noviembre-diciembre. año V. No. 28. 1998


RELIGIÓN

 

LA siempre nueva NAVIDAD

por P. Manuel H. de Céspedes

 

 

El evangelista S. Lucas nos transmite la parábola de Lázaro y el rico narrada por Jesús de Nazaret. Me parece que es una parábola bastante conocida. No obstante, vamos a recordarla.

Un hombre rico banqueteaba espléndidamente mientras a su puerta estaba un pobre lleno de llagas llamado Lázaro que sentía deseos de comer lo que caía de la mesa del rico. Murieron ambos. El rico fue al infierno y Lázaro fue "hasta el cielo cerca de Abraham"(Lc 16, 22). Sufriendo los tormentos del infierno, el rico pudo ver de lejos a Abraham y a Lázaro, y suplicó a aquel que mandara a Lázaro a que refrescara su lengua con la punta de su dedo mojado. Abraham explica que el deseo del rico es imposible pues el rico recibió en la tierra bienes y Lázaro, males; y ahora éste encuentra consuelo y el rico, tormentos. Y Abraham expone otra razón: hay un abismo infranqueable entre ustedes y nosotros. Ante esta realidad el rico pidió a Abraham que Lázaro fuera donde sus familiares en la tierra para evitarles ser sometidos después de la muerte al mismo tormento que él argumentando que si un muerto los visita se arrepentirán. Esta vez Abraham expone la inutilidad de esto diciendo al rico: Tienen a Moisés y a los profetas; que los escuchen. (Se trata de la exhortación a escuchar la palabra de Dios) Si no lo escuchan, aunque resucite un muerto, no le creerán (cfr. Lc 16, 19-31).

En una ocasión un catecúmeno en cuyo grupo se estaba comentando esta parábola preguntó: "¿Cuál fue el pecado del rico en esta parábola que le mereció ir a parar al infierno?" Uno del grupo expresó: "El rico de la parábola vivía cerrado. Cerrado a la palabra de Dios porque no escuchó a Moisés y a los profetas, y cerrado a la realidad que vivía el pobre que estaba cerca de él". No fue esta una respuesta desacertada pues apunta a la atención que debe prestar el cristiano: atención a la palabra de Dios y atención a las necesidades de los hombres, particularmente de los más desvalidos. Quien vive prestando atención a la palabra de Dios, se dará cuenta de que no debe vivir desentendido de las necesidades de los hombres, y quien no se desentiende de las necesidades de los hombres, podrá captar más adecuadamente lo que nos dice la palabra de Dios. Son dos "atenciones" que tienen puntos de contacto. Vivir en esta apertura nos ayuda a crecer en humanidad.

Estas "atenciones" a veces pueden provocar tensión. Si la tensión provoca que cancelemos o disminuyamos alguna de las referidas atenciones, corremos el riesgo de no caminar convenientemente en el seguimiento de Jesús de Nazaret. Él tuvo como alimento la palabra de Dios; más aún, Él es la palabra de Dios encarnada. Y Él, buen samaritano, no pasó de largo ante las necesidades de los desvalidos hasta el punto de dar el mayor testimonio de amor: "No hay amor más grande que éste: dar la vida por sus amigos" (Jn 15,13). Él vivió abierto de antemano a ambas realidades.

A ambas realidades debe estar atenta y abierta la Iglesia. Ella es continuadora de la misión de su Señor y signo de su presencia en el mundo. Ella, que como nos lo ha recordado el concilio ecuménico Vaticano II, es santa y necesitada de purificación, está expuesta a desatender alguna de ellas. Para que la Iglesia sea lo que debe ser y para que la Iglesia crezca debe esforzarse por no desatender ninguna de estas realidades. En relación con esto ha recordado lo que dice el Documento Final del Encuentro Nacional Eclesial Cubano (ENEC), celebrado en 1986, al tratar de las enseñanzas fundamentales de nuestra historia eclesial. Dice: "Cuantos más servicios prestó a las necesidades sociales, tanto más la Iglesia se encarnó en medio del pueblo, y, mientras más cercana estuvo de los hombres, más eficaz y fructífera fue su labor evangelizadora. De modo que una mayor apertura al sentir de los hombres, la hizo vibrar con sus alegrías y penas, con sus angustias y esperanzas. En estas épocas se albergó en el mismo corazón cubano el amor a Cristo, la fidelidad a la Iglesia y el amor a la Patria. Fueron períodos fundacionales y definitorios para que nuestra idiosincrasia quedara iluminada por la fe cristiana. Cuanto más auténticamente se vivió en el Evangelio, más cercana estuvo la Iglesia de nuestra cubanía, mientras que cuanto más trataron de instrumentalizarla los poderes económicos, políticos o sociales, mayor alejamiento y cerrazón sufrió con respecto a las aspiraciones de los hombres y mujeres de nuestro pueblo. En estos períodos oscuros siempre hubo cristianos que, en silencio, vivieron su fe y sirvieron a los necesitados"(No. 94 y 95).

Como le escuché decir en una de las sesiones del ENEC a un eminente eclesiástico, el ENEC ha sido "el estado de opinión de la Iglesia cubana". Pues bien, me parece oportuno que la Iglesia no olvide este estado de opinión en estos tiempos que son también definitorios así como, en cierto sentido, fundacionales, ¿Qué será de la Iglesia si descuida el Evangelio y si descuida el servicio a las necesidades sociales?

Ya está cerca el fin de 1998 y con él la fiesta de Navidad. Esta fiesta celebra la encarnación del Hijo de Dios, misterio importante de nuestra fe católica. Cada cristiano tiene siempre que contemplar este acontecimiento y meditar en sus implicaciones vitales. La Iglesia también lo debe hacer por fidelidad a su vocación. Que esta Navidad encuentre a la Iglesia dispuesta a renovar su decisión de atender cada vez con mayor ternura las dos realidades aludidas aquí.

Agradezco a San Lucas el habernos transmitido esta parábola de Jesús de Nazaret que nació en Belén hace casi dos mil años.

 


 

EL MISTERIO

DE LA CRUZ DE LOS PALACIOS

por P. Joaquín Gaiga

 

 

En aquella mañana de alerta ciclónica por aproximarse el huracán Mitch a nuestra provincia, había gran barullo en la calle al lado de la Iglesia: la gente comentaba preocupada las últimas noticias acerca del lento e incierto desplazarse del peligroso meteoro, y había muchos becados que habían vuelto a su casa y que habían transformado buena parte de la calle en un campo de pelota. Sin embargo, los más ruidosos eran un grupo de niños que habían thecho de la acera alrededor de la Iglesia una pista para competir con sus carriolas. Al pasar cerca de mi cuartico, el ruido que provocaban dificultaba cualquier esfuerzo mental y hasta escuchar y responder el teléfono. Fue precisamente por el ruido que obstaculizaba una llamada telefónica que salí a pedir:

–¡Niños! ¿Podrían desplazarse un poco de aquí, por favor? ¡No me dejan oír el teléfono!

–Uno de ellos, con una voz inconfundible me interrumpió: "Padre: ¿es verdad que en la Cruz del patio de la Iglesia murió un cura muy antiguo?".

Reaccioné con una sonrisa afable y una seña de aprobación, pero me dio pena no poder añadir otra cosa y hacerle más caso al niño, muy vivaz y despierto, porque tenía que responder al teléfono.

Todo el día sin embargo, estuve pensando a menudo en la pregunta del niño que expresaba, al mismo tiempo, ignorancia y profundas intuiciones. Manifestaba una saludable curiosidad que solicitaba de un anuncio, una explicación, una sencilla catequesis.

 

¿Es verdad que en aquella cruz del patio murió un cura muy antiguo?

En realidad aquella cruz, como otras, las había hecho plantar delante de las iglesias de Los Palacios, Paso Real, y San Diego, el Padre José algunos años antes –hubiese podido explicarle al niño. Llevan escrita en el brazo horizontal una palabra, una invitación que ahora nos parece casi preanuncio de este año en que también nuestra Diócesis, en preparación al Tercer Milenio, celebrará una peregrinación de la Cruz de la Reconciliación. La invitación es: RECONCILIÉMONOS. Alguien –podría explicarle al niño– había muerto colgado a una cruz muy semejante en un monte de una tierra muy lejana. El noticiero de la televisión, sin embargo continúa todavía hablando de esa tierra distante que sigue con dificultades para encontrar la paz, debido a los ya prolongados choques entre israelíes y palestinos. Esa es la tierra de Israel o Palestina, o Tierra Santa (pero también atormentada) de Jesús. Aquel que precisamente murió en una cruz hace poco menos de 2000 años, en el monte Calvario.

Él era ese cura, más bien, el más santo y noble de los curas. Claro que era demasiado decir al niño las palabras altisonantes al respecto, de la Carta a los Hebreos, las cuales definen a Jesús como "el Sumo Sacerdote, muy superior a los otros, que habita en el mismo cielo, Cristo Jesús, el Hijo de Dios" que, sin embargo, "en los días de su vida mortal ofreció su sacrificio con lágrimas y grandes clamores y aun siendo Hijo aprendió en su pasión lo que es obedecer; y, llegando a su propia perfección, pasó a ser el que trae la Salvación eterna a todos aquellos que le obedecen.."(Hb 6,14 – 6,7-8). Estas expresiones resultaban muy raras para mi pequeño amigo, pero podía traducir tan elevados conceptos a palabras más sencillas y contarle, con más detalles, aquella historia de inmenso amor y dolor, explicarle que durante la misa del domingo, molestada tal vez por el ruido de su carriola y las de sus amigos, lo que se actualizaba en aquella asamblea era el gran sacrifico y gesto de amor de Jesús en el Calvario, expresión también del amor de Dios Padre: "Tanto amó Dios al mundo que le entregó a su hijo primogénito". (Jn 3.16).

 

Finalmente el niño reapareció

Pasé una semana lamentando no haber aprovechado aquella pregunta del niño, y pensando qué hacer si hubiera vuelto a rodar con su carriolita. Ni siquiera me había fijado bien en su rostro y en su fisionomía.

Finalmente, una semana después, en la mañana, tempranito, en la calle resonó aquella vocecita inconfundible me asomé a la puerta de la casa. Tres niños descalzos caminaban conversando animadamente:

–¡Buenos días muchachos! –les dije– ¿Fue uno de ustedes el que hace días me preguntó del cura muy antiguo que murió en la Cruz del patio, o me equivoco?

–Sí Padre, fui yo - respondió el más pequeño, y con la camisa punteada de huecos, pero con actitud inteligente prosiguió– ahora sé que fue Jesucristo.

–Mi buen amigo –le dije– tengo aquí un librito con pocas palabras, pero con lindos dibujos que te puede ayudar, a ti y a tus amigos, a conocer algo más sobre Jesucristo, de su muerte en la cruz y de su Resurreción.

–¡Muchas Gracias Padre!.

–A propósito –pregunté–, ¿cuántos años tienes?

–Ocho, Padre.

–Bueno, si tus padres no se oponen, a ti y a tus amigos les invito a participar en el catecismo que aquí se da el domingo. ¡Cuántas otras cosas podrás aprender de Jesús!

Así me quedé contento por haber dado un primer paso para que uno de los tantos pequeños cubanos, que no saben de religión, sin tener culpa en eso, pero espontáneamente interesados, conociesen sobre Jesús, sobre el misterio de este "Mesías crucificado, escándalo para los judíos y necedad para los griegos. Y puedan comprender como, la locura y la necedad de Dios es más sabia que la sabiduría de los hombres; y que la debilidad de Dios es mucho más fuerte que la fuerza de los hombres. (I Cor. 23-25).

La curiosidad del niño me empujó a preguntarme el por qué de aquella palabra escrita en el brazo de la Cruz: Reconciliémonos. El Padre José había plantado cruces con la misma inscripción en Chile donde trabajó de misionero varios años. También allá invitó a la reconciliación a personas y familias divididas por contrastes políticos, violencias e injusticias sufridas.

 

El joven que abrazó al asesino de su hermano

En todo el mundo ocurren estas cosas. En todo el mundo urge aprender de Aquel que murió en la Cruz para hacer, de todos nosotros, un mundo de hermanos, una sola gran familia, reconciliándonos y superando las diferencias. Poco antes de morir clavado en la cruz Jesús rezó así por sus perseguidores: "Padre perdónales, porque no saben lo que hacen". Y en todo el mundo necesitan inspirarse de este gesto para lograr perdonar hasta a los propios enemigos.

En fin, si encontrara otra vez a mi pequeño amigo de la carriola, me gustaría contarle también una linda historia de un santo de mi tierra lejana, de Italia, que a pesar de sus defectos y vergüenzas, la llaman "Tierra de santos, poetas y navegantes".

Era casi el final del siglo once, más de 400 años antes que otro compatriota mío, Cristóbal Colón, llegara a las costas de Cuba y escribiera las famosas palabras: "esta es la tierra más hermosa que ojos humanos hayan visto".

Florencia era entonces la capital europea de la cultura, las artes, el comercio, baste recordar a Dante Alighieri, Leonardo da Vinci, Miguel Angel Buonarrotti. A esta ciudad, sin embargo, la dividía una sangrienta lucha entre dos partidos: los Guelfi y Ghibellini. A un joven llamado Juan Gualberto, los del partido contrario le habían matado a su único y querido hermano. Juan, enfurecido de dolor, juró matar al asesino. Ensilló su caballo y, armado de su espada sedienta de venganza, se fue decidido a descubrirlo a lo largo de los senderos que cruzan las extensas colinas sobre la ciudad.

La búsqueda duró días y días. Pero finalmente, logró encontrarlo. Era el viernes Santo de aquel año. Juan, de inmediato, se lanzó con la espada desenvainada contra el joven asesino que no tenía con qué defenderse y para dónde huir. Aterrado, el joven se arrodilló allí mismo, y poniendo los brazos en cruz gritó: "Juan, te suplico, hoy es Vienes Santo, por Cristo que murió por nosotros en la Cruz, perdóname la vida". Al ver Gualberto aquellos brazos en cruz, se acordó de Cristo crucificado. Se bajó del caballo, abrazó a su enemigo y exclamó: "¡Por el amor de Cristo te perdono!". Y siguió después su camino hacia la próxima iglesia perdida en las colinas donde se esparcían lindos olivares.

Un gran Cristo crucificado colgaba de la pared, en medio de la soledad de la iglesia y a Juan Gualberto le pareció que Jesús inclinaba la cabeza y le decía: "Gracias Juan".

Desde aquel día empezó para Juan, poco antes encendido de odio, un camino de amor que le llevó a transformarse en San Juan Gualberto. Su testimonio, como el de muchos otros, recuerda aquellas palabras de Jesús: "Si perdonáis a los demás ofensas, también mi Padre celestial os perdonará vuestros pecados".