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tiempo que hay entre la etapa de aprendizaje y la de creación es muy breve en Miguel
Hernández. 1924 es la fecha con la que biógrafos y críticos suelen iniciar el período
formativo del poeta. En el colegio de Santo Domingo de Orihuela, regentado por jesuitas,
se prepara para estudios de bachillerato que duran año y medio y que abandona ante las
presiones familiares. Una breve estancia en la que la frustración sustituye a la
realidad. Pero sin duda importante por suponer el primer paso del corredor solitario, sin
tiempo ni descanso, que fue Miguel Hernández. 1933 viene a cerrar esta etapa que enlaza
ya con su obra juvenil. Han sido, por tanto, nueve años con una sola definición:
autodidactismo. El poeta cabrero lee, ser relaciona y conecta con una realidad ineludible
para él: sentirse arrastrado por la mirada interior de todo cuanto vitalmente le rodea.
Es, por tanto, un hombre irremediablemente tocado e irremediablemente perdido. A esa
convicción llega Hernández con el tiempo justo, mejor dicho, con el tiempo más escaso
que poeta alguno haya podido tener en este siglo. Ello genera en el poeta un estado de
avidez y de impulso que permite una valoración distinta en cada crítico. Por encima de
cualquier postura, lo cierto es que ese vuelo rápido nos da una sensación de tragedia y
de insatisfacción de dicha nunca consumada. No otra cosa es el tiempo hernandiano. Breve,
ciertamente, pero nunca estéril. Entre 1928 y 1933 Hernández intenta formalizar su
propio sistema operando con materiales todavía ajenos. El resultado es una estética
juvenil poco original, más de forma que de fondo, pero que tiene logros y fogonazos que
permiten vislumbrar rumbos mucho más personales. El neogongorismo de Perito en lunas
es un tributo a la impaciencia y, como dice Concha Zardoya1 "un asombroso comienzo poético y un
prodigio de autosuperación juvenil". Para Darío Puccini este período es de
imitación y "es raro descubrir algo que sea verdaderamente genuino y original"2. Tesis que también comparte
Juan Cano Ballesta, uno de los máximos investigadores de la obra de Miguel Hernández3. Pero a partir de 1934 la
poética hernandiana imprime un sello personal que se inicia con El rayo que no cesa
y que culmina con el Cancionero y Romancero de Ausencias
Si hablar de fuentes en
cualquier poeta es siempre importante y delicado, en Miguel Hernández, con ese proceso
acelerado de tiempo y creación, lo es aún más. Por ser conocidas, no vamos a repetir
las opiniones que al respecto mantienen sobre Hernández, Dámaso Alonso, Cernuda, Cano
Ballesta y otros. En un verdadero proceso artístico el problema de las fuentes nunca es
un obstáculo. No tiene más importancia que la de ser un fenómeno diacrónico común a
cualquier lector intuitivo. Por decirlo de alguna manera, es la prehistoria del creador
que, accidentalmente, reconoce como suyo un cierto discurrir de la trayectoria artística
y sólo un cierto discurrir, pues si la fuente se hace obsesión el poeta deja de ser
creador, y por lo tanto poeta, y se convierte en un exquisito y simple relator de formas
pretéritas. La presura del tiempo es parte de la tragedia hernandiana, y en el tema de
las fuentes juega un papel decisivo, pues suele llevar a conclusiones encontradas. Basta
una simple mención a los poetas de la Generación del 27, y a los de la suya propia, para
darnos cuenta de que el tema de las fuentes tiene en ellos una perspectiva sosegada, de
tiempo asimilado y propio. En cambio, en Miguel Hernández, la prehistoria se presenta
como un ejercicio de inmediatez y puede llegar a confundirse con la propia historia. Así,
nos encontramos con juicios tan severos como el de Vicente Gaos que llega a decir:
"He mantenido más de una vez que las fuentes no sólo no anulan la
originalidad, sino que son el medio más seguro de llegar a poseerla. Pero yo diría que
la originalidad de Miguel debía haber sido otra" 4. Cano Ballesta suaviza esta posición tan drástica atribuyendo a
la poética de Hernández un carácter mimético. No es finalidad de este trabajo
entrar en valoraciones de este tipo. Pero sí debemos manifestar que a través del
presente estudio, con una fuente manifiesta y hasta ahora desconocida, Miguel Hernández
se revela como un poeta de gran instinto, con gran talento y, sobre todo, con una
capacidad de asimilar y superar la propia fuente de tal manera que ésta ha quedado
oculta. Las lecturas de Miguel Hernández han de ser revisadas, pues no son tan
esencialistas como se viene diciendo. Vamos a referirnos a Baltasar del Alcázar como
lectura de Hernández que concretaremos en "El rayo que no cesa" y en
algún poema posterior como Sino sangriento o la elegía a Josefina Fenoll.
BALTASAR DEL ALCÁZAR,
DEL
TÓPICO AL POETA AMOROSO
Baltasar
del Alcázar tiene en nuestra literatura una clasificación de segundo rango. Siendo tan
relativas estas categorías protocolarias como lo son, incluso en la literatura, no hay
más remedio que aceptarlas o plantarse frente a ellas. En cualquier caso sería una labor
vacía. En Alcázar esta clasificación debe ser parte de la ironía del propio poeta que
jamás se ocupó de la pervivencia de su obra que, además, nunca tomó en serio. Pero no
deja de ser una contradicción que sea considerado como uno de los satíricos más
preclaros, el Marcial del XVI, y a la vez un poeta menor. Sáinz de Robles, en su
Diccionario de autores, llega a decir que "nadie mejor que él redondeó una
redondilla, ni apuró una silva, ni concretó un epigrama". ¿No será, por tanto,
que hay también una jerarquía protocolaria a la hora de clasificar los subgéneros? El
estudio de la tradición satírica es un vacío en nuestra literatura, cosa que, por
ejemplo, no ha ocurrido en la latina o en la francesa. Por esta razón Alcázar, desde el
siglo XVI, se encuentra en la lista de espera. Hasta 1910, fecha del nacimiento de Miguel
Hernández, Alcázar era, prácticamente, un desconocido. En ese año, Rodríguez Marín,
en edición de la Real Academia Española, que será nuestra referencia constante en este
trabajo, publica por primera vez las poesías de Alcázar, acompañadas de un sustancioso
y magnífico prólogo. Los datos biográficos sobre Alcázar era inexistentes y se
reducían a una curiosa cita del poeta Quintana, y que recoge Rodríguez Marín:
"Baltasar del Alcázar, sevillano: vivía a principios del siglo XVII, y se ignoran
las demás circunstancias de su vida". No menos prolija era la referencia literaria,
cuando no había omisión, y que se resumía en la gracia, soltura e ingenio de la
inevitable Cena jocosa. Antes que Rodríguez Marín, D. Marcelino Menéndez y
Pelayo se ocupó también de Alcázar. Está presente en su Antología de poetas
líricos castellanos, como también en las Cien mejores poesías líricas
castellanas. El juicio de Menéndez y Pelayo es importante por ser referencia obligada
en la crítica posterior. Pero no se desprende de la apreciación risueña de "sal
andaluza" que irradiaba Alcázar, y por lo tanto el personaje queda en donde estaba.
El esfuerzo de Rodríguez Marín tampoco supone un cambio en la crítica, pero por primera
vez el poeta aparece como es y su obra queda abierta a consideraciones distintas del
tópico.
Hoy el panorama no se ha modificado.
Además de poeta satírico, rumboso y dicharachero, es considerado como una excepción
dentro de la escuela sevillana del XVI. Incluso viene siendo el ejemplo de poeta
tradicionalista que empuñó la espada, al lado de Cristóbal de Castillejo, en contra del
petrarquismo y de la renovación garcilasista. "Para Alcázar, dice Montoliu, parece
no existir el movimiento petrarquista que con tanta autoridad presidía en su tiempo su
paisano Herrera; se entrega libremente al veleidoso capricho de su musa ligera y retozona,
y, aunque tal vez inconscientemente, en su obra suena la airada protesta de Castillejo
contra la invasión de las corrientes exóticas" 5. Idéntica opinión comparten los autores de la Historia social
de la Literatura española, para quienes Alcázar es un oponente violento6 de las corrientes en boga. Este
extremo es inexacto por varias razones. Primera: en toda la obra escrita de Alcázar no
hay un renglón por el que pueda sostenerse semejante afirmación. Segunda: su talante
personal, abierto y desenfadado, le hacía huir de cualquier estridencia. Tercera: la obra
amorosa de Alcázar, en su gran mayoría, viene estructurada en sonetos al itálico modo,
con la abundancia y maestría de su contemporáneo Herrera. Por otra parte, conviene
advertir, que ni el mismo Castillejo, en su mediocre Reprensión contra los poetas
españoles que escriben en verso italiano, puede atribuírsele esta actitud violenta.
Bajo el punto de la crítica nos encontramos, por tanto, con un poeta satírico de primer
orden, "casi perfecto", como decía Menéndez y Pelayo, pero no con méritos
"suficientes para darle el calificativo de alto poeta"7.
De haber una valoración del género
satírico y festivo en nuestra literatura, Alcázar, con el don del equilibrio y de la
llaneza incisiva que le caracterizan, sería uno de los maestros indiscutibles del
género. Pero esta faceta, siendo importante, no es la única que define a Baltasar del
Alcázar. Como poeta amoroso no existe para la crítica actual. A pesar de ello, Alcázar
es un gran poeta lírico, y Hernández así lo intuyó. El desenfado, la medianía y el
sustrato anacreóntico se quiebran cuando se enfrenta a su condición de hombre vitalmente
enamorado. Entonces "tengo mi caudal en pie", afirma en la Copla amorosa (pág.
14). El poeta satírico que nunca dejaba un cabo suelto, que se ríe y frivoliza actitudes
y conductas, prosaico y facilón, aquí se vuelve contradictorio y trascendental, y se ve
sometido a una extraña ley:
Si sembró sobre piedra el amor
mío,
¿Cómo en tiempo tan áspero ha
medrado.
Y la falta de humor no le ha dañado
Y el viento seco y frío?
(Canción, pág. 23).
La vida amorosa de Alcázar es rica
en venturas y desventuras. Nacido en Sevilla en 1530, es un aventajado en los estudios
clásicos y lingüísticos, y un diestro en el ejercicio de las armas al servicio de don
Álvaro de Bazán. Fue además, como asegura Francisco Pacheco, suegro de Velázquez,
aficionado a los "secretos Naturales, de Metales, Piedras, Yerbas i cosas semejantes,
en que alcanzó gran conocimiento" 8. La música fue otra de las artes que dominó con maestría. Entre
verdad y broma, su vida es una búsqueda trepidante del "sabroso penar que Amor
ordena" (A Cetina, p.174), según su propia expresión. En 1565 casa con Doña María
de Aguilera, prima suya. Además de su esposa hay otras mujeres en el corazón y en la
poesía de Alcázar: Inés, Costanza, Belisa, Isabel, etc. Es este un ejercicio en el que
Alcázar no conoce edades. Hay mucho donjuanismo en esta actitud y también un
"temático frenesí" (Celos, pág.21) que con la edad no cura, sino que se
convierte en el poeta en un destino fatídico. En los Morales, pueblo cercano a Utrera, y
en donde vivió más de veinte años, enviuda. De aquí saldrá para Sevilla, gotoso y
entrado en años, por razones inconfesables: "ciego de un deseo temerario". Así
lo confiesa A Melchor del Alcázar (pág. 186), hermano suyo. El resultado de esta
"pesadilla de despiertos" (Celos, pág.21), que va desde su juventud hasta el
retiro sevillano donde muere en 1606, es una poesía lírica absolutamente personal, que
se articula en torno a veintitrés sonetos y, en menor cantidad, a una serie de
composiciones de tipo tradicional. No se trata, por tanto, de simple divertimento, sino de
una suma de contrastes, de una biografía que sufre violencia, al menos literaria, que
sólo la maestría y donosura del verso convierten en un discurrir noble y sereno.
MIGUEL HERNÁNDEZ
LECTOR
DE BALTASAR DEL ALCÁZAR
En la bibliografía consultada no
consta en parte alguna que Hernández conociera y leyera a Baltasar del Alcázar. Los
principales estudios biográficos 9 no hacen referencia a esta posible fuente y lectura hernandiana.
Aparecen Virgilio, Garcilazo, Fray Luis de León, San Juan de la Cruz, Lope, Quevedo,
Góngora y otros autores modernos. No obstante, el conocimiento de Alcázar debe
producirse en Hernández relativamente pronto. No así su lectura que, lógicamente, es
más tardía. Por su sencillez y amenidad, Alcázar caía bien a los preceptistas del
siglo XIX. Su Cena jocosa era tema obligado en escuelas y colegios como ejercicio
memorístico. Los colegios de la Compañía de Jesús no eran una excepción, y a esto
habría que añadir un motivo religioso. Alcázar fue celebrado como versificador de
poesía religiosa. Familiarmente estuvo vinculado a la Compañía de Jesús: Luis de
Alcázar, sobrino suyo y también poeta, fue miembro de la Institución. El soneto A
Jesús fue uno de los más populares de Alcázar, pasando a devocionarios y fue muy
conocido en los centros de la Compañía. María de Gracia Ifach refiere que, durante la
estancia de Hernández en Jesús, así denominaban en Orihuela al colegio de Santo
Domingo, "recita poesías religiosas en los festivales"10. Este pudo ser el momento en el que
Hernández memorice algunos poemas de Alcázar. La lectura, debido a las correlaciones con
El rayo que no cesa, se produjo posteriormente. Pudo tener lugar entre 1926 y 1932,
fechas en las que Hernández lee cuanto cae en sus manos y se producen las discusiones
literarias y puestas en común con Ramón Sijé y los hermanos Fenoll. El contacto con
José María de Cossío puede ser otra referencia. Cossío era un erudito en temas del
siglo XVI. En su libro Fábulas mitológicas en España aparecen personajes de la
escuela sevillana, como Gutierre de Cetina, amigo y confidente de Alcázar, manejando
documentación común a ambos.
Como lector de Alcázar, hemos de
diferenciar tres niveles de actividad lectora. El primero viene definido por la
asimilación temática y la coincidencia en la forma. Hay aquí una filosofía común, con
unas premisas afines que, curiosamente, diversifican los resultados de la creación
poética: son dos mundos. El segundo es una consecuencia dispersa del tema y es de orden
léxico. Aparece la palabra como isla y hallazgo, como un instrumento de impresión y de
impacto. La palabra se revela como algo autónomo y con una referencia incisiva. Recorre
un camino fascinante y salva, increíblemente, la trayectoria que hay entre un lector de
síntesis y un creador auténtico. Al leer, Miguel Hernández se halla, a sí mismo, se
lee también a sí mismo. Pero no crea un símil. Su olfato creador le despega del texto
leído, convirtiendo la misma palabra en historia distinta, la suya propia. El tercer
nivel encaja en lo que suele llamarse formulación de orden gramatical y asociaciones de
retórica literaria.
EL RETORNO A LOS ORÍGENES
Novedades y cambios cualitativos
separan a Perito en lunas de El rayo que no cesa. Un cambio brusco en el que
Hernández viene a reconocer que el mundo gongorino no era el suyo. Los críticos,
unánimemente, coinciden en señalar que los inspiradores de esta nueva etapa son
Garcilaso y Quevedo. Y, efectivamente, no otra cosa sugieren la atmósfera campestre y
amorosa en la que se instala El rayo que no cesa, como el visceral empaque
quevediano, que ya vio en su día Juan Ramón Jiménez. Aceptando lo evidente, cabe
preguntarse si hay otras direcciones, y si Hernández emprende en realidad una nueva
etapa. En el sentido que hasta ahora viene dándose a las influencias en Hernández hay
que decir que no estamos ante una nueva dirección y que ésta, aceptando el garcilasismo
y quevedismo, apunta hacia Baltasar del Alcázar. En El rayo que no cesa la
asimilación es tan personal que advierte Cano Ballesta: "Sólo una estructura
perfecta de soneto, abrevada de los impecables de Quevedo, y ciertas huellas en el
contenido y en la forma difícil de deslindar, es lo que de influencias podemos constatar
en este libro" (11). Creemos que Hernández no emprende un rumbo nuevo, sino que replantea en este
libro su primitiva motivación poética. Es decir, retorna a sus orígenes campesinos.
Hernández llega a Madrid en busca del poeta que ya era, y muy pronto se da cuenta de que
el nudo de su poesía está lejos de la ciudad.
¡Ay, no encuentro, no encuentro
la plenitud del mundo en este
centro!
Son versos de El silvo de
afirmación en la aldea, que sitúan el origen poético y ancestral de Hernández. En
el primer poema de El rayo que no cesa se insiste en ese retorno:
que voy a mi juventud
como la luna a la aldea.
No es casualidad que éste sea
también el marco que inspira y desarrolla la lírica amorosa de Alcázar: "Aldeana,
señor, es mi librea", dice en la epístola en tercetos a su amigo Cetina. En este
entorno, el garcilasismo es algo espontáneo, y sólo es tal en la medida en que toda
querella amorosa, rodeada de meridiano campo, se impregna de melancolía garcilasiana. En
un poeta como Alcázar, nada sospechoso de garcilasismo, podemos ver la confirmación en
el madrigal V (pág. 26).
Decidme, fuente clara.
Hermoso y verde prado.
De varias flores lleno y adornado.
Decidme, alegres árboles, heridos
del fresco y manso viento.
El garcilacismo de Alcázar en su
poesía amorosa, o el de Hernández en El rayo que no cesa, se diluye. Viene a ser
un remanso en el que anida su petrarquismo estético. La de ambos es una historia amarga,
vivida con pasión rural y relatada con un léxico tremendista, más intensificado en
Hernández. Así, el "golpe embravecido" y la "trenza de oro gruesa y
larga" de Alcázar, se transforman en Hernández en "carnívoro cuchillo" y
en "punta de seno duro y largo". De aquí al desgarro de Quevedo no hay tanta
distancia, podemos ya estar en él, Darío Puccini 12 cita en el soneto de Quevedo, Piedra soy en sufrir pena y
cuidado, como uno de los que dejan huella en El rayo que no cesa. Alcázar, que
tiene en común con Quevedo una amplia y desgarrada poesía satírica y burlesca, hace un
planteamiento parecido en la Canción (pág. 23) que precede a los sonetos. El final de
esta canción no puede ser más hernandiano:
Sólo para vivir se me concede
Pensar que el tiempo puede,
Con alguna mudanza,
Hacer granar la espiga y la
esperanza.
DESDE UN GIGANTE CORAZÓN VECINO
(FONDO,
FORMA, PALABRA)
La temática de El rayo que no
cesa viene suministrada por la propia experiencia de Miguel. En 30 poemas, de los
cuales 27 son sonetos, el poeta hace una relación existencia de sus querellas y
"sólo por quererte" (soneto final). Desde un principio, el amor es concebido
como un sino amenazante y como un azaroso proceso que conduce al aniquilamiento:
Un carnívoro cuchillo
de ala dulce y homicida
sostiene un vuelo y un brillo
alrededor de mi vida.
Es, por tanto, un planteamiento
trágico que va a discurrir a través de la eterna antítesis de amor- muerte- vida, y a
la que se añaden todos los ingredientes desestabilizadores del hombre herido: pena,
ausencia, sangre, celos, gozo, etc. En Alcázar también se desarrolla una concepción
similar y una dinámica paralela. A lo largo de su poesía amorosa que consta, como
dijimos, de 23 sonetos más 14 composiciones en estrofas tradicionales, son muchas las
coincidencias existenciales y temáticas con Hernández. En correlación con el poema
inicial de Hernández se pregunta Alcázar en el soneto VI:
¿Cabe en razón, bellísima homicida.
Que por vos, y sin causa que os
ofenda.
Del estado mejor mi alma decienda
A la mayor miseria de la vida?
De la misma fuerza trágica se
impregnan los sonetos IV y VI de Alcázar. Estos conforman una misma página en la
edición de Rodríguez Marín, y que Hernández debió de leer como una misma unidad de
sentido. Pero aquí ha llegado Alcázar previamente herido por "rayos de furor"
(Celos. Pág. 20) e insistirá en el soneto IV:
Y siendo tan dañosa la herida,
Mirad qué hizo el cielo y mi
ventura:
Pusieron el remedio de la cura
En el propio poder del homicida.
En el soneto VI hay además una
coincidencia de rima léxica en la misma estrofa: homicida con vida. Un léxico muy
semejante se usa también en el poema inicial de Hernández y los sonetos IV y VI de
Alcázar. Es el mismo o paralelo en homicida, vida, caído-caída, alma, hiriendo-herido,
amor, cuchillo-lanza. Pero es sin duda en el tema el dato más preciso y precioso: el amor
como fuerza salvaje, siempre pendiente de una vana esperanza , que lleva a la destrucción
del enamorado. Tanto en uno como en otro la solución llega por la vía de la paradoja:
amor-muerte y muerte-vida. Un círculo mágico insalvable. En la penúltima estrofa
confirma Hernández:
Pero al fin podré vencerte,
ave y rayo secular,
corazón, que de la muerte
nadie ha de hacerme dudar.
A su vez, Alcázar pide también en
la penúltima estrofa del soneto IV:
Pues alto: aunque me habéis ya
destruido,
Volveos a verme, ¡ay, ojos de
esperanza!
El soneto 4 de El rayo que no
cesa es clave en el avance temático del amor concebido como fatal fortuna. El poeta
conoce la amargura y, por primera vez, la pena. Hernández, como ya advirtió Luis Felipe
Vicanco 13 parte de
una coplilla popular:
Me tiraste un limón
me diste en la cara
Pero va a ser Alcázar el auténtico
alfaguara con la lectura de los sonetos VIII, XVI y XVII. Es aquí donde se declara la
geología hernandiana de esta prospección. Veamos las dos primeras estrofas
correspondientes a los sonetos 4 y VIII:
Hernández-4
Me tiraste un limón, y tan amargo,
con una mano cálida, y tan
pura
que no menoscabó su arquitectura
y probé su amargura sin
embargo.
Con el golpe amarillo, de un
letargo
dulce pasó a una ansiosa calentura
mi sangre, que sintió la mordedura
de una punta de seno duro y
largo.
Alcázar-VIII
Tiéneme a una coluna Amor
ligado.
Do el más rico y soberbio techo
carga.
Con una trenza de oro gruesa y
larga.
De mi hábito antiguo despojado.
Y allí, con unas manos
obstinado.
De cristal bello, mas duro
descarga
Golpes sin cuento en mí, con cruel
y amarga.
Vista, como en esclavo vil herrado.
El fruto del amor es
"amargo" para ambos. Es indiferente que uno lo pruebe y que otro lo vea, debido
a un planteamiento distinto de la anécdota. El resultado es el mismo: un
"golpe" y "golpes" dados por la misma "mano" homicida. Mano
que toma en sus dedos el mismo bisturí: "una punta de seno duro y largo",
"una trenza de oro gruesa y larga". El léxico también se incardina de un modo
semejante. Está sostenido por la misma arquitectura, declarada por el propio hernández:
Arquitectura, que se desdobla en Alcázar como techo y coluna. Idénticos o paralelos son
los términos: amargo-amarga, mano-manos, golpe-golpes, amarillo-oro, pasó-paso (verso
décimo de Alcázar), duro, largo-larga. Pero Hernández destruye la unidad con el soneto
VIII de Alcázar, precisamente, cuando el final es lo más hernandiano:
Porque gozo de oro o en el tormento
Del cabello, el marfil de la
garganta,
Y el cristal que me hiere de las
manos.
Léxico, construcción e imagen que
pueden pasar como de Miguel Hernández. Después de la expresión "mirarte y
verte" el primer terceto, que veremos a continuación, y que Alcázar concreta en
"vista" y "verse", Hernández salta a los sonetos XVI y XVII de
Alcázar. En el XVI vuelve a encontrarse Hernández con "miraros" y
"veros" y la razón de esta insistencia la halla a renglón seguido: "que
el ver y amar fue un solo efeto". En el primer cuarteto del XVII es en donde el resto
del poema de Hernández se abraza de nuevo con la rima y con el desengaño temático de
Alcázar.
Hernández-4
Pero al mirarte y verte la
sonrisa
que te produjo el limonado hecho,
a mi voraz malicia tan ajena,
se me durmió la sangre en la
camisa,
y se volvió el poroso y aúreo pecho
una picuda y deslumbrante pena.
Alcázar- XVI y XVII
Y si libre si vio para miraros.
...
juzgue que el ver y amar fue un solo
efeto:
...
Decid, vano deseo, ¿qué os
engaña?
¿Qué salidas son estas que habéis
hecho.
Rompiendo el triste y limitado pecho
Para intentar tan bárbara
hazaña?
Al último verso, "una picuda y
deslumbrante pena" no es ajeno Alcázar con su poema festivo Sobre los consonantes,
en el que juega cínicamente con la palabra pena y "el consonante picuda". Esto,
a su vez, da pie para reflexionar sobre la sinceridad de la tensión hiperbólica a la que
ambos nos someten en los sonetos.
A partir del soneto 4 la pena en
Hernández es una reiteración obsesiva. Es la misma desazón que corroe a Baltasar del
Alcázar, aunque este no llega a la desmedida y agonía de Hernández. Una simple lectura
de los sonetos 6 y XV nos sitúan ante el evidente paralelismo:
Hernández-6
Umbrío por la pena, casi bruno,
porque la pena tizna cuando estalla,
donde yo no me hallo ni se halla
hombre más apenado que ninguno.
Sobre la pena duermo sólo y uno,
pena es mi paz y pena mi batalla,
pero que ni me deja ni se calla,
siempre a su dueño fiel, pero
importuno.
Cardos y penas llevo por corona,
cardos y penas siembran sus
leopardos
y no me dejan bueno hueso alguno.
No podrá con la pena mi persona
rodeada de penas y de cardos:
¡cuánto penar para morirse uno!
Alcázar-XV
Gloriosa pena y mi penosa gloria.
Tu grande gloria trae al hombre en
pena;
No pido gloria en premio de mi pena,
Más que a mi pena mires en tu
gloria.
Corra la pena en premio de mi
gloria,
Que ansi en tu gloria se verá mi
pena,
Y esté tu gloria a cuenta con mi
pena;
Que en más mi pena alcanzará tu
gloria.
Siempre a tu gloria respeté en mi
pena.
Y en serme pena a causa de tu gloria
No hay otra gloria en que pagar mi
pena.
Mas si es que en pena ha de incurrir
tu gloria,
Pondré tu gloria en honra con mi
pena.
Muera en mi pena y vivas en tu
gloria.
Con imágenes distintas ambos beben
el mismo contenido, ambos vacían sus copas en la playa del mismo mar. En el poema de
Alcázar la pena es una reiteración en cada verso que suma 14. En el de Hernández, entre
penar, penado y pena, la pesadilla se repite 11 veces. No es necesario el análisis
fácil. Sólo cabe preguntarse: ¿quién dice umbrío por la pena?, ¿quién dice
gloriosa pena y mi pena gloriosa? ¿Alcázar o Hernández? En verdad tampoco
importa mucho porque ambos nos producen el mismo efecto, ambos, con palabras distintas,
cardos y penas llevan por gloria y corona. Y en ambos un mismo final: muera en mi pena
y ¡cuánto penar para morirse uno!
Los sonetos de El rayo que no
cesa crecen en la misma proporción que el fatalitismo y la desdicha de su autor. Hay
otros temas comunes con Alcázar como la relación amor-muerte, celos, dolor, desaliento,
etc. Pero hay otros que no tienen cabida en Alcázar como el de la sangre y el símbolo
del toro. Este únicamente se encuentra en Alcázar en su poema festivo A la fiesta de
los toros en los Molares (pág. 205). En Hernández el toro sintetiza su propia lucha
y todo su fatal destino. La sangre aparece en Alcázar en los poemas festivos y de poesía
varia. En la amorosa queda sugerido como consecuencia de la "cruda fiera"
(Madrigal IV, pág.26) que es el amor: "Fléchale un tiro, Amor, que la lastime"
(Madrigal IV). En Hernández, en cambio, es un fatum de "trepadora púrpura
rugiente", tal como dice en Sino sangriento. Imagen que recuerda sin duda al
"trepado cuello" de Alcázar en el soneto XIV:
Trepado cuello digno de respeto,
Manos conformes al trepado cuello.
Y al término de este inquietante
proceso una elegía y un soneto final desoladores.
Como el rayo cae Ramón Sijé, como
el hombre joven Miguel Hernández, ¿y Alcázar? Minado por la gota y los años, suplica,
entre verdad y mentira "algo y nada" (Celos, pág.20): que "no me rompas la
ley de jubilado" (Soneto XXII). La elegía es una carga impresionante de dolor y una
bestial descarga de ternura. En los tres primeros tercetos hallamos al Miguel más puro:
al huérfano. Alcázar pajareará en las cuatro estrofas siguientes con la correspondencia
en los sonetos IV, VII y X. Nuevamente, tenemos las referencias al golpe homicida en el
IV. En el VII aparecen correlatos como "golpe embravecido",
"derribarme" y "ocasión de mi temprana muerte". En el X, la frase
"muriéndose al andar por los rastrojos" se transforma en Hernández "ando
sobre rastrojos de difuntos". En una de las redondillas de Alcázar, la de los celos,
se dice que "madruga la pena", y que Hernández en su elegía transforma en
"madrugó la madrugada".
La organización estrófica de El
rayo que no cesa es muy sencilla: Un poema inicial en cuartetas, 27 sonetos, una silva
aconsonantada en el medio, y una elegía antes del titulado soneto final. Cuatro
tipos de estrofa muy del uso en los poetas del XVI y XVII. Alcázar también aplica a su
poesía amorosa este mismo esquema, a excepción de los tercetos que reserva para su
relación epistolar con su amigo Gutiérrez de Cetina y su hermano Melchor. Hay, por
tanto, una coincidencia formal básica en la que el soneto es el molde de expresión
ordinaria. Rafael Azuar 14 ha señalado las peculiaridades del soneto hernandiano y destaca, entre otras,
la enumeración que sustituye al título, la rima especial en los tercetos y la
reposición del verso simétrico. La enumeración de poemas le acerca a Baltasar del
Alcázar, con la diferencia que Hernández lo hará en cardinal y Alcázar en ordinal. La
rima en los tercetos como cde, cde, separa a Hernández de Alcázar y de toda la
tradición clásica del soneto. Pero es el verso simétrico, con toda su novedad en
Hernández, y precisamente por el parecido que este tipo de verso tiene con las
composiciones en eco, la coincidencia más singular con Alcázar, en cuanto a la forma se
refiere. Las composiciones en eco fueron muy populares en el XVI y XVII y Alcázar fue el
más ingenioso en estos juegos malabares. En la edición de Rodríguez Marín encontramos
un largo Discurso de unos cuernos (pág. 96); y José Manuel Blecua15 publica un Diálogo en
eco atribuido a Baltasar del Alcázar. Queda por añadir, únicamente, que el poema
inicial en cuartetas que el mismo Vivanco16 llama redondillas, pasa indiscutiblemente por el gran maestro de
esta estrofa que fue Alcázar.
Con las esenciales y lógicas
variantes que diferencian a un autor del XVI y a uno del XX, podemos concluir que hay
unidad poética de fondo y forma entre la poesía amorosa de Alcázar y El rayo que no
cesa de Hernández. Hay también un placer semejante en el empleo y sonido de la
palabra. Algo de esto hemos podido observar hasta ahora. Establecer en este punto una
lógica sería absurdo porque en ambos la palabra sigue su propio cauce y tiene sus
propias resonancias. Hay aquí una lectura distinta por parte de Hernández. La palabra es
causa de impacto, y unas veces es el elemento significativo nuclear, y otras un fenómeno
visual memorizado. No va a crearse una dialéctica paralela, pero sí un efecto de cascada
de choque y de asociaciones en cadena que nos sitúan en la ternura acostumbrada, pero
ésta desbordada. Muy brevemente, matizaremos esta integración y dispersión léxica en
dos sentidos. La palabra, o conjunto de palabras, que vertebran el poema con cierto
sentido temático, y aquellas palabras de carácter alterno que intercala,
inconscientemente, como quien siembra avena.
Son muchos los sonetos de Hernández
que, al reproducir el mismo tema, establecen también una simétrica léxica. Su
condición de poetas naturalistas y de poetas zarandeados por la misma "mano y
ojos" (Soneto II), arrojan una amplia relación de campos semánticos iguales. No
vamos a relacionar lo evidente. Basta con la comparación de dos sonetos tan cercanos como
el 10 y el 12 de El rayo que no cesa, y el XI y XVIII de Alcázar. El famoso soneto
10 de Hernández tiene su "natural lenguaje" en el XI de Alcázar, y que éste
subtitula A la vana esperanza. En ambos sonetos la palabra "naufragio" es
la clave que explica la pena del primero y la esperanza inútil del segundo. Naufragio que
además, en los dos poemas, rima con "mal presagio":
Hernández-10
Nadie me salvará de este naufragio
...
Eludiendo por eso el mal presagio
Alcázar-XI
Cometa claro, de gran mal presagio;
Por quien padezco mísero naufragio.
Habría que añadir, además, la
palabra "triste" que es también común, y la frase "norte que
pretendo" que usa Hernández en símil léxico y gramatical con "el fruto que
pretendo" de Alcázar, proveniente de la ya mencionada Canción amorosa.
Significativa es también la relación entre el 12 y el XVIII. En los dos el sustantivo
abstracto "ausencia" colocado simétricamente en la primera y última estrofas
de ambos sonetos, además de articular el tema, desarrolla una enumeración de sustantivos
abstractos con idénticos morfemas. Así en Hernández aparecen: Querencia, apetencia,
dolencia, paciencia, urgencia, clemencia y asistencia. En Alcázar: diligencia,
resistencia y licencia.
En cuanto a la palabra diseminada,
son muchos los sonetos de Hernández en los que la huella léxica y fonológica de
Alcázar se reconoce. Sería una larga lista innecesaria para los límites enunciadores de
este trabajo. Quiero referirme, no obstante, al vocablo "tiznar", que Hernández
usa en los sonetos 3 y 6, y que ha merecido especiales comentarios por parte de Azuar y de
Marie Chevallier. Azuar 17, arriesgadamente, dice: "Me atrevería a afirmar que, dentro del panorama
de la poesía clásica, es la primera vez que se utiliza un vocablo como tiznar; de
pronunciación tan áspera, de sentido tan vulgar". Marie Chevallier18 confirma que "tiznar
pertenece a la expresión de las más íntima vivencia hernandiana: la pena de amor, rayo
que no cesa". Palabra, efectivamente, popular, que Hernández aprendió de sus
paisanos y dignificó poéticamente. Pero también una palabra que leyó en Alcázar en
los tercetos a Gutierre de Cetina cuando dice:
Lleno el gesto de tizne y mil
araños.
Hernández en el soneto 3 lo
transforma en "dos cejas tiznadas y cortadas". Lo mismo habría que decir de
ciertos arcaísmos como "ivierno" y de otras palabras vulgares leídas en
Alcázar.
Cano Ballesta, Bousoño, Zardoya, y
otros ilustres críticos, han estudiado magistralmente el mundo de la imagen, recursos
literarios y correlaciones en Miguel Hernández. Por lo que respecta a El rayo que no
cesa, todos coinciden en la configuración clásica de los fenómenos literarios. Nada
puede añadirse a esto, únicamente que ese mundo retórico y clásico es el mismo que
ordena la imagen realista, sencilla y punzante de Alcázar. Y concluir también que, de la
misma manera que San Juan de la Cruz decía que la fe entra por el oído, ese mundo
poético de imagen antibarroca, de metáfora limpia y de gramática ajustada, a Hernández
le entró, como un rayo nítido, a través de la lectura de Alcázar. El resultado fue un
libro personal y maravilloso.
(1) C. Zardoya. Ínsula Nº 168,
Madrid 1968.
(2) Darío Puccini, Miguel
Hernández, vida y poesía. Buenos Aires, 1970, pág.19.
(3) Juan Cano Ballesta. La poesía
de Miguel Hernández, Madrid, 1978, págs.9 y ss.
(4) Vicente Gaos. Claves de
literatura española II. Madrid, 1971. P.343.
(5) M. de Mondoliu. Manual de
Literatura Castellana. I. Barcelona, 1957, pág. 344.
(6) Varios. Historia social de la
Literatura española. I. Madrid, 1978, pág. 223.
(7) Valbuena Prat. Historia de la
Literatura española. I. Barcelona, 1968, pág. 578.
(8) Rodríguez Marín. Poesía de
Baltasar del Alcázar. Madrid, 1910, pág. XVII.
(9) Cano Ballesta, O.C; C.Couffon.
Orihuela y Mi guel Hernández.
Buenos Aires, 1967. Guerrero Zamora. Miguel Hernández, Madrid 1955; María de Gracia
IFACH, prólogo a las Obras Completas. Buenos Aires, 1973.
Vicente Ramos, Miguel Hernández.
Madrid, 1973; Darío Puccini, O.C.; C. Zardoya:
Miguel Hernández, New York, 1955.
(10) María de Gracia Ifach, O.C.
pág. 12.
(11) Cano Ballesta. O.C. pág. 34.
(12) Darío Puccini. O.C. Pág. 54.
(13) Luis Felipe Vivanco.
Introducción a la poesía española contemporánea 2. Madrid,
1971 . Pág. 184.
(14) Rafael Azuar. Sobre los sonetos
de Miguel Hernández en la edición de María de Gracia. Madrid, 1975. Pág. 205 y ss.
(15) José Manuel Blecua. Sobre la
poesía de la Edad de Oro. Madrid, 1970. Pág. 74.
(16) Luis Felipe Vivanco. O.C.
págs. 180 y 181.
(17) Rafael Azuar. O.C. pág. 210.
(18) Marie Chevallier. Miguel
Hernández, formas ajenas y poema personal. Edición de
María de Gracia Ifach. Madrid,
1975, pág. 160.
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