ASUMIR LOS DESAFÍOS DE LA VISITA DEL SANTO PADRE Homilía para la vigilia de San Pedro y San Pablo. Cienfuegos, domingo 28 de junio de 1998 |
Excmo. Señor Obispo. Excmo. Señor Nuncio Apostólico. Queridos sacerdotes y religiosas. Queridos hermanos y hermanas
1. "A toda la tierra alcanza su pregón y hasta los confines del orbe su mensaje" (Salmo 13). Este versículo del Salmo 13, que hoy hemos cantado en la vigilia de la fiesta de los santos apóstoles Pedro y Pablo, se ha hecho, desde hace muchos años, en esta bendita Isla de Cuba, una realidad. El mensaje del Evangelio de Jesucristo, que anunciaron, con audacia y perseverancia invencibles, aquellos dos pilares de la Iglesia, ha llegado, por la predicación de sus sucesores, a estas tierras. La fe que profesamos, la Eucaristía que celebramos, son la misma fe y la misma Fracción del Pan que recibimos de la tradición de los apóstoles, mediante la cual la Iglesia se mantiene una, santa, católica y apostólica. Este año la celebración de la fiesta de San Pedro y San Pablo cobra una especial connotación en Cuba, porque lo hacemos a sólo cinco meses de la inolvidable visita del Sucesor de San Pedro, Su Santidad el Papa Juan Pablo II. En verdad, este Día del Papa que se celebra en toda la Iglesia Universal para rogar por el Pontífice Romano, significa para ustedes un desafío alentador, porque toca a cada Iglesia local dar continuidad y seguimiento al magisterio, los gestos y los encuentros del Santo Padre durante su visita a ella. Doy gracias a Dios por poder compartir con esta comunidad diocesana, el gozo, los retos y las esperanzas que brotan de esa peregrinación del Vicario de Cristo, la cual ha servido para que muchos en el mundo pongamos de nuevo los ojos sobre esta tierra y sobre todos los cubanos, dondequiera que vivan, con su rica diversidad étnica, socio-política y cultural. Es ahora, a medida que pasa el tiempo, que se va comprendiendo mejor el verdadero alcance de la visita del Papa. La conciencia de su proyección sobre el futuro va estimulando a todos a asumir la propia responsabilidad y a compartir la de los demás, en el empeño de que la semilla sembrada, los proyectos esbozados y los frutos de ese acontecimiento en la historia de la nación puedan llevarse a feliz culminación "con el concurso de cada cubano y la ayuda del Espíritu Santo". Así lo recordó Juan Pablo II: "ustedes son y deben ser los protagonistas de su propia historia personal y nacional"(Discurso en el aeropuerto, no. 2). He aquí, a mi modo de ver, uno de los mayores desafíos de la visita: ante la tentación de dejar a otros la tarea, ante la posibilidad de huir de tantas formas el compromiso personal, ante la alternativa de esperar soluciones hechas y pensadas por otros, el Papa ha dicho claramente a los cubanos: "no busquen fuera lo que pueden encontrar dentro. No esperen de los otros lo que ustedes son capaces y están llamados a ser y a hacer" (Homilía en Camagüey, no. 4b). En este momento en que la mayoría de este pueblo mira a la Iglesia como lo hizo aquel hombre postrado a la puerta del Templo, no debemos seguir de largo para ocuparnos de nuestros propios rezos y ofrendas, sino hacer como Pedro y Juan: ofrecer lo que verdaderamente tenían para cambiar profundamente sus vidas. 2. "No tengo plata ni oro, pero te doy lo que tengo: en nombre de Jesucristo Nazareno, echa a andar" (Hc. 3, 6). La Iglesia en Cuba, como aquella primera comunidad apostólica, no tiene cosas para dar, no tiene siquiera muchos espacios para poder servir, le faltan recursos y personal para trabajar. Esto no importa. Ella tiene lo que es esencial, porque puede ofrecer al Único que es capaz de levantar a la persona humana y hacer echar a andar la esperanza y la renovación de un pueblo: Jesucristo, el Nazareno. La Iglesia Católica tiende la mano a todos los que lo necesiten y trata de dar su aporte en este proceso de personalización para que se "fortalezcan los pies y los tobillos" de cuantos desean caminar hacia una renovación personal, familiar y social, la cual pueda abrir la sociedad entera hacia horizontes más amplios de justicia y libertad. El Santo Padre, en el reciente discurso al episcopado cubano en Roma, ha precisado cómo es esa apertura. "Se trata, dijo, ante todo de una disposición interior en cada uno, de modo que la renovación de la mente y la apertura del espíritu lleven hacia una verdadera conversión personal, favoreciendo así un proceso de mejoría y cambio también en las estructuras sociales." (O.c., no. 3). Para llevar a cabo esta tarea de promoción humana y de renovación de la sociedad, la Iglesia no cuenta con ningún poder material ni terrenal, sino con el soplo transformador y vivificador del Espíritu Santo. Cuenta con la fuerza interior que ese Espíritu siembra en los corazones de sus fieles. Cuenta con la gracia de Dios que se ha derramado en nuestros corazones, por la que podemos decir como San Pedro: "Señor, tú sabes que te quiero" (Jn. 21, 16). Pero sabemos que esta profesión de amor trae consigo la entrega de la propia vida. Sabemos, como dijo el Papa a los jóvenes cubanos, que "los cristianos, por respetar los valores fundamentales que configuran una vida limpia, llegan a veces a sufrir, incluso de modo heroico, marginación o persecución, debido a que esa opción moral es opuesta a los comportamientos del mundo. Este testimonio de la cruz de Cristo en la vida cotidiana es también una semilla segura y fecunda de nuevos cristianos... el testimonio cristiano, la "vida digna" a los ojos de Dios tiene ese precio. Si no están dispuestos a pagarlo, vendrá el vacío existencial y la falta de un proyecto de vida digno y responsablemente asumido con todas sus consecuencias. La Iglesia tiene el deber de dar una formación moral, cívica y religiosa, que ayude a los jóvenes cubanos a crecer en los valores humanos y cristianos sin miedo y con la perseverancia de una obra educativa que necesita el tiempo, los medios y las instituciones que son propias de esa siembra de virtud y espiritualidad para bien de la Iglesia y de la Nación" (Homilía en Camagüey, no. 3d) Cuba tiene una rica, larga trayectoria de educación católica prolongada por más de cinco siglos de evangelización. Cuando hablamos de tradición educativa no nos referimos sólo a los colegios católicos y a la Universidad Católica de Santo Tomás de Villanueva, sino también a las escuelas parroquiales, a los cursos nocturnos en los barrios marginales, a los seminarios para trabajadores en horas extralaborales y a otras muchas iniciativas y obras que conformaron un panorama de experiencias en el pasado y que hablan muy alto del nivel de servicio educativo de esta Iglesia. Sin embargo, no debemos quedarnos en la memoria del pasado; ni en la añoranza de aquellos métodos, medios e instituciones cuyos modelos han quedado desfasados. Hoy la labor educativa de la Iglesia tiene, como toda la nueva evangelización, nuevo lenguaje, nuevos métodos, nuevas instituciones y espacios, que difieren bastante de la última experiencia. Todo se renueva y aunque la finalidad es la misma, a saber: "que la promoción de la persona humana sea el fin de la escuela católica" (Escuela Católica en el Umbral del Tercer Milenio, no. 9), los medios van ajustándose a la mentalidad de cada época, a la cultura de cada pueblo; y de ese proceso de inculturación van naciendo nuevas instituciones. La educación católica es un servicio que mejora a toda la sociedad y no sólo a los hijos de la Iglesia. No hay contradicción ninguna entre libertad de conciencia y educación católica, porque, como dijo el Santo Padre en su Homilía a las familias cubanas en Santa Clara, es precisamente de esa libertad de conciencia de donde brotan todos los otros derechos del hombre, entre ellos, el de "escoger para sus hijos el estilo pedagógico, los contenidos éticos y cívicos, y la inspiración religiosa en los que desean formarlos integralmente". En este sentido, corresponde al Estado laico favorecer la labor educativa de las Iglesias, ya que la educación religiosa beneficia al ambiente social, independientemente de su profesión de fe. Este es uno de los aportes que la Iglesia puede y debe dar en el crecimiento moral y espiritual de la nación. 3. "Y dicho esto, Jesús le dijo a Pedro: Sígueme" (Jn. 21, 19). Tras la profesión de fe y amor de Pedro, el Señor le dice que llegará un momento en que lo conducirán donde él no quiera, refiriéndose a su martirio; y luego añade: "¡Sígueme!". Este es, también, el llamado que Cristo hace hoy a la Iglesia en Cuba, a cada uno de nosotros. El seguimiento de Jesús es la única garantía de la autenticidad de nuestro servicio de fe y esperanza. Por el seguimiento de Cristo recibimos el Espíritu que nos enseña todas las cosas y nos ayuda a enseñar la verdad que nos hace libres. Por el seguimiento de Jesús la Iglesia recibe la fuerza de lo alto y el ánimo para seguir esperando. Por el seguimiento de Cristo tenemos el nombre glorioso de cristianos. Que la memoria, el testimonio, las enseñanzas y el martirio de los Santos Apóstoles Pedro y Pablo sean un ejemplo y un acicate para ser cada vez más fieles a la vocación cristiana que hemos recibido, de modo que el actual magisterio del Sucesor de Pedro pueda encontrar en esta Iglesia la misma respuesta humilde y generosa del Príncipe de los apóstoles: "Señor, tú lo sabes todo, Tú sabes que te quiero". Tú sabes que Cuba te quiere: Bendícela y renuévala. Así sea.
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