a segunda parte de su encíclica
«Dominum et vivificantem» (que sintetizo), Juan Pablo II la titula «El Espíritu que
convence al mundo en lo referente al pecado».
En el discurso del Cenáculo
Jesús anuncia al Espíritu Santo como el que «convencerá al mundo en lo referente al
pecado, en lo referente a la justicia y en lo referente al juicio» (Jn 16, 8). La
encíclica concentra su atención en la misión del Espíritu Santo de convencer al mundo
en lo referente al pecado.
El convencer en lo referente
al pecado se refiere constantemente a la «justicia», es decir, a la salvación
definitiva de Dios. Esta justicia sustrae al hombre del «juicio», o sea, de la
condenación. Jesús vino para salvar al mundo. Este «convencer» tiene como finalidad la
salvación del mundo y de los hombres... La condenación (juicio) se refiere sólo a
Satanás, el cual desde el principio explota la obra de la creación contra la salvación,
contra la alianza y la unión del hombre con Dios: él está «ya juzgado» desde el
principio (cfr Jn 16, 11).
A la afirmación «convencer
al mundo en lo referente al pecado», por un lado debe dársele el alcance más amplio
posible porque comprende el conjunto de los pecados en la historia de la humanidad. Por
otro lado, cuando Jesús explica que este pecado consiste en el hecho de que no creen en
él (cfr Jn 16, 9), este alcance parece reducirse. Pero es difícil no advertir que este
aspecto «reducido» se extiende hasta asumir un alcance universal por la universalidad de
la Redención: cada pecado realizado en cualquier lugar y momento, hace referencia a la
cruz de Cristo y, por tanto, indirectamente también al pecado de quienes «no han creído
en él», condenando a Jesucristo a la muerte de cruz.
El anuncio de que el
Espíritu Santo convence en lo referente al pecado se cumple en Pentecostés. Actuando
bajo el influjo del Espíritu Santo, recibido durante la oración en el Cenáculo, ante
una muchedumbre de diversas lenguas, Pedro proclama lo que no habría tenido valor de
decir anteriormente: «Israelitas... Jesús de Nazaret, hombre acreditado por Dios entre
ustedes con milagros, prodigios y señales que Dios hizo por su medio entre ustedes... a
este que fue entregado según el determinado plan y previo conocimiento de Dios, ustedes
lo mataron clavándolo en la cruz por mano de los impíos; a este, pues, Dios lo resucitó
librándolo de los dolores de la muerte, pues no era posible que quedase bajo su dominio»
(Hch 2, 22-24). Así pues, desde este testimonio inicial de Pentecostés, la acción del
Espíritu de la verdad convence en lo referente al pecado como rechazo a Cristo; y esta
acción del Espíritu Santo está vinculada de manera inseparable al testimonio del
misterio pascual: misterio del Crucificado y Resucitado. Esta vinculación manifiesta la
propia dimensión salvífica. Por eso cuando, a continuación, los presentes preguntan
qué hacer, Pedro les responde: «Conviértanse y que cada uno de ustedes se haga bautizar
en el nombre de Jesucristo, para remisión de sus pecados; y recibirá el don del
Espíritu Santo» (Hch 2, 37-38).
Mediante la predicación de
los Apóstoles en la Iglesia naciente, el convencer en lo referente al pecado es
relacionado con el poder redentor de Cristo crucificado y resucitado. Al mayor pecado del
hombre (que es dar muerte a Jesús, Hijo de Dios, consustancial al Padre) corresponde, en
el corazón del redentor, la oblación del amor supremo que supera el mal de todos los
pecados de los hombres.
Al convencer «al mundo»
del pecado del Gólgota, como sucede el día de Pentecostés, el Espíritu Santo convence
también de todo pecado cometido en cualquier momento y lugar de la historia, pues
demuestra su relación con la cruz de Cristo. El «convencer» es la demostración del mal
de todo pecado en relación con la cruz de Cristo. Presentado en esta relación el pecado
es reconocido en la dimensión completa del mal. El hombre no conoce esta dimensión fuera
de la cruz de Cristo. Por consiguiente no puede ser «convencido» de ello si no es por el
Espíritu Santo: Espíritu de la verdad.
Según el Génesis, el
pecado en su realidad originaria se dio, ante todo, como desobediencia, como oposición de
la voluntad del hombre a la voluntad de Dios. Esta desobediencia presupone el rechazo o,
por lo menos, el alejamiento de la verdad contenida en la Palabra de Dios que crea al
mundo. Esta obediencia originaria presupone, en cierto modo, aquel mismo «no creyeron»
que volverá a repetirse ante el misterio pascual.
El Espíritu Santo conoce
desde el principio lo íntimo del hombre, Él todo lo sondea, hasta las profundidades de
Dios. Por eso sólo Él puede plenamente «convencer en lo referente al pecado» que se
dio en el principio, que es la raíz de todos los demás y el foco de la pecaminosidad del
hombre en la tierra. Sólo Él lo puede hacer porque Él es amor del Padre y del Hijo, Él
es don, mientras el pecado del principio humano consiste en la mentira y en el rechazo del
don y del amor que influyen definitivamente sobre el principio del mundo y del hombre.
En el mundo creado, Dios es
la fuente primera y suprema para decidir sobre el bien y el mal. La desobediencia, como
dimensión originaria del pecado, significa rechazo de esta fuente por la pretensión del
hombre de llegar a ser fuente autónoma y exclusiva en decidir sobre el bien y el mal. El
Espíritu conoce en toda su plenitud esta dimensión del pecado y no deja de «convencer
de ello» al mundo.
En la creación Dios se ha
revelado como omnipotencia que es amor. Al mismo tiempo ha revelado que el hombre es
llamado a participar de la verdad y del amor. Esta participación significa una vida en
unión con Dios, que es la vida eterna.
La desobediencia originaria
significa también dar la espalda a Dios y, en cierto modo, el cerrarse de la libertad
humana ante Él. Significa, asimismo, una determinada apertura de la libertad humana hacia
el que es el «padre de la mentira». Así se falsea la verdad sobre quién es el hombre y
la verdad sobre quién es Dios. El «padre de la mentira» instiga al hombre al pecado:
«es que Dios sabe muy bien que el día en que coman de él, se les abrirán los ojos y
serán como dioses, conocedores del bien y del mal». Así se falsea al Bien absoluto.
Sólo el Espíritu Santo, que «sondea las profundidades de Dios», y que es amor del
Padre y del Hijo, puede convencer de esta motivación de la desobediencia originaria del
hombre.
A lo largo de la historia el
hombre se ha mostrado propenso a ver en Dios ante todo una propia limitación y no la
fuente de su liberación y la plenitud del bien. Así hoy en día las ideologías ateas
intentan desarraigar la religión en base al presupuesto de que determina la radical
alienación del hombre.
El Hijo de Dios, Jesucristo,
como hombre, en la ferviente oración de su pasión, permitió al Espíritu Santo, que ya
había impregnado íntimamente su humanidad, transformarla en sacrificio perfecto mediante
el acto de su muerte, como víctima de amor en la cruz. Él solo ofreció este sacrificio.
Como único sacerdote «se ofreció a sí mismo sin tacha a Dios» (Hb 9, 14). En su
humanidad era digno de convertirse en este sacrificio, ya que él solo era «sin tacha».
Pero lo ofreció «por el Espíritu Eterno»: lo que quiere decir que el Espíritu Santo
actuó de manera especial en esta autodonación absoluta del Hijo del hombre para
transformar el sufrimiento en amor redentor.
En el Antiguo Testamento se
habla varias veces del «fuego del cielo», que quemaba los sacrificios presentados por
los hombres (por ejemplo en Lv 9,24). Por analogía se puede decir que el Espíritu Santo
es el «fuego del cielo» que actúa en lo más profundo del misterio de la cruz.
Proveniendo del Padre, ofrece al Padre el sacrificio del Hijo, introduciéndolo en la
divina realidad de la comunión trinitaria. Si el pecado ha engendrado el sufrimiento,
ahora el dolor de Dios en Cristo crucificado recibe su plena expresión humana por medio
del Espíritu Santo. Se da así un paradójico misterio de amor: en Cristo sufre Dios
rechazado por la propia criatura; pero a la vez, desde lo hondo de este sufrimiento el
Espíritu saca una nueva dimensión del don hecho al hombre y a la creación desde el
principio. En lo más hondo del misterio de la cruz el amor, que lleva de nuevo al hombre
a participar de la vida, que está en Dios mismo.
El Espíritu Santo, como
amor y don, desciende, en cierto modo, al centro mismo del sacrificio que se ofrece en la
cruz. Refiriéndonos a la tradición bíblica podemos decir: Él consuma este sacrificio
con el fuego del amor, que une al Hijo con el Padre en la comunión trinitaria. Y dado que
el sacrificio de la cruz es un acto propio de Cristo, también en este sacrificio Él
«recibe» el Espíritu Santo. Lo recibe de tal manera que después puede «darlo» a los
Apóstoles, a la Iglesia y a la humanidad. Él solo lo «envía» desde el Padre (cfr. Jun
15, 26). Él solo se presenta ante los Apóstoles reunidos en el Cenáculo para
«dárselo» a los Apóstoles como fuente del poder salvífico de la cruz de Cristo, como
don de la vida nueva y eterna (cfr Jn 20, 22s).
Esta verdad sobre el
Espíritu Santo encuentra cada día su expresión en la liturgia cuando el sacerdote,
antes de la comunión, pronuncia aquellas significativas palabras: «Señor Jesucristo,
Hijo de Dios vivo, que por voluntad del Padre y cooperación del Espíritu Santo, diste
con tu muerte vida al mundo».
El poder de perdonar los
pecados concedido por Cristo resucitado a los Apóstoles (cfr Jn 20, 22) presupone e
implica la acción salvífica del Espíritu Santo. Bajo el influjo del Espíritu Santo se
realiza la conversión del corazón del hombre que es condición indispensable para el
perdón de los pecados. La conversión es dar la espalda al pecado para reconstruir la
verdad y el amor en el corazón del hombre.
Los últimos párrafos de la
segunda parte de la encíclica se refieren a lo que los Sinópticos llaman la blasfemia
contra el Espíritu Santo la cual constituye un pecado que no se perdonará (cfr Mt 12,
31s; Mc 3, 28s; Lc 12, 10). Esta blasfemia consiste en el rechazo de aceptar la salvación
que Dios ofrece al hombre por medio del Espíritu Santo, que actúa en virtud del
sacrificio de la cruz. El que rechaza la salvación que viene por medio del Espíritu
Santo rechaza a la vez la «venida» del Espíritu Santo, «venida» que se ha realizado
en el misterio pascual. La blasfemia contra el Espíritu Santo consiste precisamente en el
rechazo radical de aceptar esta remisión de la que el Espíritu Santo es el íntimo
dispensador y que presupone la verdadera conversión obrada por Él en la conciencia. Si
Jesús afirma que la blasfemia contra el Espíritu Santo no puede ser perdonada ni en esta
vida ni en la otra es porque esta «no-remisión» está unida, como causa suya, a la
«no-penitencia», es decir, al rechazo radical del convertirse. Lo que significa el
rechazo de acudir a las fuentes de la Redención, las cuales, sin embargo, quedan siempre
abiertas en el plan de la salvación, en el que se realiza la misión del Espíritu Santo.
Esta es una condición de ruina espiritual, dado que la blasfemia contra el Espíritu
Santo no permite al hombre salir de su autoprisión y abrirse a las fuentes divinas de la
purificación de las conciencias y remisión de los pecados.
La Iglesia no cesa de
implorar a Dios la gracia de que no disminuya la rectitud en las conciencias humanas, que
no se atenúe su sana sensibilidad ante el bien y el mal. La Iglesia ruega que el
peligroso pecado contra el Espíritu Santo deje lugar a una santa disponibilidad a aceptar
su misión. La Iglesia eleva sin cesar su oración y ejerce su ministerio para que la
historia de las conciencias y la historia de las sociedades en la gran familia humana se
eleven hacia el amor en el que se manifiesta el Espíritu que da la vida.
Hasta aquí la segunda parte
de la encíclica.