Luis Enrique Camejo
pinta como un impresionista pero no es un impresionista. Su «juego» con la manera de
hacer impresionista es un pretexto que le sirve como un sello, un elemento de
identificación. En segundo término, su cita a ese movimiento artístico es -como ha
dicho él mismo-, para construir una metáfora sobre la idea de dispersión, de la
inestabilidad de lo real, de la fragmentación de los discursos en esta era postmoderna.
También con esta especie de parodia formal tiene la posibilidad de «edulcorar la
superficie». Así hace digerible sin reparos cualquier cosa que represente.
En su producción más reciente, de la misma forma que en sus trabajos
anteriores, Camejo se muestra obsesionado por el arte en sí mismo. Al igual que Seurat en
su momento, quiere hacer arte y, a la vez, lograr un discurso sobre el arte. Si en Seurat
y Cézanne el leit motiv resultaba la propia fisicidad del arte, en Camejo también
lo es, pero sólo aparencialmente. En verdad sus objetivos son otros. Los punticos de
color, donde un verde es un verde y no un experimento de luz y color con azules y
amarillos, básicamente son un señuelo para que toda la red que interviene en la
institución arte trague adecuadamente todas las ideas que él quiere expresar. La espina
vertebral de su obra son las ideas. Él logra poner la escuela de arte de nivel superior
en Cuba como tema de su trabajo. Eso, que a primera vista pudiera parecer un tanto soso, o
poco común, por decir de algún modo, en las piezas de Camejo resulta verdaderamente
sugerente, al punto que enseguida atrapa al espectador -avisado y no avisado-. Al no
entendido, por los atractivos puramente visuales de sus cuadros, que pueden ser
disfrutados de inicio por su apariencia estética pura. Al entendido, porque desde que los
ve sabe que lo están retando.
En cada pieza una encuentra un desafío a la inteligencia y al conocimiento desde
diferentes puntos de vista. Se evidencia al leer sus textos, al hablar con él... Todo el
tiempo cuestiona críticamente sus contextos -sea cuales fueren-, cualidad de las personas
inteligentes. Y ya decir que una obra está resuelta con inteligencia no es poco decir. De
seguro pondrá a pensar al que las contempla; en este caso, llevándole más allá de las
puras sensaciones (por eso Camejo no es un impresionista en strictu sensu).
Entre sus objetivos confesos están alcanzar -de la misma forma que Seurat y
Cézanne- un equilibrio entre los motivos de la superficie y los de la representación.
Aquí pretende lograrlo con un mensaje abierto (no creo que haya que explicar cuadro a
cuadro, cada quien los leerá a su manera, según su nivel de información y sus propias
vivencias). Por eso antes hablaba de reto. Porque toda su labor icónica, sumamente
actual, aunque haga guiños cómplices al siglo XIX, nos desafía a que fabulemos junto
con él. Posibilita que estemos activos, no pasivos, frente al cuadro; de la misma forma
en que el artista fue capaz de construir sus fábulas pictóricas, nosotros seremos
capaces de tejer nuestra historia. Es todo un «juego» con los significantes, los
significados, el contexto y el perceptor.
Devienen cuadros divertidos, disfrutables, al tratar una de desentrañar cada
resquicio, descubrir las citas, como en una cinta cinematográfica donde se siente que
están aludiendo a Casablanca y a Humphrey Bogart, por el discreto encanto de lo clásico,
pero que reverbera hasta nuestros días, conectando pasado y presente para tratar de
adivinar lo por venir. Apropiarse de lo ya visto refleja un espíritu de humorada, y
siempre poder sonreír es la mejor propuesta de terapia, por muy dramática que pueda
parecer cualquier situación.
Las posibilidades de esta obra erudita (sin rimbombancias ni pedanterías) son
también un reto al propio autor: a seguir su camino sin extraviarlo, a proseguir su
investigación tratando de llegar a nuevas conclusiones, tratando de estar al día en los
avatares que va sufriendo el arte, como parte que es de la vida, plena de esquizofrenias
individuales y colectivas. De otro lado, me preocupa cierta frialdad que emana del
conjunto, a fuerza de ser tan pensado y lleno de elaboración. Necesitaría -con frases de
los mexicanos- un cierto «desmadre» que se arme dentro de ella... algo que la haga más
desembarazada. Si una fuera a hablar aquí como si se tratara de una receta de cocina,
diría que necesitaría una cierta dosis de desprejuiciamiento de Lázaro Saavedra frente
al arte, capaz de echar garra a cualquier cosa y hacerlo válido.
Estoy segura que Camejo saldrá triunfante porque voy a detenerme aquí por
la falta de espacio, pero quisiera decir muchas cosas más y, lo mejor, me ocurre como
cuando uno termina de leer un buen libro, al terminar de ver los cuadros quisiera tener a
Camejo al lado para seguir discutiendo con el autor. Dejar en una obra esa posibilidad es
un logro para cualquier creador. |
El 7 de Agosto pasado, el pintor
pinareño Arturo Regueiro expuso sus obras al público, en los salones del Centro de
Desarrollo de las Artes Visuales, en la Habana Vieja y en la Fundación Ludwig de Cuba, en
el Vedado. De esta última, reproducimos las palabras del catálogo que gentilmente nos
entregó el artísta.
Pinareño, aunque nada
localista, sino universal y grande, Arturo Regueiro, es sin lugar a dudas uno de los
grandes de la plástica cubana. Junto a nombres como los de Benjamín Duarte, Gilberto de
la Nuez, Ruperto Jay Matamoros, Silvio Iñiguez, entre otros, ha sido catalogado dentro
del grupo de los llamados artistas primitivos o naïf; de ahí que se le asocie con dos o
tres indicadores básicos, a partir de los cuales todo parecía quedar resuelto a la hora
de analizar su obra. Un modelo que nace de la creación intuitiva que no se funda en
enseñanza alguna; el falso precepto de su obra sin artificios, dada a la plasmación
inmediata, casi impulsiva, de cualquier evento y motivo; la búsqueda rigurosa de un
naturalismo sui generis que los conduce obsesivamente al detalle como sustituto de
la ausencia de los rigores académicos; y la filiación con una visualidad de corte
ingenuo asociada a la manera específica de emplear el color o de resolver las figuras,
las relaciones espaciales y las composiciones.
Este, que bien se sabe no es un fenómero típicamente cubano; sino un hallazgo
de la cultura artística de nuestro siglo, particularmente de la MODERNIDAD, quien llegó
a considerar como ARTE las creaciones plásticas de los niños, los pueblos primitivos, de
los dementes y de los que no provenían de escuela artística alguna, ha generado un
verdadero ismo, cuya esencia radica no en su naturaleza PRIMITIVA, PREARTÍSTICA,
sino en la conciencia de un PRIMITIVISMO per se alrededor del cual habría que
definir auténticas causas y finalidades. Estamos hablando del ARTE PRIMITIVO o NAIF como
un verdadero ESTILO UNIVERSAL, y del cual se han valido no pocas tendencias estéticas y
entusiastas creadores.
Podríamos entonces ver a Regueiro como uno de esos agentes renovadores de la
cultura que arrastra consigo los fluídos subterráneos y permanentes de la historia de la
humanidad reincorporándolos a la corriente de la vida. Como un maestro con alas enormes
que sobrevuela nuestra vidas con el pedigree de unos cuantos años y muchos más
libros generosamente estudiados.
Si bien sus obras responden a determinados esquemas de diseño o normativas de
apariencia primitivista, estas no nacen de lo espontáneo, sino de un aprendizaje (lento?)
profundo y voraz. Sus referencias formales no están únicamente en el gran ESTILO
PRIMITIVO sino en fuentes universales que lo colocan como un paradigma finisecular de
artista MODERNO y CONTEMPORÁNEO. Su obra puede ser vista a la luz del modelo de la
vanguardia europea de principios de siglo, bebiendo de culturas disímiles, llevando
consigo el espíritu de un Van Gogh, un Cessane, un Gauguin o un Modigliani, pero puede
llegar tan lejos como a la frontalidad del arte egipcio, al hieratismo del arte clásico
griego o romano, al primitivismo de la pintura religiosa pre-renacentista, a las grandes
obras que en la historia del arte han colocado como centro de atención los temas
mitológicos, y por supuesto, a las escenas callejeras de una pequeña ciudad como Pinar
del Río, desde la que el artista compite ingenua y sanamente con sus coetáneos y con los
raros ecos de una supuesta postmodernidad. Si algo más hay que señalar de su ubicación
en el contexto plástico cubano es el modo en que el maestro ha sabido distanciarse tanto
de los géneros típicos de los "pintores de domingo" sin abandonarlos del todo,
como de ese afán por trascender desde lo local, tan reclamado por los coleccionistas de
turno, y sépase que no le faltarían razones. En su corta vida de artista
"veinte años no es nada" Regueiro ha sabido orientar y dosificar
adecuadamente sus energías creadoras para convertirse en lo que hoy es: el joven maestro
de la plástica cubana. |