«GALILEI: Una de las causas
de la pobreza de las ciencias es generalmente la riqueza
en incultura.
No es su objetivo abrirle las puertas a la sabiduría eterna, sino poner
un límite al
error eterno».
Vida de Galileo
Galilei (Cuadro 9) Bertolt Brecht.
«Y una
vez es la Poesía quien logra rescatarnos la verdad por ese don de olfatearla
que se da,
de tiempo en tiempo, en los auténticos poetas; y otra vez habrá de ser
la Ciencia
la empeñada en hacer suya una quimera...»
Un verano en
Tenerife (cap II). Dulce María Loynaz.
Suelen la vista y la
memoria impresionarnos cuando andan en letra viva; en tales ocasiones un nombre, una
fecha, una noticia pueden desencadenar reflexiones que -al decir del poeta- son un
estruendo mudo que nos reduce.
Hace siglos que la Ciencia en su mayusculidad abandonó los trillos muleros por
los que andaban unos escogidos que, con más tozudez que vista, conformaban una exclusiva
cofradía donde la entrada era, además de selectiva, terriblemente peligrosa.
Hoy aquellas serventías -con el concurso silencioso de la diosa Electrónica- se
han tornado autopistas tan amplias que permiten la navegación y tan democráticas que lo
mismo informan sobre la temperatura media de Júpiter como sobre las más inauditas
posibilidades del sexo... sin intervención de pareja alguna.
Ante tal desarrollo era poco más o menos probable que en algún momento
Frankestein abandonara su escenario gótico y su sucedáneo electrónico nos saludara como
promotor de una gira turística bajo el control de androides o como imbatible rival en un
torneo de ajedrez; sin embargo, enterarnos un día que una lanuda oveja había salido de
un tubo de ensayos sin intervención sexual alguna, más que admirados puede dejarnos con
la mente en blanco.
El impacto de esta oveja con nombre de muñeca -Dolly-, puso inmediatamente de
manifiesto cuánto hay de peligroso en la hazaña, no sólo por la reiterada alusión
«... a la creación de ejércitos especializados en todo salvajismo», sino por las
especulaciones acerca de quienes pudieran ser clonados -es el término científico para
este proceso-.
Es aquí donde aparece la médula de este descubrimiento: si la ya conocida
clonación vegetal ha permitido multiplicar la producción de alimentos en numerosos
países con la reducción del tiempo de espera al no depender para nada de una semilla;
similar proceso en el hombre es mucho más ¿complejo?
La reacción inmediata de muchos gobiernos fue vetar su ejecución en seres
humanos al menos hasta que luego de numerosos y profundos estudios complementarios no
exista un acuerdo internacional al respecto.
La medida -aunque prudente- no deja de ser curiosa pues, resulta bastante
difícil de controlar en un mundo donde los laboratorios de investigación de algunos
ejércitos y varias transnacionales son casi un estado dentro de otro y, realmente,
prohibe algo que muy pocos pueden hacer al carecer del dinero, las instalaciones y el
personal adecuado, valga el ejemplo de un periódico argentino que le recordó a su
presidente que tal medida era innecesaria para ellos ya que los pocos genetistas del país
habían preferido ejercer otras profesiones o cruzar las fronteras al no encontrar
condiciones para desempeñarse como tales.
Paralelamente uno de nuestros periódicos, -Juventud Rebelde- abordando la
repercusión mundial del hecho, reproducía un comentario donde se ejemplifica cuánto se
hubiera podido lograr de conocerse la clonación cuando murió Einstein.
No discutimos los indudables méritos del científico alemán, ni sus
fundamentales aportes, pero -aparece aquí un factor discutible: la selectividad, como
ejemplo de figura representativa del universo científico es totalmente válida; más
¿cuál Einstein sería el clonado; el joven que desaprobaba exámenes, que no asistía a
clases, aquel cuyos maestros consideraban incapaz y cuyos primeros trabajos fueron objeto
de burla, o el otro, el científico famoso creador de célebre teoría y de importantes
estudios que -entre otras cosas- facilitaron el horror de la bomba atómica?
Indudablemente ambos resultan la misma persona, sin embargo; de morir joven no se hubiera
pensado en clonarlo.
He aquí el dilema: la experiencia humana, sus convicciones, su fe, su
inteligencia, surgen y se desarrollan en el más o menos largo proceso vital,
enfrentándose cotidianamente a problemas que despiertan nuestras capacidades, por tanto,
asumir esa posición, aunque sea como mero ejemplo supone reservar un logro científico
sólo para aquellos genios que arriben al final de su vida, excluyendo a los jóvenes que
no han podido aún demostrar su plenitud de formas, además de que todas las
investigaciones han demostrado que las células nerviosas -las neuronas- fundamento del
cerebro, son las únicas que no se reproducen.
Inquieta también otro asunto; aceptamos que la figura del autor de la Teoría de
la Relatividad es ejemplificativa no sólo de los científicos sino de todas aquellas
personas, sea cual sea su labor, que son orgullo de la Humanidad, pero resulta
sintomático que haya sido él y no Capablanca, Ghandi, Chaplin, Picasso, John Lennon o
Lorca: si, como dicen los periodistas sensacionalistas, el mundo se fuera a acabar y
hubiera que salvar sólo a un ser humano a través de la clonación, ¿quién puede
asegurar que el elegido sería un artista? ¿cuántos recordarán las palabras de una
poetisa recientemente fallecida al afirmar...
«Si el hombre perdiera los poetas seguiría siendo el dueño del mundo; pero no
escucharía el canto de los pájaros, aunque los pájaros cantaran todos los días, ni
aunque la poseyera, él sabría en verdad lo que es la rosa».1
Precisamente fue Dulce María Loynaz el impacto profundo y esencialmente humano
que traería una resucitación -la clonación de hoy-.
En el largo y sentido poema en prosa La novia de Lázaro la sensibilidad
femenina, poética y esencialmente humana de su autora asume la condición de una muy
posible novia de Lázaro de Bethania enfrentada al retorno del hombre amado a quien había
llorado días antes y, al hacerlo, descubre el lado terrible del milagro, el no previsto
el realmente Humano.
Estructurado en forma de un monólogo la novia desarrolla un crescendo emotivo
que se inicia enfrentando la euforia del resucitado con el yo interno de la novia viuda.
Ante ese conflicto aparece la esencia del texto, su más honda proyección:
cuánto puede un profundo y sincero sentimiento, es el más duro reproche de la novia:
«Dime Lázaro: ¿Acaso no era más difícil resucitar /que
quedarte, cuando mi alma se abrazaba a la tuya forcejeando /hasta desangrarse, con la
muerte?2.
Más adelante agregará...
«¡Tú estabas muerto y yo seguía viva sintiendo el paso, el peso, el
poso de la noche que se me había echado encima, /incapaz de morir o conmoverla! (...)
Fue
otro quien lo hizo. Vino y la noche se hizo autora, la muerte se hizo juego, el mundo se
hizo niño.(...)
No
necesitó más que eso, llorar un poco, sonreír un /poco y ya todo estaba en su puesto.
Dulcemente. Sencillamente. /Indolentemente».
Hoy, traspuestos los años y enfrentado a nuevas condiciones más que a Cristo
taumatúrgico, llega la objeción al investigador científico. ¿El sudor, el dolor, los
pesares enfrentados durante su formación y en el trabajo de laboratorio son suficientes
para no ponerle límite a su poder? ¿Pueden otorgarle el poder de decidir el destino de
los demás?
Para la poetisa novia había algo que le preocupaba por encima de todo:
«Ahora
tú eres su obra, el recién nacido de su palabra taumatúrgica.
Las
que me digas en adelante, sólo serán el eco de la suya dominadora, vencedora de la
muerte. Serán las que no supe arrancar de tu pecho vivo o muerto, ni ganarle a su mano,
ni beber en mi sed. Ellas caerán en mi alma heredada por la espera, como flores extrañas
en un pozo. ¿Te será lícito servirte de ellas para jurarme amor en la ventana...?
Cae ahora la pregunta fatal que a todos ha demolido desde la aparición de Dolly
¿A quién responderán los seres clonados? ¿Hasta dónde el laboratorio seleccionará o
respetará sus emociones? Porque realmente toda conquista científica, más que un premio
al afán de perfeccionamiento del Hombre, es un nuevo reto moral, una rendición de
cuentas ante su dimensión ética de HOMO SAPIENS SAPIENS.
Y es que el conflicto mayor no radica en alcanzar la meta propuesta sino en
ajustar una y otra vez la vida a ese proyecto, el dilema deja de inmediato al científico
para hacerse DE TODOS, conozcan o no de la conquista, para la cual, generalmente, no
están listos como ocurrió con la novia:
«Ah,
te estremeces Lázaro, porque hasta ahora tú sólo has querido seguir siendo tú mismo y
no te has preguntado si yo sigo siéndolo.
He
podido morirme ante tus ojos que me ven viva todavía.
He
podido morirme hace un instante del encuentro contigo, del choque en esta esquina de mis
huesos con tu rostro perdido... (...)
«Sí,
yo soy la que ha muerto y no lo sabe nadie. Ve y dile al que pasó, que vuelva, que
también me levante...
Me
eche a andar».
La Ciencia, lo sabemos, todavía cura y mata; el más elemental sentido común y
el más simple conocimiento de la Historia Universal demuestran que su avance es
indetenible y es inmenso el valor de sus conquistas.
La clonación humana, sin lugar a dudas, puede resolver infinitos males que hoy
nos aquejan; es muy probable que la cura del cáncer y del SIDA pasen por este atajo.
Sólo aspiramos a que, antes que salga del laboratorio, no sólo los científicos
responsables de su descubrimiento, sino todos aquellos que de una forma u otra estén
responsabilizados con su aplicación, hagan suyas preguntas como éstas:
¿Podrá alguien seguir viviendo «normalmente» junto a otro que ha fallecido
una y otra vez? ¿Sus sentimientos seguirán siendo los mismos? ¿Cabremos todos en este
planeta cada vez más estrecho? ¿Sobrarán entonces los que no tengan ni el dinero ni el
poder para pagar una clonación?
¿En ese futuro mundo modernísimo, llorar por la muerte de un ser querido será
un acto indecente propio de las incultas, incapaces y pobres «clases bajas»? ¿Cómo se
formarán cívicamente los ciudadanos de una sociedad que no se preocupe por la -hasta
entonces- temida barrera de la muerte?
CITAS:
1. Loynaz, Dulce María: «Poema CXIX» En Obra lírica, p. 369. Ediciones
Aguilar. Madrid, 1955.
2. Loynaz, Dulce María: «La novia de Lázaro», en Poemas náufragos.
Editorial Letras Cubanas. Ciudad de La Habana, 1991.
Todas
las demás citas corresponden al mencionado poema en la referida edición que se extiende
desde la página 66 a la 72. |