marzo-abril. año V. No. 24. 1998


LECTURAS

 

BALTAZAR DEL ALCÁZAR

Aproximaciones a una lectura de Miguel Hernández

Antonio Piedra

 

El tiempo que hay entre la etapa de aprendizaje y la de creación es muy breve en Miguel Hernández. 1924 es la fecha con la que biógrafos y críticos suelen iniciar el período formativo del poeta. En el colegio de Santo Domingo de Orihuela, regentado por jesuitas, se prepara para estudios de bachillerato que duran año y medio y que abandona ante las presiones familiares. Una breve estancia en la que la frustración sustituye a la realidad. Pero sin duda importante por suponer el primer paso del corredor solitario, sin tiempo ni descanso, que fue Miguel Hernández. 1933 viene a cerrar esta etapa que enlaza ya con su obra juvenil. Han sido, por tanto, nueve años con una sola definición: autodidactismo. El poeta cabrero lee, ser relaciona y conecta con una realidad ineludible para él: sentirse arrastrado por la mirada interior de todo cuanto vitalmente le rodea. Es, por tanto, un hombre irremediablemente tocado e irremediablemente perdido. A esa convicción llega Hernández con el tiempo justo, mejor dicho, con el tiempo más escaso que poeta alguno haya podido tener en este siglo. Ello genera en el poeta un estado de avidez y de impulso que permite una valoración distinta en cada crítico. Por encima de cualquier postura, lo cierto es que ese vuelo rápido nos da una sensación de tragedia y de insatisfacción de dicha nunca consumada. No otra cosa es el tiempo hernandiano. Breve, ciertamente, pero nunca estéril. Entre 1928 y 1933 Hernández intenta formalizar su propio sistema operando con materiales todavía ajenos. El resultado es una estética juvenil poco original, más de forma que de fondo, pero que tiene logros y fogonazos que permiten vislumbrar rumbos mucho más personales. El neogongorismo de Perito en lunas es un tributo a la impaciencia y, como dice Concha Zardoya1 "un asombroso comienzo poético y un prodigio de autosuperación juvenil". Para Darío Puccini este período es de imitación y "es raro descubrir algo que sea verdaderamente genuino y original"2. Tesis que también comparte Juan Cano Ballesta, uno de los máximos investigadores de la obra de Miguel Hernández3. Pero a partir de 1934 la poética hernandiana imprime un sello personal que se inicia con El rayo que no cesa y que culmina con el Cancionero y Romancero de Ausencias

Si hablar de fuentes en cualquier poeta es siempre importante y delicado, en Miguel Hernández, con ese proceso acelerado de tiempo y creación, lo es aún más. Por ser conocidas, no vamos a repetir las opiniones que al respecto mantienen sobre Hernández, Dámaso Alonso, Cernuda, Cano Ballesta y otros. En un verdadero proceso artístico el problema de las fuentes nunca es un obstáculo. No tiene más importancia que la de ser un fenómeno diacrónico común a cualquier lector intuitivo. Por decirlo de alguna manera, es la prehistoria del creador que, accidentalmente, reconoce como suyo un cierto discurrir de la trayectoria artística y sólo un cierto discurrir, pues si la fuente se hace obsesión el poeta deja de ser creador, y por lo tanto poeta, y se convierte en un exquisito y simple relator de formas pretéritas. La presura del tiempo es parte de la tragedia hernandiana, y en el tema de las fuentes juega un papel decisivo, pues suele llevar a conclusiones encontradas. Basta una simple mención a los poetas de la Generación del 27, y a los de la suya propia, para darnos cuenta de que el tema de las fuentes tiene en ellos una perspectiva sosegada, de tiempo asimilado y propio. En cambio, en Miguel Hernández, la prehistoria se presenta como un ejercicio de inmediatez y puede llegar a confundirse con la propia historia. Así, nos encontramos con juicios tan severos como el de Vicente Gaos que llega a decir: "He mantenido más de una vez que las fuentes no sólo no anulan la originalidad, sino que son el medio más seguro de llegar a poseerla. Pero yo diría que la originalidad de Miguel debía haber sido otra"4. Cano Ballesta suaviza esta posición tan drástica atribuyendo a la poética de Hernández un carácter mimético. No es finalidad de este trabajo entrar en valoraciones de este tipo. Pero sí debemos manifestar que a través del presente estudio, con una fuente manifiesta y hasta ahora desconocida, Miguel Hernández se revela como un poeta de gran instinto, con gran talento y, sobre todo, con una capacidad de asimilar y superar la propia fuente de tal manera que ésta ha quedado oculta. Las lecturas de Miguel Hernández han de ser revisadas, pues no son tan esencialistas como se viene diciendo. Vamos a referirnos a Baltasar del Alcázar como lectura de Hernández que concretaremos en "El rayo que no cesa" y en algún poema posterior como Sino sangriento o la elegía a Josefina Fenoll.

 

 

BALTASAR DEL ALCÁZAR,

DEL TÓPICO AL POETA AMOROSO

Baltasar del Alcázar tiene en nuestra literatura una clasificación de segundo rango. Siendo tan relativas estas categorías protocolarias como lo son, incluso en la literatura, no hay más remedio que aceptarlas o plantarse frente a ellas. En cualquier caso sería una labor vacía. En Alcázar esta clasificación debe ser parte de la ironía del propio poeta que jamás se ocupó de la pervivencia de su obra que, además, nunca tomó en serio. Pero no deja de ser una contradicción que sea considerado como uno de los satíricos más preclaros, el Marcial del XVI, y a la vez un poeta menor. Sáinz de Robles, en su Diccionario de autores, llega a decir que "nadie mejor que él redondeó una redondilla, ni apuró una silva, ni concretó un epigrama". ¿No será, por tanto, que hay también una jerarquía protocolaria a la hora de clasificar los subgéneros? El estudio de la tradición satírica es un vacío en nuestra literatura, cosa que, por ejemplo, no ha ocurrido en la latina o en la francesa. Por esta razón Alcázar, desde el siglo XVI, se encuentra en la lista de espera. Hasta 1910, fecha del nacimiento de Miguel Hernández, Alcázar era, prácticamente, un desconocido. En ese año, Rodríguez Marín, en edición de la Real Academia Española, que será nuestra referencia constante en este trabajo, publica por primera vez las poesías de Alcázar, acompañadas de un sustancioso y magnífico prólogo. Los datos biográficos sobre Alcázar era inexistentes y se reducían a una curiosa cita del poeta Quintana, y que recoge Rodríguez Marín: "Baltasar del Alcázar, sevillano: vivía a principios del siglo XVII, y se ignoran las demás circunstancias de su vida". No menos prolija era la referencia literaria, cuando no había omisión, y que se resumía en la gracia, soltura e ingenio de la inevitable Cena jocosa. Antes que Rodríguez Marín, D. Marcelino Menéndez y Pelayo se ocupó también de Alcázar. Está presente en su Antología de poetas líricos castellanos, como también en las Cien mejores poesías líricas castellanas. El juicio de Menéndez y Pelayo es importante por ser referencia obligada en la crítica posterior. Pero no se desprende de la apreciación risueña de "sal andaluza" que irradiaba Alcázar, y por lo tanto el personaje queda en donde estaba. El esfuerzo de Rodríguez Marín tampoco supone un cambio en la crítica, pero por primera vez el poeta aparece como es y su obra queda abierta a consideraciones distintas del tópico.

Hoy el panorama no se ha modificado. Además de poeta satírico, rumboso y dicharachero, es considerado como una excepción dentro de la escuela sevillana del XVI. Incluso viene siendo el ejemplo de poeta tradicionalista que empuñó la espada, al lado de Cristóbal de Castillejo, en contra del petrarquismo y de la renovación garcilasista. "Para Alcázar, dice Montoliu, parece no existir el movimiento petrarquista que con tanta autoridad presidía en su tiempo su paisano Herrera; se entrega libremente al veleidoso capricho de su musa ligera y retozona, y, aunque tal vez inconscientemente, en su obra suena la airada protesta de Castillejo contra la invasión de las corrientes exóticas"5. Idéntica opinión comparten los autores de la Historia social de la Literatura española, para quienes Alcázar es un oponente violento6 de las corrientes en boga. Este extremo es inexacto por varias razones. Primera: en toda la obra escrita de Alcázar no hay un renglón por el que pueda sostenerse semejante afirmación. Segunda: su talante personal, abierto y desenfadado, le hacía huir de cualquier estridencia. Tercera: la obra amorosa de Alcázar, en su gran mayoría, viene estructurada en sonetos al itálico modo, con la abundancia y maestría de su contemporáneo Herrera. Por otra parte, conviene advertir, que ni el mismo Castillejo, en su mediocre Reprensión contra los poetas españoles que escriben en verso italiano, puede atribuírsele esta actitud violenta. Bajo el punto de la crítica nos encontramos, por tanto, con un poeta satírico de primer orden, "casi perfecto", como decía Menéndez y Pelayo, pero no con méritos "suficientes para darle el calificativo de alto poeta"7.

De haber una valoración del género satírico y festivo en nuestra literatura, Alcázar, con el don del equilibrio y de la llaneza incisiva que le caracterizan, sería uno de los maestros indiscutibles del género. Pero esta faceta, siendo importante, no es la única que define a Baltasar del Alcázar. Como poeta amoroso no existe para la crítica actual. A pesar de ello, Alcázar es un gran poeta lírico, y Hernández así lo intuyó. El desenfado, la medianía y el sustrato anacreóntico se quiebran cuando se enfrenta a su condición de hombre vitalmente enamorado. Entonces "tengo mi caudal en pie", afirma en la Copla amorosa (pág. 14). El poeta satírico que nunca dejaba un cabo suelto, que se ríe y frivoliza actitudes y conductas, prosaico y facilón, aquí se vuelve contradictorio y trascendental, y se ve sometido a una extraña ley:

 

Si sembró sobre piedra el amor mío,

¿Cómo en tiempo tan áspero ha medrado.

Y la falta de humor no le ha dañado

Y el viento seco y frío?

(Canción, pág. 23).

 

La vida amorosa de Alcázar es rica en venturas y desventuras. Nacido en Sevilla en 1530, es un aventajado en los estudios clásicos y lingüísticos, y un diestro en el ejercicio de las armas al servicio de don Álvaro de Bazán. Fue además, como asegura Francisco Pacheco, suegro de Velázquez, aficionado a los "secretos Naturales, de Metales, Piedras, Yerbas i cosas semejantes, en que alcanzó gran conocimiento"8. La música fue otra de las artes que dominó con maestría. Entre verdad y broma, su vida es una búsqueda trepidante del "sabroso penar que Amor ordena" (A Cetina, p.174), según su propia expresión. En 1565 casa con Doña María de Aguilera, prima suya. Además de su esposa hay otras mujeres en el corazón y en la poesía de Alcázar: Inés, Costanza, Belisa, Isabel, etc. Es este un ejercicio en el que Alcázar no conoce edades. Hay mucho donjuanismo en esta actitud y también un "temático frenesí" (Celos, pág.21) que con la edad no cura, sino que se convierte en el poeta en un destino fatídico. En los Morales, pueblo cercano a Utrera, y en donde vivió más de veinte años, enviuda. De aquí saldrá para Sevilla, gotoso y entrado en años, por razones inconfesables: "ciego de un deseo temerario". Así lo confiesa A Melchor del Alcázar (pág. 186), hermano suyo. El resultado de esta "pesadilla de despiertos" (Celos, pág.21), que va desde su juventud hasta el retiro sevillano donde muere en 1606, es una poesía lírica absolutamente personal, que se articula en torno a veintitrés sonetos y, en menor cantidad, a una serie de composiciones de tipo tradicional. No se trata, por tanto, de simple divertimento, sino de una suma de contrastes, de una biografía que sufre violencia, al menos literaria, que sólo la maestría y donosura del verso convierten en un discurrir noble y sereno.

 

 

MIGUEL HERNÁNDEZ

LECTOR DE BALTASAR DEL ALCÁZAR

 

En la bibliografía consultada no consta en parte alguna que Hernández conociera y leyera a Baltasar del Alcázar. Los principales estudios biográficos9 no hacen referencia a esta posible fuente y lectura hernandiana. Aparecen Virgilio, Garcilazo, Fray Luis de León, San Juan de la Cruz, Lope, Quevedo, Góngora y otros autores modernos. No obstante, el conocimiento de Alcázar debe producirse en Hernández relativamente pronto. No así su lectura que, lógicamente, es más tardía. Por su sencillez y amenidad, Alcázar caía bien a los preceptistas del siglo XIX. Su Cena jocosa era tema obligado en escuelas y colegios como ejercicio memorístico. Los colegios de la Compañía de Jesús no eran una excepción, y a esto habría que añadir un motivo religioso. Alcázar fue celebrado como versificador de poesía religiosa. Familiarmente estuvo vinculado a la Compañía de Jesús: Luis de Alcázar, sobrino suyo y también poeta, fue miembro de la Institución. El soneto A Jesús fue uno de los más populares de Alcázar, pasando a devocionarios y fue muy conocido en los centros de la Compañía. María de Gracia Ifach refiere que, durante la estancia de Hernández en Jesús, así denominaban en Orihuela al colegio de Santo Domingo, "recita poesías religiosas en los festivales"10. Este pudo ser el momento en el que Hernández memorice algunos poemas de Alcázar. La lectura, debido a las correlaciones con El rayo que no cesa, se produjo posteriormente. Pudo tener lugar entre 1926 y 1932, fechas en las que Hernández lee cuanto cae en sus manos y se producen las discusiones literarias y puestas en común con Ramón Sijé y los hermanos Fenoll. El contacto con José María de Cossío puede ser otra referencia. Cossío era un erudito en temas del siglo XVI. En su libro Fábulas mitológicas en España aparecen personajes de la escuela sevillana, como Gutierre de Cetina, amigo y confidente de Alcázar, manejando documentación común a ambos.

Como lector de Alcázar, hemos de diferenciar tres niveles de actividad lectora. El primero viene definido por la asimilación temática y la coincidencia en la forma. Hay aquí una filosofía común, con unas premisas afines que, curiosamente, diversifican los resultados de la creación poética: son dos mundos. El segundo es una consecuencia dispersa del tema y es de orden léxico. Aparece la palabra como isla y hallazgo, como un instrumento de impresión y de impacto. La palabra se revela como algo autónomo y con una referencia incisiva. Recorre un camino fascinante y salva, increíblemente, la trayectoria que hay entre un lector de síntesis y un creador auténtico. Al leer, Miguel Hernández se halla, a sí mismo, se lee también a sí mismo. Pero no crea un símil. Su olfato creador le despega del texto leído, convirtiendo la misma palabra en historia distinta, la suya propia. El tercer nivel encaja en lo que suele llamarse formulación de orden gramatical y asociaciones de retórica literaria.

 

 

EL RETORNO A LOS ORÍGENES

 

Novedades y cambios cualitativos separan a Perito en lunas de El rayo que no cesa. Un cambio brusco en el que Hernández viene a reconocer que el mundo gongorino no era el suyo. Los críticos, unánimemente, coinciden en señalar que los inspiradores de esta nueva etapa son Garcilaso y Quevedo. Y, efectivamente, no otra cosa sugieren la atmósfera campestre y amorosa en la que se instala El rayo que no cesa, como el visceral empaque quevediano, que ya vio en su día Juan Ramón Jiménez. Aceptando lo evidente, cabe preguntarse si hay otras direcciones, y si Hernández emprende en realidad una nueva etapa. En el sentido que hasta ahora viene dándose a las influencias en Hernández hay que decir que no estamos ante una nueva dirección y que ésta, aceptando el garcilasismo y quevedismo, apunta hacia Baltasar del Alcázar. En El rayo que no cesa la asimilación es tan personal que advierte Cano Ballesta: "Sólo una estructura perfecta de soneto, abrevada de los impecables de Quevedo, y ciertas huellas en el contenido y en la forma difícil de deslindar, es lo que de influencias podemos constatar en este libro"(11). Creemos que Hernández no emprende un rumbo nuevo, sino que replantea en este libro su primitiva motivación poética. Es decir, retorna a sus orígenes campesinos. Hernández llega a Madrid en busca del poeta que ya era, y muy pronto se da cuenta de que el nudo de su poesía está lejos de la ciudad.

 

¡Ay, no encuentro, no encuentro

la plenitud del mundo en este centro!

 

Son versos de El silvo de afirmación en la aldea, que sitúan el origen poético y ancestral de Hernández. En el primer poema de El rayo que no cesa se insiste en ese retorno:

 

que voy a mi juventud

como la luna a la aldea.

 

No es casualidad que éste sea también el marco que inspira y desarrolla la lírica amorosa de Alcázar: "Aldeana, señor, es mi librea", dice en la epístola en tercetos a su amigo Cetina. En este entorno, el garcilasismo es algo espontáneo, y sólo es tal en la medida en que toda querella amorosa, rodeada de meridiano campo, se impregna de melancolía garcilasiana. En un poeta como Alcázar, nada sospechoso de garcilasismo, podemos ver la confirmación en el madrigal V (pág. 26).

 

Decidme, fuente clara.

Hermoso y verde prado.

De varias flores lleno y adornado.

Decidme, alegres árboles, heridos

del fresco y manso viento.

 

El garcilacismo de Alcázar en su poesía amorosa, o el de Hernández en El rayo que no cesa, se diluye. Viene a ser un remanso en el que anida su petrarquismo estético. La de ambos es una historia amarga, vivida con pasión rural y relatada con un léxico tremendista, más intensificado en Hernández. Así, el "golpe embravecido" y la "trenza de oro gruesa y larga" de Alcázar, se transforman en Hernández en "carnívoro cuchillo" y en "punta de seno duro y largo". De aquí al desgarro de Quevedo no hay tanta distancia, podemos ya estar en él, Darío Puccini12 cita en el soneto de Quevedo, Piedra soy en sufrir pena y cuidado, como uno de los que dejan huella en El rayo que no cesa. Alcázar, que tiene en común con Quevedo una amplia y desgarrada poesía satírica y burlesca, hace un planteamiento parecido en la Canción (pág. 23) que precede a los sonetos. El final de esta canción no puede ser más hernandiano:

 

Sólo para vivir se me concede

Pensar que el tiempo puede,

Con alguna mudanza,

Hacer granar la espiga y la esperanza.

 

 

DESDE UN GIGANTE CORAZÓN VECINO

(FONDO, FORMA, PALABRA)

 

La temática de El rayo que no cesa viene suministrada por la propia experiencia de Miguel. En 30 poemas, de los cuales 27 son sonetos, el poeta hace una relación existencia de sus querellas y "sólo por quererte" (soneto final). Desde un principio, el amor es concebido como un sino amenazante y como un azaroso proceso que conduce al aniquilamiento:

 

Un carnívoro cuchillo

de ala dulce y homicida

sostiene un vuelo y un brillo

alrededor de mi vida.

 

Es, por tanto, un planteamiento trágico que va a discurrir a través de la eterna antítesis de amor- muerte- vida, y a la que se añaden todos los ingredientes desestabilizadores del hombre herido: pena, ausencia, sangre, celos, gozo, etc. En Alcázar también se desarrolla una concepción similar y una dinámica paralela. A lo largo de su poesía amorosa que consta, como dijimos, de 23 sonetos más 14 composiciones en estrofas tradicionales, son muchas las coincidencias existenciales y temáticas con Hernández. En correlación con el poema inicial de Hernández se pregunta Alcázar en el soneto VI:

 

¿Cabe en razón, bellísima homicida.

Que por vos, y sin causa que os ofenda.

Del estado mejor mi alma decienda

A la mayor miseria de la vida?

 

De la misma fuerza trágica se impregnan los sonetos IV y VI de Alcázar. Estos conforman una misma página en la edición de Rodríguez Marín, y que Hernández debió de leer como una misma unidad de sentido. Pero aquí ha llegado Alcázar previamente herido por "rayos de furor" (Celos. Pág. 20) e insistirá en el soneto IV:

 

Y siendo tan dañosa la herida,

Mirad qué hizo el cielo y mi ventura:

Pusieron el remedio de la cura

En el propio poder del homicida.

 

En el soneto VI hay además una coincidencia de rima léxica en la misma estrofa: homicida con vida. Un léxico muy semejante se usa también en el poema inicial de Hernández y los sonetos IV y VI de Alcázar. Es el mismo o paralelo en homicida, vida, caído-caída, alma, hiriendo-herido, amor, cuchillo-lanza. Pero es sin duda en el tema el dato más preciso y precioso: el amor como fuerza salvaje, siempre pendiente de una vana esperanza , que lleva a la destrucción del enamorado. Tanto en uno como en otro la solución llega por la vía de la paradoja: amor-muerte y muerte-vida. Un círculo mágico insalvable. En la penúltima estrofa confirma Hernández:

 

Pero al fin podré vencerte,

ave y rayo secular,

corazón, que de la muerte

nadie ha de hacerme dudar.

 

A su vez, Alcázar pide también en la penúltima estrofa del soneto IV:

 

Pues alto: aunque me habéis ya destruido,

Volveos a verme, ¡ay, ojos de esperanza!

 

El soneto 4 de El rayo que no cesa es clave en el avance temático del amor concebido como fatal fortuna. El poeta conoce la amargura y, por primera vez, la pena. Hernández, como ya advirtió Luis Felipe Vicanco13 parte de una coplilla popular:

 

Me tiraste un limón

me diste en la cara

 

Pero va a ser Alcázar el auténtico alfaguara con la lectura de los sonetos VIII, XVI y XVII. Es aquí donde se declara la geología hernandiana de esta prospección. Veamos las dos primeras estrofas correspondientes a los sonetos 4 y VIII:

 

Hernández-4

 

Me tiraste un limón, y tan amargo,

con una mano cálida, y tan pura

que no menoscabó su arquitectura

y probé su amargura sin embargo.

 

Con el golpe amarillo, de un letargo

dulce pasó a una ansiosa calentura

mi sangre, que sintió la mordedura

de una punta de seno duro y largo.

 

Alcázar-VIII

 

Tiéneme a una coluna Amor ligado.

Do el más rico y soberbio techo carga.

Con una trenza de oro gruesa y larga.

De mi hábito antiguo despojado.

 

Y allí, con unas manos obstinado.

De cristal bello, mas duro descarga

Golpes sin cuento en mí, con cruel y amarga.

Vista, como en esclavo vil herrado.

 

El fruto del amor es "amargo" para ambos. Es indiferente que uno lo pruebe y que otro lo vea, debido a un planteamiento distinto de la anécdota. El resultado es el mismo: un "golpe" y "golpes" dados por la misma "mano" homicida. Mano que toma en sus dedos el mismo bisturí: "una punta de seno duro y largo", "una trenza de oro gruesa y larga". El léxico también se incardina de un modo semejante. Está sostenido por la misma arquitectura, declarada por el propio hernández: Arquitectura, que se desdobla en Alcázar como techo y coluna. Idénticos o paralelos son los términos: amargo-amarga, mano-manos, golpe-golpes, amarillo-oro, pasó-paso (verso décimo de Alcázar), duro, largo-larga. Pero Hernández destruye la unidad con el soneto VIII de Alcázar, precisamente, cuando el final es lo más hernandiano:

 

Porque gozo de oro o en el tormento

Del cabello, el marfil de la garganta,

Y el cristal que me hiere de las manos.

 

Léxico, construcción e imagen que pueden pasar como de Miguel Hernández. Después de la expresión "mirarte y verte" el primer terceto, que veremos a continuación, y que Alcázar concreta en "vista" y "verse", Hernández salta a los sonetos XVI y XVII de Alcázar. En el XVI vuelve a encontrarse Hernández con "miraros" y "veros" y la razón de esta insistencia la halla a renglón seguido: "que el ver y amar fue un solo efeto". En el primer cuarteto del XVII es en donde el resto del poema de Hernández se abraza de nuevo con la rima y con el desengaño temático de Alcázar.

 

Hernández-4

 

Pero al mirarte y verte la sonrisa

que te produjo el limonado hecho,

a mi voraz malicia tan ajena,

 

se me durmió la sangre en la camisa,

y se volvió el poroso y aúreo pecho

una picuda y deslumbrante pena.

 

Alcázar- XVI y XVII

 

Y si libre si vio para miraros.

...

juzgue que el ver y amar fue un solo efeto:

...

Decid, vano deseo, ¿qué os engaña?

¿Qué salidas son estas que habéis hecho.

Rompiendo el triste y limitado pecho

Para intentar tan bárbara hazaña?

 

Al último verso, "una picuda y deslumbrante pena" no es ajeno Alcázar con su poema festivo Sobre los consonantes, en el que juega cínicamente con la palabra pena y "el consonante picuda". Esto, a su vez, da pie para reflexionar sobre la sinceridad de la tensión hiperbólica a la que ambos nos someten en los sonetos.

A partir del soneto 4 la pena en Hernández es una reiteración obsesiva. Es la misma desazón que corroe a Baltasar del Alcázar, aunque este no llega a la desmedida y agonía de Hernández. Una simple lectura de los sonetos 6 y XV nos sitúan ante el evidente paralelismo:

 

Hernández-6

 

Umbrío por la pena, casi bruno,

porque la pena tizna cuando estalla,

donde yo no me hallo ni se halla

hombre más apenado que ninguno.

 

Sobre la pena duermo sólo y uno,

pena es mi paz y pena mi batalla,

pero que ni me deja ni se calla,

siempre a su dueño fiel, pero importuno.

 

Cardos y penas llevo por corona,

cardos y penas siembran sus leopardos

y no me dejan bueno hueso alguno.

 

No podrá con la pena mi persona

rodeada de penas y de cardos:

¡cuánto penar para morirse uno!

 

Alcázar-XV

 

Gloriosa pena y mi penosa gloria.

Tu grande gloria trae al hombre en pena;

No pido gloria en premio de mi pena,

Más que a mi pena mires en tu gloria.

 

Corra la pena en premio de mi gloria,

Que ansi en tu gloria se verá mi pena,

Y esté tu gloria a cuenta con mi pena;

Que en más mi pena alcanzará tu gloria.

 

Siempre a tu gloria respeté en mi pena.

Y en serme pena a causa de tu gloria

No hay otra gloria en que pagar mi pena.

Mas si es que en pena ha de incurrir tu gloria,

Pondré tu gloria en honra con mi pena.

Muera en mi pena y vivas en tu gloria.

 

Con imágenes distintas ambos beben el mismo contenido, ambos vacían sus copas en la playa del mismo mar. En el poema de Alcázar la pena es una reiteración en cada verso que suma 14. En el de Hernández, entre penar, penado y pena, la pesadilla se repite 11 veces. No es necesario el análisis fácil. Sólo cabe preguntarse: ¿quién dice umbrío por la pena?, ¿quién dice gloriosa pena y mi pena gloriosa? ¿Alcázar o Hernández? En verdad tampoco importa mucho porque ambos nos producen el mismo efecto, ambos, con palabras distintas, cardos y penas llevan por gloria y corona. Y en ambos un mismo final: muera en mi pena y ¡cuánto penar para morirse uno!

 

Los sonetos de El rayo que no cesa crecen en la misma proporción que el fatalitismo y la desdicha de su autor. Hay otros temas comunes con Alcázar como la relación amor-muerte, celos, dolor, desaliento, etc. Pero hay otros que no tienen cabida en Alcázar como el de la sangre y el símbolo del toro. Este únicamente se encuentra en Alcázar en su poema festivo A la fiesta de los toros en los Molares (pág. 205). En Hernández el toro sintetiza su propia lucha y todo su fatal destino. La sangre aparece en Alcázar en los poemas festivos y de poesía varia. En la amorosa queda sugerido como consecuencia de la "cruda fiera" (Madrigal IV, pág.26) que es el amor: "Fléchale un tiro, Amor, que la lastime" (Madrigal IV). En Hernández, en cambio, es un fatum de "trepadora púrpura rugiente", tal como dice en Sino sangriento. Imagen que recuerda sin duda al "trepado cuello" de Alcázar en el soneto XIV:

 

Trepado cuello digno de respeto,

Manos conformes al trepado cuello.

 

Y al término de este inquietante proceso una elegía y un soneto final desoladores.

Como el rayo cae Ramón Sijé, como el hombre joven Miguel Hernández, ¿y Alcázar? Minado por la gota y los años, suplica, entre verdad y mentira "algo y nada" (Celos, pág.20): que "no me rompas la ley de jubilado" (Soneto XXII). La elegía es una carga impresionante de dolor y una bestial descarga de ternura. En los tres primeros tercetos hallamos al Miguel más puro: al huérfano. Alcázar pajareará en las cuatro estrofas siguientes con la correspondencia en los sonetos IV, VII y X. Nuevamente, tenemos las referencias al golpe homicida en el IV. En el VII aparecen correlatos como "golpe embravecido", "derribarme" y "ocasión de mi temprana muerte". En el X, la frase "muriéndose al andar por los rastrojos" se transforma en Hernández "ando sobre rastrojos de difuntos". En una de las redondillas de Alcázar, la de los celos, se dice que "madruga la pena", y que Hernández en su elegía transforma en "madrugó la madrugada".

La organización estrófica de El rayo que no cesa es muy sencilla: Un poema inicial en cuartetas, 27 sonetos, una silva aconsonantada en el medio, y una elegía antes del titulado soneto final. Cuatro tipos de estrofa muy del uso en los poetas del XVI y XVII. Alcázar también aplica a su poesía amorosa este mismo esquema, a excepción de los tercetos que reserva para su relación epistolar con su amigo Gutiérrez de Cetina y su hermano Melchor. Hay, por tanto, una coincidencia formal básica en la que el soneto es el molde de expresión ordinaria. Rafael Azuar14 ha señalado las peculiaridades del soneto hernandiano y destaca, entre otras, la enumeración que sustituye al título, la rima especial en los tercetos y la reposición del verso simétrico. La enumeración de poemas le acerca a Baltasar del Alcázar, con la diferencia que Hernández lo hará en cardinal y Alcázar en ordinal. La rima en los tercetos como cde, cde, separa a Hernández de Alcázar y de toda la tradición clásica del soneto. Pero es el verso simétrico, con toda su novedad en Hernández, y precisamente por el parecido que este tipo de verso tiene con las composiciones en eco, la coincidencia más singular con Alcázar, en cuanto a la forma se refiere. Las composiciones en eco fueron muy populares en el XVI y XVII y Alcázar fue el más ingenioso en estos juegos malabares. En la edición de Rodríguez Marín encontramos un largo Discurso de unos cuernos (pág. 96); y José Manuel Blecua15 publica un Diálogo en eco atribuido a Baltasar del Alcázar. Queda por añadir, únicamente, que el poema inicial en cuartetas que el mismo Vivanco16 llama redondillas, pasa indiscutiblemente por el gran maestro de esta estrofa que fue Alcázar.

 

Con las esenciales y lógicas variantes que diferencian a un autor del XVI y a uno del XX, podemos concluir que hay unidad poética de fondo y forma entre la poesía amorosa de Alcázar y El rayo que no cesa de Hernández. Hay también un placer semejante en el empleo y sonido de la palabra. Algo de esto hemos podido observar hasta ahora. Establecer en este punto una lógica sería absurdo porque en ambos la palabra sigue su propio cauce y tiene sus propias resonancias. Hay aquí una lectura distinta por parte de Hernández. La palabra es causa de impacto, y unas veces es el elemento significativo nuclear, y otras un fenómeno visual memorizado. No va a crearse una dialéctica paralela, pero sí un efecto de cascada de choque y de asociaciones en cadena que nos sitúan en la ternura acostumbrada, pero ésta desbordada. Muy brevemente, matizaremos esta integración y dispersión léxica en dos sentidos. La palabra, o conjunto de palabras, que vertebran el poema con cierto sentido temático, y aquellas palabras de carácter alterno que intercala, inconscientemente, como quien siembra avena.

Son muchos los sonetos de Hernández que, al reproducir el mismo tema, establecen también una simétrica léxica. Su condición de poetas naturalistas y de poetas zarandeados por la misma "mano y ojos" (Soneto II), arrojan una amplia relación de campos semánticos iguales. No vamos a relacionar lo evidente. Basta con la comparación de dos sonetos tan cercanos como el 10 y el 12 de El rayo que no cesa, y el XI y XVIII de Alcázar. El famoso soneto 10 de Hernández tiene su "natural lenguaje" en el XI de Alcázar, y que éste subtitula A la vana esperanza. En ambos sonetos la palabra "naufragio" es la clave que explica la pena del primero y la esperanza inútil del segundo. Naufragio que además, en los dos poemas, rima con "mal presagio":

 

Hernández-10

 

Nadie me salvará de este naufragio

...

Eludiendo por eso el mal presagio

 

Alcázar-XI

 

Cometa claro, de gran mal presagio;

Por quien padezco mísero naufragio.

 

 

Habría que añadir, además, la palabra "triste" que es también común, y la frase "norte que pretendo" que usa Hernández en símil léxico y gramatical con "el fruto que pretendo" de Alcázar, proveniente de la ya mencionada Canción amorosa. Significativa es también la relación entre el 12 y el XVIII. En los dos el sustantivo abstracto "ausencia" colocado simétricamente en la primera y última estrofas de ambos sonetos, además de articular el tema, desarrolla una enumeración de sustantivos abstractos con idénticos morfemas. Así en Hernández aparecen: Querencia, apetencia, dolencia, paciencia, urgencia, clemencia y asistencia. En Alcázar: diligencia, resistencia y licencia.

En cuanto a la palabra diseminada, son muchos los sonetos de Hernández en los que la huella léxica y fonológica de Alcázar se reconoce. Sería una larga lista innecesaria para los límites enunciadores de este trabajo. Quiero referirme, no obstante, al vocablo "tiznar", que Hernández usa en los sonetos 3 y 6, y que ha merecido especiales comentarios por parte de Azuar y de Marie Chevallier. Azuar17, arriesgadamente, dice: "Me atrevería a afirmar que, dentro del panorama de la poesía clásica, es la primera vez que se utiliza un vocablo como tiznar; de pronunciación tan áspera, de sentido tan vulgar". Marie Chevallier18 confirma que "tiznar pertenece a la expresión de las más íntima vivencia hernandiana: la pena de amor, rayo que no cesa". Palabra, efectivamente, popular, que Hernández aprendió de sus paisanos y dignificó poéticamente. Pero también una palabra que leyó en Alcázar en los tercetos a Gutierre de Cetina cuando dice:

 

Lleno el gesto de tizne y mil araños.

 

Hernández en el soneto 3 lo transforma en "dos cejas tiznadas y cortadas". Lo mismo habría que decir de ciertos arcaísmos como "ivierno" y de otras palabras vulgares leídas en Alcázar.

Cano Ballesta, Bousoño, Zardoya, y otros ilustres críticos, han estudiado magistralmente el mundo de la imagen, recursos literarios y correlaciones en Miguel Hernández. Por lo que respecta a El rayo que no cesa, todos coinciden en la configuración clásica de los fenómenos literarios. Nada puede añadirse a esto, únicamente que ese mundo retórico y clásico es el mismo que ordena la imagen realista, sencilla y punzante de Alcázar. Y concluir también que, de la misma manera que San Juan de la Cruz decía que la fe entra por el oído, ese mundo poético de imagen antibarroca, de metáfora limpia y de gramática ajustada, a Hernández le entró, como un rayo nítido, a través de la lectura de Alcázar. El resultado fue un libro personal y maravilloso.

 

 

 

 

(1) C. Zardoya. Ínsula Nº 168, Madrid 1968.

(2) Darío Puccini, Miguel Hernández, vida y poesía. Buenos Aires, 1970, pág.19.

(3) Juan Cano Ballesta. La poesía de Miguel Hernández, Madrid, 1978, págs.9 y ss.

(4) Vicente Gaos. Claves de literatura española II. Madrid, 1971. P.343.

(5) M. de Mondoliu. Manual de Literatura Castellana. I. Barcelona, 1957, pág. 344.

(6) Varios. Historia social de la Literatura española. I. Madrid, 1978, pág. 223.

(7) Valbuena Prat. Historia de la Literatura española. I. Barcelona, 1968, pág. 578.

(8) Rodríguez Marín. Poesía de Baltasar del Alcázar. Madrid, 1910, pág. XVII.

(9) Cano Ballesta, O.C; C.Couffon. Orihuela y Miguel Hernández. Buenos Aires, 1967. Guerrero Zamora. Miguel Hernández, Madrid 1955; María de Gracia IFACH, prólogo a las Obras Completas. Buenos Aires, 1973.

Vicente Ramos, Miguel Hernández. Madrid, 1973; Darío Puccini, O.C.; C. Zardoya:

Miguel Hernández, New York, 1955.

(10) María de Gracia Ifach, O.C. pág. 12.

(11) Cano Ballesta. O.C. pág. 34.

(12) Darío Puccini. O.C. Pág. 54.

(13) Luis Felipe Vivanco. Introducción a la poesía española contemporánea 2. Madrid,

1971 . Pág. 184.

(14) Rafael Azuar. Sobre los sonetos de Miguel Hernández en la edición de María de Gracia. Madrid, 1975. Pág. 205 y ss.

(15) José Manuel Blecua. Sobre la poesía de la Edad de Oro. Madrid, 1970. Pág. 74.

(16) Luis Felipe Vivanco. O.C. págs. 180 y 181.

(17) Rafael Azuar. O.C. pág. 210.

(18) Marie Chevallier. Miguel Hernández, formas ajenas y poema personal. Edición de

María de Gracia Ifach. Madrid, 1975, pág. 160.