La tercera parte de su
encíclica «Dominum et vivificantem» (que sintetizo), Juan Pablo II la titula «El
espíritu que da la vida».
Comienza esta última parte de la encíclica expresando que el motivo del Jubileo
del año dos mil es Cristo, que fue concebido por obra y gracia del Espíritu Santo y que
mediante Cristo se ha manifestado la gracia de Dios en la historia del hombre.
Para nosotros los cristianos el nacimiento de Cristo significa la plenitud de los
tiempos (cf Ga 4,4). Y esta encarnación del Hijo de Dios tuvo lugar por obra del
Espíritu Santo, Mateo y Lucas son los dos evangelistas a quienes debemos la narración
del nacimiento y la infancia de Jesús de Nazaret, el Cristo, el Hijo de Dios hecho
hombre. Ambos afirman que por obra del Espíritu Santo el Hijo de Dios (de quien la
Iglesia confiesa que es «Dios verdadero de Dios verdadero, engendrado, no creado») se
encarnó en el seno de la Virgen María (cfr Lc I, 34s; Mt I, 18). La Encarnación del
Hijo de Dios constituye el culmen de la autocomunicación divina. Por eso la fiesta (el
jubileo) por los dos mil años de la Encarnación tiene una dimensión pneumatológica.
La Encarnación del Hijo de Dios significa asumir la unidad con Dios no sólo de
la naturaleza humana, sino asumir también en ella toda la humanidad, todo el mundo
visible y material. El Hijo de Dios al encarnarse en la humanidad individual de Cristo, se
une en cierto modo a toda la realidad del hombre y en ella a toda la humanidad y a toda la
creación. Así pues la Encarnación tiene también un significado y una dimensión
cósmicos.
Todo esto se realiza por obra del Espíritu Santo y, por consiguiente, pertenece
al gran jubileo que se aproxima. La Iglesia no puede prepararse a ello de otro modo, si no
es por el Espíritu Santo. Lo que en «la plenitud de los tiempos» se realizó por obra
del Espíritu Santo, sólo por obra suya puede ahora surgir de la memoria de la Iglesia. Y
por obra del Espíritu Santo, todo esto puede hacerse presente en la nueva fase de la
historia del hombre sobre la tierra.
El Espíritu Santo dio comienzo en María a la maternidad divina y, al mismo
tiempo, hizo que su corazón fuera perfectamente obediente a la autocomunicación de Dios
que supera todo concepto y toda facultad humana. Mediante esta obediencia de la fe, María
entró en la historia de la salvación del mundo. La fe es apertura del corazón humano
ante el don de la autocomunicación de Dios por el Espíritu Santo. Y «donde está el
Espíritu del Señor, allí está la libertad» (2 Co 3, 17). Cuando Dios se abre al
hombre por el Espíritu Santo, esto revela y, a la vez, da al hombre la plenitud de la
libertad. Esta plenitud se ha manifestado mediante la obediencia a la fe de María ( cf
Rom I,5). «Feliz la que ha creído» (Lc I, 45).
En la Encarnación se ha abierto la puerta de la vida divina (el Espíritu Santo)
en la historia de la humanidad. El Hijo de Dios, de la Encarnación, se convierte en «el
primogénito entre muchos hermanos» (cfr Rm 8,29) y así llega a ser también la cabeza
del cuerpo que es la Iglesia; y es la Iglesia la cabeza de los hombres de toda nación,
raza, región y cultura, lengua y continente que han sido llamados a la salvación. Todos
los que reciben al Hijo de Dios, todos los que son guiados por el Espíritu de Dios son
hijos de Dios, (cfr Jn I, 14: Rom 8,14), herederos de Dios, coherederos de Cristo (cfr Rm
8, 16s). Todo esto sigue realizándose incesantemente por obra del Espíritu Santo.
El mismo que en el misterio de la creación da al hombre y al cosmos la vida, la
renueva mediante el misterio de la Encarnación. De esta manera la creación es completada
con la Encarnación y es impregnada desde entonces por las fuerzas de la redención que
abarcan a la humanidad y a todo lo creado. Se da así una "adopción
sobrenatural" de los hombres, de la que es origen el Espíritu Santo, quien es dado a
los hombres como amor y don. Así la humanidad es penetrada por la participación de la
vida divina y recibe también una dimensión divina y sobrenatural.
El Papa insiste en que la acción del Espíritu Santo se realiza en el mundo
desde el principio (cfr Ef I, 3-14). Insiste también en que "el viento sopla donde
quiere" (Jn 3,8) para recordarnos que la acción del Espíritu Santo se realiza
incluso fuera del cuerpo visible de la Iglesia. Esto fue muy claramente expresado en el
Concilio Vaticano II. Toda la vida de la Iglesia significa ir al encuentro de Dios, al
encuentro del Espíritu Santo que como amor y don "llena la tierra" (Sb I,7).
Por desgracia, resulta que la cercanía y presencia de Dios en el hombre y en el
mundo encuentra resistencia y oposición en nuestra realidad humana. La oposición se
convierte en drama y rebelión en el terreno ético por el pecado que se apodera del
corazón humano. De manera elocuente, San Pablo describe la tensión y lucha que turba el
corazón humano (cfr Ga 5, 16s). Esta lucha pertenece a la herencia del pecado. Esta lucha
es consecuencia del pecado y confirmación de la realidad del pecado. Esta lucha forma
parte de la experiencia cotidiana. En la Carta a los Romanos (cfr 8,6ss), San Pablo
establece una contraposición entre las virtudes (fruto de la sumisión al Espíritu) y
los vicios (fruto de la resistencia al Espíritu). Esta contraposición genera una
contraposición ulterior: la de la "vida" y la "muerte".
Los textos de San Pablo permiten conocer y sentir la fuerza de la tensión y
lucha que tiene lugar en el hombre entre la apertura y la acción del Espíritu Santo, y
la resistencia y oposición a Él. Los términos o polos contrapuestos son, por parte del
hombre, su limitación y pecaminosidad; y, por parte de Dios, el misterio de la incesante
donación de la vida divina por el Espíritu Santo. La victoria será de quien sepa acoger
el don.
La resistencia al Espíritu Santo que tiene lugar en el corazón humano,
encuentra en las diversas épocas y, especialmente, en la época moderna, su dimensión
externa, concentrándose como contenido de la cultura y de la civilización, como sistema
filosófico, como ideología, como programa de acción y formación de los comportamientos
humanos. Encuentra su máxima expresión en el materialismo, ya sea como sistema de
pensamiento, ya sea como método de lectura y de valoración de los hechos, ya sea,
además, como programa de conducta correspondiente. El sistema que ha dado el máximo
desarrollo y ha llevado a sus extremas consecuencias prácticas esta forma de pensamiento,
de ideología y de praxis, es el materialismo dialéctico e histórico, reconocido hoy
como núcleo vital del marxismo.
Por principio y de hecho, el materialismo excluye radicalmente la presencia y la
acción de Dios al ser un sistema esencial y programáticamente ateo. Existen varias
especies de ateísmo, sin embargo, es cierto que un materialismo verdadero y propio,
entendido como teoría que explica la realidad y tomado como principio clave de la acción
personal y social, tiene carácter ateo. el horizonte de los valores y de la praxis que
él delimita, está íntimamente unido a la interpretación de la realidad como
«materia". Si a veces habla también del "espíritu" y de las
"cuestiones del espíritu", por ejemplo en el campo de la cultura o de la moral,
lo hace solamente porque considera algunos hechos como derivados (epifenomenos) de la
materia, la cual, según este sistema, es la forma única y exclusiva del ser. De aquí se
sigue que, según esta interpretación, la religión puede ser entendida como una especie
de "ilusión idealista" que ha de ser combatida, con los modos y métodos más
oportunos según los lugares y circunstancias históricas, para eliminarla de la sociedad
y del corazón del hombre.
Por tanto, puede decirse que el materialismo es el desarrollo sistemático y
coherente de la resistencia y oposición denunciados por San Pablo con estas palabras:
"La carne tiene apetencias contrarias al espíritu" Este conflicto es recíproco
como lo señala también San Pablo en la segunda parte de la máxima: "El espíritu
tiene apetencias contrarias a la carne". El que quiere vivir según el Espíritu debe
rechazar las tendencias y pretensiones de la "carne", incluso en su pretensión
ideológica e histórica de "materialismo" antirreligioso.
Desde el sombrío panorama de la civilización materialista contemporánea, en la
que los signos y señales de la muerte son particularmente presentes y frecuentes
(comercio de armamentos, indigencia, hambre, aborto, eutanasia, etc.), queda la certeza
cristiana de la victoria sobre la muerte. En nombre de la resurrección de Cristo la
Iglesia anuncia la vida y anuncia al que da la vida: el Espíritu vivificante. Lo anuncia
y coopera con Él en dar la vida. Y en nombre de la resurrección de Cristo, la Iglesia
sirve a la vida. Por medio de este servicio el hombre se convierte de modo siempre nuevo
en el camino de la Iglesia.
El Espíritu Santo injerta en el hombre la "raíz de la inmortalidad"
(Sb 15,3) de la que brota la nueva vida, esto es, la vida del hombre en Dios. Así el
hombre llega a ser "templo vivo de Dios" (cfr Rm 8,9). El hombre vive en Dios y
de Dios: vive "según el Espíritu" y "desea lo espiritual".
Al comunicarse por el Espíritu Santo como don al hombre, Dios transforma el
mundo humano desde dentro, desde el corazón y la conciencia del hombre. De este modo el
mundo se hace cada vez más humano mientras madura en él el Reino de Dios. En la
perspectiva del año dos mil se trata de conseguir que, bajo la acción del Espíritu
Santo, se realice en el mundo el proceso de la verdadera maduración en la humanidad, en
la vida individual y comunitaria.
Cuando, bajo la acción del Espíritu Santo, los hombres descubren la dimensión
divina de su ser y de su vida, son capaces de liberarse de los diversos determinismos
derivados principalmente de las bases materialistas del pensamiento, de la praxis y de su
respectiva metodología.
En la cercanía del tercer milenio, la Iglesia trata de penetrar, una vez más,
en la esencia de lo que ella es. En la última cena, Jesús anuncia su nueva venida. Esta
se cumple por obra del Espíritu Santo, el cual hace que Cristo venga ahora y siempre de
un modo nuevo. La constante presencia y acción de Cristo se realiza en la realidad
sacramental. En la realidad sacramental Cristo viene, está presente y actúa en la
Iglesia.
La expresión sacramental más completa de la venida de Cristo y de su presencia
salvífica es la Eucaristía. Mediante la Eucaristía, las personas y comunidades, bajo la
acción del Espíritu Santo, aprenden a descubrir el sentido divino de la vida humana. La
presencia eucarística de Cristo permite a la Iglesia descubrir cada vez más
profundamente su propio misterio; signo o instrumento de la unión íntima con Dios y de
la unidad de todo el género humano. Si la Iglesia es signo de la unión íntima con Dios,
lo es en Jesucristo, en quien esta misma unión se realiza como realidad salvífica; lo es
en Jesucristo por obra del Espíritu Santo.
Como la salvación de Dios es para todos los hombres, la Iglesia se ve a sí
misma como signo de la unión de todo el género humano. Y sabe que lo es por el poder del
Espíritu Santo.
Dedica el Papa los últimos párrafos de la encíclica a la relación que existe
entre el Espíritu Santo y la oración. Es hermoso y saludable pensar que dondequiera que
se ora, allí está el Espíritu Santo, es Él quien alienta la oración en el corazón
del hombre. La oración es revelación del abismo que es el corazón del hombre; una
profundidad que es de Dios y que sólo Dios puede colmar, precisamente con el Espíritu
Santo.
El Espíritu Santo nos guía en la oración supliendo nuestra insuficiencia y
remediando nuestra incapacidad de orar.
Hoy en día muchos buscan la fuerza que sea capaz de levantar al hombre y
descubren la oración en la que se manifiesta "el Espíritu que viene en ayuda de
nuestra debilidad".
La Iglesia persevera en la oración como los Apóstoles junto a María. La
oración de la Iglesia es la invocación incesante del Reino. Esta invocación la
pronuncia el Espíritu Santo en la Iglesia y con la Iglesia. El Espíritu Santo es el
animado de la esperanza del Reino en el corazón de la Iglesia.
La Iglesia funda su esperanza en Aquel que siendo Espírituamor, es
también Espíritu de la paz y no deja de estar presente en nuestro mundo para
"llenar la tierra".
Hasta
aquí la tercera y última parte de la encíclica. |