Amigos todos :
Hace algunas noches tocaron a mi puerta. No era tarde, pero molesto fui hasta
ella y observé atentamente a través de la mirilla a una señora de noble aspecto y
blancos cabellos esperando que le abriera. No la recordaba, pero supe enseguida que alguna
vez la había tratado.
Pensé no abrir, más la dulzura de su rostro augusto me decidió por fin a lo
contrario. Nos saludamos como si durante largo tiempo tuviéramos conocimiento, hasta me
llamó por mi nombre. Por cortesía seguí la conversación, pensando que durante el
desarrollo de la misma, quizás, me vendría su nombre.
De inicio, me dijo que venía para que cumpliera, a solicitud suya, una
encomienda, y de inmediato pasó a relatarme de qué se trataba. Al escucharla le
contesté rápido que estaba enfermo, que no me sentía todavía bien, que delicados
asuntos de familia reclamaban de inmediato mi atención, todo fue en vano. Para cada
obstáculo que yo le presentaba encontró siempre una razón demoledora. Por fin, vencido
y no convencido, admití su petición.
Hablamos un rato más y, de pronto, se puso de pie y me dijo que tenía que
marcharse. Le abrí y nos estrechamos con fuerza las manos, aún sin saber yo de quien se
trataba. Al cerrar la puerta me senté a meditar un rato sobre quién sería realmente
aquella dulce anciana, todavía bella. A los pocos segundos la certeza me llegó de
improviso: era la señora Amistad. Sin embargo, mi angustia ante su encomienda, lejos de
disminuir ha crecido, pues muchos consideran que presentar un libro de un poeta -por
encima de todo, amigo- es un privilegio, una especie de suerte para pasearnos muchas veces
por la falsa pasarela de las vanidades.
Yo creo lo contrario, y lo considero más que un compromiso serio, una gran
responsabilidad ante el poeta y ante el libro; más si ese poeta amigo ya posee un
quehacer anterior édito, siempre me he visto precisado a remitirme al mismo, pues
considero necesario constatar hasta dónde ese primer corpus, y su poética implícita se
continúan en el presente o ponen de manifiesto involuciones o evoluciones que nos
permitan determinar el estado actual de su obra, así como continuidades y rupturas.
Ernesto Ortiz Hernández ya había sorprendido con un fuerte y hermoso Pino
Nuevo: «Obelisco del hereje», y sostengo que hermoso y fuerte puesto que muchos de sus
compañeros que formaban dicho joven bosque han caído víctimas de la aridez, de la
sequía o de su propia endeblez.
«Obelisco...», como todo primer libro, adolece de algunos problemas
lingüísticos y compositivos, pero nunca más que otros de la misma colección y creo que
no pueda considerarse como un pecado de juventud pronto a olvidarse. Sus temas son los de
su etapa generacional, marcada duramente por los avatares históricos y sociales de estas
últimas décadas, y si bien denota una actitud criticista e intransigente ante la
realidad inmediata, lo hace con un tono sereno y poco convencional, que conmueve más que
lastima, ya que moviliza la sensibilidad de sus receptores al ofrecer la real estatura
humana del poeta, y todo sin gran espesamiento tropológico ni atrevidas búsquedas
formales, que serían poco acordes al tono sosegado de los textos que conforman el
poemario.
Y tiempo es ya de que dejemos de ofrecer referentes sobre su libro anterior y
cumplamos en lo posible lo prometido: presentar su hasta ahora último poemario
«Fragmentos del ojo», editado por la Fundación Jorge Guillén de Valladolid, bajo la
dirección editorial de ese protector de la cultura pinareña que ha devenido el Señor
Antonio Piedra, galardonado nuevamente por su labor de orfebre en esa difícil tarea de
llevar originales a su destino final: el libro; además importante poeta -tenía que
serlo-, excelente ensayista y crítico literario.
«Fragmentos del ojo» -por esas extrañas analogías que solemos hacer los que
consideramos la lectura como un vicio-, nos recuerda a otro libro de un gran cubano
universal: José Lezama Lima y su «Fragmentos a su imán», y pareciera que ambos parten
-cada cual desde sus peculiaridades- del mismo afán de integrar las experiencias y
atracciones que despiertan a todo poeta, y que en este caso se reciben a través de la
mirada; mirada intelectiva que trata de transubstanciar lo captado, pero que muchas veces
no refracta por propia incapacidad de la palabra, haciendo que quien escribe sólo viva
esa parte siempre inapresable y dolorosa del espíritu de la poesía que lo deja sin
sosiego y con la mirada lejana, oteando la sustancia huidiza que se escapa.
Fuera de esta similitud que considero fortuita, Fragmentos del ojo se sitúa
tanto en las antípodas de la obra lezamiana, como en las de su libro anterior, en él la
forma y el lenguaje se asumen con un marcado carácter lúdrico y pleno dominio del
oficio, abrazando nuevos códigos expresivos que mucho se apoyan en rompimientos
sintácticos que conformarán su futura sintaxis personal, además de la inteligente
utilización de los signos gramaticales, que cobran casi una significación otra un muchos
textos.
Así, variando el curso de su poética precedente, Ernesto Ortiz se vuelca hacia
temas ajenos a lo social y orienta su indagación discursiva a los problemas ancestrales o
recurrentes del hombre; sobresaliendo como los diversos recursos utilizados -¡hasta el
haicus!-, se adecúan siempre a la figuración poética, porque en este libro de fuerte
experimentación formal y conceptual las características estilísticas se suceden
constantemente sin que pueda seguir el lector, a cabalidad, un rasgo que sea jerarquizado
a través de él.
En algunos textos, concebidos al modo actual, se observa que, si bien el discurso
se dirige hacia el intimismo o hasta esa cotidianidad basada en las observaciones más
simples que la realidad le comunica, valiéndose de sutilezas formales y del rejuego con
las palabras, como señalamos ya; más que perseguir una conceptualización, se intenta
recrear un instante fugaz -real o no- que se instala en la mirada del poeta.
Quizás las características más sobresalientes y marcadas en este poemario sean
su gran poder de síntesis, hasta llegar a la médula del texto; su sensibilidad y
erotismo; su insoslayable acento profético, que con frecuencia alcanza aliento bíblico y
místico, y que per se requiere mayor tiempo para su estudio que el dedicado a una
presentación, además -si no de forma totalmente original, sí poco al uso- su
construcción metafórica, donde los miembros de esta ecuación lingüística se
relacionan no con sus tradicionales elementos de enlace, sino valiéndose de los dos
puntos, la coma, las plecas y hasta el paréntesis.
Sin apoyarme en el lugar común, este libro es uno de los más originales que
hasta ahora nos ha entregado el año 1998 y el más genuino del poeta, pués refleja a
cada vuelta de página su auténtico carácter y singularidades más íntimas.
Sin embargo, como todo libro experimental, lo es también de tránsito,
advertimos que estos juicios son provisorios, pues se trata de un poeta joven y en franca
evolución hacia lo único que nos queda de la poesía: el tono, al cual se acerca Ortiz a
grandes pasos.
En su libro anterior el poeta ha dejado escrito:
En un principio todos los murmullos se agrupaban en mi puerta. /Y la
confusión fue hecha. /De entre el tumulto se levantó un clamor que dijo Heme aquí.
/Entonces reconocí que era mi voz / Y no abro la puerta, no sea que la confusión cese y
llegue el silencio.
Y lo exhortamos nosotros a que no sólo abra todas las puertas, sino su ser
total, pues el silencio y el vacío no lo alcanzarán jamás.
Muchas gracias. |