noviembre-diciembre. año V. No. 28. 1998


NARRATIVA

 

Tía FLAVIA

por Annie Plasencia

 

No todo el mundo tiene una tía llamada Flavia, pero yo sí que la tenía. Mi tía Flavia era tan delgada que su ropa parecía que le colgaba de los hombros. Donde terminaban sus vestidos de florecitas se veían las piernas rectas, cubiertas hasta arriba de los tobillos por unos escarpines siempre blancos, que le acomodaban los pies en sus zapatos de correítas. Mi tía Flavia tenía el pelo canoso, verdaderamente gris, y siempre lo llevaba en una trenza arrollada en la nuca. A decir verdad mi tía era la hermana mayor de mi abuela, pero como mi mamá y los demás sobrinos le decían tía, los pequeños primos nos acostumbramos de oídas a llamarla Tiaflavia, como un solo nombre.

Su casa estaba en lo alto de una loma y en todo el pueblo de Viñales la llamaban "la casa de la loma"... De lejos parecía como de muñecas, tenía el techo de tejas que se veían más rojas en los meses de mayo a julio, cuando las pulían las lluvias. Las paredes eran de tablas tan junticas que no dejaban pasar ni un rayito de luz en las noches de luna llena, aunque sí dejaban oír los grillos, los ladridos de los perros guardianes y las pisadas de los caminantes nocturnos en las piedras sueltas del camino. Lo que más me gustaba era la cocina, tan grande como la sala, con su mesa de madera de pino, blanca a fuerza de jabón y cepillo, y sus taburetes de cuero. En una pared se extendía a todo lo largo la campana de la chimenea, sobre las cuatro hornillas del fogón de carbón. Además de las dos ventanas, una puerta grande de una sola hoja se abría hacia el patio, donde se arremolinaban las gallinas con sus pollitos y los guineos con sus plumas de pinticas blancas, cuando tirábamos los granos de arroz o de maíz.

Para mí, Tiaflavia había nacido tal y como yo la conocí: flaca, alta, con su moño gris y sus escarpines; sólo que ahora siempre andaba de un lado para otro con una escoba en la mano. Escoba de palmiche para los patios de tierra, escoba de millo para los pisos de ladrillos de la casa y del portal; ladrillos baldeados día a día, más frescos que la cama para dormir la siesta obligada después de almuerzo.

Tiaflavia no dormía, se le oía trajinar por el comedor dándole brillo con cenizas a las cazuelas que luego ponía al sol, rallando el maíz para la harina, o moliendo la yuca para los buñuelos mientras hablaba bajito, con una voz que se le había puesto grave por lo mucho que fumaba. Era la misma voz que por las mañanas venía de la cocina envuelta en el olor del café y de la leche recién hervida. Nunca la oí hablar en un tono alto, ni siquiera cuando mi prima Neyda y yo nos escapábamos para explorar las lomas hasta la antigua ermita abandonada, y no nos encontraba al ir a despertarnos para la merienda de las tres y media de la tarde; entonces, se paraba en la puerta del patio y decía nuestros nombres como si gritara, mientras secaba sus manos en el delantal que se cambiaba todos los días. Nosotros nos escondíamos en la arboleda y creíamos que no nos hallaría entre las matas de limón y de naranja agria, entre las matas de guayaba criolla o guayaba del Perú, entre los mangos machos o las mangas blancas, pero ella iba derechito hacia las matas de canisteles y...allí estábamos, peleándonos por el canistel más maduro o mordisqueando los que no estaban aún a punto, arriesgándonos a "coger un empacho", como ella decía. Por majaderas nos dejaba sin merienda porque sabía que ya teníamos ena ensalada de frutas en el estómago y que de todos modos el majarete o el arroz con leche, lo comeríamos en el postre por la noche.

Todo tenía su hora en casa de Tíaflavia, hasta los lavados de cabeza los domingos, cuando ella dejaba a la mayor de sus nietas que le desenredara el pelo, mientras yo observaba en silencio, sentada en el piso, cómo Neyda mojaba el peine en el agua de colonia y muy estirada y seria lo deslizaba despacio hasta la cintura por el cabello mojado que parecía más oscuro. Eso era sólo un recuerdo de lo que había sido la melena negra que de joven le llegaba a los tobillos, según decía orgullosa, a lo que Neyda asentía con una sonrisa, cómo si la hubiera visto. ¡Qué pesada Neyda!, y nunca pude conseguir que me prestara el peine ni por un ratico siquiera.

Algunas tardes después de colar el café, que siempre atraía a quien pasara por el trillo, Tiaflavia se sentaba en un taburete junto a la puerta de la cocina a fumarse un cigarro mientras hablaba de las noticias del pueblo; entonces nosotros cogíamos una galleta de Viñales, más grandes que nuestras manos de niñas, toda brillosita y con chispitas de sal, y mientras la saboreábamos nos enterábamos desde el último parto de jimaguas, hasta el sermón del cura en la misa del domingo, aunque ella no asistía a la misa. A veces, necesitábamos más de una galleta...

Tia flavia era su casa iluminada y siempre en orden, donde se daban cita las brisas de las lomas para perfumar las tardes con el olor de las gardenias; era, las cazuelas brillantes colgadas de los clavos encima del fogón; era, el olor a café, mezclado con el humo del cigarro, y la voz gruesa, que no venía bien con su cuerpo tan fino.

Cuando se quedó sola, le fabricaron una casa nueva de mampostería, más abajo en la loma, pero ya aquella no era la casa de Tiaflavia...La loma se quedó sin sombrero rojo, Tiaflavia sin su palacio de madera, yo sin mis vacaciones en Viñales, y para que no me lo quitaran todo, me quedé con la costumbre de perderme por los campos y de darle brillo a los calderos.

Su imagen, sacada fresquecita de la memoria la he repartido ahora entre ustedes, porque así, si algún día se me pierde, la voy a poder encontrar enseguida.