mayo-junio. año VI. No. 31. 1999


CINE
 

 

LINDSAY ANDERSON

ENTRE VOLTAIRE Y EL BUDISMO ZEN

 

por Sara Sluger

                  

 

RETROSPECTIVA DE LINDSAY ANDERSON: DE LA SÁTIRA A LA TRAGEDIA

En agosto de 1998, el British Arts Center de Buenos Aires ofreció una retrospectiva de la obra fílmica de Lindsay Anderson, el realizador británico, fallecido en 1994.

Aunque el ciclo no aportó su importante producción de documentales y cortometrajes, premiados uno con el Oscar y otro en Venecia, el público porteño pudo ver o volver a ver sus memorables películas, desde la polémica IF..., laureada en Cannes en 1969, hasta LAS BALLENAS DE AGOSTO que filmó poco antes de morir. Lo hizo en Hollywood, a pesar de sus reiteradas negativas de filmar en Estados Unidos, tras lograr la participación de las dos célebres sobrevivientes del cine norteamericano, Bette Davis y Lilian Gisch.

Actrices irreemplazables, sin duda, para los personajes protagónicos del film, esas actuaciones resultaron, también para ellas, su despedida.

Nuestra amiga y colaboradora en este número, la periodista argentina Sara Sluger, entrevistó al cineasta inglés, en una estadía en Londres, en 1973. Por aquel entonces, era además, director asociado del Royal Court Theatre, escenario de los "Jóvenes Iracundos" que en la década del 50 habían renovado y revitalizado las viejas estructuras del teatro británico.

Esa relación profesional se convirtió en amistad cuando Anderson visitó Buenos Aires en 1984 y desde entonces se cruzaron cartas, libros y tarjetas de saludo desde los distintos puntos del planeta donde el realizador producía sus documentales para el cine y la televisión.

Testimonio que reproducimos en esta nota especial para Vitral que Sara nos envía desde Buenos Aires.

 

 

Cuando lo conocí en Londres, en 1973, era un hombre cincuentón, canoso, regordete, de aspecto bonachón. De estatura mediana, no impactaba de entrada pero, en cuanto comenzaba a hablar, se animaba, gesticulaba, reía cálidamente con sus ojos grises, algo verdosos, era otro hombre. Entonces, hacía resaltar sus frases irónicas con una exhuberancia muy poco inglesa.

Claro, era de origen escocés, nacido en la India. Se mostraba muy orgulloso de sus antepasados celtas, «dueños de la imaginación de la que carecen los ingleses».

Recién volvía del Festival de Cannes donde había presentado su película O´Lucky Man, que a juicio de muchos merecía los laureles, pero el Jurado prefirió galardonar a Espantapájaros, el film de Jerry Shazberg.

Los laureles, Anderson los había ganado con su película If... cuatro años atrás, en el Festival de Cannes de 1969.

Nadie que la haya visto la habrá olvidado. Se pudo ver en la Argentina, tras una presentación fuera de concurso en el festival de Mar del Plata de 1970. Tuvo inconvenientes que demoraron su estreno comercial y luego sólo llegó a un público restringido.

La película mostraba un típico colegio inglés, donde se educan los hijos de la clase alta, con sistemas de enseñanza casi feudales. Describe con lujo de detalles, en algunas escenas memorables, la extraña y severa formación de los futuros gentlemen, conformistas a palos, integrantes de una sociedad que ellos, en su fuero interno, reprueban y rechazan.

Resisten los métodos disciplinarios que tienden a fomentar la idea de jerarquía, en una incipiente -y desde luego, inesperada- lucha de clases. Tras algunas escaramuzas, los jóvenes sometibles revierten violentamente los valores y con armas de todo tipo y calibre bañan en sangre una apacible fiesta de fin de curso.

El espíritu condicional de la película, claramente sugerido desde el título, era indiscutible para Anderson.

Si seguimos así, eso podría ocurrir...

 

ENCUENTRO EN LONDRES

Fue fácil ubicarlo porque prácticamente vivía en el Royal Court Theatre del que era director asociado. Su última puesta había sido la cuarta pieza que dirigió de su autor preferido, David Storey. The Changing Room la conoció Buenos Aires como El Vestidor.

Después de recordar a IF... que yo conservaba en mi mente y en mi retina, le hice hablar de la recientemente estrenada en Londres O´Lucky Man´, que se pudo ver en Buenos Aires sólo un año después como Un Hombre de Suerte.

—De alguna manera proviene de If... No es casual que el personaje central se llame Mick Travis, igual que el rebelde colegial del aristocrático pensionado. Este nuevo Mick Travis, ambicioso, trepador e ingenuo a la vez, se desplaza a través de un mundo mucho más vital que una escuela; un mundo en el que pretende ingresar. Vive en los inquietos años de la década del 70 y ya no marcha al ritmo de la revolución, sino al de la sátira.

Lo que ha cambiado en Travis es su actitud hacia las cosas que ahora ataca y satiriza. Por ejemplo, la ambición. El muchacho de If... seguramente jamás se había preguntado cuánto dinero ganaría en la vida. El segundo Mick se encuentra en un mundo dominado por los valores de cambio, en el cual todo hombre tiene un precio y para quien lo esencial es el provecho. ¿Cuánto le pagan por esto? ¿Qué ganancia deja? Preguntas como éstas obtienen una respuesta muy distinta a la del final de If...

Este no es en absoluto un film romántico como en cierto modo lo era If... —recalca Anderson—. Es una mezcla de Voltaire y de budismo. Mi personaje tiene cierta vinculación con Candide. Una vinculación de tipo estructural y temática. Atraviesa la vida como el ingenio de Voltaire, como un peregrino que va descubriendo la realidad a medida que se enfrenta con ella. Pero también hay algo del discípulo de Zen en esa permanente búsqueda de sartori, de la «iluminación».

El grupo surealista en el Café de la Plaza Blanche, marzo de 1953. En la foto: Man Ray, Marise, Max Ernest, Giocometti, André Breton, Benjamin Pérez, Zimbacca, Clovis Trouille, Bédouin, Dupré, Jacqueline Dupré, Dora Mitrani, Hantaï, Suzanne Cordonnier, Julien Gracq, Elisa, Goldfayn, Ado Kyrou, Legrand, Paalen, Wifredo Lam, Sara Sluger (en el círculo blanco), R. Bernart. (foto: Jacques Cordonnier, Col. Elisa Breton)

 

Un hombre de Suerte es sin duda la película más compleja y ambiciosa de Anderson.

Se expresaba con lentitud y una seguridad irrebatible en cualquier tema que surgiera de una pregunta o sin ella. No tenía uno, sino ciento de temas. Pero todos convergían en un punto: la sátira feroz contra su país (para él solamente el país donde vivía), contra su época, el mundo y él mismo. Denunciaba la mala fe de los directores de cine en Inglaterra, de los diputados, de los intelectuales, de la juventud. No se salvaba nadie.

—Inglaterra es el país del snobismo, todos son burgueses. En el Parlamento, los diputados exigen más créditos para la escuela pública, pero ellos mandan a sus hijos a las privadas, donde los preparan para vivir en un sistema dominado por los privilegios y la jerarquía.

¿El cine británico actual? No me interesa. Los directores, en su mayoría, carecen de imaginación. No se inspiran de la realidad inglesa. Hacen films vulgares que adaptan de series de televisión realizadas por encargo.

De aquellos años rescataba algunos nombres: Ken Russel, Schlessinger, Karel Reisz, Jacques Clayton que acababa de filmar un libro de Scott Fitzgerald...

—¿Censura en Inglaterra? No la hay en el sentido artístico o temático; se limita a cortar o suavizar las escenas demasiado eróticas. No hay que olvidar que es un pueblo muy puritano. Los ingleses no toman el arte demasiado en serio. Nadie teme que un filme, una pieza de teatro, un libro o una canción de protesta, puedan destruir el sistema.

Por cierto If... había irritado a las clases conservadoras que debieron tolerar el film y la provocación del afiche, que mostraba a los jóvenes protagonistas armados y una sola frase: ¿De qué lado estás?

Los intelectuales se han convertido en profesionales de la inteligencia, y los jóvenes de nuestro tiempo no sienten la necesidad de luchar porque se los mima demasiado. No estoy en contra de la juventud, pero tampoco me enternece.

Le hago notar que él mismo es un intelectual y que sus colaboradores más íntimos son jóvenes. Fue él quien descubrió a Malcolm McDowell, que ni siquiera era un actor aficionado.

—Todo se debió a un azar, —cuenta Anderson—. Un día vinieron a verme dos muchachos. Tímidamente, me presentaron un guión que encontré simpático e ingenuo. Lo rehicimos entre los tres. Es el origen de If... y el de David Sherwin como libretista. Malcolm me pareció el intérprete ideal para el personaje de Mick Travis ¡Fíjese que carrera ha hecho en cuatro años! Trabajó con Joseph Lossey, y luego Kubrik lo llamó para encarnar a Alex, el violento amoral de La naranja mecánica.

La producción cinematográfica de Anderson no ha sido, por cierto, abundante.

Los jóvenes críticos especializados de Londres le reprocharon sólo a O´Lucky Man su extensión: 167 minutos.

«Podría hacer dos películas con el tema, puesto que filma tan poco», escribió Gordon Gow en Film and Filming. «Felizmente, aquí podemos ver con mayor frecuencia sus admirables puestas en el Royal Court Theater».

Anderson se justifica.

Una película me insume no menos de dos años de intenso trabajo. He logrado formar un equipo que incluye actores, libretistas, fotógrafos y todos participamos de la tarea, desde el principio hasta el final.

El equipo incluía nombres tales como Miroslav Ondricek, director de la fotografía, formado en la deslumbrante escuela checa de la década del 60, y el músico Alan Price de quien Anderson era fanático.

Casi todos los actores pertenecían al elenco del Royal Court, el Teatro de los Escritores. Se lo llamó así porque su objetivo fue siempre descubrir nuevos autores para el teatro. Allí se estrenó en 1950 Recordando con Ira, de John Osborne.

Algo más sobre O‘Lucky Man:

—La idea fue nuevamente de Malcolm. Él quería volver a filmar conmigo y para tentarme me hizo leer algunas escenas de un libreto que había comenzado a escribir. Estaban basadas en sus propias experiencias como aprendiz de vendedor de café en una empresa del Norte de Inglaterra. Fue antes de comenzar su vida de actor. «Podemos intentarlo» le dije mientras rompía las páginas escritas por él. Necesito que una idea vaya creciendo en mí orgánicamente y luego trabajar sobre ella. El punto de arranque surgió de una observación feliz que hizo Malcolm a propósito del héroe: «Tiene suerte, todo lo que toca resulta afortunado».

Coffe Man, el título inicial, se convirtió en Lucky Man.

Finalmente Anderson le agregó la O, parafraseando a O´ Dreamland, un documental satírico sobre un parque de diversiones, que había realizado en 1953.

A punto de despedirme, Anderson me retiene. Quiere mostrarme las fotografías de los que pasaron por el teatro, lugar de la entrevista. Allí están Osborne, Wesker, Sartre, Beckett, Lawrence Oliver, Glenda Jackson, Tony Richardson, Ralph Richardson, Albert Finney.

Me guía por los pasillos, me conduce hacia la salida.

Me quedaba una última curiosidad. Puesto que no amaba precisamente a los ingleses, quería saber si no pensaba trabajar en los Estados Unidos.

—«Detesto a los americanos».

¡Lejos estaba de pensar que realizaría su última película en Holywood y con dos actrices americanas!

 

ENCUENTRO EN BUENOS AIRES

La amistad que Lindsay Anderson me brindó generosamente surgió durante los días que estuvo en Buenos Aires, invitado a participar del Encuentro de las Artes que había organizado la Secretaría de Cultura Municipal del gobierno alfonsinista. Fue en 1984, en una cálida primavera de la reciente democracia post proceso militar.

De los extranjeros arribados al evento recuerdo a la aún muy bella actriz sueca Bibi Anderson, a la antidiva y vital actriz francesa Annie Girardot, quien no se privó de criticar al cine francés de ese momento y recordar que no había aceptado una invitación anterior porque en la Argentina gobernaba una dictadura militar. La presencia de tres directores europeos realzó el interés del público hacia el Encuentro: el citado Lindsay Anderson, de Gran Bretaña, el italiano Pontercorvo, admirado y perseguido por colegas vernáculos y sobre todo por jóvenes en formación, y el gran Jerzy Kawalerowicz, llegado de Varsovia, quien se definió como un director sin credo artístico, asegurando que la cultura popular es una de las más grandes inspiraciones para el arte.

No cabía un alfiler en la enorme sala, donde se presentó dispuesto a satisfacer cada una de las preguntas del público antes de la proyección de su filme «Tren Nocturno».

Después de una hora y media de coloquio quedaron múltiples papelitos con preguntas de los presentes sin contestar. Hubo que apagar las luces para dar comienzo a la proyección.

A once años de mi entrevista en Londres no pretendía que Anderson me recordara cuando me aparecí en el hotel, en la mañana siguiente a su llegada.

Antes de saludarlo le mostré la foto junto a él que nos había sacado mi guía en la puerta del Royal Court.

Intrigado preguntó: ¿Cuándo fue eso?

Lo encontré casi igual, algo más rollizo y de muy buen ánimo, sin rastros de cansancio después de un viaje más largo de los habituales en Europa.

—Me gusta viajar, de otro modo no estaría aquí.

También había viajado a China hacía poco tiempo para filmar un documental sobre la gira de un grupo de rockeros ingleses, un encargo de los WHAM,

—No sé si les habrá gustado porque, más que filmarlos a ellos, yo hice una sátira sobre lo que puede ser una gira de un grupo de rockeros por China.

Lástima que no encontré la China que yo esperaba ver. Tan norteamericanizada, con su gran industria de productos baratos y de mala calidad.

Seguía tan crítico como antes, la madurez no lo hacía más complaciente.

—La vieja Inglaterra sigue igualmente anacrónica, con su estricta división de clases.

¿Y los punks? ¿No representan una corriente moderna?

—Los punks no representan ningún pensamiento revolucionario, son un simple adorno del Establishement. Sólo una moda, como la minifalda...

Él había sido uno de los impulsores de los «Angre Young Men» a fines del 50, que duró hasta mediados del 60. Con Pinter, Osborne, y otros jóvenes iracundos habían sacudido las viejas estructuras del teatro británico.

—Éramos jóvenes rebeldes, pero también nos convertimos en moda. La industria cinematográfica inglesa que parecía tan vital en los años 60, tampoco se pudo sostener. Mi última película Hospital Britannia en Inglaterra no tuvo éxito porque es una sátira. A nadie le gusta que lo satiricen. Pero en otros países ocurrió lo contrario.

No vivía de sus films, escasos por cierto, ni de sus puestas en el teatro que le proporcionaban placer y prestigio, no dinero. Pero hacía muchos cortos y documentales con los que ganaba premios y dinero. Además de películas menores, pero bien hechas y con actores de talento, se ufanaba.

Varios de sus cortometrajes son memorables, como Thursday Children que mereció un Oscar en 1953. En 1957 obtuvo el Gran Premio al Documental en Venecia con Every day except Christmas y a esa altura llevaba hechos como 15 documentales.

No era rico y a medida que se instalaba una mayor confianza en los encuentros posteriores me enteré que vivía sobriamente, que una mujer atendía los quehaceres domésticos una vez por semana y que se acostaba temprano, en general a las nueve de la noche. Lo atribuía al clima de Londres, que no invitaba a las salidas nocturnas la mayor parte del año. Pero en la cálida primavera que le tocó en suerte disfrutar en Buenos Aires mantenía esa costumbre, a menos que las invitaciones fueran ineludibles.

Me llamaba por las mañanas para combinar el encuentro diario como si yo fuera la anfitriona o una suerte de guía improvisada, tarea muy agradable por cierto y que me halagaba.

Con el auto y chofer que habían puesto a su disposición, de más está decir que no quedó rincón de la ciudad sin visitar, desde los barrios residenciales que tanto recuerdan a París, el de los "Beaux quartiers" hasta los más populares, incluso algunos marginales.

Hacía detener el auto para tomar fotos con su cámara y su enfoque de cineasta consumado. Quien sabe si no las usaría para algún documental que jamás veríamos.

Las preguntas que me hacía sobre el país eran muy precisas e inteligentes.

Por suerte era curioso y conversador y no retaceaba las respuestas a los temas que más me interesaban.

¿Cuándo comenzó a interesarle el cine?

—Durante mi infancia. Nací en la India donde mi padre era oficial del Ejército Británico. Cuando ya tenía siete años nos instalamos en Inglaterra y allí cursé los estudios como todo hijo de una familia de clase media alta hasta ingresar a Oxford. Veía entonces mucho cine pero sólo películas inglesas y norteamericanas; en los años 30 mis actores preferidos eran Norma Shearer y Robert Montgomery.

Durante la guerra mundial pasé tres años en la India con el Ejército y allí pude ver El Halcón Maltés, El Canto del Missouri y Enrique V. Regresé a Inglaterra en una época en que se decía que el cine británico estaba lleno de vitalidad y de promesas. Sin embargo y sin saber aún hoy por qué, opté por los western de John Ford a pesar de que los western no estaban de moda entonces.

Usted formó parte de la redacción de la revista Sequence. ¿Qué significó para usted esa experiencia?

—Fue después que reingresé en Oxford e inscribirme en la Sociedad Cinematográfica de la Universidad que editaba la revista. Cuando nos instalamos en Londres, después de Oxford, compartí la dirección con Karel Reisz. Hoy no pienso que la revista era sensacional...

Sin embargo, no faltan quienes consideran que fue la que echó la simiente de la célebre Cahiers du Cinema.

Al poco tiempo comienza a filmar, con medios muy precarios. Con una cámara de segunda mano dirige y edita un cortometraje que tituló Meet the pioneers (Conozca a los pioneros). Para el sonido sólo disponía de un gramófono.

El segundo encargo provino de un periódico de provincia que celebraba su centenario en 1952. Resultó un excelente corto que llamó: Wakefield Express.

Por fin en 1963, con un buen número de cortos y documentales en su haber, se lanza al largometraje inspirándose en una novela de David Storey, su autor preferido en el teatro, The Sportin Life, con la brillante actuación de Richard Harris en el papel de un frustrado minero convertido en célebre jugador de rugby. Se la recuerda como uno de sus mayores éxitos.

Con bastantes años de diferencia le siguieron If... y Un hombre de suerte. Después, In Celebration, otra pieza de David Storey que había puesto en el Royal Court. Para entonces, lo último era el absurdo de Hospital Britannia, en donde un neuropsiquiátrico es asolado por protestas sindicales; pacientes impacientes, un médico residente a punto de calzarse el chaleco de fuerza, sumado todo a la visita de la ya artrítica Reina Madre.

Hoy debo agregar, completando su filmografía, Las ballenas de agosto, una suerte de bucólica oda a la vejez como última fuente de rebeldía. Resignado, se dio el lujo de reunir, como anunciando la triple despedida, a las magníficas Lilian Gish y Bette Davis, aunque para hacerlo debiera transgredir su propia promesa de no filmar nunca para Hollywood.

 

JOHN FORD

Además de su obra filmada y el recuerdo de las puestas en la escena del Royal Court Theatre, Anderson dejó un libro. Un extenso trabajo sobre la personalidad y la obra del ídolo de toda su vida, el cineasta norteamericano que conocemos con el nombre de John Ford.

Me lo envió después de su regreso a Inglaterra en la traducción francesa. Nunca supe si existía una versión al español, me temo que no.

"Este libro -aclara Anderson- es el testimonio de la obsesión y el entusiasmo que no me abandonaron desde hace más de treinta años. Mi deseo es que ayude a comprender y apreciar mejor la obra de uno de los grandes poetas de nuestra época".

Más de treinta años antes de su muerte ocurrida el 31 de agosto de 1973, el cineasta John Ford había filmado su testamento con su verdadero nombre, Sean Aloysius O´Fenney.

A pesar de considerarlo el más grande realizador del cine norteamericano, a pesar de reconocerse el más devoto e incondicional admirador de Ford, Anderson no omite resaltar las agudas contradicciones que él observaba en su personalidad y su carácter. Contradicciones que atribuye en gran parte a su origen irlandés.

"Amable e irascible, mezquino y generoso, arisco y desconfiado, podía mostrarse a veces bondadoso y de pronto cruel, siempre inasequible. Obstinadamente individualista a la vez que demostraba un profundo apego a la familia, a la comunidad y a la patria".

El autor se refiere también a su postura pretensiosa cuando rechazaba toda clase de entrevistas, pero la verdad -aclara- es que evitaba a quienes consideraba críticos insolentes y sólo aceptaba los homenajes que lo halagaban. Finalmente cuenta que Ford afirmaba que hubiera preferido hacer cualquier otra cosa que filmar, por ejemplo, navegar o combatir a los ingleses de Irlanda.

El trabajo es exhaustivo: durante años L. A. se ocupó de reunir documentos, cartas de amigos y admiradores que pusieron a su disposición fotografías, casi todas desconocidas que muestran a Ford rodando en los sets y en reuniones con los actores, asistentes, etc.

Museos, revistas especializadas e instituciones públicas y privadas permitieron escudriñar en sus archivos, y personalidades del quehacer artístico en general se prestaron a entrevistas sobre el tema. Periodistas y críticos de larga data enviaron artículos y críticas sobre las películas de Ford que habían escrito en oportunidad de los estrenos.

Todos los testimonios están corroborados en la lista de agradecimientos del autor, haciendo especial mención a los actores Henry Fonda, Harrey Carey, Robert Montgomery "quienes tan generosamente evocaron sus recuerdos, así como la actriz Mary Astor en el fragmento extraído de sus "sorprendentes memorias" A life on film.

Completa el libro la filmografía de Ford desde su primera película The Tornado de 1917 hasta la última Seven Women, de 1966, con su ficha técnica y agrupadas por el año de su realización.

La frase tomada del "Diario de Amiel" que antecede al Prefacio del libro que Lindsay Anderson tituló simplemente JOHN FORD, es significativa:

"Cuando se quiere respetar a los hombres, hay que olvidar lo que son y pensar en el ideal que ocultan en sí mismos, en el hombre justo y noble, inteligente y bondadoso, fiel y verdadero en todo aquello que llamamos un alma".

 

Diciembre de 1998.