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mayo-junio. año VI. No. 31. 1999 |
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NARRATIVA |
LAS PALABRAS Y EL P É N D U L O
por Joaquín Badajoz |
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La vieja corrió las cortinas aquella mañana de noviembre y abriendo los postigos gritó para todos sus muertos: Ya pasó el último ciclón. Quince en total y el último con nombre de mujer. Esos los peores. Se había recogido el pelo blanco, que una vez fue negro como el ébano, con una peineta de carey; y se disponía a quitar los cerrojos de la inmensa puerta que daba a la calle real, cuando sonaron los aldabonazos.
Como todas las madrugadas antes de concluir el emplane de la edición vespertina de El Ómnibus echaba a andar y peinaba casas de socorro, policlínicas, tugurios... En cuestión de una hora regresaba con el material más increíble que cualquiera pueda imaginar. Luego era cuestión de darle forma, construir la noticia, porque para que me entienda, en un pueblito de mierda todo puede ser noticia pero para eso hay que saber darle la vuelta. Ahora, aquella noche había un no sé qué en el ambiente que le ponía a uno los pelos de punta. De esos días en que la neblina de tan densa no te dejaba ver más allá de una cuadra. Le parecía a uno que las calles eran ríos de humo; y luego la humedad que da unos temblores y escalofríos como si estuvieras cagándote del miedo. Por eso no me quedó más remedio que entrar en el bar de Bigotegato. Puñetera la noche, Don Valdemar. Bigotegato sonreía desde detrás de la barra. A cada minuto se atusaba las puntas de los bigotes; dejaba resbalar la lengua por entre la maraña desaliñada y se rascaba la punta de la nariz que parecía un envidiable pimiento morrón coronado por dos ojitos minúsculos. Entre la penumbra a Valdemar Estrada le pareció estar frente a un muñecote mezcla de Groucho y Carlos Marx. Sírveme un doblecito de Chivás Regal. Estas noches no son buenas para los negociosContinuó Bigotegato. Ni para el mío , ni para el suyo. En estas noches cada cual se muere en su casa. Si, ya usted ve. Pero eso debe de ser un problema para el funerario, no para un cronista social como yo, usted no cree. Bueno, si usted lo dice. Pero no me diga que una muertecita violenta no le vendría como anillo al dedo. O acaso yo no sé que cuando usted sale así a esta hora es que le debe faltar por lo menos una columna. Digo yo. Bigotegato hizo un pase con la medida que parecía un mar revuelto, y con la habilidad del oficio vertió poco menos de dos líneas en el vaso. Acto seguido escanció otro chorro intermitente agregando que el extra iba por la casa. Increíble este tipo, te compra y te vende con el mismo dinero; pensó Don Valdemar. Y asintió mascullando un salud mientras se llevaba el vaso a la boca. Entonces fue cuando reparó en el otro extremo de la barra, casi junto a la victrola. El hombre tomaba con una avidez que le hacía desparramarse el aguardiente por las comisuras. Entre tragos se secaba con la manga o con la mano. Daba luego unos pitazos fuertes al cigarro y parecía que alcanzaba un momento de paz exhalando profusas volutas. Está desde la medianoche susurró Bigotegato. Todas la noches es lo mismo desde los sucesos, usted sabe. Llega cuando ya casi no hay nadie. Mientras hablaba pulía con un trapo la barra de madera: Como se toma tan en serio lograr una buena juma ya le dejo su botella al alcance. Cuando se marcha paga y casi siempre se lleva otra botella de contra. No habla con nadie, usted ve. Sí que se quedó mal el pobre con la muerte del crío. Aunque no es para menos. Usted sabe, dicen que la señora se ha quedado como loquita. Ha tratado de matarse como cuatro veces y si no lo ha logrado es por la negra conga. Esa negra no le pierde ni pie ni pisada. ¿Le sirvo otro doblecito, Don Valde? El hombre, sin esperar respuesta, escanció esta vez directo del litro. Valdemar Estrada sacó un cigarro y comenzó a aligerarlo rodándolo entre los dedos. Lo que he oído es que la tienen en una clínica en La Habana. ¿Y usted qué sabe Don Perucho sobre los sucesos? Bigotegato se tomó un tiempo prudente hasta que Don Valdemar luego de golpear uno de los extremos del cigarro sobre la barra se lo llevó a los labios. Le acercó una cerilla. Si quiere puede coger uno. Bueno Don Valde se lo voy a aceptar, yo no fumo mucho pero a veces en las noches, usted sabe. Pues mire, saber saber yo no sé mucho pero parece ser que de alguna forma estuvo implicado en la muerte del crío. Claro que como senador y tal pues todo tuvo su tapujo, usted entiende. ¿Y que más Don Perucho?. El hombre sonrió con malicia mientras reparaba en la pose de desinterés con que el periodista acompañaba la pregunta. Es cierto lo que dicen Don Valde; que usted no es fácil de contentar. Yo le voy a contar lo que escuché hace dos noches; pero una cosa es la verdad y otra la realidad. Y la realidad es que esas son oídas, usted sabe.
La política desgasta. Cada temporada electoral, después de concluida la campaña, me retiraba a la finca y entonces estaba durmiendo tres días seguidos con sus noches (Bastaban breves intervalos para una naranjada y un emparedado). Mamá Kengue tamborileando sobre los fondos de un taburete no dejaba de cantar Yebere Kangoma... Sunsundamba está volando... por qué?. Mamá Kengue le tenía a la lechuza su consabido respeto. Conocía cuanto secreto puede esconderse en cada animal, o palo del monte. Cuando ella cantaba no era ella, eran todos los santos de la manigua. Y aquella noche tuve el presentimiento de que anunciaban un desastre. Cuando doblaba la cruz de los dos compadres, justo en el momento en que las lámparas delanteras tienen que enfocar las dos bóvedas malditas, destacando la iridiscencia fantasmagórica de la lechada de cal, me comenzó un terrible dolor de cabeza. Podrá parecer sugestión pero ya desde allí, lo cual es imposible porque median dos buenas leguas hasta la casa, me parecía escuchar la voz quebrada de Mamá Kengue, Sunsundamba está volando... por qué?, y sentí el roce de un cuerpo blando, como un aleteo sostenido, sobre la nuca. Uno ha escuchado mucho cuento de negros y guajiros como para aventurarse a la noche. Noche cubierta de ruidos y sombras, aparecidos (vestidos de impecable dril cien y sombrero de jipijapa) y chicherekús. La noche en estos parajes, es la noche y sus visiones, apuntó el chofer. No me extrañó, como se comprenderá, escuchar la melodía melancólica que entonaba Mamá Kengue, con su voz de barítono a pesar de los más de noventa años; ni el percutir del pellejo; ni que todos durmieran. Pagué el viaje y abrí la puerta principal. Tenía la certeza de que el desastre había comenzado mucho antes; antes, incluso, de las elecciones.
Bía etado como loco buca quebusca jurga quejurga y yo le dencía... niño que tustabuscá niño... pero naitica dencía... loco benguá... binga qui binga... niño burunkisa nganga lejolejo lo nengro de cabildo toca chichiri ngombe... cuando nengro toca chichiringombe nsulu se pone prieto prieto enkere y empieza el susto... niño taba fuanunso fuanunso fuaencuto fuaencuto cosa de la fuma fuese frusunga frusunga mundele parecía cosae mumba nodoki ndoki... Lo ama etaba durumiendo siete drundrun y se depierta niño malo malo y le da gope y gope po las mano yo le dencía niño tu ba mata tu hijo y dispue tu vatar kakampe... so cosa de Kadiempembe asta la ama cogió tabién ramajazo... era cosa de kadiempembe... no era cosa de Nzambi era cosa de Lukankasi... taba loco y gritaba tu no ba bolbe tocá na coño te boy a corta las mano dispué salió rumbo lenfinda. lijo solo gipaba y gipaba a rato fito qui no sentía las mano. La ama lo quiasía era llorá y llorá incá con loijo frente a Sibimu Kalunga. Diga usté, ¿qui papele inpoltante pue valé ma quiunijo?
...luego llegó la amputación. Parece que se demoraron mucho para llamar al médico... el Doctor Paredes. Ese viejo es la ciencia, Usted sabe, como ese hombre no hay dos en todo vueltabajo. Parece ser que no sabían que el crío era diabético. Fue una gangrena. Peor que el cáncer... Las dos manos amputadas. nadie podía creerlo. Siempre que pasaban por aquí el crío se antojaba de aquellas pastillitas de menta; aquellas sobre la nevera. Usted puede creer que después de la muerte de ese niño no he podido probar una más. Este mundo tiene cosas así... duras de creer.
Ni que fuera el dueño de la casa, había pensado Doña Herculana del Rosario aquella mañana después de los aldabonazos. Pero el dueño de la casa se había marchado pies por delante hacía unos años y Danilo no salía de su cuarto, en el hotel EL Telégrafo, más que para alimentar aquella borrachera perpetua en que había convertido su vida. Debe ser una mala noticia. Podría decirse que desde hacía meses esperaba resignada una mala noticia. Tanto, que luego el teniente Ordóñez comentaría sorprendido la entereza, la ecuanimidad, de aquella mujer de estirpe mambisa. Hágame el favor y ocúpese usted Ordóñez de traerlo -dijo; ya se había demorado demasiado, hacía tiempo que estaba esperando. Ordóñez parmaneció todavía unos minutos, perplejo, reparando por primera vez en el extraordinario parecido entre doña Herculana del Rosario y su hijo. La casa se llenó de cojines y coronas y cirios y retratos y plañideras y crujir de sillones y buchitos de café y la acompaño en sus sentimientos y palmaditas y besos y apretoncitos de hombro y mi vieja (en estas situaciones abundan los excesos de confianza) se ha quedado sola y la historia la historia... Estaba claro que la bebida le había llenado la copa. Bastaba que el doctor Martínez, médico del ejército, hubiese firmado que el estatus mental depresivo lo arrastró al alcohol y al suicidio. Pero si el hecho principal no merecía discusión, sobre las circunstancias podían construirse increibles e infinitas variaciones. Un velorio es el lugar ideal para las conjeturas; para aventurar apreciaciones, juicios ( a fin de cuentas es la antesala del Juicio definitivo). Algún día a alguien se le ocurrirá lo que tiene de work in progress un evento como ese. Todos aportan piezas revelatorias de indudable valía para armar la historia. Todos batallan por contar su versión y aunque parezca descabellado los sucesos reales serán resultado de este ejercicio velatorio al que se incorporan piadosas viejitas, familiares cercanos, amigos, sacerdotes, militares retirados y activos, jueces, médicos, locos, vagabundos, criados y el copón bendito. Así el grupo de la derecha comentaba de un presunto asesinato; cosa que negaba moviendo con energía la cabeza el Teniente Ordóñez. Un poco más a la izquierda, casi a la cabeza del féretro, doña Herculana ensimismada rezaba un rosario llevándose entre el avemaría y el padrenuestro un pañuelito de piqué negro humedecido en alcanfor al pecho. Los criados aprovechaban los trajines del ir y venir para soltar frases suspicaces, esbozar insinuantes muecas de aprobación y comadreo, o retardarse insolentes para escuchar algún comentario. Un velorio es incluso de cierta forma un tratado sociológico; los condolientes (el término jura que lo inventó Gabriel García Márquez, aunque ya en 1935 Valdemar Estrada lo había usado en una nota obituaria que sería citada con frecuencia por Isidro Pruneda como ejemplo del más alto periodismo local) se reunían por grupos sociales, gremios, intereses económicos; comentaban las más absurdas trivialidades y concertaban viajes de veraneo, cruceros, safaris o negocios conjuntos con amigos entrañables que sólo podían verse ocasionalmente en conmemoraciones o situaciones trágicas. Un velorio, como ya he dicho, es todo un tratado del entendimiento humano, es decir un verdadero circo. Debemos detenernos en el Doctor Sebastián Paredes. Mantenía un silencio y recato paradójicamente estridentes. Con frecuencia era reclamado a participar en la conversación de alguno de los grupos, de los que se mantenía a una prudente distancia; asentía, o mascullaba ininteligibles evasivas. Seguía recogido en su lugar como si llevase sobre sí una responsabilidad que le compulsase a estar callado. Estaba claro, había dicho Valdemar Estrada, que el desgraciado tenía que matarse con tanto cargo de conciencia; porque el tipo al fin había resultado un soberano hijo de puta y Dios castiga, sabe. ¿Usted no cree, doctor? Estaba claro, había dicho. Él lo había oído, había sido Valdemar Estrada, o Bigotegato, o Martínez, o Juan Ordóñez, o cualquiera. ... y ustedes qué saben lo que está claro. Todos se volvieron involuntariamente hacia el Doctor Paredes. Con más exactitud hacia su voz que no era sólo una prolongación de su cuerpo sino su cuerpo todo. A veces los hombres se equivocan... y cuando viene uno a ver ya no hay remedio. Yo mismo he llevado toda mi vida el peso de esto. Hace veinte años, tres meses y diez días, mi hijo me pidió con un mensajero que viajara a España, a donde se había marchado por cuestiones políticas (cierta simpatía con el comunismo) que no vienen al caso. Es verdad que tenía entonces muchísimo trabajo; también estábamos molestos, teníamos nuestras diferencias y desde hacía más de seis años no se comunicaba con nosotros. Le respondí que en todo ese tiempo nosotros, su madre y yo, habíamos pasado momentos terribles y él nunca se había preocupado, que creciera, por favor, ya nos hemos acostumbrado a la idea de estar solos; así que sigue tu vida, no era eso. Estela me pidió que reconsideráramos; las madres (gracias a Dios) son siempre tan débiles... Un mes exacto después recibimos la notificación de que había muerto. Después supimos por un correo oficial que desde hacía seis años estaba semiparapléjico de una lesión recibida en la guerra. Su nombre encabezaba una selecta lista de voluntarios internacionales que habían sido condecorados con la estrella del Honor y el Valor. Los hombres siempre se equivocan... Sebastián Paredes se detuvo por un ligero carraspeo, como tomándose un tiempo. ¿Cómo podría uno vivir si después de una amputación, tu hijo, seminconsciente, te pide que lo perdones... y qué... El viejo apretaba las mandíbulas para contener un ligero temblor de la barbilla... le devuelvas sus manos... que él no lo va a volver a hacer...? No se puede vivir con unas palabras así. Tanta inocencia. Y él las escuchaba a todas horas... La muerte de su hijo, fue de alguna forma la muerte del mío. Todos tenemos culpa de la muerte de los seres queridos. Aunque algunos podamos expiar en la guerra, la política en otros, para seguir viviendo; y a Danilo Frescas sólo le hubiera quedado la alternativa de cargar sus errores. Ustedes ven, todo puede depender de un punto inexistente en el vacío; y de qué vale el antes y el después. Sebastián Paredes se alzó los lentes de galeno y con la otra mano se presionó los ojos A veces no hay remedio... Disculpen, voy al baño. Los viejos somos esclavos de la próstata. Se levantó con discreción. Qué nochecita esta... Y se internó en el oscuro patio que separaba las dos alas de la casona. Después de aquello todo fue silencio. Transportar de ataúd. Despedidas. Cerrar de postigos. Y la voz quebrada de la vieja repitiéndose: No deben haber más ciclones esta temporada; al menos no los veré yo.
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