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septiembre-octubreo. año VI. No. 33. 1999 |
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PATRIMONIO CULTURAL |
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LA OLVIDADA HISTORIA DE BAUTISTA ANTONELLI
Bautista Antonelli había elegido por profesión aquella por la que los varones de su familia eran conocidos en todo el impero español. Como su hermano Juan Bautista (célebre en la corona por sus años de servicio al rey), había dedicado su juventud y su intelecto al arte de la ingeniería militar. Italiano de nacimiento (era natural de la Romagna), la mayor parte de su vida había transcurrido en la península Ibérica. Las costas del Levante y Berbería conocían de sus trabajos de fortificación contra turcos y moros, y entre sus amigos más cercanos se comentaban ciertos servicios de espionaje en el reino de Portugal que le habían valido los favores del soberano español. Según estas fuentes, Bautista llevaba muchos años al servicio de Felipe II, entrelazando sus dotes de ingeniero con las de espía. Se decía que durante algún tiempo ofició bajo las órdenes del rey Sebastián de Portugal, y que, mientras trazaba las plantas de las fortificaciones portuguesas, España recibía con agrado los datos del arsenal y las defensas del reino vecino. Veinticinco años de servicio consagrados a la corona habían rodeado su nombre de un aura de romanticismo que enmascaraba los verdaderos eventos de su pasado tras los atractivos espacios de la fabulación. 1583 no fue una fecha afortunada. Engañosamente, había comenzado con promesas de prosperidad que marcaban nuevos destinos geográficos. Desde 1581, Antonelli estaba unido a una expedición hacia el estrecho de Magallanes, donde pensaba iniciar las obras de fortificación de esa zona. Nunca logró llegar al sur. El barco en que viajaba naufragó al salir de la isla de Santa Catalina, y aún debió agradecer la buena suerte que le permitió sobrevivir. España lo recibió casi desnudo y extremadamente desanimado, a tal punto que decidió entrar en un monasterio y pasar allí el resto de su vida. Pero sus amigos, que conocían de lo apresurado de la decisión, concebida sobre todo gracias a las dificultades económicas que el desafortunado viaje le había ocasionado, no permitieron que la depresión enmascarada de fe lo llevara a tomar los hábitos, y le prestaron dinero para que se animara a aceptar una comisión en las Indias Occidentales junto al maese de campo Juan de Texeda. Las incursiones de Sir Francis Drake en el Caribe habían comenzado a inquietar seriamente a Felipe II, que se percataba por vez primera de lo indefensas que se encontraban las posesiones de ultramar ante el poderío militar de los corsarios. La Habana, que desde la implantación de la comunicación por flotas entre América y España en 1541, era el punto de reunión de todos los buques que regresaban a Europa con los dividendos de las colonias, contaba como única protección con el Castillo de la Real Fuerza, que era totalmente ineficaz para la defensa de la villa y estaba reducido a la categoría de almacén y vivienda de gobernantes. Antonelli partió para el Nuevo Mundo en 1586, con la tarea de planear la construcción de fortalezas militares en La Habana, Santa Marta, Cartagena, Nombre de Dios, Puerto Bello, Río Chagres, Panamá, Santo Domingo y San Juan. Era un plan ambicioso, que de llevarse a cabo modificaría radicalmente la situación en el plano defensivo de las colonias españolas. Desembarcó en la villa de San Cristóbal de La Habana el 2 de julio de 1587. Para los oficiales reales Juan Bautista de Rojas y Pedro de Arana, Antonelli sería sólo «el yngeniero», cuya llegada era mirada con recelo. Les molestaba sobremanera que un extranjero, italiano por añadidura, viniese a disponer la realización de unas fortalezas que no creían muy necesarias, idea que se reafirmó cuando Juan de Texeda les exigió el pago de cincuenta ducados por los planos que Antonelli había trazado. Su negativa a ceder un solo céntimo provocó la más airada de las reacciones en Texeda, que envió a Antonio Maldonado, capitán de infantería, y a quince o veinte de sus acólitos que trasladaron a los sorprendidos oficiales reales a La Fuerza, donde el maese de campo «sin oyr ninguna rraçon dexo peso» los mantuvo encerrados en los calabozos por más de dos horas.
Ya en 1588 Antonelli verificaba por mandato real las fuentes de agua con vistas a un futuro proyecto de zanja. Hasta ese momento, y a pesar de anteriores tentativas, la villa se abastecía gracias al transporte por barcas, medio insuficiente y plagado de dificultades. De modo que, al regresar a España ese mismo año, el ingeniero llevaba ya trazados, en lo fundamental, los planos de Los Tres Reyes del Morro, San Salvador de la Punta, y un esbozo de lo que sería la Zanja Real. De estos tres proyectos sólo vería realizado en su totalidad el de la Zanja Real: las obras de La Punta terminaron hacia 1600, mientras que las del Morro fueron cerradas treinta años más tarde. En febrero de 1589 el rey les ordenaba regresar a La Habana para comenzar las labores en las fortalezas. Para Bautista, el regreso a las Indias prometía ser una ventajosa fuente de ingresos. Su sueldo había sido estipulado por real cédula en «cient ducados... cada mes y quatrocientos ducados de ayuda de costa por una vez». Debido a la urgencia del viaje, se había autorizado que lo realizaran fuera del sistema de flotas, pero con la condición de no llevar mercancía alguna que llamara la atención de los corsarios. Sin embargo, no fue el acoso de los enemigos de la corona el elemento que obstaculizó el feliz término de la travesía. La nave en que iban Texeda y Antonelli naufragó a la vista de Puerto Rico el 9 de abril de 1589, perdiéndose gran parte de la carga, que consistía principalmente en herramientas imprescindibles para los trabajos previstos. Parecía que el episodio de 1581 iba a repetirse cuando, a alturas de Guaniguanico, la nave sustituta de la perdida en Puerto Rico embarrancó, situación de la que escaparon de puro milagro. Probablemente antes de las Navidades de 1589, Antonelli asentó las piedras maestras del castillo de los Tres Reyes del Morro. No era ésta la primera edificación realizada en aquel lugar. Cuando en 1562 Diego de Mazariegos construyó «una torre de calicanto», ya hacía mucho que se había elegido esa posición para el emplazamiento de centinelas que previnieran a la ciudad en caso de ataque, y a los que, con seguridad, se proveía de algún refugio. Las obras iban extremadamente lentas por no contar con la mano de obra necesaria. En 1590 Antonelli escribió al rey que de no mandarle esclavos para continuar la fortificación de La Habana, las obras no concluirían hasta pasados más de diez años y que el gasto de dinero sería enorme, por lo que era mejor abandonar el proyecto sino se le ponía remedio a la situación. Sus relaciones con el maese de campo se habían deteriorado considerablemente. En un año de construcción se había gastado poco más de doscientos cincuenta mil ducados gracias (siempre según Antonelli) a la pésima administración de los fondos, lo que es decir, debido a la ineficiencia de Texeda y los oficiales reales: «...los dichos ministros de vuestra magestad o gouernadores muchos de ellos no entienden ques fortificacion y piensan acertar y muchas veces yerran». Las autoridades de la isla veían en el ingeniero una amenaza a su poder. Les molestaba su autonomía, su talento, desconfiaban de su capacidad como especialista y querían opinar en todo lo concerniente a la disposición de los elementos constructivos de las fortalezas. Antonelli solicitó la presencia de su sobrino Cristóbal de Roda, que hasta ese momento pertenecía a la navegación de tajo, para que le sirviera como ayudante y lo sustituyese, ya que él debía viajar constantemente para revisar los trabajos en Centroamérica y el Caribe. Escribía al rey: «...mi celo es aceptar en el servicio de vuestra magestad y caminar por las pisadas de mi hermano Joan Baptista Antonelli». El equívoco que terminaría por fusionar a ambos hermanos ya había comenzado. Sus contemporáneos le llamaban indiscriminadamente Juan Bautista o Bautista, sin percatarse, tal y como ahora sucede, que se trataba de personas diferentes. Pero Antonelli ignoraba lo que el tiempo y la memoria harían con su nombre, del mismo modo que desconocía que, más allá de su labor en la «fabrica de castillos» y su mediato rol de ingeniero, era un artista. Para él aquello no tenía nada de arte, era piedra descarnada que había que labrar, hombres recelosos oponiendo todo tipo de dificultades al pago de su trabajo, malicia que llegaba a la corte en forma de comunicaciones inoportunas de «súbditos fieles», y para colmo, una enfermedad, agravada por el calor y la humedad de la isla, que hinchaba su rostro y amenazaba con acabar del todo con su paciencia y sus fuerzas.
A mediados de abril de 1593 ya se disponía de agua dentro de la villa «en una corriente tan grande como el cuerpo de un buey», volumen suficiente para proveer a la ciudad de un lavadero público, un pilón, y solucionar el abasto a los castillos de la Punta y la Real Fuerza, y a los buques que anclaban en la bahía. A pesar de que la obra había concluido en buen término y que se le catalogaba como excelente (por primera vez San Cristóbal de la Habana contaba directamente con agua potable), la familia Recio alegó que existía fraude en la relación que Hernán Manrique de Rojas había hecho del dinero por él invertido en la realización de la Zanja, y Antonelli nunca pudo cobrar sus honorarios. El pleito por la deuda continuaba en 1635, cuando su hijo Juan Bautista Antonelli, de igual profesión, comenzó la construcción de los castillos de la Chorrera y Cojímar, e intentó obtener el pago de los trabajos de su padre. Juan de Texeda fue destituido y en 1593 lo sustituyó Juan Maldonado Barnuevo, persona poco dada a oír opiniones adversas a la suya, y amante de entrometerse en el trabajo de los especialistas. Para solucionar los problemas financieros que afrontaba la construcción de las fortalezas, Maldonado presionó a los «hombres ricos y de trato» para que le facilitaran un préstamo, y prohibió la venta de vino en aquellas tabernas cuyos propietarios no contribuyeron al empréstito. A pesar de todas estas medidas, al comenzar 1594 no se había construido ni la sexta parte del Morro, y las obras de la Punta no pasaban de la tercera parte, aunque los fondos invertidos ya iban por los setenta mil ducados. Para empeorar la situación, un huracán había paralizado las obras, destruyendo parte de la plataforma del castillo. Los problemas entre Antonelli y Maldonado aumentaban cada día. Hasta ese momento Cristóbal de Roda, de probada experiencia en el oficio, había ocupado el cargo de veedor de las obras. Pero el gobernador lo había sustituido por Juan de Eguiluz «vn criado suyo... el cual es moço de poca experiencia que en su vida ha visto esta obra», según afirmaba Antonelli. La situación llegó al punto en que el ingeniero escribió al Rey: «Pues que los ministros de Vuestra Magestad no me dan lugar a que vse de sus Reales mandatos suplico a Vuestra Magestad sea servido de darme licencia para yrme a españa o mandar a los gouernadores destas partes que me dexen mi oficio libremente sin entrometerse en el y asi en alguna cosa e deseruido a Vuestra Magestad me mande castigar y pues es al contrario Razon sera que los ministros de Vuestra Magestad me traten como es Razon y no auiendo en esto el remedio que conbiene me sera forçado dejallo todo siempre e tratado y escrito a Vuestra Magestad la verdad». Por su parte, Roda escribía al Rey que «el gobernador no tiene amor a fabricas sino a coger dinero». Sobre su situación era bien explícito: «Yo me saldré un día de aquí y me iré sin licencia adonde Dios me ayudare (...) los ministros de su magestad nos tratan de manera que es para quitar la gana de servir al que mejor gana y zelo tiene... Entre turcos me tratarían mejor» Pedía, o la subida del sueldo, o licencia para marcharse. Bien entrado 1596, se le aumentó la paga a 800 ducados anuales, y más tarde se le dio casa gratis, pero su relación con las autoridades continuó siendo particularmente difícil. La corona ordenó en 1594 que Antonelli marchara a Nombre de Dios para atender los trabajos de fortificación que allí se realizaban. Al marchar, en 1595, dejaba en manos de su sobrino las obras del Morro y la Punta. Cristóbal de Roda tendría que enfrentarse con la autoridad del gobernador, el cual afirmaba que su controversia con el ingeniero había surgido gracias a su valoración del trabajo de Antonelli en la Punta, que consideraba «errada obra». La relación entre ambos se complicó al máximo después de un episodio un tanto oscuro en el que se vio involucrado Roda. La versión que ha sobrevivido hasta nuestros días probablemente sea la que Maldonado transmitió al Rey. Según ésta, Cristóbal había enviado a un obrero suyo a desfigurar el rostro del licenciado Ancona, médico de la flota. El motivo parece haber sido celos por una mujer casada, celos que costaron al desventurado Ancona la herida de un cuchillo de catorce puntos. Aprovechando el escándalo que suscitó este incidente, Maldonado puso tras las rejas a Roda y al obrero que supuestamente había empleado el cuchillo a su servicio. El gobernador afirmaba que «las probanzas son mas de las que era menester para darle tormento y no bastantes para condenarle a la prueba ordinaria». Tenía Roda en sus manos y supo aprovechar muy bien la situación. Si exageraba el castigo podía ser acusado de mala fe contra un servidor de la corona, por lo que no lo condenó a tormento «que es lo que el caso requería», pero sí a diez palos «de gentilhombre de galera». No perdió oportunidad de recordar que siempre había mantenido una opinión adversa sobre Antonelli y Roda, confirmada por los últimos hechos. Otro personaje que compartía sus criterios era el anciano constructor de la Real Fuerza, Francisco de Calona, que escribía al Rey en carta fechada el 10 de septiembre de 1595: «...asi digo que si vuestra magestad quisiere hazer obras permanecederas las mande hazer a quien las sepa fabricar y no a yngenieros y mas si son estrangeros por que todo su ungenio se ocupa en juntar dineros para llebar a su tierra y no se acuerdan de la obligación que tienen de hazer bien echo lo que se les encomienda...» Para Cristóbal de Roda, la historia era otra. El gobernador le había detenido para disponer de su salario y sus propiedades, entre las cuales se encontraba la probable manzana de la discordia: un terreno al cual Maldonado habría robado un pedazo para ensanchar el camino público. La humillación no se había limitado al castigo corporal, además le habían encerrado en compañía de corsarios ingleses, hecho que consideraba una ofensa a su lealtad. El Rey parece haber escuchado a Roda en detrimento del gobernador, al menos el ingeniero no fue condenado a las galeras y se ordenó que se le pusiera en libertad. Además, se aclaró a Maldonado que sus conocimientos de ingeniería militar eran muy escasos y que debía respetar las ordenanzas dadas a Antonelli. Los errores que pudiera apreciar en las fortalezas debía señalarlos con la discreción más absoluta y no comunicárselos a los soldados, como tenía por costumbre. Maldonado retomó sus acusaciones en agosto de 1595, cuando, al sobrevenir un huracán, informó a la corona que el castillo de la Punta se había derrumbado «sin dejar... señal de muralla ni terraplenes». A sus ojos, este desastre no hacía más que probar la incompetencia del ingeniero, lo que el gobernador denominaba «tanta flaqueza y falsedad» en la realización de las obras. La explicación de Antonelli era más simple: para que las gallinas del alcaide de la Punta no se extraviasen, se había tapado los desagües. El agua estancada había aumentado el peso de las murallas, que no pudieron resistir el embate del viento y las olas. En real cédula, fechada el 19 de noviembre de 1595, el Rey escribía a Antonelli: «...os agradexco y tengo en seruicio todo lo que en vuestras cartas decis y aduertis tocante a mi servicio y así, mismo al cuydado y trauajo que haueis puesto en hacer los modelos que es todo conforme a lo que he confiado y confio de vos y con ellos he olgado que es rrazon porque se ueran las causas que an tenido las personas que an tratado de poner objeto en las traças de las dichas fortificaciones que creo seran del poco fundamento que decis». El aprecio del rey nunca lo abandonó. Bautista Antonelli regresó a España en 1599, donde intervino en la conquista y fortificación del Larache, en Marruecos, y en las obras de defensa de Gibraltar. Murió en Madrid, el 16 de febrero de 1616, y fue enterrado en tierra sagrada, en el Convento de los Carmelitas Descalzos. La leyenda de la que forma parte narra que Sir Francis Drake fue detenido y destruido por la excelencia de las fortificaciones por él trazadas. Dos siglos después, exactamente en 1839, José Antonio Echeverría publicaba en La Cartera Cubana su novela Antonelli. Parece probable que hasta Echeverría haya llegado algún eco del episodio entre Roda y el médico de la flota. En la obra, un Antonelli maduro, enamorado hasta la irracionalidad de la cubana Casilda, mucho más joven que él y felizmente comprometida con un criollo de su misma edad, incita a un peón ofendido a que elimine a su rival más afortunado. Al mito del artista se sumaba el del amante, unido de tal manera al pasado siempre romántico, de la ciudad, que dependía de la fabulación para reaparecer, para suplir los imperdonables olvidos de la memoria que lo desterraron irremediablemente a los generosos espacios de la ficción. Las principales plazas de Centroamérica y el Caribe asumieron otra fisonomía después de su paso por ellas, a las que dotó de símbolos propios, duraderos, que les conferirían la particular sensación de ciudades protegidas, pese a los siglos y a la caducidad de su probada eficiencia. Más allá de sus sueños, apenas exhumados, la piedra aún puede hacernos recordar, no obstante los silencios del tiempo, su olvidada historia.
Nota de los autores Consideramos una obligación proporcionar al lector algunos datos sobre el artículo antes expuesto. Este proyecto fue presentado y debatido por nuestro equipo de trabajo en el Curso Internacional: «Fortificaciones Hispanas en el Caribe», auspiciado por el Centro de Conservación, Restauración y Museología de la Cátedra Regional de la UNESCO de Ciencias de la Conservación Integral de los Bienes Culturales para América Latina y el Caribe (CRECI), que sesionó en el Centro Nacional de Conservación Restauración y Museología (CENCREM), en Ciudad de La Habana del 2 al 13 de marzo del pasado año. El mismo recibió la calificación de relevante por su alto contenido y valor histórico-investigativo. La versión que hemos expuesto ha permanecido inédita, pero considerablemente ampliada. Ha sido una prolongación casi lógica de «Ingenieros militares del siglo XVI: Baustista Antonelli». Salvo algunas enmiendas y cambios, el texto se mantiene en esencia tal y como se expresó o se presentó y debatió. Agradecimientos especiales para la Lic. Tamara Blanes, Dra. Yolanda Wood, Arq. Nelson Melero Lazo e Ing. Ignacio Suárez, todos profesores del curso, así como a la Oficina del Historiador de la Ciudad de La Habana, por ayudarnos a desarrollar un papel rector en la conservación y restauración de nuestra rica historia, así como en la reanimación de su vida cultural. Bibliografía Weiss y Sánchez, Joaquín E: «La arquitectura cubana del siglo XVI». Habana, 1960. Wright, Irene: «Historia documentada de La Habana durante el siglo XVI». Tomo I. Habana, 1927. |
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