julio-agosto. año VI. No. 32. 1999


ESPECIAL

 

 

IV SEMANA SOCIAL

C A T Ó L I C A

 

 

 

 

MENSAJE DEL SECRETARIO DE ESTADO

A NOMBRE DEL SANTO PADRE

 

SECRETARÍA DE ESTADO

Vaticano, 2 de junio de 1999.

 

Mons. Pedro Claro MEURICE ESTÍU

Arzobispo de Santiago de Cuba

Presidente de la Comisión Episcopal "Justicia y Paz".

 

Señor Arzobispo:

 

Al celebrarse la IV Semana Social Católica de Cuba en la diócesis de Matanzas, Su Santidad Juan Pablo II, que mantiene muy vivo el recuerdo de su visita a esa bella Nación, me ha encargado hacer llegar su cordial saludo a los organizadores y participantes en esas jornadas, cuyo origen se remonta al lejano 1938, volviendo a celebrarse de nuevo en el año 1991 en la diócesis de Pinar del Río.

Es grato saber que en esta ocasión asiste una representación cualificada del laicado cubano, así como de los sacerdotes y religiosos que trabajan en la pastoral social en esa Isla, y que se reúnen para estudiar y aplicar la Doctrina Social de la Iglesia y el Magisterio pontificio, especialmente el que el Santo Padre expuso durante su viaje apostólico a Cuba.

Las Semanas Sociales, verdaderos "laboratorios culturales" donde se analiza la situación de la persona y el contexto social, económico y político en que vive con objeto de promover su dignidad y sus derechos inalienables, no sólo son una riqueza espiritual para la misma Iglesia, sino que constituyen una importante aportación ética y cívica para toda la sociedad en cuyo seno se realizan.

Actualmente, estos encuentros de estudio sobre la Doctrina Social de la Iglesia han sido asumidos y convocados por la Comisión Episcopal "Justicia y Paz" desde su creación en el año 1994. A este respecto, el Papa alienta vivamente a esa Comisión a seguir prestando tan importante servicio estatal, según el espíritu y la letra del Evangelio social que él mismo proclamó durante su visita a Cuba, y a ampliar sus servicios a otros proyectos encaminados a salvaguardar el carácter trascendente de la persona, a promover la calidad de su vida y a defender la totalidad de sus derechos en un clima de tolerancia, libertad, justicia social y solidaridad, tal como lo propuso en su tiempo el Padre Félix Varela.

El Santo Padre, después de venerar la memoria de este Siervo de Dios en el Aula Magna de la Universidad de La Habana, les recordaba en su discurso que él "también habló de democracia, considerándola el proyecto político más armónico con la naturaleza humana, resaltando a la vez las exigencias que de ella se derivan... que haya personas educadas para la libertad y la responsabilidad... y que las relaciones humanas, así como el estilo de convivencia social, favorezcan los debidos espacios donde cada persona pueda... desempeñar el papel histórico que le corresponde para dinamizar el Estado de Derecho, garantía esencial de toda convivencia humana que quiera considerarse democrática" (n.4).

Asimismo, en su mensaje a los Obispos cubanos, el Papa les decía también: "Animen a los fieles laicos a vivir su vocación con valentía y perseverancia, estando presentes en todos los sectores de la vida social, dando testimonio de la verdad sobre Cristo y sobre el hombre: buscando en unión con las demás personas de buena voluntad, soluciones a los diversos problemas morales, sociales, políticos, económicos, culturales y espirituales que debe afrontar la sociedad; participando con eficacia y humildad en los esfuerzos para superar las situaciones a veces críticas que conciernen a todos, a fin de que la Nación alcance condiciones de vida cada vez más humanas. Los fieles católicos, al igual que los demás ciudadanos, tienen el deber y el derecho de contribuir al progreso del País. El diálogo cívico y la participación responsable pueden abrir nuevos cauces a la acción del laicado y es de desear que los laicos comprometidos continúen preparándose con el estudio y la aplicación de la Doctrina Social de la Iglesia para iluminar con ella todos los ambientes" (n.5).

Estos son, a la vez, la finalidad y el propósito de las Semanas Sociales Católicas. Por ello, es de desear que estas jornadas de reflexión, que se celebran a más de un año de la visita pontificia y en los umbrales del Gran Jubileo del 2000, ayuden a todos a cumplir la misión evangelizadora en medio de su pueblo. Sólo asumiendo la grave responsabilidad de ser los protagonistas de la propia historia personal y social se hará posible lo que a los ojos humanos parece inviable, porque «para Dios todo es posible» (Mt 19,26).

En el mensaje del 22 de enero de este año al presidente de la Conferencia de Obispos Católicos de Cuba, el Papa recordaba su encuentro con el pueblo cubano y decía que asumir esta responsabilidad debe significar para la Iglesia en Cuba poder profesar la fe en ámbitos públicos reconocidos; ejercer la caridad de forma personal y social; educar las conciencias para la libertad y el servicio de todos los hombres, y estimular las iniciativas que puedan configurar una nueva sociedad. En ella los derechos fundamentales de la persona humana y la justicia social encontrarán por igual... el necesario reconocimiento y una efectiva promoción institucional».

Finalmente, el Santo Padre espera que esta IV Semana Social Católica de Cuba sea un momento de intensa reflexión y puesta en práctica de esas iniciativas que tienden a configurar una nueva sociedad, la cual sólo será posible con la participación ciudadana de todos y un profundo proceso de reconciliación nacional.

El Santo padre pide en su plegaria, por intercesión de la Virgen de la Caridad, Madre de todos los cubanos, que mantenga viva la esperanza de todos ustedes y que los impulse a dar frutos abundantes de buenas obras, perseverando en una fe comprometida y en la construcción del reino de Cristo en su Patria. Con estos vivos deseos, les imparte con particular afecto la Bendición Apostólica.

En esta circunstancia me es grato manifestarle, señor Arzobispo, los sentimientos de mi consideración y estima en Cristo.

 

Cardenal Angelo Sodano

Secretario de Estado de Su Santidad.

Ir a lista de temas


 

ESTADO LAICO

Y MISIÓN DE LA IGLESIA

 

CONFERENCIA MAGISTRAL DE

Mons. Giampaolo Crepaldi,

Subsecretario del Consejo Pontificio "Justicia y Paz"

 

 

San Carlos de Matanzas

24 de junio de 1999.

 

Excelencias Reverendísimas, Señoras y Señores:

 

Agradezco sinceramente por haberme invitado a tomar parte en la IV Semana Social que, cada año que pasa, se propone como uno de los momentos más significativos de los católicos cubanos para realizar la mediación cultural entre las instancias del Evangelio y de la doctrina social de la Iglesia, y la historia y la vida concreta del pueblo cubano. También para este año, el tema escogido, Estado laico y misión de la Iglesia, se propone como uno de los más interesantes porque permitirá un uso adecuado de lo que es el patrimonio de sabiduría que la Iglesia ha elaborado en su doctrina social y al mismo tiempo una oportuna acumulación cultural para afrontar los problemas y los desafíos del presente y del futuro.

Para sostener esta reflexión tan comprometida por parte de Ustedes, existe la herencia doctrinal dejada por el Santo Padre Juan Pablo II con ocasión de su histórico y memorable viaje pastoral a tierra cubana.

Es una herencia llena de la luz necesaria para iluminar el camino histórico de la Iglesia y de los creyentes cubanos, que ofrece instrumentos para el discernimiento de la realidad y de las situaciones y que es al mismo tiempo fuente de esperanza cierta y segura.

Mi reflexión se coloca dentro del mismo marco de principios y de orientaciones que el Magisterio del Santo Padre ha ofrecido a propósito del citado viaje pastoral en Cuba.

Es pues una reflexión que pretende proponer de nuevo, a partir del Magisterio pontificio y conciliar, la doctrina consolidada sobre el Estado y sus relaciones con la Iglesia.

 

La laicidad del Estado

La comunidad jurídica organizada en el Estado tiene como tarea suya inmediata la mejoría de las condiciones humanas y del bien temporal. Ella existe en función del «bien común», que según la precisa e insuperable definición del Concilio Vaticano II se concreta en el «conjunto de condiciones de la vida social que hacen posible a las asociaciones y a cada uno de sus miembros el logro más pleno y más fácil de la propia perfección»1.

De aquí se sigue que el Estado es por su naturaleza «laico»: es decir, no se ocupa directamente de la perfección de sus miembros, sino de las «condiciones» a través de las cuales ellos pueden libremente conseguirla.

La laicidad del poder público es un concepto desconocido para la antigüedad clásica. Es una conquista cultural a que el cristianismo ha ofrecido una contribución decisiva. El Faraón y El Emperador romano son al mismo tiempo autoridad civil y religiosa; ellos son divinos y por lo tanto señores absolutos de la sociedad, de las leyes, de los súbditos. El cristianismo, en cambio, introduce una lógica diversa: según ella es necesario «dar al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios». Los primeros cristianos pagaron a veces con el martirio tal convicción, pero contribuyeron a cambiar el sistema. Ellos defendían al mismo tiempo el Estado y la dignidad de la persona. Si, efectivamente, «César» no es «Dios», significa que él no tiene un poder absoluto (porque también él responde a una ley divina) y por tanto cada hombre depende, en última instancia, de «Dios» y no del «César».

El mismo César, o bien el poder político, depende de Dios. La ley terrena, aunque necesaria, no es toda la ley. La laicidad del Estado no significa reducir su autoridad; al contrario: precisamente en fuerza de su laicidad, al Estado le es confiada una tarea grande e insustituible: defender el bien común, es decir, construir las condiciones materiales para que la persona viva y desarrolle la propia dignidad trascendente. Por tanto, «La función del Estado es permitir y facilitar a los hombres la realización de los fines trascendentales para los que han sido destinados»2.

La tarea de la ley civil consiste en garantizar una convivencia social ordenada en la verdadera justicia, para que todos, de acuerdo a la expresión del Apóstol, «podamos vivir una vida tranquila y apacible con toda piedad y dignidad»3.

El presupuesto de lo que Pío XII definía como la «sana y legítima» laicidad del Estado, consiste en reconocer que antes del Estado4 existe algo absoluto e inviolable: la persona y su vínculo constitutivo con Dios; y justamente los derechos y los deberes que de ahí se siguen. Ni el Estado ni alguna otra organización, sistema o ideología, son origen o fuente de tales derechos y deberes.

La construcción del bien común inicia con el reconocimiento de los derechos absolutos de la persona y prosigue como ejercicio competente, creativo y prudente de la responsabilidad que de tal reconocimiento se deriva.

La Iglesia constantemente ha llamado la atención sobre tan esencial y noble función del poder político. De nuevo Pío XII, en el radio mensaje de Pentecostés del 1941 afirmaba que «tutelar el intangible campo de los derechos de la persona humana y hacerle fácil el cumplimiento de sus deberes es función esencial de todo poder público». Juan XXIII en la encíclica Pacem in terris volvía analíticamente al mismo concepto como fuente de legitimación de la autoridad: «En la época moderna se considera realizado el bien común cuando se han salvado los derechos y los deberes de la persona humana. De ahí que los deberes principales de los Poderes públicos constituirían sobre todo en reconocer, respetar, armonizar, tutelar y promover aquellos derechos, y en contribución, por consiguiente, a hacer más fácil el cumplimiento de los respectivos deberes. Por esta razón, aquellos magistrados que no reconozcan los derechos del hombre o los atropellen, no sólo faltan ellos mismos a su deber, sino que carece de obligatoriedad lo que ellos prescriban»5.

 

Estado laico, pero no-laicista

Tal vez sea conveniente aclarar que hablar de Estado «laico», no significa hablar de Estado «laicista». El Estado laico es —literalmente— el Estado no religioso: es decir, un Estado que no tiene la pretensión de identificarse directamente con el sentido último de la vida, pero que reconoce y sirve al derecho-deber de la búsqueda de tal sentido religioso por parte de sus ciudadanos.

En cambio, el Estado laicista, es el Estado que pretende excluir programáticamente la dimensión religiosa del contexto civil público.

Desde luego que la dimensión religiosa no pertenece directamente al Estado, pero un sistema político que no reconociera implícita y realmente un orden superior y que no consintiera o favoreciera la libertad para sus ciudadanos de buscar el significado último de la vida, faltaría a la propia responsabilidad.

Si «César» ya no es «Dios», no quiere decir que Dios no existe: significa más bien que César reconoce un orden superior, que lo justifica y al cual responde en el ejercicio autónomo de su poder.

Ante tal perspectiva de laicidad del estado existe una sola alternativa: el totalitarismo abierto o solapado. Si el fin último ya no es Dios, entonces tal fin será, tarde o temprano, identificado con el Estado; un poder que no reconoce otra autoridad superior está destinado a volverse inevitablemente totalitario y objeto de un respeto no libre por parte de sus súbditos, y por tanto, frágil y constantemente amenazado en su interior.

La laicidad del Estado tiene dos formas degenerativas opuestas: por una parte la pretensión de identificar la ley religiosa con la civil, y por otra parte el laicismo, el indiferentismo religioso moral o peor, el ateísmo. Pero como ha afirmado el Santo Padre en su memorable viaje a Cuba: «un Estado moderno no puede hacer del ateísmo o de la religión uno de sus ordenamientos políticos»6.

Son dos formas de integralismo radical, que llevan inevitablemente a la misma consecuencia: la pérdida de la libertad. La Iglesia, presente en los cinco continentes y en fuerza de su historia milenaria, ha conocido y conoce ambas degeneraciones. «Experta en humanidad», no se cansa de reivindicar para la autoridad civil el rol de tutela del bien común que ella puede desarrollar a través de la «sana y legítima laicidad» del Estado.

Las corrientes filosóficas y los acontecimientos concretos de la edad moderna y contemporánea, han favorecido una concepción y una praxis del Estado entendido como «Sujeto», capaz de inteligencia y voluntad, en condición de acoger las necesidades de la sociedad, interpretarlas adecuadamente y resolverlas mejor que todos los otros sujetos del sistema social. Hoy día, de frente a la «crisis del Estado» occidental, es más fácil reconocer el error de un tal planteamiento. Las diversas ideologías que han pretendido quitar a Dios de la convivencia civil para liberar al hombre y que han confiado al Estado toda la responsabilidad de la felicidad, han fallado y traicionado trágicamente al hombre que querían exaltar. El siglo que termina nos ha enseñado que la pretensión de hacer del poder público la fuente de la felicidad última, quitando a Dios o sustituyéndolo, ha sido pagada con la vida de millones de hombres y la pérdida de los derechos humanos.

El Estado no es un «Sujeto», el Estado es un «ordenamiento», un sistema de reglas y funciones. Con una feliz ambivalencia, para indicar la «ley», los griegos usaban el término nomos, que significa también «muro»; las leyes son como «muros», que defienden y custodian algo que existe antes de ellas, y que ellas mismas no pueden crear, sino sólo tutelar y sostener: la vida del hombre, la vida social, la felicidad terrena de las personas.

Entonces, el poder (cualquier poder: el del Estado, el de la madre, del esposo...) no es fin en sí mismo: es concebido por Dios como servicio, como tutela y como ayuda. La doctrina social de la Iglesia ha introducido, al respecto, el «principio de subsidiaridad», a raíz del cual «una estructura social de orden superior no debe interferir en la vida interna de un grupo social de orden inferior, privándole de sus competencias, sino que más bien debe sostenerle en caso de necesidad y ayudarle a coordinar su acción con la de los demás componentes sociales, con miras al bien común»7.

A propósito de esto quisiera citar un texto del Catecismo de la Iglesia Católica, que me parece muy interesante e ilustrativo: «Dios no ha querido retener para Él solo el ejercicio de todos los poderes. Entrega a cada criatura las funciones que es capaz de ejercer, según las capacidades de su naturaleza. Este modo de gobierno —dice el Catecismo— debe ser imitado en la vida social. El comportamiento de Dios en el gobierno del mundo, que manifiesta tanto respeto a la libertad humana, debe inspirar la sabiduría de los que gobiernan las comunidades humanas»8.

 

Estado e Iglesia al servicio del hombre

Estos son los criterios con los cuales la Iglesia lee y juzga la política. Lo hace sin ninguna pretensión; ciertamente con espíritu crítico, pero también de colaboración y servicio. Ella no manifiesta preferencia por este o por aquel sistema político. Se sabe bien, como afirma el Concilio, que «La comunidad política y la Iglesia son independientes y autónomas, cada una en su propio terreno. Ambas, sin embargo, aunque por diverso título, están al servicio de la vocación personal y social del hombre. Este servicio lo realizarán con tanta eficacia, para bien de todos, cuanto más sana y mejor sea la cooperación entre ellas, habida cuenta de las circunstancias de lugar y tiempo»9.

La distinción entre Estado e Iglesia es una distinción clara que la misma Iglesia retoma con fuerza y convicción. Una distinción concerniente al fin inmediato, a las estructuras y a los medios. Pero no se trata, ni puede tratarse, de separación. Sea el Estado que la Iglesia, ambos están en la historia, ambos son llamados a servir al hombre. Es el destino de este hombre concreto, la encrucijada en la cual la distinción no podrá jamás convertirse en separación. En el hombre concreto, la felicidad última y las exigencias temporales están misteriosamente, pero realmente, unidas. Análogamente, en el servicio concreto al hombre, la Iglesia y el Estado han demostrado que es posible cumplir cada uno con el propio y específico mandato y, al mismo tiempo trabajar unidos en el respeto recíproco y en el servicio común.

Un equilibrio tan difícil, aún antes de la consecusión de sistemas y estructuras «perfectas», se ha obtenido por el respeto y por la sincera búsqueda de la verdad. Por esto, la colaborazión entre Estado e Iglesia es al mismo tiempo el fruto y la causa de un contexto de auténtica libertad.

 

Laicidad del Estado y libertad religiosa

Quisiera ahora pasar a una implicación concreta y fundamental de la laicidad del Estado, afrontando el tema, tan apreciado por el Concilio y por el Papa Juan Pablo II, de la libertad religiosa. Quisiera, en particular, mostrar cómo la libertad representa no solamente un deber, sino también una «conveniencia» para el Estado.

Juan Pablo II afirma que «El Estado no tiene que pronunciarse en materia de fe religiosa y no puede sustituir a las diversas Confesiones en lo concerniente a la organización de la vida religiosa. El respeto por el Estado de derecho a la libertad de religión es el signo del respeto de los demás derechos humanos fundamentales, puesto que aquella representa el reconocimiento implícito de la existencia de un orden que sobrepasa la dimensión política de la existencia, un orden que revela la esfera de la libre adhesión a una comunidad de salvación anterior al Estado»10.

Precisamente en virtud de su «sana laicidad», el Estado, aún sin reconocerse y atriubuirse una función de dirección de la vida religiosa de sus ciudadanos, porque en tal caso evadiría el campo de su competencia, respeta todavía y favorece la vida religiosa, asegurando de manera particular a todos los ciudadanos la tutela eficaz de la libertad religiosa y procurando las condiciones favorables para el desarrollo de la vida religiosa11. cada uno, en efecto, afirma la Dignitatis humanae, «tiene la obligación, y en consecuencia también el derecho, de buscar la verdad en materia religiosa, a fin de que, utilizando los medios adecuados, llegue a formarse prudentemente juicios rectos y verdaderos de conciencia»12.

Aunque pudiera parecer paradójico para la mentalidad dominante, el respeto de la libertad de religión llega a ser la primera verificación de la auténtica laicidad del Estado; tal respeto es el signo y la prueba de que la autoridad es ejercida en forma responsable y legítima. La libertad religiosa es, en cierto modo, la síntesis de todos los derechos humanos. Ella constituye uno de los derechos fundamentales de la persona porque está en función del primero de los deberes: el deber de caminar hacia Dios a la luz de la verdad con el movimiento del espíritu que es el amor, movimiento que se enciende y se alimenta solamente de esa luz13. Tutelando la libertad religiosa, el Estado ofrece garantías y libertad a todos: no sólo a los creyentes, sino también a los no creyentes. Como ha recordado Juan Pablo II: «quien reconoce la relación entre la verdad última y Dios mismo, reconocerá también a los no creyentes el derecho, además del deber, de la búsqueda de la verdad, que podrá conducirlos al descubrimiento del misterio divino»14.

Actuando de esta manera, el Estado no sólo cumple un deber sustancial respecto a su razón de ser, sino que consolida su autoridad, el orden interno y la paz. En efecto, a través de la aplicación de la libertad religiosa, el mismo Estado favorece la formación de los ciudadanos que, acatando el orden moral, según lo afirma el Concilio, «obedezcan a la autoridad legítima y sean amantes de la genuina libertad; hombres que juzguen las cosas con criterio propio a la luz de la verdad, que ordenen sus actividades con sentido de responsabilidad y que se esfuercen por secundar todo lo verdadero y lo justo, asociando de buena gana su acción a la de los demás»15.

Existe, por tanto, una conveniencia también por parte del mismo poder político en favorecer la libertad religiosa, ya que ella «servirá también para garantizar el orden y el bien común de cada país, de cada sociedad, pues los hombres, cuando se sienten protegidos en sus derechos fundamentales, están mejor dispuestos a trabajar por el bien común»16.

No es inútil recordar que después de la segunda guerra mundial la comunidad internacional ha manifestado un creciente interés por la salvaguardia de los derechos del hombre y de las libertades fundamentales y ha tomado en atenta consideración el respeto de la libertad de conciencia y de religión, con un explícito e importante llamado a ella en algunos documentos significativos, entre los cuales deseo citar: a) La Declaración universal de la Organización de las Naciones Unidas sobre los derechos del hombre (10 de diciembre de 1948); b) El Pacto internacional sobre los derechos civiles y políticos aprobado por las Naciones Unidas (16 de diciembre de 1966, art. 18); c) El Acta final de la Conferencia sobre la seguridad y la cooperación en Europa (1o de agosto de 1975, 1.a.VII).

 

Los contenidos de la libertad religiosa

El contenido de la libertad religiosa consiste en «que todos los hombres deben estar inmunes de coacción, tanto por parte de personas particulares como de grupos sociales y de cualquier potestad humana, y ello de tal manera, que en materia religiosa no se obligue a nadie a obrar contra su conciencia ni se le impida que actúe conforme a ella en privado y en público»17.

El hombre es por naturaleza religioso, él es un ser creado y, en cuanto dotado de inteligencia y voluntad, está capacitado para conocer y amar a su creador, autor de la vida. Defendiendo el derecho inalienable a la libertad religiosa, se defiende la integridad y la legitimidad de este diálogo constitutivo; por ello, la Iglesia, al defender la libertad religiosa, no defiende una prerrogativa institucional, sino la verdad sobre la persona humana18.

Por tanto, si el derecho a la libertad religiosa se funda en la misma dignidad de la persona humana, tal como se la conoce por la palabra de Dios revelada y por la misma razón, este derecho de la persona debe ser reconocido en el ordenamiento jurídico de la sociedad, de forma que se convierta en un derecho civil19.

Es conveniente precisar que la libertad religiosa no se puede reducir a la sola libertad de culto, sino que conlleva también al derecho a la no-discriminación en el ejercicio de los otros derechos y de las libertades propios de cada persona humana, considerada sea en su dimensión individual que comunitaria. El disfrute de la libertad religiosa engloba dimensiones inexorablemente vinculadas y complementarias. Siendo expresión de una dimensión constitutiva del hombre, la práctica de la libertad religiosa revela y exige la presencia de aspectos individuales y comunitarios, así como privados y públicos, que están estrechamente unidos entre ellos20.

En su viaje apostólico a Cuba y durante la Concelebración Eucarística en la sugestiva y significativa plaza de la revolución José Martí, el 25 de enero de 1998, el Santo Padre afirmó que: «El Estado, lejos de todo fanatismo o secularismo extremo, debe promover un sereno clima social y una legislación adecuada que permita a cada persona y a cada confesión religiosa vivir libremente su fe, expresarla en los ámbitos de la vida pública y contar con los medios y espacios suficientes para aportar a la vida nacional sus riquezas espirituales, morales y cívicas»21.

La Iglesia anuncia a Jesucristo, Salvador del hombre. Su misión propia, por tanto, no es de orden político, económico y social. El fin que Cristo le asignó a su Iglesia «es de orden religioso. Pero precisamente de esta misma misión religiosa derivan funciones, luces y energías que pueden servir para establecer y consolidar la comunidad humana según la ley divina. Más aún, donde sea necesario, según las circunstancias de tiempo y de lugar, la misión de la Iglesia puede crear, mejor dicho, debe crear, obras al servicio de todos, particularmente de los necesitados, como son, por ejemplo, las obras de misericordia u otras semejantes»22.

No se trata de la salvación de la «humanidad» entendida en abstracto, sino de cada hombre, considerado en su individual y personal cualidad de concreto. La Iglesia quiere conducir a los hombres a ofrecer un culto al Dios vivo y verdadero, confesando «un solo Señor, una sola fe, un solo bautismo, un solo dios Padre de todos»23. Pero la Iglesia, como «madre y maestra», partiendo de su misión espiritual y a través del mensaje evangélico y su doctrina social, promueve al mismo tiempo el desarrollo integral del hombre, considerado en todas sus dimensiones. Tal es la tarea que ella ha recibido. En el cumplimiento de tal mandato, la Iglesia ha contribuido —a lo largo de los siglos— al desarrollo de la civilización y del bien común de tantas naciones y países. Junto a la misión profética, la Iglesia desempeña también una misión cultual y caritativa. Son tres dimensiones estrictamente unidas entre sí, pues «la palabra profética en defensa del oprimido y el servicio caritativo dan autenticidad y coherencia al culto»24.

«El respeto de la libertad religiosa debe garantizar los espacios, obras y medios para llevar a cabo estas tres dimensiones de la misión de la Iglesia, de modo que, además del culto, la Iglesia pueda dedicarse al anuncio del Evangelio, a la defensa de la justicia y de la paz, al mismo tiempo que promueve el desarrollo integral de las personas. Ninguna de estas dimensiones debe verse restringida, pues ninguna es excluyente de las demás no debe ser privilegiada a costa de las otras»25.

La Iglesia no está atada a ninguna forma particular de civilización humana o sistema político, económico o social, pero, desde dentro del mundo y a través de la acción de los cristianos, manifiesta su servicio particular con la intención de vivificar todos los aspectos de la vida contemporánea con los valores de fondo que garantizan la solidez y el desarrollo progresivo.

A los Obispos y a los presbíteros, el Concilio les recuerda que: «Con su vida y con sus palabras, ayudados por los religiosos y por sus fieles, demuestran que la Iglesia, aún por su sola presencia, portadora de todos sus dones, es fuente inagotable de las virtudes de que tan necesitado anda el mundo de hoy»26.

Ciudad del Vaticano.

 

 

1. Gaudium et spes, 26 y 74.

2. Juan Pablo II, «La posición de la Santa Sede ante los grandes problemas del mundo», discurso del Romano Pontífice al Cuerpo Diplomático acreditado ante el Vaticano, (L´Obsservatore Romano 22 de enero de 1989, p. 23).

3. 1 Im 2,2.

4. Discorso ai marchigiani, (23 marzo 1958) in Discorsi e radiomessaggi di S.S. Pio XII, vol. XX, p. 33.

5. Pacem in terris, Parte segunda: «Deberes de los Poderes públicos y derechos y deberes de la persona».

6. Homilía del Papa Juan Pablo II durante la Concelebración Eucarística en la Plaza José Martí de La Habana.

Suplemento de «L´Osservatore romano», 29 de nero de 1998, p.X.

7. Juan Pablo II, Centesimus annus, n. 48.

8. Catecismo de la Iglesia Católica, n. 1884.

9. Gaudium et spes, n. 76.

10. Juan Pablo II, «La posición de la Santa Sede ante los grandes problemas del mundo», discurso del Romano Pontífice al Cuerpo Diplomático acreditado ante el Vaticano, (L´Osservatore Romano 22 de enero de 1989, p.23).

11. Cf. Dignitatis humanae, n.6.

12. Dignitatis humanae, n. 3.

13. Cf. Evangelii nuntiandi, n.39.

14. Juan Pablo II, Si quieres la paz, respeta la conciencia de cada hombre. Mensaje para la jornada mundial de la paz,. 1991, n. II.

15. Dignitatis humanae, n.8.

16. La libertad de conciencia y de religión, Mensaje del Papa Juan Pablo II a los Jefes de Estado de los países firmantes del Acta Final de Helsinki, con fecha 1o de septiembre de 1980, L´Osservatore romano, 21 de diciembre de 1980, p. 20.

17. Dignitatis humanae, n. 2.

18. Cf. Giovanni Paolo II, Messaggio ai partecipanti al congresso «Secolarismo e libertà religiosa», 7 dicembre 1995, n.3.

19. Cf. Dignitatis humanae, n.2.

20. Cf. La libertad de conciencia y de religión, n.4.

21. Homilía del Papa Juan Pablo II durante la Concelebración Eucarística en la Plaza José Martí de La Habana, Suplemento del «L´Osservatore Romano», 29 de enero de 1998, p. X.

22. Gaudium et spes, n. 42.

23. Ef. 4,5.

24. Juan Pablo II, Mensaje a los Obispos de la Conferencia episcopal cubana, 25 de enero de 1998, suplemento de «L´Osservatore romano» p. XII.

25. Cf. Idem.

26. Gaudium et spes, n. 43.

 

Ir a lista de temas


 

 

BORRÓN Y CUENTA CERRADA

por Sergio Lázaro Cabarrouy

 

Los participantes en la Cuarta Semana Social Católica convocan al diálogo y la reconciliación nacional.

Globalización y Solidaridad, Educación para el Diálogo, así como Reconciliación Nacional y Participación Ciudadana, fueron los tres grandes temas de esta cuarta edición que se celebró del 24 al 27 de junio pasados en la casa de convivencias La Milagrosa frente a la hermosa bahía matancera. En el evento participaron además Mons. Mariano Vivanco, obispo de Matanzas, quien pronunció las palabras de bienvenida a los delegados e invitados; Mons. Giampaolo Crepaldi, Subsecretario del Pontificio Consejo Justicia y Paz, quien además dictó una conferencia abierta en la Iglesia del Carmen a modo de inauguración, Mons. Pedro Meurice, Arzobispo de Santiago de Cuba, presidente de la Comisión Justicia y Paz de la Iglesia Cubana, y Mons. Dionisio García, Obispo de Bayamo–Manzanillo y presidente de la Comisión Episcopal de Laicos.

Las semanas sociales son laboratorios culturales donde la Iglesia convoca a personas de buena voluntad a reflexionar, a la luz del Evangelio y del Magisterio, las distintas realidades sociales, para recomendar a todos los implicados cómo hacer más plenamente humanas dichas realidades. No son reuniones ejecutivas, ni de éstas salen programas de acción pastoral. Sus frutos fundamentales son la reflexión y las líneas inspiradoras, llamadas también líneas de acción, que pueden servir a cuantos estén relacionados con los temas tratados. La Semana Social recién concluida fue un ejemplo de ello. La dinámica general del evento fue de ponencia–debate. Luego de una presentación general del tema en cuenstión se realizaba un trabajo en equipos, cuyo resultado se discutía en plenaria. El resultado de cada una de las reflexiones era sintetizado por una eficiente comisión nombrada a tal efecto.

El primer bloque temático, Globalización y Solidaridad, contó con un panel integrado por el Lic. Arturo López Levi, miembro de la comunidad hebrea cubana y economista; el Padre José Luis Alemán, jesuita cubano que vive en Santo Domingo, quien es economista y profesor; Daniel Mier, quien representaba a la Cátedra Juan Pablo II de Matanzas, y el Padre Atié, sacerdote mexicano, secretario de la Comisión Episcopal de Pastoral Social de ese país y protagonista directo del proceso de reconciliación y paz en Chiapas. Los ponentes abordaron ampliamente las aristas del fenómeno de la Globalización. Fue opinión generalizada el hecho de que la globalización es inevitable y es parte del desarrollo de la humanidad, por ese motivo, lejos de ir en su contra, lo que se recomienda es aprovechar al máximo sus enormes ventajas y potencialidades en cuanto al progreso humano integral, tratando al mismo tiempo de evitar sus grandes peligros, siguiendo de este modo el mismo comportamiento razonable que la humanidad de buena voluntad ha tenido ante el progreso. De modo que las líneas de acción van por el camino de la formación de las personas y el desarrollo de la sociedad civil, para que no sean absorbidos o manipulados por la Globalización, sino que sean más bien protagonistas en un mundo cada vez más interdependien-te. En otras palabras, se recomienda usar el automóvil, entrenando bien a los conductores, respetando las reglas del tránsito y manejando con cuidado.

En el segundo bloque temático, Educación para el Diálogo, la ponencia estuvo a cargo de Jacqueline Rodríguez Pablos, Lázaro Lerencis Moreno y Cristina Pérez Vaida todos del Movimiento de Trabajadores Cristianos. En las líneas de acción los participantes dijeron una vez más que el díalogo es la actitud fundamental en las relaciones sociales y en todo proceso de reconciliación, y es el método recomendado para que dicho proceso se realice en toda la sociedad cubana.

El tercer bloque fue el que trató el tema Reconciliación Nacional y Participación Ciudadana. La ponencia estuvo a cargo de Dagoberto Valdés, Director del Centro Católico de Formación Cívica y Religiosa y de Vitral, quien desde el principio dejó clara la razón del ser del binomio que forma el título del tema. La reconciliación nacional en Cuba debe estar protagonizada por la participación de todos los ciudadanos, porque puede haber una "reconcialiación" entre grandes centros de poder o tendencias políticas sin que los ciudadanos cuenten para nada, esta última no sería verdadera sino todo lo contrario, generadora de conflictos reprimidos que tarde o temprano estallarían. Por otro lado puede haber participación ciudadana activa y protagonista, pero no dirigida hacia la reconciliación sino al conflicto, esta participación no resuelve los problemas de fondo y genera cambios sociales que en la mayoría de los casos son cosméticos y no se mantienen sino de la misma forma en que fueron generados. Luego de plantear una serie de presupuestos para la reconcialiación en toda la sociedad, incluida la de la persona consigo misma, la ponencia propone un itinerario práctico para la reconcialiación nacional en Cuba y termina con propuestas concretas para las personas, la familia, la sociedad civil, el Estado y la Iglesia.

En la noche del sábado 25 hubo un intercambio de experiencias en el que participaron Mons. Crepaldi, el Padre David Fernández sj, Rector de la Universidad de Guadalajara, el P. Atié, el P. Almán, así como tres representantes del Movimiento Justicialista de Argentina. Resultó de una riqueza extraordinaria escuchar las experiencias de personas que desde realidades diversas del mundo han participado en procesos de reconciliación. Trascendió la afirmación en el panel, hecha por el P. Atié, de que podía percibir que la mayor parte de la vida en Cuba (el 80%, dijo para establecer una proporción) se desarrollaba en el sector subterráneo, en el que por tanto había un enorme potencial de solidaridad que estábamos obligados a encauzar y promover para que la reconciliación se realice verdaderamente. El P. David Fernández, por su parte, abordó el tema de los conflictos sociales y su raíz antropológica y sociológica, dejando una ponencia escrita.

En esta Semana Social la reflexión de los participantes fue muy fructífera alcanzándose grados de profundidad y espíritu de diálogo que superan los de las anteriores ediciones del evento en las que he participado.

Ciertamente, la reconciliación debe estar basada en la verdad desnuda, aunque duela, y no en la mentira, aunque se corra el riesgo de que el interlocutor se incomode, en el respeto profundo, aunque sea a veces difícil, y no en la venganza o el desprecio, aunque parezca lógico a los ojos de los hombres. La frase que da título a este reportaje es una adecuación del conocido refrán "borrón y cuenta nueva". La afirmación prendió en la asamblea, pues describe de forma muy simple y profunda la propuesta de reconciliación que se hace. No se trata de olvidar las ofensas para establecer un nuevo orden donde éstas sean retomadas, sino de cerrar definitivamente un capítulo de la historia del que se saquen las justas lecciones, de manera que se alcancen mayores grados de progreso humano integral en Cuba, sin que pesen los anteriores conflictos como una espada de Damocles sobre la vida de las personas y la estabilidad de la sociedad. Cofío en que la tremenda capacidad de recuperación y el carácter misericordioso del cubano, unidos a la gracia de Dios, deparen para nuestra Patria una realidad semejante.

Pinar del Río, 22 de julio de 1999

Ir a lista de temas


 

 

MOMENTOS DE LA IV SEMANA

por Humberto Bomnín

 

—El acercamiento reflexivo de que la liberación comienza por la libertad interior, el cambio de los corazones, por el amor que trasciende al hombre y cultiva en él el hábito de servicio.

—El aprendizaje sobre temas y aspectos cruciales relacionado con la Globalización y la solidaridad, educación para el diálogo, participación ciudadana y reconciliación nacional. Todo abordado en un ambiente de respeto, fraternidad y espíritu de comprensión.

—La participación de jóvenes asistentes al eveto que pusieron de manifiesto en su mensaje final la necesidad de comprometernos en la acción inmediata por la reconciliación nacional, en la doble tarea de iluminar los espíritus para ayudar a descubrir la Verdad(1) y que no basta recordar principios generales, manifestar propósitos, condenar las injusticias graves, proferir denuncias con cierta audacia profética, que todo ello no tendría peso real; si no va acompañado en cada joven, en cada hombre, por una toma de conciencia más viva de la propia responsabilidad y de una acción efectiva: porque la esperanza del cristiano, proviene en primer lugar, de saber que el SEÑOR está obrando con nosotros en el mundo, continuando en su cuerpo, que es la Iglesia -y mediante ella, en la humanidad entera-, la redención consumada en la Cruz y que ha estallado en Victoria la mañana de resurrección(2) le viene además, de saber que también otros hombres colaboran en acciones convergentes de justicia y de Paz, que bajo una aparente indiferencia, existe en el corazón de todo hombre, una voluntad de Vida fraterna y una sed de justicia y de paz que es necesario satisfacer.

Esta semana, como siempre, propició el acercamiento humano en un ambiente de libertad y responsabilidad en el estudio y reflexión de temas acuciantes de nuestra realidad: globalización, solidaridad, el diálogo y la reconciliación nacional, inspirados en la gracia del espíritu Santo, que es Espíritu de Vida y Amor. Gracias a Dios, a todos los hermanos con los que compartimos en La Milagrosa de la bella Diócesis de Matanzas. Que nos permita esta fuerte inspiración iluminar nuestras vidas y nuestra acción en todos los ambientes.

¡Gracias a Dios y a nuestra Iglesia!

Gracias a todos los hombres de buena voluntad de nuestro pueblo que luchan por el cambio Social en Cuba, que nace del cambio del corazón humano y la inspiración que lo hace trascendente en su servicio a los hombres a la sociedad y a la nación.

 

(1) Populorum Progressio

(2) Gaudium et spes.

               Ir a lista de temas