicio de sus fines, enemigo de la Sociedad a cuya costa prospera, y en este sentido entrópico, cuyo objeto inmediato es la movilización total, en último término, la guerra. El Estado Minotauro lleva en su seno a Leviatán y Behemoth, el orden y la revolución. Históricamente, el Estado Leviatán, concebido como Estado de Paz mediante la concentración en él de todos los poderes haciéndole absolutamente soberano, a medida que los absorbe se hace cada vez más revolucionario conforme a la naturaleza del Poder y deviene Minotauro.

Un objetivo principal de Du Pouvoir consiste precisamente en mostrar que el Poder es revolucionario por naturaleza; de ahí su historicidad y el que pueda revestir variedad de formas. Pero esa nota esencial se le escapó a Hobbes, quien achacaba la revolución a Aristóteles y a los sacerdotes. Hobbes era un teólogo político que razonaba partiendo del caso extremo. Su idea del Poder era del poder de Dios, poder creador, y concibió el Estado Leviatán, que concentra todo el Poder, como un benéfico «dios mortal», capaz de dar seguridad bajo el Dios inmortal. Esto pudo ser aproximadamente así mientras se mantuvo viva la idea de esa dependencia. Deja de ser verdad cuando el Poder, mediante la concentración de todos los poderes en el poder político, queda entregado a sí mismo, desvinculado de cualquier idea de límite. A esto apunta la continuación de El Poder. El libro sobre La soberanía acaba así: «En cuanto a nosotros, nos basta haber hecho ver que la confianza mostrada en la selección natural de lo justo y lo verdadero están estrechamente vinculadas a la idea de la razón natural, a la idea de una participación humana en la esencia divina. Si no se cree en ella, se derrumba todo el edificio». Para mostrarlo, Jouvenel se aplicará al estudio del Poder puro. Se podría decir que Du Pouvoir es a la vez contrapunto y continuación de Levianthan, la obra de Hobbes, que Hobbes estableció la teoría del Estado como receptáculo del Poder y Jouvenel la del Poder configurándose libremente a sí mismo.

Según el mito griego, Minotauro era un monstruo con cabeza de hombre y cuerpo de toro, fruto de los amores ilícitos de Pasifae, esposa de Minos, el famoso rey de Creta, con el toro que le había enviado Poseidón, el dios del mar, para que se lo sacrificase. Minos, entusiasmado con la bestia, no hizo el sacrificio y encargó a Dédalo la construcción de un gran palacio -el laberinto- con tantas salas y corredores que nadie, salvo el propio arquitecto, era capaz de encontrar la salida. Allí encerró Minos al monstruo al que se daban en pasto anualmente siete jóvenes y siete doncellas que pagaba como tributo la ciudad de Atenas. En una ocasión, Teseo se ofreció a ir entre los jóvenes, mató al animal y, gracias a Ariadna -al famoso hilo de Ariadna- consiguió salir del palacio. El Estado Minotauro es un monstruo, movido exclusivamente por el Poder, que exige tributos sangrientos consumiendo la vida de la Sociedad. A Jouvenel le gustaría que su obra sirviera de hilo de Ariadna para que salgan los europeos del laberinto del Estado Total, o más bien Minotauro, al que estaban abocados.

Aparentemente, la imagen que pretende suscitar la metáfora Estado Minotauro es equivalente a la alemana Estado Total de la que derivó la de Estado Totalitario (que había empleado incidentalmente Mussolini). Sin embargo, tiene un alcance mucho mayor. El Estado Total se concebía como una forma posible del Estado, no necesariamente violenta, apta para solventar la oposición entre el Estado y la Sociedad, tal como la había expuesto Lorenz con Stein o su seguidor Karl Marx. El Estado Total es una respuesta casi cuantitativa, formal, abstracta, a la situación, pensando que se ha llegado a ella por una evolución de las cosas relativamente extrínseca al Estado mismo: por el desarrollo de la economía, de la ciencia, de la técnica, etc., que ha sido configurando un cierto espíritu; no por el desarrollo del Poder.

Por razones obvias, Jouvenel seguramente no conocía entonces el famoso libro de Hayek Camino de servidumbre, publicado en 1944.2 El escritor austríaco ponía ahí en guardia contra la tendencia de las naciones libres hacia el totalitarismo al que combatían, debido principalmente al intervencionismo económico, a la planificación, resultando fácil percibir cierto parecido de familia entre esta obra de Hayek y la de Jouvenel. El Poder, incluso por el momento en que fue concebido y publicado, tiene también el aire de una advertencia en una línea precisa: «Tocqueville, Comte, Taine y tantos otros, dice su autor al final de la obra, multiplicaron en vano sus advertencias. Se haría un libro, mejor sin duda que el presente pero con el mismo sentido, si pusiéramos una tras otra todas las profecías que tantos excelentes espíritus prodigaron». Sin embargo, tanto por su estructura formal como por sus presupuestos, contenido e incluso su intención concreta, no la general, es muy distinto al del economista liberal. Este último está en una aguda línea crítica al Estado Total (o Totalitarismo), no tanto por su intrínseca naturaleza política, la apoteosis del Poder, sino por sus consecuencias, por lo que, en cierto modo, es todavía afín a su concepto. Tras él se esconde aún la metafísica del racionalismo individualista que critica Jouvenel a lo largo de El Poder, que «sólo ha querido ver en la sociedad el Estado y el Individuo». Camino de servidumbre trata de la expansión del Estado; El Poder de lo que verdaderamente le hace expansionarse. Se podría decir que aquél es un estudio fenomenológico de la estatalidad; el de Jouvenel un estudio ontológico. Y, ciertamente, es este último mucho más político.

La imagen del Estado Minotauro, aunque inspirada sin duda en los Estados Totalitarios soviético y nacional-socialista, se aplica a la naturaleza y la tendencia de todos los Estados. Pero el Estado Minotauro, concepto mucho más político en el fondo que el de Estado Total o Totalitario, expresa la intrínseca necesidad del estado de configurarse así, no sólo por causas externas, como la economía, la cuestión social, la técnica, o todas ellas juntas, sino por la irresistible tendencia del Poder puro que alberga en su seno a crecer indefinidamente a costa de la sociedad, destruyendo la libertad, mediante el aprovechamiento de esas causas extrínsecas. Si las naciones que combatían el totalitarismo también se aproximan inevitablemente a él, es debido a la lógica del Poder, más que a las ideas económicas, científicas o técnicas, al tener también ellas ya un poder estatal que les permite imponer igualmente la movilización total. Son como dos aspectos del mismo espíritu, justamente porque ese poder que les permite apelar igualmente a la movilización total se encuentra en todas partes.

Los gobiernos pueden ser políticos y administrativos. Inicialmente, muestra Jouvenel, el gobierno era político, simplemente se servía del Estado para afirmarse. Pero a medida que se afirmó el Estado hubo de hacerse administrativo. Con el tiempo, el gobierno administrativo llegó a ser más importante que el político, pues el gobierno político ya no podía funcionar sin el administrativo. Hoy los gobiernos son predominantemente administrativos y escasamente políticos, impolíticos y hasta antipolíticos, como en los Estados Totalitarios. La administración estatal, especialmente el fisco, ha llegado a penetrar en todo, dirigiendo hasta las conductas más íntimas. Esa tendencia a fagocitar todo es lo que le ha hecho devenir, más que Total, Minotauro. Se decía en otros tiempos que la Nación, sustrato emocional del estado, era el pueblo con conciencia política; hoy habría que decir, por amor a la exactitud, que es el pueblo con conciencia administrativa, como lo prueba diariamente la propaganda fiscal. Lo que investiga Jouvenel es cómo se ha llegado a esta situación, cuya inteligibilidad no puede circunscribirse al examen de la actualidad, ni siquiera cumpliendo el trámite de remontarse a la revolución francesa: es preciso buscarla en la historia, que no cabe eludir, como historia del poder.

La imagen del Estado Minotauro —«el hombre piensa por medio de imágenes»3— no se limita, pues, como la del Estado Total, a representar una situación y una fórmula: expresa la apoteosis de la tendencia ontológica del Poder. El Minotauro es eterno como el Poder; el Estado es el palacio que construyó Hobbes, moderno Dédalo, para albergarlo.

En el Estado Minotauro, a la vez Leviatán y Behemoth, llegan a su cénit las posibilidades del Poder. No a causa de la economía o la técnica, por ejemplo, que son sólo medios, sino porque constituye la conclusión lógica de su desarrollo en circunstancias favorables, y el Estado, por su estructura, una máquina, ciertamente favorece su progreso. Pero, como suele ocurrir, en ese preciso momento, al quedar entregado a sí mismo, se hacen patentes su naturaleza y sus aporías, pues ha dejado de ser legítimo, como resulta evidente en el caso de los Estados Totalitarios, en cuyo carácter benéfico, que es lo que se espera del Poder, resulta imposible creer. La ilegitimidad sobreviene cuando empieza a resquebrajarse gravemente la «recíproca costumbre» de creer que los intereses del poder se acomodan con los de la sociedad, dudándose de que sea verdad. Entonces tiene lugar el gran divorcio entre ambos, al entrar en contradicción con la sociedad —a fin de cuentas, una masa de ideas-creencia centralizadas como hábitos, costumbres, usos, instituciones—, subsistiendo el Poder como puro mando, como fuerza, lo que deja ver su profundo egoísmo. Y es justo en estos momentos de crisis, reducido a su estado puro, cuando se percibe mejor la naturaleza del Poder como causa eficiente de la historia. El Poder es esencialmente ego-ísta y por eso se ha considerado siempre, contradictoriamente, que la perfección del Poder consiste en eliminar por completo el principio egoísta. En otros términos, Jouvenel explica la época partiendo de su ilegitimidad.

Ha ocurrido, en fin, que el Estado es, por una parte, un aparato, una máquina artificial que facilita que el Poder encarnado en él tienda inexorablemente a separarse cada vez más del pueblo, conforme a la ley que enunció más tarde Jouvenel de que «allí donde no hay organismos gubernamentales, los dirigentes, quienesquiera que sean y cualquiera que sea su título, están obligados a actuar con y para el pueblo; allí donde se desenvuelven organismos gubernamentales, los dirigentes pueden actuar sin y sobre el pueblo» es decir, que «el desenvolvimiento de un aparato de Estado permite la emancipación del gobierno, su independencia en relación con el pueblo»4. Y, por otra parte, ha sucedido que, habiendo sido concebido como instrumento de seguridad, ha desbordado todos los límites, destruyendo toda posible legitimidad, al no quedar nada seguro fuera de su alcance. El sentimiento de seguridad constituye un indicio de la legitimidad de un Poder: el de inseguridad, el de su ilegitimidad. Y esto mismo hace que por todas partes se pida más seguridad, si es posible la seguridad total.

La causa principal del crecimiento del Poder, que por definición busca siempre aumentar, lo que le alimenta y condiciona su vida es, según Jouvenel, la disposición de crecientes recursos financieros. El escritor francés suscribía gustosamente la concepción de Schumpeter de que el Estado y el impuesto son consustanciales, pero añadiría que, por eso mismo, el Estado, que es en su núcleo Estado Fiscal, deviene inexorablemente Minotauro, en cuanto la forma estatal permite alimentar suculentamente al Poder. El establecimiento de impuestos permanentes, que hacen posible que el Poder disponga de un ejército también permanente, ha sido «un paso prodigioso dado por el Poder: en lugar de mendigar una ayuda en circunstancias excepcionales, dispone en adelante de una dotación permanente», que «se aplicará decididamente a acrecentar»

Jouvenel se aplicará, por su parte, a desvelar, por un lado, la naturaleza del Poder, sus ‘metafísicas´ y su dinámica; por otro, los medios que, bajo la forma estatal, ha logrado ir acumulando hasta nuestros días, las costumbres y los hábitos que ha destruido y los que les han sustituido.

 

Du Pouvoir es, en definitiva, una historia del Estado desde sus humildes orígenes medievales hasta su culminación en esta última forma de Estado Minotauro, después de haberse hecho soberano, y, muy en la tradición de Montesquieu y Tocqueville, de los hábitos de obediencia contraídos a través de los siglos por los hombres sometidos continuamente a la acción de la soberanía, a través de la cual se expresa el poder. Pues, a fin de cuentas, la Soberanía, dice en el libro de este título, no es otra cosa que la «constitución de una convicción íntima en los participantes del agregado de que este agregado tiene un valor final»5.

El libro posterior Los orígenes del Estado Moderno proporciona la perspectiva necesaria. El propio Jouvenel dice, en la primera nota a pie de página, que El Poder «trata de la formación del Estado». Y en esta obra más madura muestra que el Estado alcanzó su mayoría de edad como forma política en la Revolución francesa. Más exactamente, con el Estado organizado por Napoleón tras el coup de Brumario.

Es todavía corriente referirse al Estado que surge hacia el siglo XVI, al Stato que describe Maquiavelo, como Estado ‘moderno´, debido al uso antiguo y ambiguo de la palabra Estado, aplicándola a cualquier formación política de cualquier tiempo y lugar. Más lo que contemplaba el escritor florentino era la aparición de una nueva forma de gobernar, mediante el empleo de una especie de maquinaria política, la estatalidad, el Estado, cuya teoría elaboró posteriormente Hobbes siguiendo a Maquiavelo y al francés Juan Bodino, cuya doctrina de la soberanía dio a lo Stato una vida propia -Hobbes dirá que la soberanía es el alma del Estado-.

Más el Estado Leviatán tenía todavía muchas trabas. No podía prescindir de la Monarquía de derecho divino y tampoco de la Iglesia, su gran rival y alter ego. Las tradiciones, las costumbres, los hábitos, los usos, los recursos, la alianza entre el Altar y el Trono del Antiguo Régimen imponían muchas trabas al pleno despliegue de las posibilidades de la estatalidad. Así, esa alianza legitimaba, cierto, al Poder monárquico, pero también lo limitaba mucho, pues tenía que compartir la obediencia con el Poder espiritual. De ahí las críticas de los philosophes, partidarios del despotismo ilustrado, contra la Iglesia, que no dejaba actuar ilimitadamente a los príncipes sobre la Sociedad, que aquellos querían moralizar. En el Antiguo Régimen no se podía reducir la vida colectiva a la de un Todo universal, omnicomprensivo, a una suerte de persona moral. Como dice Jouvenel en otro lugar, «la condición psicológica de un totalitarismo logrado es que el hombre se sienta ‘parte´; el hombre de Hobbes, por el contrario, se siente muy vivamente un todo»6. El Estado Leviatán no era todavía el estado Minotauro, una persona moral que integra todo y a la que se supedita todo; las relaciones con él no eran relaciones morales sino de derecho. Lo verdaderamente nuevo fue la ontologización del Estado al quedarse como único Poder, identificándose por fin plenamente con el Poder.

Ciertamente hay una continuidad histórica entre el Estado Leviatán y el Estado surgido de la Gran Revolución, pero «Brumario, escribe Jouvenel en este libro posterior, significa un gran comienzo: el comienzo del Estado Moderno, que se caracteriza por la potencia de una organización administrativa que se extiende sobre la totalidad del país y lleva hasta los rincones más apartados la voluntad de un poder central... De la Revolución surgió un régimen político nuevo, que no tenía precedentes en Europa, carente de cualquier parentesco con el Antiguo Régimen (sin duda, especifica Jouvenel, Napoleón cometió un grave error al unirse por su matrimonio con los Habsburgo) y sin semejanza tampoco con el sistema inglés, que se caracterizaba más bien por la importancia, en continuo aumento, de las asambleas deliberantes parlamentarias». «Ese nuevo modelo, prosigue Jouvenel, lleva consigo como característica fundamental la inversión de la relación psicológica entre el gobierno y la nación. El gobierno se halla en manos de una élite ilustrada, homogénea en su concepción del mundo, y transmite esa concepción al resto de la sociedad. Viene a ser algo así como un maestro y sus discípulos. Esa idea de uno que enseña y otro que aprende, inherente a la nueva idea de gobierno, contribuye a la legitimación de quienes lo ejercen».

El Poder empieza a verse libre de trabas y a enseñar lo que hay que hacer, y, por cierto, Jouvenel, que no recurrió demasiado a la palabra Minotauro para designar el Estado actual, empleó a veces la expresión Estado Educativo. En cualquier caso, el Estado, encarnación del Poder, se liberó entonces de trabas ancestrales, las del Antiguo Régimen, llegó a su plenitud y el Estado Total, Estado Minotauro, Estado Educativo o Estado Panopticón, como quería J. Bentham, tiene su origen en la Revolución francesa. El nuevo Estado deja ya ver la tesis subyacente a El Poder: El Poder es radicalmente egoísta, y dejado a sí mismo tiende a ser total o, utilizando su terminología, minotáurico, aunque empieza por ser pedagogo; esta es, después de todo, la función de la ideología, cuyo modo de pensamiento empezó a difundirse entonces como el pensamiento de un Todo, de la Nación, rector de la razón de Estado.

Lo que a veces siembra el desconcierto en la historia del Estado es que el Estado Leviatán también había arraigado a su manera en las tradiciones, las costumbres y los hábitos. A fin de cuentas, según el propio Hebbes, cumplía su misión dando seguridad a la Sociedad, pero dejándola ir por sí sola y, tras la Revolución, reapareció como Estado de Derecho, en realidad era el Estado revolucionario, el Estado Moderno de Jouvenel, pero sometido al derecho, recayendo entonces la discusión, no sobre el Estado en sí sino sobre el alcance y el contenido del Derecho y los de su institución fundamental, la propiedad. Por ejemplo, comenzó el desarrollo del derecho administrativo. Pero el egoísmo del Poder encarnado en el Estado siguió su curso.

Alejado de las ilusiones contractualistas —«las teorías del ‘contrato social´ nos presentan hombres maduros que han olvidado su niñez», dirá Jouvenel en La teoría pura de la política7—, quizá se podría interpretar El Poder como un intento de mostrar, probándolo por la historia concebida como ‘una lucha de poderes´, que la forma estatal lo hace paroxístico. Que historia y política son inseparables: «solamente la carencia de imaginación y de experiencia puede conducir a una visión simple de las relaciones existentes entre un cuerpo gobernante y la opinión», escribe en La teoría...8. Que el Estado es una forma de organización en la que el natural egoísmo del Poder, en cuanto está en condiciones de llevar a cabo una movilización total de las energías, acaba haciéndose ilimitado hacia dentro y hacia fuera. Que el Estado, una vez monopolizado lo público, tiende inexorablemente a hacer pública toda la existencia. Que el Estado, en fin, es ese monstruo frío, como decía Nietzsche, que, liberado de cualquier freno, se diviniza a sí mismo.

Jouvenel analiza las causas y los medios por los que el Poder ha hecho que el Estado haya devenido Minotauro, enemigo de la Sociedad a la que devora a su manera continuamente. Los resume en lo que llama la ley de la concurrencia política, objeto del trabajo de este título, que explica la carrera entre los poderes. Ley que recuerda por cierto la enunciada por el gran historiador suizo Jacob Burckhardt: en política, «constituye una gran desgracia que cuando uno va delante, los otros no tengan más remedio que seguirle por su propia seguridad»9.

Según Jouvenel, el proceso de la concurrencia política tiene dos fuentes: o bien un Estado aumenta un territorio, incrementando así la base de donde obtiene sus recursos, lo que obliga a los demás a hacer algo análogo para restablecer el equilibrio, o bien, aumenta su capacidad mediante un incremento en la explotación de los recursos de su propio territorio; medio que, si es aceptado, resulta «más temible para sus vecinos que la adquisición de cualquier provincia». Por esta razón, ningún Estado puede permanecer indiferente cuando uno de ellos obtiene más derechos sobre su pueblo». Se conoce bien la consecuencia más inmediata: la carrera de armamentos. Pero esto no es sino la proyección de algo mucho más grave, la carrera hacia el totalitarismo. Es decir, «un Poder que mantenga ciertas relaciones con su pueblo sólo puede aumentar su instrumento militar dentro de ciertos límites. Para franquearlo, es preciso que revolucione tales relaciones, que se atribuya nuevos derechos». La ley de la concurrencia explica por qué el poder altera el derecho y por qué acaba reduciéndose todo Derecho al derecho positivo, el gran instrumento del totalitarismo, degradando el Derecho, que en lugar de ser un medio securitario, se convierte en una fuente de incertidumbre.

Para Jouvenel, hay que buscar en el militarismo la causa histórica concreta de la tendencia totalitaria.

Las Monarquías estatales anteriores al Estado Moderno, singularmente la francesa, habían practicado ya intensamente la fórmula de incrementar la explotación de los recursos propios, acostumbrando a ello a los pueblos. El Estado Despótico de los ilustrados se preocupaba, ciertamente, de fomentar la ‘felicidad´ de la Sociedad, pero con la convicción de que una sociedad progresiva fortalecería el poder del Estado. El siglo XVIII se caracterizó por la política de los ‘intereses de los Estados´10.

Jouvenel ve, igual que Tocqueville, una continuidad entre el Estado monárquico del Antiguo Régimen y el Estado napoleónico, sin perjuicio de la diferencia cualitativa entre ambos en lo psicológico, lo moral y lo material. Diferencia que se puede resumir en la distinta concepción del derecho, «cuya supremacía debe ser, seguramente, la idea grande y central de toda ciencia política». Ciencia que «presupone y necesita un derecho más antiguo, Mentor del Estado. Pues si el derecho es algo que elabora el Poder, ¿cómo podrá ser para él un obstáculo, un guía o un juez?»

En el Antiguo Régimen, a pesar de integrarse en el concepto de soberanía el derecho a hacer leyes, con lo que hizo tímidamente su aparición la legislación, noción «completamente moderna», las creencias tradicionales eran todavía muy firmes, y «cuanto más estables y arraigadas sean las rutinas y las creencias de una sociedad, más predeterminados estarán los comportamientos y menos libre será el Poder en su acción». La Revolución, alterando las rutinas y las creencias, concibió la soberanía como soberanía del pueblo personificado en la Nación, alteración drástica que, según la ley de las revoluciones, renovando la fuente del Poder lo fortaleció: «la verdadera función histórica de las revoluciones es la renovación y el fortalecimiento del Poder». Y, sobre todo, al ser soberano el pueblo, «no sólo se revigoriza el Poder en su centro, sino que el movimiento que imprime a la nación no choca ya con los obstáculos de las autoridades sociales, que la tormenta ha barrido». En la revolución, con el despotismo de la virtud se instauró el de la ley, con lo que estaba conforme hasta Kant, para quien «sólo la ley hace el derecho. Por tanto todo lo que es ley es derecho y no existe derecho contra la ley».

A partir de entonces, dice Jouvenel, «constituye una ilusión buscar en el derecho una protección contra el Poder». Pues, «como dicen los juristas, el derecho es ´positivo´». Es decir, se reduce a la masa de las leyes y normas emanadas del Poder; a un conjunto de órdenes. Sin embargo, ejerciendo el poder legislativo, considerado expresión ‘del Todo´ —«esta personificación del Todo constituye una gran novedad en el mundo occidental», inspirada por el griego-, una soberanía total, la creciente avalancha de las leyes no crea Derecho, «sólo traduce el empuje de los intereses, de la fantasía de las opiniones, de la violencia de las pasiones». Y siendo además falso que el orden de la sociedad tenga que ser procurado enteramente por el poder, no establecen un verdadero orden, pues «son las creencias y las costumbres las que lo hacen en su mayor parte». El ‘delirio legislativo´, dice Jouvenel, al acostumbrar a la opinión a considerar susceptibles de ser modificadas indefinidamente las reglas y nociones fundamentales —la ley «se ha convertido en la expresión de las pasiones del momento»—, crea la situación más ventajosa para el déspota, que puede imponer sus opiniones. «El Derecho ha perdido su alma y ha devenido bestial», decía ¡todavía en 1945! Desde entonces es puro instrumento de manipulación, pudiendo llegar a ser admitida la definición totalitaria del derecho, tosca pero sin réplica, de «continuación de la política por otros medios», parodiando la definición de Clausewitz de la guerra. La legislación ha hecho del derecho -medio de seguridad y garantía de la libertad- una especie de arma de guerra -instrumento de inseguridad y de coacción-. En ella ve Jouvenel, no sólo la causa de la crisis del derecho y del desorden social, sino la del totalitarismo suave, blando, de las actuales sociedades formalmente democráticas, ciertamente más que liberales. Totalitarismo que, conforme a esa estulta definición pseudoclausewitziana, no hace uso de la violencia sino de la legislación11. Esa radical alteración del derecho pervierte la libertad.

En la práctica, hoy se tiende a creer que la libertad es una invención moderna y, en todo caso, una graciosa ´munificencia´ del Poder, cuando, en realidad, es completamente ajena al carácter del poder. La libertad es muy antigua, aunque sólo la tuviesen reconocida como derecho algunos hombres, como una especie de privilegio. De ahí su origen aristocrático, pues el hecho de ser políticamente libre no sólo implicaba responsabilidades, sino un especial interés en defenderla para conservarla. Modernamente se ha extendido a todos, pero no todos la consideran un privilegio, están dispuestos a aceptar las responsabilidades que implica y tienen interés en defenderla. Jouvenel compara, para ilustrarlo, Inglaterra y Francia. Por circunstancias históricas, en Inglaterra la libertad llegó a ser un privilegio generalizado, siendo por tanto equívoco hablar de la democratización de Inglaterra: al contrario, «hay que decir más bien que la plebe ha sido llamada a tener los privilegios de la aristocracia. La intangibilidad del ciudadano británico es la del señor medieval». En cambio, en Francia —y esto vale para Europa en general—, como la clase media se alió con la monarquía precisamente frente a los privilegios, «las victorias de la legislación estatal contra la costumbre han sido victorias populares», de modo que, tras la revolución, la maquinaria estatal cayó en manos del pueblo considerado como masa, no como individuos libres. Así pues, en el primer caso, la democracia consistirá en «la extensión a todos de una libertad individual provista de garantías seculares». Los ingleses, comenta Jouvenel siguiendo a Stuart Mill, aunque es dudoso que sea exactamente así hoy en día, pero refleja muy bien la tendencia histórica, tienen escaso interés en ejercer el gobierno, pero muestran una gran pasión en resistir a la autoridad si creen que sobrepasa los límites prescritos. En el caso de Francia, la democracia consistirá en cambio en la atribución «a todos de una Soberanía armada de una omnipotencia secular que no reconoce en los individuos más que a súbditos», al fundirse, como decía ya Montesquieu que solía ocurrir en la democracia, el poder del pueblo con la libertad del pueblo. En suma, Jouvenel, que no está muy lejos de las comparaciones de Tocqueville sobre las diferentes perspectivas de la democracia en Estados Unidos y en Francia, cree que la democracia, a la vez que extiende los derechos del Poder, debilita las garantías individuales. Empieza a ser general en Europa la queja de falta de libertad política12.

Políticamente incorrecto, expresión que entonces no tenía el sentido actual, avant la lettre Jouvenel dice crudamente: «ya no hay libertad, mas la libertad pertenece a los hombres libres. ¿Y quién se preocupa de formar hombres libres?» Y también: «el pretendido ‘Poder del Pueblo´ no es en la práctica más que un ‘Poder sobre el Pueblo´». De hecho, del equívoco democrático de la soberanía del pueblo y del ‘Poder del Pueblo´ se desprende que frente al Interés General no es legítimo ningún interés. Esto es, que «los intereses particulares deben ser sacrificados al Interés general». Axioma sin contestación posible que, invocado sin cesar, convierte la democracia en una «batalla por el Poder», cuya conquista permite a los triunfadores hacer coincidir sus intereses con los generales, constituyendo el meollo de la democracia totalitaria, en la que la degradación del régimen, insiste Jouvenel, está ligada a la degradación de la ley.

Aunque al escribir El Poder aún no había hecho su aparición la ideología del consenso entre los partidos instalados en el Poder, advirtió Jouvenel que la pluralidad de los partidos —lo que más tarde se llamará sin rubor el Estado de Partidos— no constituye ninguna garantía, dado que la democracia contemporánea se mueve entre las nociones de libertad y legalidad por un lado, y, por otro, la de soberanía absoluta del pueblo, extremos que son contradictorios. Creyéndose asistir a avances sucesivos de la democracia —el burdo mito posterior de la ‘democracia avanzada´—, medidos por las victorias de la soberanía popular —lo que también se llamará más tarde ‘profundización de la democracia´—, se va a parar a un régimen en el que han desaparecido la libertad y la legalidad. «Este es el proceso que hemos tratado de aclarar».

Madrid, octubre de 1998.

 

REFERENCIAS

1. Véase la famosa interpretación de C. Schmit: El Leviathan en la teoría del Estado de Thomas Hobbes, Struhart & Cía, Buenos aires 1990.

2. Alianza Editorial, Madrid, 1976.

3. La soberanía, I, II, p. 82.

4. «Qu´est-ce que la démocratie?» (1958), en Du principat et autres réflexions politiques, Hachette, París 1972, p. 27.

5. I, I, p. 56.

6. La soberanía, IV, II, p. 421.

7. II, I, p. 70.

8. V, III, p. 211.

9. Reflexiones sobre la historia universal, Fondo de Cultura, México 1961, III, I, p. 141.

10. Sobre esto puede verse el libro de F. Meinecke La idea de la razón de Estado en la Edad Moderna, Instituto de Estudios Políticos, Madrid, 1956.

11. Véase, sobre el concepto de legislación, el importante libro de B. Leoni La libertad y la ley, Unión Editorial, 2a. ed., Madrid 1995.

12. Por ejemplo, recientemente, el libro de A. Grunenberg, discípula de H. Arendt, Der Schlaf der Freiheit. Politik und Gemeinsinn im 21. Jahrhundert, Rowohlt, Frankfurt 1997, centrado en la situación de Alemania.