marzo-abril. año V. No. 24. 1998


RELIGIÓN

Mariano Ruíz Rodríguez, s.j.

 

Así me ha preguntado algún amigo que busca luz en su inquietud religiosa. Es bueno conocer testimonios de fe; y más en tiempos en que la fe se vende cara.

Mi amigo es científico y algo creyente, consagrado a la Ciencia y a la investigación.

El campo de la Ciencia es amplísimo, pero limitado. La Ciencia no puede pasar los límites de la materia. El investigador puede tener la sensación del ave enjaulada, extiende las alas para volar, pero choca con las rejas: más allá está el campo de la fe.

¿Cómo puede pasar a los dominios de la fe sin arriar la bandera de la Ciencia? Esta es su preocupación.

Me viene enseguida a la mente el testimonio de un científico católico, francés, biólogo de mediados de siglo, que se convirtió al cristianismo en plena madurez de su carrera.

Dice en el prólogo de uno de sus libros, más o menos con estas palabras:

"He trabajado siempre con fe ciega en la Ciencia. Cuando me convertí a la fe cristiana y después hasta el momento presente, no he tenido que cambiar una palabra de todas mis tesis y opiniones. No encontré en el dogma cristiano ningún obstáculo al desarrollo de mi especialidad".

Más universalmente conocido es otro científico también francés, sacerdote jesuita, Teilhard de Chardin.

Se propuso como ideal de su vida apostólica, reconciliar la Ciencia y la Fe.

Especialista en Paleontología, y estudioso de Darwin, va demostrando la evolución ascendente que empieza en el punto ALFA –los elementos primarios de la materia inorgánica-.

Una creciente complejificación los va preparando para la vida. Ya es materia orgánica, comienza la vida, primero vegetal. Más tarde es vida sensitiva; animal.

Cada vez son especies mayores y más perfectas. Llegan los prehomínidos que han desarrollado el cerebro hasta hacerlo capaz de la conciencia. Comienza la vida humana.

Primero el hombre solitario. Después agrupado y viviendo en cavernas. Es la primera vida social. Desde aquella primitiva sociedad cavernícola hasta nuestros días, a lo largo de siglos y milenios, el río impetuoso de la vida ha seguido y sigue su curso ascendente, y la evolución –por una fuerza misteriosa- no se detiene. ¿Hasta donde llegaremos?

¿Cuál es el sentido de esta marcha, difícil pero incontenible?

El hombre se va superando, pero ¿hasta dónde es capaz de llegar?

La Ciencia no tiene respuesta a estas preguntas vitales. Llegó hasta su límite. ¿Quién podrá informarnos ahora?

-La Fe.

La Fe religiosa que ha llegado hasta aquí en silencio, de la mano de la Ciencia, ahora toma la palabra y da un paso adelante, firme, segura, y señalando con el índice a lo alto exclama gozosa:

-Hermana Ciencia, mira a la cumbre, allí está, a la vista, el punto OMEGA. Hacia esa altura venimos caminando. Esa es nuestra meta, nuestro destino, el sentido de nuestra vida. Ya llegó allá el primer humano, Jesucristo. Ese célebre personaje histórico que vivió hace 2 000 años, es el hombre nuevo, el hombre íntegramente perfecto.

La evolución le llevó a esa altura. No podemos detener el ímpetu de la evolución. Nosotros llegaremos también. Aspiramos inconteniblemente a esa cumbre. Nada, ni nadie nos podrá detener.

El caudaloso río humano desembocará en el mar. Ahí se acaba la evolución y se acaba el tiempo. Es la eternidad,

El punto omega es JESUCRISTO, DIOS hecho hombre.

Es el hombre-Dios, Cristo ayer, hoy y siempre.

La Ciencia y la Fe juntas han realizado el milagro: la luz, la paz, el cumplimiento de todos nuestros anhelos.

 

Mi amigo:

-Maravilloso, Teilhard de Chardin fue un sabio científico y un gran creyente. Siempre aprecié mucho y gusté sus luminosos escritos, pero nunca había visto expresado su pensamiento central de esa manera clara y sencilla en tan breves y elocuentes palabras. Lo celebro y se lo agradezco.

Y ya que estamos en este terreno de la fe, le voy a confiar una inquietud que a veces me asalta: y si después de una vida sacrificada –que a veces la fe es exigente- me encuentro que más allá no hay nada, que era falsa mi creencia, ¿qué me dice usted?

R/ Es un temor legítimo, porque la fe es creer lo que no vemos, ni podemos ver.

Por eso, la fe es un riesgo, una aventura. Pero es una aventura necesaria. Como el que tiene que atravesar un río. No hay más remedio. Hay que echarse al agua. Hay que preparar las condiciones, asegurar el éxito, pero no hay otro camino.

Segundo. No veo lo que creo, como se ve en una experiencia de laboratorio, pero estoy tan seguro de su existencia como si lo viera. Porque además de los sentidos, tiene el hombre otra fuente de conocimiento tan segura o más, que es la razón.

Los sentidos a veces fallan. La Ciencia a veces tiene que rectificar tesis que se daban por ciertas. La razón es más segura.

La razón me dice que no hay efecto sin causa suficiente. Es principio que nunca falla.

La causa del Cosmos yo la llamo Dios.

Dios no puede ser materia porque "lo que se ve pasa", en expresión de Sn. Pablo (2 Cor. 4,18). Por tanto, no lo puedo ver.

El temor a engañarse por no ver a Dios es un temor pueril.

Aducir como razón de la duda que no le veo, es una lógica bien pobre.

Tan pobre que la lógica verdadera es al revés.

Yo creo en Dios precisamente porque no le veo. Si lo viera no sería Dios, sería un objeto más de la Ciencia experimentable, fenoménico, al alcance de la inteligencia humana, y por tanto, limitado. Dios tiene que estar totalmente por encima de toda inteligencia humana. Tiene que ser ilimitado en espacio y tiempo.

El Cosmos comenzó según cálculos aceptados generalmente, hace 15 000 millones de años.

Para poder explicarlo hay que admitir un DIOS eterno, es decir, que exista por sí mismo, que no deba a nadie su propio ser.

Me basta esta afirmación para que toda inteligencia humana renuncie a comprender la naturaleza de Dios.

Yo creo en Dios porque no lo veo, porque no le comprendo, porque no le puedo comprender.

Si pudiera comprenderlo, entender sus planes, sería la mayor desgracia para la humanidad. Significaría la muerte de Dios, el mundo sin Dios. No contaríamos ya con un Dios Todopoderoso Creador y Mantenedor imponente de todo el macro y microcosmos. Se habría acabado ya la autoridad superior absoluta, capaz de fijar el orden estético y dar sentido a la vida humana. Cada cual podría establecer su propio sistema de moralidad o inmoralidad, sin posibilidad de recurrir a una instancia superior universal, que en esta vida o en la otra sancione justa e imparcialmente nuestros comportamientos.

Sin la esperanza de la vida eterna el mundo sería un infierno o una casa de locos, una sociedad sin sentido, el caos.

¿No tenemos ya en nuestros tiempo una experiencia semejante: conflagraciones bélicas arrasadoras, desastres ecológicos amenazantes, injusticia social global creciente, y todo por prescindir de Dios y su Palabra?

Hay que escoger entre Dios y el caos.

No hay otra alternativa. Así lo dejó Dios definitivamente ordenado y mandado al primer hombre desde el principio de la creación:

"Puedes comer de todos los árboles del jardín pero del árbol de la Ciencia del bien y del mal, no comerás. El día que comieres de él morirás sin remedio".

Quiere decir: El día que te atrevas a negarme a mí y trates de ponerte en mi lugar legislando sobre el bien y el mal, volverás al polvo del que fuiste formado (Gen. 2,17 y 3,19).

Hay que escoger entre Dios y el polvo.

Yo te invito, mi querido amigo, a hacer conmigo esta oración:

 

-Oh Dios Todopoderoso, Creador y Señor del Universo, Yo te doy gracias porque eres infinitamente bueno y grande. Yo no puedo abarcar ni comprender en mi pequeño cerebro tu infinita inmensidad, ni bondad.

Yo sé que tus caminos no son mis caminos, que tus planes no son mis planes.

Yo no entiendo por qué tiene que existir el mal en el mundo, por qué el sufrimiento y dolor de seres inocentes.

Pero sé que tú eres Dueño y Señor absoluto en cuanto actúas y permites.

Que nadie puede cuestionarte y pedirte explicaciones de tus leyes.

Que aunque quisieras explicarlo no podríamos entenderlo por nuestra incapacidad natural. Como no puede el profesional explicar al niño de tres años el mecanismo de la máquina computadora.

Por eso te doy gracias, porque no puedo entenderte. Sé que estoy en buenas manos.

Y creo firmemente, Señor, que tú actúas siempre por amor, porque nos amas a todos, que somos todos hijos tuyos, más tuyos que de nuestros propios padres, que somos totalmente obra de tus manos, y quieres el mayor bien y la salvación de todos.

Gracias infinitas, Señor.

 

Mi amigo:

-Creo en la oración. Me animaré a rezar. Me parece que orar es dialogar con Dios y que hablando también con Dios, llegaremos a entendernos.

-R/ Nos entenderemos, dices bien.

Con el amigo es más fácil entenderse. Y Dios es el mejor de los amigos.

Nos ama gratuitamente, sin previo merecimiento nuestro y sin que nosotros le hagamos falta.

Es el perfecto amor.

Dios es feliz haciéndonos felices.

¿Pruebas?

Todo lo que tengo y soy lo he recibido de él: sentidos del cuerpo y facultades del alma. Mis padres colaboraron con amor y sacrificio, pero, instrumentos ciegos, no hicieron, recibieron el lindo regalo de un hijo más en el hogar.

Fue otro portentoso ingeniero el que, a lo largo de los 9 meses "iba entretejiéndome en lo profundo de la tierra" (Sal. 139, 15). En la oscuridad del estrecho taller materno, sin perder un momento, con absoluta competencia y seguridad iba Dios componiendo el maravilloso conjunto del cuerpo humano, preparado para enfrentarse a todos los azares de la vida.

Y ya la luz del sol, sin desentenderse de mí un solo momento, conservando y animando este corazón mío que no se cansa, ni se desgasta desde que empezó a latir a las pocas semanas de concebido, y así años y años, más de ochenta, aumentando mi deuda de gratitud con Dios que me lo conserva.

Mi amigo:

-Pero eso son las leyes de la naturaleza.

R/ Correcto. Pero ¿quién inventó, ordenó y mantiene esas leyes poderosas, que son inteligentes, responsables y constantes?

¡Esa potencia descomunal de la gravedad –por poner un ejemplo- que de manera misteriosa, no descifrada aún por la Ciencia, mantiene ordenados y unidos desde el centro geométrico de la Tierra con fortísima atracción radial todos los elementos infinitos de nuestro planeta! Bastaría medio minuto de aflojar la tensión, de soltar las amarras, de fallar esa ley de la naturaleza... y toda nuestra casa planetaria se haría un montón imponente de polvo. Y dígase otro tanto de la gravitación de estrellas y galaxias.

Pero llevamos años, millones, miles de millones de años y esas leyes colosales no fallan un segundo.

Y yo he disfrutado a lo largo de mi vida de todo ese orden admirable que Dios mantiene cuidadosamente para todo el género humano.

Yo veo ahí a Dios actuando constantemente, atendiendo con providencia paternal y cuidando la vida de todo ser humano.

Exactamente eso significaba Jesús cuando decía a los judíos:

"Mi Padre trabaja siempre

y yo también trabajo» (Jn. 5,18)

Con sencillas y breves palabras Jesús describe la obra ingente del Padre, creando, manteniendo y gobernando el universo. Como si dijera en lenguaje nuestro: Mi Padre está sentado siempre ante la gigantesca computadora que controla el universo.

Así sentía el pueblo de Israel la presencia de Dios en la creación y lo cantaba en poéticos salmos:

"El cielo proclama la gloria de Dios

y el firmamento pregona la obra

de sus manos.

El día al día le pasa el mensaje

La noche a la noche se lo susurra

-Sin que hablen, sin que pronuncien

sin que resuene su voz

a toda la tierra alcanza su pregón

y hasta los límites del orbe su lenguaje.

-Allí le ha puesto su tienda al sol.

Él sale como el esposo de su alcoba

contento como un héroe, a recorrer

su camino,

asoma por un extremo del cielo

y su órbita llega al otro extremo.

Nada se libra de su calor" (Sal. 19, 2-7)

 

Y no solo el pueblo antiguo de Israel. En pleno siglo XX, encaramados en lo alto de la luna, el primer astronauta que puso sus pies en nuestro bello Satélite, cantó en nombre de la Ciencia el delicioso Salmo 8:

"Señor, dueño nuestro

que admirable es tu nombre

en toda la Tierra". (Sal. 8,2)

Y sigue Jesucristo enseñándonos a reconocer la obra de su Padre, cuando nos exhorta a confiar en Él, que "da comida a los descuidados gorriones y vestido precioso a las florecillas del campo" (Mt. 6,26-30)

Solo he mencionado dos pequeños detalles de la inmensa y generosa obra de Dios.

Yo no puedo, mi querido amigo, seguir despreocupado mi camino ignorando la deuda que tengo con Dios.

Yo sé que al final habrá rendición de cuentas.

La historia de la humanidad avanza hacia el final. No puede ser que valga la misma suerte para todos, justos y pecadores, honestos y corruptos.

No sabemos cómo Dios juzgará, pero habrá sanción "YO soy un DIOS justo, lento a la ira y rico en misericordia" (Ex. 34,6).

Si por un imposible, más allá no hubiera nada, creo que no perdí en mi vida.

Pero si hay algo, si hay alguien que allí me pregunte: ¿qué has hecho en la tierra?

Si no estoy preparado para el encuentro, quisiera que allí mismo me tragase la tierra.

Y si sigue preguntando: ¿Cómo has empleado facultades y sentidos que yo te preparé y que has estado disfrutando a tu gusto en la vida? ¿qué frutos has recogido?

Si yo empiezo a disculparme con mi agnosticismo, me dirá el Señor: ¿qué no me veías?

Cómo ibas a verme si yo soy espíritu. Tú eras materia, encerrado en un cuerpo material, pero, dotado de inteligencia para razonar, podías suponer que: de alguien recibiste lo que tenías, que no hay efecto sin causa. Sabías agradecer pequeños favores ¿cómo es posible pasar una vida entera recibiendo diariamente todo lo que eres y tienes y no levantar la vista, como los irracionales, para pronunciar una sola vez la sagrada palabra: ¡gracias Dios mío! ¡GRACIAS!

He aquí querido amigo, mi visión de la fe. La luminosa fe que transforma a las personas, de tristes y decaídas en alegres y optimistas, de cobardes en valientes, de ignorantes en sabios, de perezosos en esforzados.

Envidio a los Santos.

Santos son los grandes cristianos de todos los tiempos que han tenido, con la gracia de Dios, superior fuerza de voluntad para hacer coherente la vida con la fe que profesan.

La fe les llevó a sacrificarse, olvidándose de sí mismo, como Cristo, por el bien de los demás.

Pienso en la M. Teresa de Calculta, recién fallecida, por citar una mujer santa de nuestros días. Su luz ha brillado en todo el mundo. Se propuso servir a los más pobres entre los pobres del mundo. Y lo cumplió. Murió feliz y contenta, porque es más dichoso dar que recibir.

Su ejemplo es el mejor testimonio de la fe. Vale más que todos mis razonamientos.