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julio-agosto. año VI. No. 32. 1999 |
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RELIGIÓN |
EL PADRE NOS AMA, ACOJAMOS SU AMOR
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Hace poco los organizadores de la Pascua Joven en la Vicaría Occidental de nuestra diócesis me invitaron a predicar en la Misa de una celebración que se efectuó en Sábalo. Lo hice con mucho gusto. El lema de esa fiesta de los jóvenes fue: EL PADRE NOS AMA, ACOJAMOS SU AMOR. Es un lema que viene muy bien con la contemplación de la persona de Dios Padre que toda la Iglesia hace este año, el último de preparación al jubileo del año 2000 del nacimiento de Cristo. La actividad inmediatamente anterior a la Misa consistió en un serio trabajo de reflexión que hicieron los diferentes equipos acerca de la persona de Dios Padre que nos ama. Con creatividad, cada equipo presentó a todos los participantes el contenido de su reflexión. Fue algo excelente. Por eso cuando me dirigí a los jóvenes en la Misa me referí solamente a la segunda parte del lema. He aquí algo de lo que expresé: Se nos acaba de presentar de manera entusiasmante a Dios Padre que nos ama. Ahora bien, ¿vamos o no a acoger su amor? Si decidimos, como espero, acoger su amor ¿en quién inspirarnos? En aquél que nos dijo: "Quien me ha visto a mí ha visto al Padre" (Jn 14, 9). En efecto, para conocer al Padre no hay otra referencia sino Jesús de Nazaret, el Cristo. ¿Qué contemplamos en Jesús que nos indique cómo acoge él el amor del Padre? En esta ocasión quiero destacar dos actitudes de Jesús. La primera, su actitud filial. Durante toda su vida Jesús vivió esta actitud en relación con Dios Padre. Y la vivió con sencillez y ternura. Por eso él llamó a Dios con la palabra Abba. Es la palabra que sus paisanos utilizaban para referirse cariñosamente a su padre como lo hace un niño; equivale en cierta forma a la nuestra papito o papaíto. Hay que destacar que en los momentos más difíciles o en las situaciones de definir su vida y opciones, Jesús pronuncia esa palabra para referirse a Dios Padre. No es casualidad. Es una palabra que responde a una actitud. La segunda actitud que quiero destacar es su actitud fraternal. Esta actitud está muy unida a la anterior. Es que quien se sabe hijo de Dios y lo vive, sabe que es hermano de los demás hombres y mujeres, que también son hijos del Padre. La relación fraternal vivida por Jesús fue hasta dar la vida (cfr Jn 15,13). La relación fraternal vivida por Jesús fue algo insólito: "Se dijo: Ama a tu prójimo y guarda rencor a tu enemigo. Pero yo les digo: Amen a sus enemigos y recen por sus perseguidores" (Mt 5, 43-44). Y continúa Jesús: "Así serán hijos de su Padre que está en los cielos" (Mt 5,45). Ser hijo significa acoger, aceptar el amor que el Padre brinda. Y Jesús nos dice que para ser hijos del Padre hay que vivir la fraternidad sin fronteras, sin barreras. A veces vivimos rodeados de muros. Muros fabricados por nosotros y muros fabricados por otros. Muros que nos separan del Padre y de los otros hijos e hijas del Padre. Muchos hombres y mujeres han vivido asumiendo en su vida las actitudes de Jesús. Uno de ellos fue san Pablo. Él nos ha dicho que Cristo en su propia carne destruyó el muro que separa (cfr Ef 2, 14). Eso es lo que ha hecho la Pascua de Cristo. Por eso celebrar la Pascua de Cristo implica disponerse y comprometerse a vivir la actitud filial y fraterna de Cristo y como Cristo para que hoy sea una realidad el derrumbe de los muros. Un muro puede derrumbarse con mandarria o con "buldócer". El cristiano lo tumba con la mandarria o el "buldócer" del amor. El amor puede ser duro, pero siempre sana. Para derribar muros, el hijo de Dios se hizo hombre. Su servicio es el servicio de la reconciliación. Cristo crea puentes. Es ésta su obra. Es ésta también la obra encomendada por Él a su iglesia. Hay identificación entre la obra de Cristo y la de la Iglesia. La reconciliación no es algo accesorio a esta obra. El que quiera ser cristiano y no asume esto, no ha entendido aún qué es ser cristiano y en qué consiste la vida eclesial. Contemplando a Cristo nos damos cuenta también de que acoger el amor del Padre implica acoger la cruz como Cristo la acogió. No debemos olvidar que para reconciliarse, Cristo derramó su sangre en la cruz. Y su sangre, sangre del Cordero de Dios, derribó el muro. Cuando Juan Pablo II nos visitó en enero de 1998 nos habló de esto. Recuerdo que dijo que la felicidad se alcanza desde el sacrificio. Cuando el sacrificio es impuesto duele y nada más. El sacrificio asumido libremente duele, pero gratifica y ¡resucita! Ese es el sacrificio de Cristo. "Nadie va al Padre sino por mi" (Jn 14,6). "Les he dado ejemplo para que ustedes hagan lo mismo que yo he hecho" (Jn 13,15). Para acoger el amor del Padre contemplemos a Cristo para vivir con sus actitudes, sentimientos, pensamientos y acciones (cfr Flp 2,5). Para que esa contemplación la hagamos vida es útil que con sinceridad nos respondamos esta pregunta: ¿Qué haría Cristo en mi lugar? Es tan grande el amor del Padre y el de Cristo por nosotros que nos han dado el Espíritu Santo, don pascual por excelencia. El Espíritu Santo nos "defiende" para que, como Cristo, acojamos al amor del Padre. Y contamos con la intercesión de María. Ella, inmaculada, vivió como nadie la gracia de la reconciliación. Esto dije a los jóvenes reunidos en Sábalo aquel día. Y como aquel día dije a ellos para terminar, hoy lo expreso a los lectores de Vitral: "No tengan angustia ni miedo" (Jn 14,27). |
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