eñoras y Señores:
1.
Quiero agradecer a la antigua y gloriosa Universidad de La Habana por brindarme esta
inapreciable oportunidad de compartir con ustedes algunas reflexiones acerca del nuevo
orden internacional que se está materializando al umbral del tercer milenio.
La rueda de la Historia,
sobre todo en Europa, tras la forzosa paz de la guerra fría, ha vuelto a su cauce
natural. Pero a las puertas del planeta llama un cambio más importante, anunciado por la
globalización de los mercados y la superación de los aislamientos nacionales.
La globalización
significa una ampliación, rápida y arrolladora, no sólo del área geográfica del
mercado, con un creciente número de países involucrados en los distintos circuitos de
cambio en fuerte internacionalización, sino también una extensión al interior de las
varias economías, que, cada vez más, se entrelazan entre sí. Son cada vez más
numerosos los sectores, a partir del financiero, que se abren a una mayor competencia
interna y externa. La globalización corre en ancas de la revolución científica, la
tecnología de la información, la telemática; y a cada paso cumplido por la mercancía
información se va creando valor añadido.
La mundialización de
los mercados, de las comunicaciones, de los productos de alto contenido tecnológico,
modifica el trabajo, favorece la movilidad, con todas las ventajas que ello conlleva para
muchos, en términos de libertad personal y de individualización del trabajo. La
extensión del progreso tecnológico hace posible la globalización. Pero lo que le
permite realizarse de una forma que beneficia al mayor número de empresas y sobre todo a
los consumidores es solamente la apertura de la competencia internacional. De acuerdo con
la Organización Mundial del Comercio, entre 1970 y 1997, los países que han reducido
más drásticamente sus vínculos a la libre circulación de bienes y servicios han pasado
de 35 a 137. La extensión de las posibilidades de intercambio a un número creciente de
países transforma los bienes y servicios inmateriales en una herramienta gracias a la que
millones de personas ven aumentar sus posibilidades de libertad, y no de explotación.
La interconexión de los
mercados financieros ha derribado una barrera histórica contra el desarrollo, cubriendo
el déficit de capital en aquellas áreas que están caracterizadas por un excedente de
fuerza laboral. El ahorro fluctúa por los mercados en busca de inversiones productivas.
Producción y circulación de la riqueza se libran de los vínculos territoriales marcados
por la soberanía de los Estados. Pero pueden presentarse crisis graves, ya que cada día,
en los circuitos telemáticos, corren reservas monetarias varias veces superiores a la
suma total de las reservas de todos los bancos centrales del mundo.
Los mercados se
transforman a diario en jueces de la eficiencia de empresas y gobiernos: son jueces
imperfectos, naturalmente, pero, en estos últimos años, sus efectos han obligado a los
gobiernos europeos a reducir la inflación y a las empresas a corregir sus presupuestos.
La globalización no
aventaja a todos de la misma forma. En 1996, las inversiones extranjeras dirigidas a China
solamente han sido superiores a todas las inversiones extranjeras en los países en vías
de desarrollo. Y en cuanto a los países europeos, los beneficios no alcanzan a todas las
empresas. Dependen de los patrones organizativos de los mercados, de los productos, del
trabajo, del capital. Cuando falta eficiencia y transparencia en los mercados internos, la
virtuosidad de los presupuestos públicos no es suficiente.

2.
En fin, la globalización significa un mayor bienestar generalizado, pero no
necesariamente la seguridad económica individual. Lo hemos visto en Europa, con la
difícil gestación de la moneda única; lo vemos en ciertas reacciones a la apertura de
los mercados en los países de América Latina y en los Estados Unidos. La opinión
pública no siempre se siente tranquilizada por novedades tan impetuosas: éstas presentan
nuevos valores que, a menudo con brusquedad, apuntan a reemplazar los antiguos grandes
cambios en términos de renta. La globalización manifiesta una nueva vitalidad del
mercado e involucra en las relaciones de producción a cientos de millones de hombres.
Fomenta una enorme ampliación del área de la modernidad. Pero, al mismo tiempo, destruye
antiguos lazos sociales y territoriales, redes de solidaridad.
La globalización,
entonces, brinda bienestar, pero no siempre seguridad. Podría provocar una crisis de
enormes proporciones en la civilización en la que hemos vivido hasta la fecha. Plantea
grandes interrogantes, a partir de la función del Estado hasta la manera de obrar de la
política. Conlleva un ritmo acelerado del progreso técnico, costos decrecientes, la
subida de la renta en muchos países, la revisión de los procesos de formación y
educación, el paso de la palabra escrita a la imagen. Pero implica también una
competencia comercial cada vez más áspera, un aumento de los fenómenos migratorios, un
resurgimiento de los integrismos religiosos.
La globalización
arrastra asimismo posibles crisis de identidad. Y no se trata sólo del restringimiento de
la soberanía del Estado nacional, sino que también pone en entredicho su cultura, su
tradición histórica. Ante el empuje de la mundialización, se rebelan las culturas,
temerosas de la homologación. Los individuos vuelven a descubrir las identidades
territoriales, las tradiciones regionales, y atribuyen nueva importancia a sus raíces
locales, para contrarrestar la precariedad y fragmentariedad de sus existencias. Las
culturas, con sus diversidades, no pueden mantenerse sino con el empeño dedicado por cada
persona o grupo a defender su propia autonomía, su capacidad de asociar valores y
prácticas, su participación en el mundo de las técnicas y de los mercados y la
conservación de su propia identidad y memoria.
3.
En fin, y para resumir, la globalización no puede ser una nueva metafísica, una nueva
religión. Es una fuente de mayor bienestar que, sin embargo, puede provocar también
pérdida de seguridad y pérdida de identidad. La globalización, entonces, lejos de
marcar el fin de la política, plantea nuevas tareas para la política. La misma deberá
ser enfrentada en clave política y resultaría ilusorio resistir a ella, pensar en buscar
abrigo en un anacrónico nacionalismo económico y político.
El mismo Sumo Pontífice
ha recordado aquí, no hace más que pocas semanas, que no es posible subordinar a la
persona y el desarrollo de los pueblos únicamente a las fuerzas del mercado, gravando en
los menos favorecidos, fomentando el enriquecimiento excesivo de los unos a costa del
creciente empobrecimiento de los otros.
La globalización brinda
oportunidades de emancipación social e individual, pero plantea nuevos problemas de
cohesión y de desigualdad. Se presentará el problema de afrontarlos en escala mundial,
pues, de otra forma, podrían volver a producirse las condiciones que, entre finales del
siglo pasado y principios de éste, provocaron una revuelta contra el mercado cuyas
consecuencias históricas todos conocemos. Profundas desigualdades, la subitánea pérdida
de empleos hasta en los países avanzados son fuente de desequilibrio al interior de una
sociedad y entre sociedades distintas.
Por lo tanto, la
globalización plantea un problema internacional: cuáles son los límites de desigualdad
aceptables. ¿Qué significarían las palabras libertad y democracia en el siglo
Veintiuno? ¿Qué formas de representación se precisarán en Europa, ya en su
unificación monetaria, y en América Latina, con su proceso de integración en ciernes,
para gobernar procesos financieros cuyo rasgo más característico es, a menudo, la
invisibilidad? ¿Cuáles son las relaciones entre la velocidad impuesta por la tecnología
y las telecomunicaciones y la lentitud de las instituciones? ¿Cuál es la relación entre
el mundo productivo y la representación política? ¿Es que podemos resignarnos al
dominio de lo económico y al ocaso de lo político? A Europa y a América Latina, la
globalización les impone en cambio una respuesta que sólo puede ser política y que
tiene, en uno y otro continente, una dimensión nacional y, a la vez, supranacional.
4.
A nivel del Estado, la globalización exige la creación de estructuras capaces de
afrontar la competitividad, la modernidad de un mercado cada vez más vasto. Impone
administraciones eficaces, y una comunidad civil fundamentada en la primacía del
individuo y de la persona.
Bien lo han comprendido
los países de Europa, sobre todo los de la Europa comunitaria. Gracias a la moneda
única, han aceptado un rigor financiero muy severo, flexibilidad laboral, reducción de
los poderes públicos, el esfuerzo para lograr burocracias eficaces, revisión del estado
social.
A los mismos criterios
quieren inspirarse los países de Europa central y meridional que llaman a las puertas de
la Unión y que, para entrar en ella, aceptan someterse a despiadados controles de
eficacia, de democracia, de competitividad.
Y lo han comprendido,
también, los países de América Latina, ahí donde los puntos de conexión entre
economía y política son profundos y originales. Europa ha seguido con gran atención los
avatares en el área latinoamericana: la consolidación de las instituciones
democráticas, la promoción de las libertades fundamentales y de los derechos humanos, la
apertura económica, la reanudación del diálogo con Europa y el nivel de participación
en la vida de las organizaciones internacionales han facilitado un nuevo enfoque,
proyectado ya hacia los escenarios del próximo siglo.
No creo que haya sido un
proceso indoloro. Pero también para América Latina valgan las palabras de Pablo Neruda:
"Es dura la verdad como un arado". Hoy, tenemos una América Latina
transparente, sobria, menos resentida que en el pasado. La América Latina ya no es
nacionalista, antioccidental, airada y rencorosa, incapaz de medirse con el mundo moderno.
Ya no hay, como en la década de los cincuenta, dos Américas Latinas: una visible, otra
invisible, un país legal de la diplomacia y de los gobiernos, un país real reprimido y
callado.
Hasta el arduo legado
del manejo de la deuda exterior, se enfrenta sin demagogias. Los países latinoamericanos
se comportan como lo haría un país europeo en sus condiciones: negociando, tratando. Al
mismo tiempo, se proponen asimilar escrupulosamente y con convicción las reglas severas
que la Unión Europea resumió con los criterios de Maastricht: el pasado febrero, el
presidente Carlos Menem me recordaba con legítimo orgullo que Argentina cumpliría con
todas las condiciones para ingresar en la moneda única europea.
La transición
latinoamericana hacia nuevos modelos semejantes a los europeos se realizó en pocos años,
a lo largo de un recorrido difícil, accidentado, a veces decepcionante, pero
irreversible, creo. Ni tampoco en Europa existen ya regímenes despóticos como los que
algunas veces en el pasado sirvieron de coartada para las experiencias autoritarias
latinoamericanas.
Termina, entonces, la
era de una América Latina diferente, no homologable con Europa. A su vez, Europa
contempla en América Latina sus mismos problemas, acaso amplificados y agravados.
América Latina es ya, como sugiere un erudito contemporáneo, el "Extremo
Occidente". Y surge otra paradoja: cuanto más América Latina se acerca a Europa,
tanto más disminuyen los resentimientos contra el más fuerte de los vecinos: los Estados
Unidos, que a su vez ven redimensionada su vocación universal, que alguien a veces pudo
haber visto como imperial. Cuanto más América latina se acerca a Europa, tanto más vive
en paz con sí misma. Las privatizaciones y liberalizaciones, cuando son llevadas adelante
con determinación, valor y espíritu pragmático, son una base ulterior para el
redescubrimiento de las raíces comunes con Europa.
5.
Se dan las condiciones suficientes para que Europa y América Latina puedan dotarse de las
instituciones necesarias para afrontar la globalización. Y no sólo a nivel de los
Estados, sino también a nivel regional, de acuerdo con un proceso de integración cuyo
modelo más avanzado lo encontramos en la Unión Europea. Los latinoamericanos contemplan
las agregaciones de carácter regional como elementos necesarios para su integración en
la economía mundial, No cabe duda que existen las peculiaridades latinoamericanas. Pero
no interfieren con las tendencias generales, no obstaculizan nuevas agrupaciones que
salvan las fronteras nacionales y continentales. Se enlazan con espacios económicos
mayores: el hemisferio, según el esquema del Tratado de Libre Comercio; el del Pacífico,
de acuerdo con las perspectivas del Foro Asia y Pacífico, al que ya se ha adherido Chile,
el europeo, según el esquema ya adoptado por el Mercosur.
Tanto Europa como el
Mercosur representan procesos de integración abiertos a la complementariedad económica y
a la globalización de los intercambios. Los países de América Latina tienden a
diversificar sus mercados y sus fuentes de abastecimiento, como de tecnologías y de
capital, mientras se ingenian por obtener la colaboración de socios capaces de asegurar
un valor añadido adecuado. Italia se halla en una posición privilegiada para
involucrarse en este proceso. Italia auspicia que Cuba también desee abrirse cada vez
más y pueda avanzar, contemporáneamente a la modernización de sus estructuras internas,
hacia un anclaje progresivo a la realidad internacional y a sus instituciones. El gobierno
italiano es por lo tanto favorable a una participación del Gobierno de Cuba, en calidad
de observador, en la renegociación de la Convención de Lomé entre la Unión Europea y
los países de África, del Pacífico y del Caribe.
Las inversiones europeas
participan activamente en las privatizaciones de América Latina, contribuyendo, de esta
forma, en la trama de economía y sociedad, en un juego de interdependencia creciente. En
cuanto a Italia, pocas estructuras productivas han demostrado más que nuestras pequeñas
y medianas empresas la capacidad de ser flexibles y adaptables a los retos de la
globalización. Podemos ofrecer un aporte particular al futuro latinoamericano, ya que
nuestras empresas son vistas por todo el mundo como un ejemplo de espíritu empresarial,
de innovación tecnológica, de capacidad directiva.
Los procesos de
integración que se están verificando a ambos lados del Atlántico imponen que Europa y
América Latina trabajen juntas: en caso contrario, Europa se colocaría demasiado lejos
para ser, si no alternativa, por lo menos complementaria de América del Norte en su
relación con América Latina. Tanto más que la Unión Europea corre el riesgo de
concentrarse toda en su ampliación hacia el este, reduciendo así su compromiso en este
continente, que a veces ama considerarse una "Europa en exilio". Una estrategia
ilustrada, en cambio, induce a involucrarse en la Unión Europea a los países de Europa
central; a alentar la occidentalización de América Latina, a acoger a China en las
instituciones internacionales, a aceptar a Rusia con todas sus peculiaridades y sus
legítimas prioridades en el concierto de las naciones más industrializadas.
6.
Así, Europa y América Latina, aún con sus diferencias y en tiempos distintos, se
aprestan a proporcionar la misma respuesta a la globalización. Adaptar los Estados, para
permitirles participar en la competencia. La realización de espacios económicos sin
fronteras, para crear riqueza y amortiguar los riesgos de la globalización. Europa está
precediendo a América Latina en la redefinición de las soberanías nacionales a nivel
continental. La creación del Euro debería representar el acta de nacimiento de una
soberanía política de Europa. Y no sólo porque sentará las bases de una política
exterior y de seguridad común y porque favorecerá el desarrollo de una sociedad civil
europea, sino también porque permitirá adecuar el sistema monetario internacional y
estabilizar los equilibrios financieros, ofreciendo así a la América Latina misma una
moneda de reserva más.
Europa enseña que la soberanía
vuelve a renacer bajo forma de supranacionalidad, en el marco de una cooperación
internacional basada en la interdependencia y la reciprocidad. En este fin de siglo
dominado por la economía, la construcción de la soberanía procede de la economía a la
política, no viceversa. El Tratado de Maastricht no contempla sólo políticas de
convergencia, sino también políticas de cohesión y de solidaridad, e impone que éstas
se planteen en instituciones políticas, económicas y sociales aún por establecer.
América Latina apunta a modelos semejantes, destinados a aumentar la sintonía entre los
dos continentes.
Y me agrada poder
formular hoy este augurio en Cuba, ya que creo que Cuba también quiera ser parte de un
camino convergente de Europa y América Latina.
La Habana, 10 de junio
de 1998.