ANIMAR LAS OBRAS EDUCATIVAS DE LA IGLESIA

Conferencia a profesores y maestros católicos.

La Habana, sábado 27 de junio de 1998

 

 

 

Emmo. Señor Cardenal.

Exmo. Señor Nuncio Apostólico.

Queridos profesores y maestros católicos.

 

 

Agradezco al Emmo. Señor Cardenal que me haya ofrecido la posibilidad de encontrarme con ustedes, que representan al grupo de profesores y maestros católicos de la Arquidiócesis de La Habana; que lo haya permitido a mí, que, en mi calidad de Prefecto de la Congregación Romana, tengo la misión de animar y acompañar las obras educativas de la Iglesia Católica y de alentar a cuantos en ellas dedican su vida a la educación.

Me alegra poder estar con ustedes, porque para mí significa poder compartir del testimonio, muchas veces sacrificado y siempre generoso, de maestros católicos que han sabido permanecer fieles a su identidad cristiana a lo largo del tiempo. Doy gracias a Dios porque suscita, en medio de las más variadas circunstancias, tales testimonios de santificación.

 

 

l. La tarea educativa de la Iglesia

 

El Concilio Vaticano II indicó que, «puesto que los padres han dada la vida a los hijos, tienen la gravísima obligación de educar a la prole, y por tanto, hay que reconocerlos como los primeros y principales educadores de sus hijos» (Gravissimum educationis, no. 3).

Esta obligación primaria ha sido ardientemente recordada por Su Santidad el Papa en su reciente visita a Cuba, pues el tema de la educación ética, cívica, bíblica y catequética, fue recomendado repetidamente en sus enseñanzas. Podemos recordar, en este sentido, su exhortación en la Misa de Santa Clara: «los padres, sin esperar que otros les reemplacen en lo que es su responsabilidad, deben poder escoger para sus hijos el estilo pedagógico, los contenidos éticos y cívicos, y la inspiración religiosa en los que desean formarlos integralmente. No esperen que todo les venga dado. Asuman su misión educativa, buscando y creando los espacios y medios adecuados en la sociedad civil» (no. 6).

Este deber primario de los padres no puede realizarse plenamente en las condiciones del mundo de hoy si no es secundado y complementado por otros agentes educativos. Él corresponde, según el Concilio, también «a la Iglesia, no sólo porque ha de ser reconocida como sociedad humana capaz de educar, sino, sobre todo, porque tiene el deber de anunciar a todos los hombres el camino de la salvación... La Iglesia, como Madre, está obligada a dar a sus hijos una educación que llene toda su vida del espíritu de Cristo, y, al mismo tiempo, ayuda a todos los pueblos a promover la perfección cabal de la persona humana, incluso para el bien de la sociedad terrestre y para configurar más humanamente la edificación del mundo» (Gravissimum educatonis, no. 3).

La Iglesia en Cuba tuvo, en otro tiempo, los medios y los espacios para poder realizar, con amplitud y eficacia, su inalienable labor educativa. Durante las últimas décadas no ha podido contar con ellos, pero con admirable perseverancia, creatividad y no pocos sufrimientos, continuó cumpliendo esa obligación en un marco reducido. El Vicario de Cristo hizo un encargo especial a los Obispos cubanos en su encuentro con ellos en el Arzobispado de La Habana: «Espero, dijo, que, en su acción pastoral, los Obispos católicos de Cuba lleguen a alcanzar un acceso progresivo a los medios modernos adecuados para llevar a cabo su misión evangelizadora y educadora. Un estado laico no debe temer, sino más bien apreciar, el aporte moral y formativo de la Iglesia (Mensaje a los Obispos, no. 5e).

Mi experiencia al frente del dicasterio para la Educación Católica me ha permitido comprobar que en numerosos países la labor educativa de la Iglesia, específicamente sus escuelas, universidades y Centros de Formación, son valorados altamente por la autoridad civil. Incluso en países donde la religión católica es extremadamente minoritaria y está inmersa en otras culturas, el Estado reclama y solicita a la Iglesia Católica su labor educativa. En esos casos pronto se ha comenzado a comprobar el beneficioso influjo que tal educación tiene para la mejoría de la convivencia y el orden social, al elevar la calidad de los ideales de los ciudadanos y sus motivaciones profundas, incrementar la participación y la gestión social, y, muy especialmente, al promover la atención y elevación de las personas, de los ambientes y de los barrios marginados.

Al expresar el Santo Padre en la Catedral de esta Arquidiócesis las siguientes palabras: «Es de desear que en un futuro no lejano la Iglesia pueda asumir su papel en la enseñanza, tarea que los Institutos religiosos llevan a cabo en muchas partes del mundo con tanto empeño y con gran beneficio también para la sociedad civil», aun antes de terminar estas palabras, se oyó resonar, en las amplias bóvedas del templo, un inmenso aplauso, que hizo interrumpir al Pontífice su discurso para decir: «¡Se ve que lo quieren!».

Alegra y consuela ver esto, porque habla muy alto de la sabiduría del pueblo cubano, de su capacidad para apreciar el bien y buscar la verdad, de su sed de Dios y de su deseo de crecer en humanidad. Porque de todo esto se trata cuando un pueblo exige el derecho a la educación religiosa.

Es necesario, por tanto, que, como entonces dijo el Papa, la familia, la escuela y la Iglesia formen una comunidad educativa donde los hijos de Cuba crezcan en humanidad.

Ustedes, profesores y maestros católicos, están especialmente cualificados por su vocación, su capacitación, competencia y ansias apostólicas, para emprender, sin esperar que todo les venga dado, esa iniciativa sugerida por el Vicario de Cristo. He conocido que ya en otra diócesis se ha comenzado una experiencia prometedora en este ámbito, abriéndola a la participación comunitaria de educadores no católicos, o incluso no creyentes, pero que demuestran «apreciar y compartir una propuesta educativa cualificada» (La escuela católica en el umbral del Tercer Milenio, no. 16); y que en otras diócesis los maestros católicos comienzan a organizarse en grupos de apostolado para animar el ambiente escolar y académico.

Todas las iniciativas, los grupos apostólicos, e incluso las organizaciones laicales abiertas a una participación plural y no confesional, pueden ser caminos para llegar al fin deseado de que el pueblo cubano pueda gozar de la riqueza espiritual, moral y pedagógica de la educación católica.

Estoy enterado de que tienen una filial del Instituto de Estudios a Distancia de la Universidad de Comillas, en el que han recibido formación numerosos laicos y religiosas. Algunos de ustedes han estudiado en el Instituto «María Reina» o en Cátedras abiertas en el Seminario de San Carlos. Sé que un Equipo de Promoción de Laicos brinda Cursos de Doctrina Social de la Iglesia para prepararlos para la participación social y otras muchas iniciativas formadoras. Los animo a todos a seguir en este noble e indispensable empeño de profundo sentido eclesial.

 

 

2. Los educadores cristianos

 

En este desafío pastoral que emana de la visita del Santo Padre, ustedes los profesores y maestros católicos, tienen una misión decisiva, por vocación cristiana y por deber ciudadano. Cooperen, con entusiasmo y espíritu abierto en esas comunidades educativas que se van formando. No se cierren en sí mismos, sino con espíritu católico, es decir universal, colaboren con otras personas de buena voluntad en la obra común de la educación. Aporten ante todo, en esa comunidad y en la construcción de una sociedad pluralista y participativa, el testimonio de su vida cristiana, garantía de la credibilidad de la Iglesia en este sector. Aporten, también, lo que es propio y específico de la fe cristiana, que es esa concepción del hombre cuyo misterio «sólo se esclarece en el misterio del Verbo encarnado» (G.S., no. 22).

Este concepto del hombre adquiere una vigencia y urgencia especiales en momentos particulares de la historia de los pueblos y las naciones. La orientación de toda conversión personal o estructural depende de la visión del hombre y de la sociedad. En la articulación pacífica y gradual de dos épocas históricas el papel de la educación es definitorio del proyecto futuro que se desea alcanzar.

En este reto histórico «los educadores cristianos, como personas y como comunidad, son los primeros responsables en crear el peculiar estilo cristiano. La docencia es una actividad de extraordinario peso moral, una de las más altas y creativas del hombre: el docente, en efecto, no escribe sobre materia inerte, sino sobre el alma misma de los hombres» (no. 19): así lo expresa el documento de la Congregación para la Educación Católica que he mencionado anteriormente.

Por eso está en la conciencia del maestro católico no sólo adquirir una actualización académica en las materias que le son propias en el ámbito de las ciencias exactas, aplicadas o humanísticas, sino también formarse en Ética y Cívica, disciplinas que no deben ser consideradas complemento de la enseñanza, sino base misma de la educación.

En efecto, el documento anteriormente citado afirma que «la fragmentación de la educación, la ambigüedad de los valores a los que frecuentemente se alude obteniendo amplio y fácil consenso, a precio, sin embargo, de un peligroso ofuscamiento de los contenidos, tiende a encerrar a la escuela en un presunto neutralismo, que debilita el potencial educativo y repercute negativamente en la formación de los alumnos» (no. 10).

 

Esto hace necesario el dominio no sólo de la eticidad de cada disciplina o servicio docente, sino el que los educadores ofrezcan a los alumnos los instrumentos éticos necesarios para que ellos puedan construir su escala de valores, adoptar un proyecto de vida que unifique su existencia y le dé sentido con los principios morales y religiosos profesados, y acceder a actitudes y actuaciones coherentes con ese proyecto ético.

Por otra parte, es necesario también que se cultive la virtud cívica, la cual permite afianzar el arraigo en la sociedad donde se ha nacido; permite también superar el individualismo, el cual puede reducir los estudios y la preparación académica a un mero privilegio personal, destinado a la búsqueda egoísta del beneficio propio, a costa de olvidar la justicia social y la solidaridad, a la que debe conducir toda educación integral; permite, en fin, que cada persona aprenda a participar en la sociedad como un ciudadano adulto, consciente, libre y solidario.

Finalmente, en la base misma de esta concepción pedagógica está la dimensión de fe. La escuela católica es «un auténtico sujeto eclesial en razón de su acción escolar, en las que se funden armónicamente fe, cultura y vida. Es preciso, por tanto, reafirmar con fuerza que la dimensión eclesial no constituye una característica yuxtapuesta, sino que es causalidad propia y específica, carácter distintivo que impregna y anima cada momento de la acción educativa, parte fundamental de su misma identidad y punto central de su misión» (o. c.,no.11).

 

 

CONCLUSIÓN

 

Cuba «se abre al mundo» también estudiando y acogiendo este aporte educativo de la Iglesia, que no necesariamente tiene que ser desde el primer momento con escuelas y universidades con todos sus recursos y extensiones. El alto nivel de la instrucción pública permite inventar aquí nuevos caminos, a veces no formales, para la educación católica, o para la cooperación en proyectos educativos de inspiración cristiana e, incluso, para el aporte de profesores y maestros católicos en obras educativas del Estado.

No debemos quedar paralizados por las restricciones del momento presente; mientras no acceden todavía a la escuela y la universidad, recorran otros caminos que siempre llevan al hombre, a la persona humana, muchas veces desalentada y frágil, que tiene sed de Dios y hambre de justicia. Esta labor pertenece a esa dimensión profética de la Iglesia que no puede ser preterida por contingencies históricas, económicas o sociales.

En este sentido «el Santo Padre, con una sugestiva expresión, indicó que el hombre es el camino de Cristo y de la Iglesia. Ese camino no puede ser extraño a los pasos de los evangelizadores, que al recorrerlo sienten la urgencia del desafío educativo. El compromiso en la escuela resulta ser, de este modo, tarea insustituible; más aún, el empleo de personas y medios en la escuela católica se convierte en opción profética» (o.c., no. 21).

Al mirar al futuro de Cuba, lo hago con mucha esperanza, pues los miro a ustedes, maestros católicos; y abrigo la certeza de que de sus manos y de su creatividad dependerá, en gran medida, el que se hagan realidad las bellas palabras del Santo Padre a los Obispos cubanos en su reciente visita a Roma: «La lluvia que me despidió cuando dejaba el suelo cubano trajo a mi memoria el Himno «Rorate caeli«, pidiendo que las semillas sembradas con sacrificio y paciencia por Ustedes, pastores y fieles, crezcan con vigor, y Cuba pueda abrir de par en par sus puertas a la potencia redentora de Cristo, para que todos los cubanos puedan vivir un nuevo adviento en su historia nacional» (Discurso a los Obispos cubanos, no. 7).