Tal vez hoy no sea mi
día, he tenido un despertar doloroso, con el cuerpo lleno de esa comezón después de
tanto estar ajeno al roce de otra piel. Ayer pensé que ocurriría algo, pero me quedé
con mi soledad, entre cuatro paredes que han ido perdiendo sus colores originales con el
paso de los años, inmerso en mis cavilaciones, ese laberinto de ideas a la par del
péndulo que no cesa de oscilar. De repente sentí deseos de echar a andar por la ciudad,
mezclándome con la gente para ver qué se siente cuando la nostalgia lo invade a uno y se
busca una vía de escape a las emociones reprimidas. He preferido tomar aire puro,
sentarme en los bancos del parque Central, ver caer las hojas sobre el piso de granito y
en las cabezas de los leones marmóreos del Paseo del Prado; sudar la camisa sin rumbo
fijo, pasar largas horas deambulando y que a nadie le importe.
En el malecón puedo estar a solas con los pensamientos, olvidar los rencores,
pensar que la vida es el universo y sin embargo saber que sólo es un espejismo, un
hálido de ilusión que expira sin avisarnos. Las horas se han filtrado en la espera. De
regreso he advertido que ya no soy el mismo, que de nada ha valido haber dejado mi aliento
en cada grano de polvo que explote en el aire, saturado de olores indescifrables, cargados
de recuerdos. Voy tropezando con los hombros y talones de otros citadinos que me rodean,
algunos me miran contrariados, pero poco me importa esa hostilidad que sólo es una brizna
de las miserias humanas.
Ya en mi casa, abro las portezuelas del balcón y me asomo hacia la profundidad
de la noche que se ha cernido sobre la metrópoli. Un soplo repleto de salitre inunda mis
pulmones. Las luces urbanas parpadean. Me subo en la baranda sujetándome del alero
superior, giro trocando los talones y quedo de frente al abismo. El viento bate mis
pantalones. Nunca antes había sentido tanta paz, quizás sea la altura. Imagino cómo
sería sentir el vacío y el choque seco en el pavimento, se acabarían los sentimientos
de esta cruel agonía, la inverosímil certeza de que un extraño mal circula en mi
sangre, me sujeto e intento ser equilibrista; un paso hacia adelante y otro de retroceso.
Los carros siguen pasando y la vida continúa. Todo sería tan sencillo como un simple
salto. Me armo de valor, tambaleo un poco. El estrecho borde que me sostiene es
resbaladizo, mis zapatos se deslizan y un pie queda en la nada. El precipicio acecha y la
sangre se agolpa en mis sienes, la urbe da vueltas delante de mis ojos. El timbre de la
puerta suena, alguien llama; «seguramente viene por mí». De repente mi corazón se
acelera y sube la adrenalina, aprieto fuertemente las mandíbulas. El aldabón golpea
ahora. La inmensidad me aclama. Otro golpe en la mampara y una voz llamándome; de nuevo
vuelvo la vista y ni siquiera ha mirado hacia donde estoy. Abajo todo sigue su curso
normal, mientras en lo alto puedo sentir el poder, la fuerza de estar por encima de todo.
Tres toques seguidos y mi nombre hace eco en las escaleras. No soporto más y suelto las
manos, por fin me he llenado de determinación y salto hasta sentir el choque de los
tacones en las baldosas del balcón y corro exhausto hacia la puerta porque a lo mejor
quién sabe si mañana cambien las cosas. |