julio-agosto. año V. No. 26. 1998


REFLEXIONES

AMÉRICA LATINA

Y LA GLOBALIZACIÓN

por S.E. Lamberto Dini

 

 

Discurso del Ministro de Relaciones Exteriores de Italia, en el Aula Magna de la Universidad de La Habana.

 

 

Señoras y Señores:

 

1. Quiero agradecer a la antigua y gloriosa Universidad de La Habana por brindarme esta inapreciable oportunidad de compartir con ustedes algunas reflexiones acerca del nuevo orden internacional que se está materializando al umbral del tercer milenio.

La rueda de la Historia, sobre todo en Europa, tras la forzosa paz de la guerra fría, ha vuelto a su cauce natural. Pero a las puertas del planeta llama un cambio más importante, anunciado por la globalización de los mercados y la superación de los aislamientos nacionales.

La globalización significa una ampliación, rápida y arrolladora, no sólo del área geográfica del mercado, con un creciente número de países involucrados en los distintos circuitos de cambio en fuerte internacionalización, sino también una extensión al interior de las varias economías, que, cada vez más, se entrelazan entre sí. Son cada vez más numerosos los sectores, a partir del financiero, que se abren a una mayor competencia interna y externa. La globalización corre en ancas de la revolución científica, la tecnología de la información, la telemática; y a cada paso cumplido por la mercancía información se va creando valor añadido.

La mundialización de los mercados, de las comunicaciones, de los productos de alto contenido tecnológico, modifica el trabajo, favorece la movilidad, con todas las ventajas que ello conlleva para muchos, en términos de libertad personal y de individualización del trabajo. La extensión del progreso tecnológico hace posible la globalización. Pero lo que le permite realizarse de una forma que beneficia al mayor número de empresas y sobre todo a los consumidores es solamente la apertura de la competencia internacional. De acuerdo con la Organización Mundial del Comercio, entre 1970 y 1997, los países que han reducido más drásticamente sus vínculos a la libre circulación de bienes y servicios han pasado de 35 a 137. La extensión de las posibilidades de intercambio a un número creciente de países transforma los bienes y servicios inmateriales en una herramienta gracias a la que millones de personas ven aumentar sus posibilidades de libertad, y no de explotación.

La interconexión de los mercados financieros ha derribado una barrera histórica contra el desarrollo, cubriendo el déficit de capital en aquellas áreas que están caracterizadas por un excedente de fuerza laboral. El ahorro fluctúa por los mercados en busca de inversiones productivas. Producción y circulación de la riqueza se libran de los vínculos territoriales marcados por la soberanía de los Estados. Pero pueden presentarse crisis graves, ya que cada día, en los circuitos telemáticos, corren reservas monetarias varias veces superiores a la suma total de las reservas de todos los bancos centrales del mundo.

Los mercados se transforman a diario en jueces de la eficiencia de empresas y gobiernos: son jueces imperfectos, naturalmente, pero, en estos últimos años, sus efectos han obligado a los gobiernos europeos a reducir la inflación y a las empresas a corregir sus presupuestos.

La globalización no aventaja a todos de la misma forma. En 1996, las inversiones extranjeras dirigidas a China solamente han sido superiores a todas las inversiones extranjeras en los países en vías de desarrollo. Y en cuanto a los países europeos, los beneficios no alcanzan a todas las empresas. Dependen de los patrones organizativos de los mercados, de los productos, del trabajo, del capital. Cuando falta eficiencia y transparencia en los mercados internos, la virtuosidad de los presupuestos públicos no es suficiente.

2. En fin, la globalización significa un mayor bienestar generalizado, pero no necesariamente la seguridad económica individual. Lo hemos visto en Europa, con la difícil gestación de la moneda única; lo vemos en ciertas reacciones a la apertura de los mercados en los países de América Latina y en los Estados Unidos. La opinión pública no siempre se siente tranquilizada por novedades tan impetuosas: éstas presentan nuevos valores que, a menudo con brusquedad, apuntan a reemplazar los antiguos grandes cambios en términos de renta. La globalización manifiesta una nueva vitalidad del mercado e involucra en las relaciones de producción a cientos de millones de hombres. Fomenta una enorme ampliación del área de la modernidad. Pero, al mismo tiempo, destruye antiguos lazos sociales y territoriales, redes de solidaridad.

La globalización, entonces, brinda bienestar, pero no siempre seguridad. Podría provocar una crisis de enormes proporciones en la civilización en la que hemos vivido hasta la fecha. Plantea grandes interrogantes, a partir de la función del Estado hasta la manera de obrar de la política. Conlleva un ritmo acelerado del progreso técnico, costos decrecientes, la subida de la renta en muchos países, la revisión de los procesos de formación y educación, el paso de la palabra escrita a la imagen. Pero implica también una competencia comercial cada vez más áspera, un aumento de los fenómenos migratorios, un resurgimiento de los integrismos religiosos.

La globalización arrastra asimismo posibles crisis de identidad. Y no se trata sólo del restringimiento de la soberanía del Estado nacional, sino que también pone en entredicho su cultura, su tradición histórica. Ante el empuje de la mundialización, se rebelan las culturas, temerosas de la homologación. Los individuos vuelven a descubrir las identidades territoriales, las tradiciones regionales, y atribuyen nueva importancia a sus raíces locales, para contrarrestar la precariedad y fragmentariedad de sus existencias. Las culturas, con sus diversidades, no pueden mantenerse sino con el empeño dedicado por cada persona o grupo a defender su propia autonomía, su capacidad de asociar valores y prácticas, su participación en el mundo de las técnicas y de los mercados y la conservación de su propia identidad y memoria.

 

3. En fin, y para resumir, la globalización no puede ser una nueva metafísica, una nueva religión. Es una fuente de mayor bienestar que, sin embargo, puede provocar también pérdida de seguridad y pérdida de identidad. La globalización, entonces, lejos de marcar el fin de la política, plantea nuevas tareas para la política. La misma deberá ser enfrentada en clave política y resultaría ilusorio resistir a ella, pensar en buscar abrigo en un anacrónico nacionalismo económico y político.

El mismo Sumo Pontífice ha recordado aquí, no hace más que pocas semanas, que no es posible subordinar a la persona y el desarrollo de los pueblos únicamente a las fuerzas del mercado, gravando en los menos favorecidos, fomentando el enriquecimiento excesivo de los unos a costa del creciente empobrecimiento de los otros.

La globalización brinda oportunidades de emancipación social e individual, pero plantea nuevos problemas de cohesión y de desigualdad. Se presentará el problema de afrontarlos en escala mundial, pues, de otra forma, podrían volver a producirse las condiciones que, entre finales del siglo pasado y principios de éste, provocaron una revuelta contra el mercado cuyas consecuencias históricas todos conocemos. Profundas desigualdades, la subitánea pérdida de empleos hasta en los países avanzados son fuente de desequilibrio al interior de una sociedad y entre sociedades distintas.

Por lo tanto, la globalización plantea un problema internacional: cuáles son los límites de desigualdad aceptables. ¿Qué significarían las palabras libertad y democracia en el siglo Veintiuno? ¿Qué formas de representación se precisarán en Europa, ya en su unificación monetaria, y en América Latina, con su proceso de integración en ciernes, para gobernar procesos financieros cuyo rasgo más característico es, a menudo, la invisibilidad? ¿Cuáles son las relaciones entre la velocidad impuesta por la tecnología y las telecomunicaciones y la lentitud de las instituciones? ¿Cuál es la relación entre el mundo productivo y la representación política? ¿Es que podemos resignarnos al dominio de lo económico y al ocaso de lo político? A Europa y a América Latina, la globalización les impone en cambio una respuesta que sólo puede ser política y que tiene, en uno y otro continente, una dimensión nacional y, a la vez, supranacional.

 

4. A nivel del Estado, la globalización exige la creación de estructuras capaces de afrontar la competitividad, la modernidad de un mercado cada vez más vasto. Impone administraciones eficaces, y una comunidad civil fundamentada en la primacía del individuo y de la persona.

Bien lo han comprendido los países de Europa, sobre todo los de la Europa comunitaria. Gracias a la moneda única, han aceptado un rigor financiero muy severo, flexibilidad laboral, reducción de los poderes públicos, el esfuerzo para lograr burocracias eficaces, revisión del estado social.

A los mismos criterios quieren inspirarse los países de Europa central y meridional que llaman a las puertas de la Unión y que, para entrar en ella, aceptan someterse a despiadados controles de eficacia, de democracia, de competitividad.

Y lo han comprendido, también, los países de América Latina, ahí donde los puntos de conexión entre economía y política son profundos y originales. Europa ha seguido con gran atención los avatares en el área latinoamericana: la consolidación de las instituciones democráticas, la promoción de las libertades fundamentales y de los derechos humanos, la apertura económica, la reanudación del diálogo con Europa y el nivel de participación en la vida de las organizaciones internacionales han facilitado un nuevo enfoque, proyectado ya hacia los escenarios del próximo siglo.

No creo que haya sido un proceso indoloro. Pero también para América Latina valgan las palabras de Pablo Neruda: "Es dura la verdad como un arado". Hoy, tenemos una América Latina transparente, sobria, menos resentida que en el pasado. La América Latina ya no es nacionalista, antioccidental, airada y rencorosa, incapaz de medirse con el mundo moderno. Ya no hay, como en la década de los cincuenta, dos Américas Latinas: una visible, otra invisible, un país legal de la diplomacia y de los gobiernos, un país real reprimido y callado.

Hasta el arduo legado del manejo de la deuda exterior, se enfrenta sin demagogias. Los países latinoamericanos se comportan como lo haría un país europeo en sus condiciones: negociando, tratando. Al mismo tiempo, se proponen asimilar escrupulosamente y con convicción las reglas severas que la Unión Europea resumió con los criterios de Maastricht: el pasado febrero, el presidente Carlos Menem me recordaba con legítimo orgullo que Argentina cumpliría con todas las condiciones para ingresar en la moneda única europea.

La transición latinoamericana hacia nuevos modelos semejantes a los europeos se realizó en pocos años, a lo largo de un recorrido difícil, accidentado, a veces decepcionante, pero irreversible, creo. Ni tampoco en Europa existen ya regímenes despóticos como los que algunas veces en el pasado sirvieron de coartada para las experiencias autoritarias latinoamericanas.

Termina, entonces, la era de una América Latina diferente, no homologable con Europa. A su vez, Europa contempla en América Latina sus mismos problemas, acaso amplificados y agravados. América Latina es ya, como sugiere un erudito contemporáneo, el "Extremo Occidente". Y surge otra paradoja: cuanto más América Latina se acerca a Europa, tanto más disminuyen los resentimientos contra el más fuerte de los vecinos: los Estados Unidos, que a su vez ven redimensionada su vocación universal, que alguien a veces pudo haber visto como imperial. Cuanto más América latina se acerca a Europa, tanto más vive en paz con sí misma. Las privatizaciones y liberalizaciones, cuando son llevadas adelante con determinación, valor y espíritu pragmático, son una base ulterior para el redescubrimiento de las raíces comunes con Europa.

 

5. Se dan las condiciones suficientes para que Europa y América Latina puedan dotarse de las instituciones necesarias para afrontar la globalización. Y no sólo a nivel de los Estados, sino también a nivel regional, de acuerdo con un proceso de integración cuyo modelo más avanzado lo encontramos en la Unión Europea. Los latinoamericanos contemplan las agregaciones de carácter regional como elementos necesarios para su integración en la economía mundial, No cabe duda que existen las peculiaridades latinoamericanas. Pero no interfieren con las tendencias generales, no obstaculizan nuevas agrupaciones que salvan las fronteras nacionales y continentales. Se enlazan con espacios económicos mayores: el hemisferio, según el esquema del Tratado de Libre Comercio; el del Pacífico, de acuerdo con las perspectivas del Foro Asia y Pacífico, al que ya se ha adherido Chile, el europeo, según el esquema ya adoptado por el Mercosur.

Tanto Europa como el Mercosur representan procesos de integración abiertos a la complementariedad económica y a la globalización de los intercambios. Los países de América Latina tienden a diversificar sus mercados y sus fuentes de abastecimiento, como de tecnologías y de capital, mientras se ingenian por obtener la colaboración de socios capaces de asegurar un valor añadido adecuado. Italia se halla en una posición privilegiada para involucrarse en este proceso. Italia auspicia que Cuba también desee abrirse cada vez más y pueda avanzar, contemporáneamente a la modernización de sus estructuras internas, hacia un anclaje progresivo a la realidad internacional y a sus instituciones. El gobierno italiano es por lo tanto favorable a una participación del Gobierno de Cuba, en calidad de observador, en la renegociación de la Convención de Lomé entre la Unión Europea y los países de África, del Pacífico y del Caribe.

Las inversiones europeas participan activamente en las privatizaciones de América Latina, contribuyendo, de esta forma, en la trama de economía y sociedad, en un juego de interdependencia creciente. En cuanto a Italia, pocas estructuras productivas han demostrado más que nuestras pequeñas y medianas empresas la capacidad de ser flexibles y adaptables a los retos de la globalización. Podemos ofrecer un aporte particular al futuro latinoamericano, ya que nuestras empresas son vistas por todo el mundo como un ejemplo de espíritu empresarial, de innovación tecnológica, de capacidad directiva.

Los procesos de integración que se están verificando a ambos lados del Atlántico imponen que Europa y América Latina trabajen juntas: en caso contrario, Europa se colocaría demasiado lejos para ser, si no alternativa, por lo menos complementaria de América del Norte en su relación con América Latina. Tanto más que la Unión Europea corre el riesgo de concentrarse toda en su ampliación hacia el este, reduciendo así su compromiso en este continente, que a veces ama considerarse una "Europa en exilio". Una estrategia ilustrada, en cambio, induce a involucrarse en la Unión Europea a los países de Europa central; a alentar la occidentalización de América Latina, a acoger a China en las instituciones internacionales, a aceptar a Rusia con todas sus peculiaridades y sus legítimas prioridades en el concierto de las naciones más industrializadas.

 

6. Así, Europa y América Latina, aún con sus diferencias y en tiempos distintos, se aprestan a proporcionar la misma respuesta a la globalización. Adaptar los Estados, para permitirles participar en la competencia. La realización de espacios económicos sin fronteras, para crear riqueza y amortiguar los riesgos de la globalización. Europa está precediendo a América Latina en la redefinición de las soberanías nacionales a nivel continental. La creación del Euro debería representar el acta de nacimiento de una soberanía política de Europa. Y no sólo porque sentará las bases de una política exterior y de seguridad común y porque favorecerá el desarrollo de una sociedad civil europea, sino también porque permitirá adecuar el sistema monetario internacional y estabilizar los equilibrios financieros, ofreciendo así a la América Latina misma una moneda de reserva más.

Europa enseña que la soberanía vuelve a renacer bajo forma de supranacionalidad, en el marco de una cooperación internacional basada en la interdependencia y la reciprocidad. En este fin de siglo dominado por la economía, la construcción de la soberanía procede de la economía a la política, no viceversa. El Tratado de Maastricht no contempla sólo políticas de convergencia, sino también políticas de cohesión y de solidaridad, e impone que éstas se planteen en instituciones políticas, económicas y sociales aún por establecer. América Latina apunta a modelos semejantes, destinados a aumentar la sintonía entre los dos continentes.

Y me agrada poder formular hoy este augurio en Cuba, ya que creo que Cuba también quiera ser parte de un camino convergente de Europa y América Latina.

 

La Habana, 10 de junio de 1998.