julio-agosto.año IV.No.20.1997


HOMILÍA PRONUNCIADA POR

S.E.R. CARDENAL JAIME ORTEGA ALAMINO

ARZOBISPO DE LA HABANA, EN LA CELEBRACIÓN DE LA MISA POR LA FESTIVIDAD DE LOS SANTOS PEDRO Y PABLO EN LA PLAZA DE LA CATEDRAL DÍA DEL PAPA, 29 DE JULIO DE 1997

Queridos hermanos y hermanas:

Se congrega la Iglesia de La Habana para orar con gratitud al Señor en el Día en que conmemoramos el martirio de San Pedro, Príncipe de los apóstoles y primer obispo de Roma y de San Pablo, el apóstol de los gentiles, ambos columnas fundantes de la Iglesia. La Solemnidad de los Santos Pedro y Pablo ha sido elegida por la Iglesia como jornada de sùplica y acción de gracias por el actual Obispo de Roma, nuestro Santo Padre el Papa Juan Pablo II.

El Santo Evangelio que ha sido proclamado en esta celebración, nos lleva precisamente a reflexionar sobre el Primado de Pedro, al mismo tiempo que nos sumerge en esa expresión nueva de vida comunitaria que es llamada Iglesia y que el mismo Cristo menciona cuando le impone a Pedro un nombre nuevo y le entrega las llaves que indican un poder de administración y de primacía: "Tu eres Pedro, - que significa piedra- y sobre esta piedra yo edificaré mi Iglesia". Pedro y la Iglesia quedaban así indisolublemente unidos. Jesús lo quería para la Iglesia y él debía vivir para esa "ecclesia", congregación, asamblea de fieles, que entraba en escena como una nueva realidad.

Porque el templo de Jerusalén, con su altar, donde se inmolaban los animales de los sacrificios rituales, congregaba a hombres y mujeres a partir de la sacralidad del lugar, pero Jesús inaugura un tiempo nuevo en las relaciones del hombre con Dios.

En tierra de infieles, junto al pozo de Jacob, dijo Jesús a la samaritana: "Mujer, se acerca la hora en que ni en este monte, ni en Jerusalén darán culto al Padre...ha llegado la hora, y ya está aquí, en que los que quieran dar culto verdadero adorarán al Padre en espíritu y en verdad."

Estos verdaderos adoradores del Padre no se agruparían en torno a un lugar, sino alrededor de la persona misma de Jesús. "Destruyan este templo y Yo lo reedificaré en tres días."- había dicho el Señor a los judíos que lo cuestionaban por haber arrojado a los mercaderes del lugar sagrado. Y el evangelista San Juan, que relata la historia, acota de inmediato: "El se refería al templo de su cuerpo y cuando resucitó de entre los muertos los discípulos se acordaron de lo que había dicho...".

Jesucristo es, pues, el templo vivo de Dios en medio de los hombres. Cuando Él encomienda a Pedro su misión de presidir la comunidad de los fieles, le habla de "mi Iglesia" . Porque la Iglesia es suya, se construye sobre la Roca de nuestra salvación, que es el mismo Cristo Jesús, y todos nosotros somos piedras vivas de esa edificación, cuyos cimientos son los apóstoles y su piedra fundamental que es Pedro.

De este modo quiere Cristo que se levante el nuevo templo de Dios en el mundo, que debe llegar a tener las dimensiones de la humanidad entera.

La Iglesia irrumpe así en la escena de la historia al mismo tiempo que Jesucristo va haciendo camino en el corazón de los hombre, pues el descubrimiento de la naturaleza íntima de la Iglesia, de su fuerza constitutiva, está en estrecha relación con la fe en Cristo, de modo que encontrar a Jesús conlleva detenerse ante el misterio de la Iglesia y topar con la Iglesia es acercarse, a veces con vértigo, al abismo de amor y de misericordia que es Jesucristo, el enviado del Padre para salvar a los hombres.

No es por coincidencia que el diálogo de Cristo con Pedro para confiarle su Iglesia sea la conclusión de un diálogo más amplio que involucraba a todos los demás discípulos y a los contemporáneos de Jesús pero que implica también a todos los seres humanos, incluyéndonos a nosotros, los que estamos ahora aquí.

Dos preguntas de Cristo van a conducir, de lo general a lo particular, a lo personal, el discurrir de sus primeros seguidores y de quienes lo seguirían más tarde, hasta el final de los tiempos.

Primero, ¿Quién dice la gente que soy yo?

Y viene entonces la respuesta de muestreo, de encuesta, la misma que se ha dado diversamente a través de los siglos, según las corrientes históricas, filosóficas o políticas imperantes: unos dicen que eres un profeta, que eres un sabio, un iluminado, un luchador por los derechos del hombre, un revolucionario...

Pero las respuestas que sirven para establecer estadísticas de opinión no valen para el Reino de

Dios. Las mayorías matemáticas no determina lo que es la verdad ni lo que es bien. Hay además tantos intereses, tantas pasiones...

Sí, ya he escuchado eso, añadiría Jesús, pero "Y ustedes, ¿Quién dicen que soy yo?".

ahora la pregunta se hace directa, dirigida a la interioridad a cada una. La respuesta no puede ser masificada, ni periodística, sino personal, y en ella le va a uno la vida. Esa pregunta tiene que respondérsela cada hombre, cada mujer. Por eso se oyó una sola voz, la de Pedro; era su respuesta, la que nadie , más podía dar por él y en ella Pedro le entregó a Cristo toda su fe y toda su confianza: " Tu eres el ;Mesías, el Hijo de Dios vivo". Jesús presenta entonces su contrapartida "Tú eres Pedro y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia."

Los demás apóstoles seguros que adhirieron aquella profesión de fe y cada uno la fue formulando al Señor a su modo y desde lo hondo de su corazón, pero el primero había sido Pedro. Pueda haber aproximaciones a la Iglesia, pero la comprensión del ser de la Iglesia sólo se da en el ámbito de la fe.

La Iglesia se fundamenta en la fe de Pedro, en la fe de los apóstoles, en la fe de quienes durante casi dos milenios han respondido a Cristo, personalmente, y a menudo con riesgo, "Tu eres el Cristo, el Hijo de Dios vivo."

Yo me atrevo a decir sin equivocarme que nuestro pueblo se ha asomado al misterio de Jesucristo a través de la presencia cualificada de la Iglesia en Cuba. Una Iglesia sin los recursos propios de la hora presente en cuanto a sus posibilidades de comunicación con el pueblo, pobre en el número de sus sacerdotes y de las personas consagradas, pero rica en vivencias de amor, servicio, paciencia, humildad y perseverancia. La fidelidad de esta Iglesia a su misión, a su credo, al Santo Padre, su discreción y firmeza, han sido más elocuentes que mil palabras y su voz a resonado no en el espectro electrónico sino en el corazón de nuestros hermanos.

Esta Iglesia, que nace de la fe en Cristo salvador fue fundada para siempre. La promesa de Jesús abría de mantenerse: "el poder del infierno no la derrotará."

Para integrar ese pueblo de Dios, que se congrega siempre en torno a Cristo, constituyendo ya, aunque sea en grupos pequeños y sin lugares específicos de reunión, la Iglesia del Señor; Jesús seguirá saliendo siempre al encuentro de hombres y mujeres de toda edad y condición, a quienes continúa llamando, hasta hoy, a su seguimiento y enviando a llevar su mensaje al mundo entero, "Vengan, síganme, yo los haré pescadores de hombres."

Es impensable el seguimiento de Jesús sin una estrecha unión entre el discípulo y su maestro, " toda rama, cortada del tronco, no da fruto y se seca." Tampoco es posible, acoger la enseñanza de Jesús sin una comunión de pensamientos y de afectos entre quienes son discípulos suyos: " en esto conocerán que ustedes son mis discípulos, en que se aman unos a otros." Ambas cosas las garantiza el Señor con su promesa : " Yo estaré con ustedes con ustedes siempre hasta el fin del mundo", "donde dos o más se reúnan en mi nombre yo estaré en medio de ellos".

Las promesas de Jesús se han cumplido durante los casi 2000 años de historia de la Iglesia, etapa coincidente con el tiempo de nuestra era cristiana que ha sido la de la implantación y el florecimiento de una civilización que ha marcado el paso en el desarrollo de todos los pueblos de la tierra.

Esto se ha dado a pesar de lo que ha podido sufrir la Iglesia por los ataques externos, revoluciones de signo diverso, persecuciones abiertas o larvadas, pero también por causa de nuestros errores y pecado.

El Papa Juan Pablo II desea que al final de este milenio, y como parte de nuestra preparación espiritual a su celebración, los católicos de hoy nos solidaricemos con los sufrimientos de la Iglesia a través de estos siglos, y a ha pedido que se actualice la lista de los mártires de ayer con los de hoy, pero además, aun sin ser partícipes en esas acciones, quiere el Santo Padre que sintamos como propios los pecados y errores, cometidos por los cristianos católicos, laicos, sacerdotes, religiosos, obispos o Sumos Pontífices en el decursar de este milenio que termina.

Por citar uno solo de estos pecados, hagamos mención de lo que significó la odiosa institución de la esclavitud en el seno de la cristiandad de América. El siervo de Dios P. Félix Varela, que a partir de su fe católica la combatió con entereza y coraje, tendrá para ella las expresiones mas duras en sus criterios llenos de sabiduría.

Pero a pesar de todas estas cosas, a pesar de nosotros mismos, se mantiene en pie la palabra infalible de Jesucristo: "El mal no derrotará a la Iglesia".

Y esto no es triunfalismo porque al afirmarlo reconocemos con toda humildad que la Iglesia es un regalo de Dios a los hombres, que Dios ha seguido llamando, al ministerio apostólico a través de 2000 años a obispos que sucedieron a aquellos 12 primeros apóstoles y dándonos la fuerza de su espíritu, para que seamos simplemente, fieles administradores de la viña del Señor.

El don que ha hecho el Señor en la persona de Pedro a su Iglesia, para que presida a todas las Iglesias en el amor, asegura la unidad del pueblo de Dios y nos confirma a nosotros Obispos, en nuestro ministerio de regir, enseñar y santificar a los cristianos. Es el gran regalo de Cristo a su Iglesia, que disfrutamos sobre todo cuando en la Sede de Pedro se han sentado, como obispos de Roma, los grandes potífices de este siglo (por sólo citar los de la segunda mitad de la centuria que termina): Pío XII, Juan XXIII, Pablo VI, Juan Pablo I y Juan Pablo II. Por ello no podemos menos que alabar a Dios y darle gracias.

Hoy agradecemos especialmente al Señor el don maravilloso que ha hecho a su Iglesia y al mundo en la persona del Papa Juan Pablo II. Sus 18 años de pontificado han significado, en todos los órdenes, un relanzamiento de la misión de la Iglesia. El mismo Santo Padre se ha presentado ante el mundo como misionero incansable que recorre los pueblos de la tierra llevando el mensaje valiente y comprometedor el Evangelio a todos los ambientes.

En su andar infatigable nosotros tendremos la dicha de recibirlo en Cuba dentro de seis meses. Estamos seguros de que su visita pastoral nos afianzará a todos en la verdad del amor que Dios nos tiene y regará en los corazones de todos los cubanos semillas de esperanza.

Por eso sabemos que además de los católicos y otros creyentes, lo espera en nuestro patria a todo el mundo. Santo Padre, te espera de manera especial esta Iglesia que peregrina en Cuba. Te esperamos los obispos, en su gran mayoría nombrados por ti, los sacerdotes, que han conocido muchos de ellos un ministerio largo y difícil, multiplicándose hasta el agotamiento para atender a sus comunidades, los diáconos y los religiosos que realizan las más variadas tareas en el servicio de sus hermanos, las religiosas, tan queridas por nuestro pueblo, porque han sabido se fieles a su consagración. Te esperan los seminaristas que se preparan al sacerdocio en número creciente, las jóvenes y jóvenes novicios y profesos que comienzan su vida de consagración con el gozo de ver que es siempre mayor el número de los muchachos y muchachas que sienten la bella y exaltante inquietud de entregar sus vidas al Señor en el sacerdocio en la consagración religiosa.

Te espera una Iglesia unida, porque ha comprendido vivencialmente que el fraccionamiento y la contestación no caben dentro de una comunidad de fe y amor que está anclada en lo esencia y en la continua tensión misionera.

Esta es una Iglesia que ha hecho y esta haciendo la experiencia de las primeras comunidades cristianas, que se reúnen en los poblados y barrios sin templos y "parte el pan en las casas, que ha sabido en estos años que las palabras del Evangelio de Jesús no eran mera poesía sino promesas cumplidas, cundo en la década de los setenta y de los ochenta en las secundarias y preuniversitarios en el campo se reunían dos o más jóvenes estudiantes en nombre de Cristo, después de haberse marchado la visita del domingo, y compartían, utilizando alguna Biblia furtiva, la Palabra de Dios y a veces la Santa Comunión, si algún ministro de la Eucaristía había podido llevarla hasta allí. Ellos sí han sabido que Cristo estaba con ellos siempre y lo han sabido los muchachos del Servicio Militar que en unas horas de pase salieron a buscar alguna Iglesia donde se celebrara la Misa para recibir a Cristo en sus corazones. Lo han sabido los catequistas con catequesis de tres y cuatro niños que hoy son laicos adultos y comprometidos de nuestra Iglesia, los mismos que crecieron en medio de un gran silencio acerca de Dios que lo penetraba todo, aún el recinto familiar.

Esta Iglesia es la que te espera, querido Santo padre, y por eso te ha esperado tanto.

En cierto modo, con esta celebración comenzamos hoy la misión inmediata que prepara esta visita. No queremos levantar estrados costosos, porque somos una Iglesia y un pueblo pobres. Además, sabemos tu preferencia por las cosas sencillas y por los humildes. No nos preocupan tanto los detalles exteriores del ceremonial, que seguramente quedarán bien y no son lo más importante. Sí queremos dar a conocer a todo nuestro pueblo quién es el Obispo de Roma, quién es el Sucesor de Pedro. Deseamos que nuestros hermanos cubanos sepan cuánto has rezado por Cuba, cómo las incidencias tristes o alegres de nuestra historia no te han resultado lejanas o desconocidas. Que conozcan tu pasión por la verdad, que sepan que eres el servidor de Cristo que recorre el mundo en su nombre. Deseamos que el pueblo cubano te reciba como el que viene en nombre del Señor.

Si el servicio del Papa a la Iglesia está en estrecha relación con la fe de Pedro. Si el Papa sabe que todo cuanto debe decir y hacer es en nombre del Señor, la Iglesia comunidad de los cristianos, debe también vivir de la fe.

No ponemos nuestra confianza en cálculos materiales de número de fieles ni mucho menos en los recursos económicos con que podamos contar para realizar nuestra misión. Con cierta sonrisa interna escuchaba hace pocos días que algún cristiano no católico tenía reservado en bancos de un país poderoso veinte millones de dólares para la conquista de Cuba para Cristo en el momento oportuno.

Primero, a los cubanos la palabra conquista nos suena mal, como a todos los latinoamericanos, además nadie conquista para Cristo, Cristo gana dulcemente para sí los corazones de quienes libremente lo buscan. En segundo lugar, lo que hace falta es un puñado de hombres y mujeres llenos de fe, como aquellos doce apóstoles y las buenas mujeres que siguieron a Jesús, y poner toda nuestra confianza en la palabra viva del Señor: "Busquen primero el reino de Dios y la justicia que le es propia, y lo demás vendrá por añadidura". Esos hombres y mujeres no están "depositados" en ningún banco. Son ustedes, los que están ahora aquí en medio de su pueblo, compartiendo las alegrías, penas y esperanzas de todos sus hermanos. Esa es la única riqueza de nuestra Iglesia. Con ustedes contamos para preparar los corazones de todos nuestros hermanos para la visita del Papa y para recibir el tercer milenio de la Era Cristiana con un pueblo más evangelizado.

Es curioso que las dos lecturas escogidas para la celebración de San Pedro y San Pablo, que anteceden el relato evangélico de la elección de Pedro, nos muestren a los dos apóstoles de más relevancia presos cada uno de ellos, aunque en lugares y momentos distintos. Pedro en Jerusalén, cuando todavía faltaba mucho a su misión, Pablo en Roma, al final de su vida de misionero itinerante.

Pedro salió milagrosamente de la cárcel, Pablo saldría de la prisión al martirio. Hoy se nos presentan ambos entre cadenas para que comprendamos que la Iglesia va adelante con Pedro y Pablo recorriendo pueblos y ciudades, con Pedro y Pablo presos y encadenados, con Pedro y Pablo conducidos al suplicio y a la muerte.

Por eso la serenidad de Pablo ante su muerte, que presiente inminente: ha combatido bien su combate, ha mantenido la fe, no sólo su fe, sino la de tantos con quienes lloró y se abrazó. El Señor me ayudó... ahora me llevará a su reino del cielo, dice el apóstol: Pablo se disponía a morir serenamente en la fe en que había vivido.

El Libro de los Hechos nos relata que, mientras Pedro estaba preso, bien custodiado, la Iglesia oraba insistentemente a Dios por él. Fue liberado por un ángel y ni él mismo parecía creer la extraña experiencia que vivió: "pues era verdad; el Señor ha enviado a su ángel para librarme..."

Porque su martirio no tendría lugar en la Jerusalén de Herodes, sino en la Roma de los Césares, y después Roma no sería tan amada y visitada por haber reinado allí el Emperador Adriano, sino por el pobre pescador de Galilea que llegó hasta la capital del Impero hablando en un pésimo latín de un tal Jesús a quien crucificaron y está vivo.

Pablo, severo ante la muerte porque está seguro de haber cumplido su parte en el gran proyecto de Dios. Pedro, sorprendido del milagro que lo liberaba del suplicio y de la muerte. La Iglesia, pequeña comunidad de fugitivos que oraba por Pedro, pues nada más podía hacer. Un pobre galileo desconocido que muere mártir en Roma y destrona espiritual y culturalmente a todos los Césares...

Esa es la historia de nuestro origen, mis queridos hermanos y hermanas, y después, una cadena de martirio hasta nuestros días y algunos milagros patentes, otros no tan visibles, pero no menos grande. Amor, entrega, servicio, con miserias y pecados, y una promesa que se cumple siempre: "el infierno no derrotará a la Iglesia".

La Iglesia vive de la fe. En la fe ha permanecido y crece la Iglesia que está en Cuba. Su historia puede ser tan desconcertante como la de Pedro y Pablo, y mientras más lo sea, más se descubre en ella la acción maravillosa de Dios. Dejemos entonces que los periodistas nos pregunten acerca de que si los "cultos africanos" constituyen la religión más numerosa de Cuba. Poniendo aparte la confusión entre creencias y folklore por un lado y verdadera fe religiosa por otro, si nos preguntaran cuál es la religión más fuerte en Cuba yo no tendría reparos en decir que la Iglesia que fundó Nuestro Señor Jesucristo, la de Pedro y la de Pablo. Fuerte en gracia, fuerte en sufrimientos, fuerte por los milagros cotidianos que pocos ven y que la hace siempre joven, fuerte porque es capaz de sustentar una civilización, una cultura, una ética con valores precisos, fuerte en la fe, fuerte en la esperanza, fuerte en entusiasmo, fuerte en el Amor. Siguiendo al mismo San Pablo, todos y cada uno de los que integramos la Iglesia en Cuba podemos decir: "cuando soy débil, soy fuerte". Y también constatamos agradecidos como ha actuado Jesucristo en medio de nosotros, como si nos repitiera siempre: "Mi fuerza se prueba en la debilidad".

El Papa Juan Pablo II sabe que es esta la Iglesia que él va a encontrar en Cuba, y desea confirmarnos en nuestra fe.

La fe cristiana está habituada a las grandes paradojas: son dichosos los pobres y los que lloran, se complace Dios en escoger "lo que no cuenta" para confundir a los poderosos, cuando somos débiles entonces somos fuertes; los pequeños, los niños, son los primeros en el reino de Dios. Y cuadran muy bien estas paradojas a la Iglesia que vive en Cuba.

La Virgen María, que en su canto de acción de gracias dijo que Dios, al escogerla a Ella por Madre del Salvador, había mirado la pequeñez de su sierva, personifica perfectamente a la Iglesia, sobre todo a nuestra Iglesia cubana.

Tal vez por eso Dios nos regaló en la Virgen de la Caridad una imagen pequeña de la Madre del Señor. La medida de su estatura la llevaban nuestros mambises al combate, atada alrededor de su sombrero. La Virgen de la Caridad del Cobre es así un símbolo de Cuba y de la Iglesia cubana: pequeña, pero grande, asentada en lo humilde, pero amada y exaltada por todos.

A la Virgen de la Caridad del Cobre confiamos la preparación espiritual de todos los cubanos para recibir al Papa Juan Pablo II. En nuestra Arquidiócesis de La Habana la Iglesia ora por el Sucesor de Pedro y se propone, desde ahora hasta el mes de enero en que nos visitará el Santo Padre, orar con María de la Caridad, la Madre de Jesús, para que el Espíritu Santo siembre en Cuba, con esta visita, fe, amor, reconciliación, paz y esperanza.

Queridos hermanos y hermanas: seis meses nos separan del viaje del Papa a Cuba; todos estamos invitados a participar activamente en esta misión preparatoria que hoy se inaugura de modo especial. Contamos con ustedes.

Llegue desde esta Plaza de la Catedral de La Habana al Papa Juan Pablo II nuestro cariño, nuestras expectativas y la seguridad de nuestra oración por él y por su ministerio.

¡Bendito el que viene en nombre del Señor!