LA HORA DE LA GRACIA Y LA RECONCILIACIÓN

Homilía para la Misa de San Pedro y San Pablo.

Catedral de La Habana, lunes 29 de junio de 1998

 

 

Emmo. Sr. Cardenal.

Exmo. Sr. Nuncio Apostólico de Su Santidad en Cuba.

Autoridades de la Nación.

Queridos Obispos.

Ilustres miembros del Cuerpo Diplomático.

Queridos sacerdotes y religiosas.

Hermanas y hermanos.

 

 

1. "Mientras Pedro estaba en la cárcel, la Iglesia oraba insistentemente a Dios por él" (Hc.12, 5).

Al celebrar hoy la Solemnidad de los Santos Apóstoles Pedro y Pablo, la Iglesia en todo el mundo eleva su incesante oración por el que hoy es Sucesor del Príncipe de los apóstoles y lleva el nombre de Juan Pablo II.

En la lectura que hemos escuchado vemos que, desde el principio, el ministerio y el testimonio de Pedro eran acompañados por la plegaria perseverante de toda la Iglesia. La oración por el Vicario de Jesucristo es imprescindible para que el Papa pueda desempeñar, plenamente y con frutos, su ministerio de Supremo Pastor.

Es por ello que la memoria del martirio de San Pedro y San Pablo nos reúne para celebrar el Día del Papa, con esta Eucaristía que tengo el gozo de presidir en esta Catedral de San Cristóbal de La Habana, junto a esta Iglesia que hace sólo cinco meses recibió la visita del Santo Padre.

La peregrinación apostólica de Su Santidad a Cuba mantiene hoy toda su vigencia, como lo demuestra la reciente visita hecha por los Obispos cubanos a Roma, para agradecer y para evaluar ese nuevo "Pentecostés". Durante aquellas jornadas este pueblo supo dar ante el mundo muestra convincente de su fe, de su cultura cívica, de su hospitalidad tradicional y, también, de la respetuosa acogida a la diversidad de ideas, creencias y filosofías, cosas que hablaron por sí mismas de la nobleza de alma y de las potencialidades de esta nación.

En esta Eucaristía deseo dar gracias a Dios por el testimonio valiente, perseverante y paciente de esta Iglesia cubana. Ella nos ha edificado a todos con esa mística que el mismo Santo Padre destacó en la Universidad de La Habana cuando dijo del Padre Varela, que su "profunda espiritualidad cristiana... lo llevó a creer en la fuerza de lo pequeño, en la eficacia de las semillas de la verdad, en la conveniencia de que los cambios se dieran con la debida gradualidad hacia las grandes y auténticas reformas" (Discurso en la Universidad. No. 4c).

 

La Iglesia en Cuba ha bebido de esta fuente de espiritualidad. Esta es, en verdad, una forma de vivir coherentemente el Evangelio de Jesucristo, quien anunciaba que el Reino de los cielos era como un pequeño grano de mostaza, como un fermento puesto en medio de la masa (Cfr. Mt. 13, 31-33).

Este ha sido el secreto de la vigilante espera en la plegaria y en el testimonio de esta Iglesia. Quizás sea también la motivación profunda de su inquebrantable esperanza, que se hace amor servicial a las necesidades de su pueblo. ¿ Y no será ella también lo que ha permitido que crezca en ella la semilla de la verdad y que muchos vengan a ella para buscar sentido, ánimo y sosiego?

La visita del Papa fue ocasión para que el mundo, y también el propio pueblo cubano, pudieran comprobar, más claramente, la capacidad de convocatoria de la Iglesia, su unidad en la sana diversidad, su creciente vitalidad, la credibilidad de que es merecedora, su creatividad para inventar nuevos caminos para la caridad, el culto y el anuncio del Evangelio. El Santo Padre tuvo la valentía de lanzar aquella convocatoria que hoy se ha hecha casi universal y que, gracias a Dios, va teniendo respuestas concretas, - me refiero quizá a la frase más conocida de su insigne magisterio en esta Isla: "Que Cuba se abra al mundo y que el mundo se abra a Cuba" -; si esa frase ha movido iniciativas internacionales y la voluntad de los gobernantes de las naciones, ha sido probablemente porque encontró en la Iglesia de Cuba una comunidad de puertas abiertas, capaz de favorecer, acoger y acompañar esa apertura, una comunidad digna, confiable y dispuesta al servicio y a la entrega sacrificada, de modo que esa convocatoria partiera de un lugar creíble, preparado para dar continuidad y garantía a la iniciativa pontificia.

Por ello debo decir que la Iglesia de este país ha recibido un altísimo compromiso.

De cara a él, en este día en que celebramos la memoria martirial de las columnas de la Iglesia Católica, roguemos por el Papa, pero roguemos también por la Iglesia de Cuba, para que, con Pedro y con Pablo y con el Papa, pueda seguir proclamando con fuerza la fe, la fe en Cristo, expresada en las hermosas palabras de Pedro: "Tú eres el Mesías, el Hijo de Dios vivo" (Mt. 16, 16).

Roguemos por los Obispos cubanos, guías y pastores de este pueblo. «En esta hora histórica de la vida nacional... ¡Que no falte nunca su voz, que es la voz de Cristo que los envió y consagró a su servicio! (Discurso a los obispos cubanos, 9 de junio de 1998, no. 5).

Roguemos por los laicos católicos, para que por su aportación específica, Cuba pueda abrirse al mundo y el mundo a Cuba. "La tarea del laicado católico comprometido, decía el Papa hace cinco meses en esta misma Catedral, es precisamente abrir los ambientes de la cultura, la economía, la política y los medios de comunicación para transmitir, a través de los mismos, la verdad y la esperanza sobre Cristo y sobre el hombre" (o.c. no.6).

2. "El Señor me ayudó y me dio fuerzas para anunciar íntegro el mensaje" (II Tim. 4,17)

Esto nos dice San Pablo, a quién conmemoramos hoy como al más intrépido e insigne predicador de la verdad sobre Cristo y sobre el hombre, y como al que supo abrir la Iglesia a todas las culturas de su tiempo, a todos los pueblos, en las más difíciles circunstancias.

Su audacia apostólica, su universalidad, su apertura de mente y de métodos para anunciar la verdad, lo han convertido en el paradigma de esa nueva evangelización que en los areópagos contemporáneos exigen de la Iglesia tal capacidad de inculturación, tal creatividad para encontrar espacios, tal fidelidad a su propia identidad, que hoy también nos da la impresión, como al Apóstol de las Gentes, de que es una carrera en la que vale tanto llegar hasta la meta como mantener la fe en el trayecto.

Esa fe inquebrantable en lo que no podemos ver todavía pero que ya se va sembrando en el surco, es la garantía para que la Iglesia no se canse en su caminar, a pesar de que los tiempos sean largos y los pasos lentos.

Mientras llega plenamente la hora de la gracia que ya transcurre en la esperanza, la Iglesia va formando hombres y mujeres, con esa misma raigambre de fe y cubanía con la que el Padre Varela, egregio fundador de una nueva pedagogía, "se dedicó - cito al Papa en la Universidad- a formar personas educadas para la libertad y la responsabilidad, con un proyecto ético forjado en su interior, que asuman lo mejor de la herencia de la civilización y los perennes valores trascendentes, para así ser capaces de emprender tareas decisivas al servicio de la comunidad." (Discurso en la Universidad, no. 4a)

Mirar hoy a San Pablo es recordar a aquel apóstol sencillo en su intrepidez, que se acercó a los Atenienses, proponiendo "dar nombre y anunciar la persona" de un dios desconocido que sólo tenía pedestal en el areópago. Hoy también existen areópagos semejantes y el Papa los señala en el mundo de la ciencia y de la técnica, de la pedagogía, de la política y la economía, de las artes y las letras. Como sabemos, hoy hay muchos pedestales, levantados por la modernidad, que han confundido las lenguas de los pueblos como en nueva Babel, sin alcanzar a conocer, o reconocer, la identidad de ese Absoluto que da sentido a la búsqueda humana de la verdad, la belleza y la bondad en los ámbitos de la existencia.

La educación católica, como lo enseña la historia de la civilización, no es sólo una obra evangelizadora, sino también promotora de la convivencia de los pueblos; ella enriquece los valores de su eticidad, da sentido profundo a su existencia, los anima en los más audaces proyectos de libertad y justicia social, y abre las mentes y los corazones a la trascendencia.

Por tanto, la Iglesia, con su obra educativa, está llamada a dar una contribución muy substancial a la sociedad cubana; además de su aporte específico en la escuela católica, como "experta en humanidad" puede potenciar las acciones educativas todas y dar aliento de perseverancia y motivaciones profundas a cuantos ejercen responsabilidades de este género, aún cuando realicen su labor formadora en ambientes laicos o de simple inspiración cristiana.

¡El soplo del Espíritu es propio de la animación del Evangelio, y hoy sabemos, por boca de su Sucesor, que "el Espíritu sopla donde quiere, y quiere soplar en Cuba"! El Papa repite una y otra vez que ninguna nación debe abrir de par en par sus puertas a ese Espíritu, en su cultura, en su educación, en su historia. La venida del Verbo de Dios hecho carne, la presencia del Hijo del hombre no fue una intromisión en el mundo sino un don. Fue un aliento de vida, no un viento devastador..

En esta perspectiva de valores universales, el Santo Padre recordó a las familias cristianas de Cuba, en Santa Clara, que ellas tienen el deber de exigir al estado el derecho de escoger para sus hijos, el estilo pedagógico, los contenidos éticos y cívicos, y la inspiración religiosa en los que desean formarlos integralmente. La formación religiosa, en las escuelas y en otros ambientes de la sociedad civil, de ningún modo entra en contradicción con el carácter laico del estado moderno. Es precisamente la propia secularidad del estado la garantía para no intervenir, ni privilegiar, ni limitar la educación religiosa que escoja libremente la comunidad educativa, formada por la familia, la escuela y la Iglesia.

Hasta ahora la educación ética, cívica y religiosa es una de las obras que la Iglesia en Cuba realiza ya, aunque de modo no institucional, pero ella pide, además, "el tiempo, los medios y las instituciones que son propios de esa siembra de virtud y espiritualidad" (Homilía de Camaqüey, no. 3). Este es un camino de evangelización de la cultura para que Cuba pueda crecer en humanidad.

 

 

Conclusión

 

El tiempo de los hombres y de los pueblos se convierte, a su ritmo, en tiempo de Dios, en tiempo de gracia y salvación. Al sonar la hora de la gracia y la reconciliación en esta nueva etapa de la historia de Cuba me uno, de todo corazón, a la plegaria de su Iglesia. Ella, al mismo tiempo que ora insistentemente a Dios por el Sucesor de San Pedro, implora del Espíritu la sabiduría y la audacia apostólica de San Pablo, para poder aplicar y dar seguimiento a los gestos y a las enseñanzas del Sumo Pontífice en esta tierra amada.

 

Que Dios bendiga a Cuba. Así sea.