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julio-agosto.año IV.No.20.1997 |
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NARRATIVA |
MEMORIA DE ABUELA por Alfredo Galiano |
Salgo yo. Sota de copa.
Como un decir, mañana para el almuerzo íbamos a tener visita. Amigos de tu padre, un jefe grande, viceministro de La Habana, creo, y otros de aquí que estaban de inspección. Eusebio fumaba sin parar, lelo, la vista como ida; y tú pedaleabas encaramado en el brazo del sillón a la espera de los muñes de las seis. No, era más tarde; así que serían las aventuras de las siete y media lo que esperabas: El Conde de Montecristo, u otra de capa y espada, como decía tu tío Alberto. Me acuerdo porque tenías un palo en la mano y molestabas mucho peleando con los muebles, a cualquier hora estabas en eso y allá afuera con los muchachitos del barrio, un desmadre. Traías loca a Mirella, que te lo advirtió desde hacía rato. Le dolía bastante la cabeza allí acostada en el sofá con sus revistas raras en el pecho. Eso dijo después de sonarte dos buenas nalgadas. No te rías, que lloraste un ratico y todo. Yo protesté igual que siempre (es que te quiero mucho, Daniel), pero te lo merecías. Figúrate que bajaste del sillón con la espada aquella que parecías un loco y le pinchaste la barriga. Se le escapó un grito, y por nadita se va al piso. Eusebio se encabronó un desastre y mandó a callar a todo el mundo. Alberto no estaba, y suerte mía: si no se forma la de San Quintín. Mirella fue para el cuarto cuando Eusebio te sentó en las piernas. A mí también me pareció raro. Por eso me puse a tejer cerquita para ver qué te decía. Al principio nada, sólo pasarte la mano por la cabeza y darse balance como queriendo dormirte. Se veía serio, pero no bravo, y pensando todavía con las orejas encendidas. Me dio grima verlo tan azorado sin encontrar las palabras. Y el sillón racarraca racarraca y tú bobito bobito lindo que ni pestañeabas, con el pelo larguito, no mucho, y el piyama de los paticos azules y esa manera de reírte ya parecido a ahora, que no se sabe qué pero nada más mirarte una imagina algo escondido por los ojos cómo te brillan. Para comerte, de verdad. Te estoy viendo, es como estar allí, teje y teje araña equivocando el punto a cada rato de curiosa a oírlo para que nadie me cuente. Para Eusebio no existo y a ti ni qué decir, en la gloria, una lechuga fresquísimo mirándolo con la cabeza de medio lado y los piecitos colgando juguetones y ensuciándole el pantalón también a veces sin que a él le importara. Mucho rato en eso y cuando yo empezaba a tejer de verdad lo oí clarito en una voz como de Alberto explicándote las cosas que sabe y te enseñaba con paciencia, sin molestarse porque no hicieras caso después o le atendieras en el momento. Me gustó ver a Eusebio tan cariñoso. Era bonito lo que te decía medio ñoño: ¿Tú quieres mucho a papá?; y tú que sí; ¿más que a mamá?; y tú serio abriendo los brazos así para huirle a la respuesta, y él riéndose con ganas y tú riendo igual ya queriendo bajarte; y él que no, dale un quiero a papá, uff, qué fuerte; y tú uno más grande; y él eres un niño bueno que se porta bien que no dice malas palabras; y tú que sí, ni una; y él que lo sabe, por eso te iba a comprar la bicicleta; y tú sentándote derechito mirándolo con unos ojazos, ¿de verdad?; y él cuando papá promete algo lo cumple; y tú besos y besos, qué bueno voy a decírselo a mami; y mirándome con risa de contentura, ¿oíste, abuela?; y él que no te bajes, Danito, poniéndose colorado viéndome tejer sabiendo que oía; y te toca la frente con el dedo empujando tierno severo buscando los ojos tuyos dos chinatas, papá tiene visita mañana; y tú cerrando los ojos, encogiendo los ojos de esta forma, ya lo sé, papá; y él ¿juras portarte bien en el almuerzo?, de nuevo alborotándote el pelo; y tú que sí, papá, no te preocupes; y él soltándote, quiero que te vean el hombrecito de papá; y tú que sí, dando brinquitos, a todo que sí. Siete de bastos. Es nada. Mato con rey. Luego, Dany, mañana para el almuerzo el decir fue un fenómeno aquello. No quiero ni acordarme la cara que puso Eusebio el pobrecito. Tan contento que había estado oyendo cómo te celebraban cuando viniste de la escuela un hombre saludando a todo el mundo que daba gusto. De Mirella ni contarte: tu madre no se ahoga en un vaso de agua y sale bien parada de los líos más espinosos; pero esa vez sí le diste en el suelo, amarrada pata con mano se quedó, casi un soponcio le da, dime tú, a ella que nunca se sorprende de nada. En eso se parece a Alberto. Hasta pienso que por lo mismo se entendieron tan bien desde el primer momento, de lo mejorcito se llevaban, sí señor. Yo no, de mí no te digo ni pío, quise morirme allí, Dios lo hubiera dispuesto, de la vergüenza y de ver sufrir a Eusebio como lo vi. Al enterarse, Alberto corrió al baño porque no aguantaba la risa y se iba a mear en los pantalones. Después habló contigo y te soltó una regañina de las suyas, pero antes... ¡si lo ves! No seas tramposo, que juego yo: rey de oro. Y gané esta. Ja. Alberto era, digo, es un poco raro a su modo; tu padre no soportaba algunas de sus cosas y a mí me dolía verlos discutir a cualquier hora por cualquier pequeñez, boberas como la música y los amigos aquí en la casa o andar con ellos o el pelo y la ropa de afuera que nada más de esa le gustaba, o las radios que oía y los libros que comentaba dondequiera y su manera elegante de saludar, qué tal, señora; cómo está usted, señor; sin decir compañero que son los bueyes y sabe a camarada que es ruso y comunismo puro, y Eusebio se ponía a echar humo volado como una cafetera, mas no dejo de reconocer que siempre tuvo su poco de razón. El nunca me ha dado grandes dolores de cabeza, sólo ese de irse al Africa a coger al negro que fue amigo del Che, que dicen, vaya, yo no sé... El, así, mejor no lo quiero. Ahora, lo que son Albertico y tú, con ustedes otro gallo canta. Fíjate, ¿qué es eso de perderse de la casa porque tu padre traiga a sus amigos, hombres serios cumplidores a la familia y al trabajo todos? Alberto tiene sangre caliente y explotaba fácil, sin jamás perder la compostura. Por eso discutir con él era morirse, y Eusebio perdía incluso si estaba cierto. Y te puede parecer raro si te digo que a tu padre le gustaba oírlo hablar con esas pausas seguras y su voz de locutor de Radio Progreso, que los otros son unos chillones de medio pelo sin tono ni melodía que horror da escuchar ese bla bla estragado. Pienso que hasta le tenía su envidia adentro, sana, de hermano mayor respetuoso del talento. Nunca lo dijo, ya ni lo menciona con la furia de rabioso que le dolía en el alma la desconsideración de Alberto, y yo sé que lo recuerda igualito igualito como si nada. Lo conozco. Daría un Potosí por saber de él, por verlo; y no me atrevo a hablarle aunque quiera porque Eusebio, tú sabes, no se le vería correcto por lo de la militancia que es tan cuidada de esas cosas; pero yo lo veo comerse las ganas y sé que sufre para su adentro a su manera por tenerme prohibido recibir algo de Alberto, lo mínimo de allá, ejemplo un papelito de él, que será escoria de aquí y enemigo político o lo que sea sin negarlo y a mucho querer hijo mío además, y tu padre lo entiende, es su sangre y le duele la situación dolorosa que padecemos... ¿Si estoy segura? Vieras cómo le gustaba presentarlo a la gente importante que viene de afuera, de La Habana y eso. Que lo escucharan con tanta atención diciendo con la cabeza sí a todo sin protestar, chupados y medio nerviosos cuando hablaban ellos, despacito y pesando las palabras no fueran a meter la pata. Alberto gozaba sin prospasarse y los ponía en unos apuros tremendos con cosas de la historia soviética y de Cuba y de la China, y alguna vez también de política, y paraba nada más ver a tu padre ponerse colorado y hacerle tijeritas con los dedos. Con eso se conformaba estando enfrente de Eusebio y no le falló aunque pensara diferente, como le oía repetir a tutiplén sin pelos en la lengua. Le respetaba las visitas si no quería irse o estaba de buena boya y Eusebio a las de él igual escondiéndoles la perreta mal que bien. Era un acuerdo no dicho entre los dos, con reglas fijas sin árbitros que sobraban. Para tu padre otra política es el enemigo y hay que fajarla sin desmayo y sin importar sustos o sangre. Con el televisor y los dos canales, hasta que Alberto no compró el de él, el tuyo del cuarto, sufrí cantidad por los gustos disparejos a cuestas. Lo de Eusebio es la pelota y los discursos en Tele Rebelde para no tenerlos que leer luego en los periódicos, es más pesado, ¿no?, y poderlos comentar; y a tu tío con esas cosas sí no se le ocurriera a nadie irle arriba si no quería riesgo de oír las flores que soltaba por su boca, que lo suyo era Canal Seis a sus horas escogidas y algo aburrido lo que veía, no creas. Ellos habrían vivido la vida entera en esas guerritas de familia, pero Alberto tú sabes que no aguantaba mucho, si por eso se fue en el ochenta con lo del Mariel. Loca me dejó y Eusebio peor me puso cuando dijo, alabado sea Dios, todavía me erizo de lágrimas, mira, para nosotros Albberto se murió, vieja, con el pañuelo secándome los ojos, aquí no se mienta más, dando aquel piñazo en la mesa, ¿está claro?, que le enyesaron el dedo chiquito... As de oro. Gané. Ah lo que te decía del almuerzo, sí. Alberto salió nada más verlos entrar. Dijo que no tenía el día bueno como para aguantar a los pejes de Eusebio, y ni esperó a tomarse una cerveza. Su delirio. ¿Estás dormido? Te toca, anda. Tu padre los presentó y pasaron al portal de atrás a tomar y a comer los saladitos que habíamos preparado con las cosas que le dieron a Eusebio los del Gobierno para atenderlos decente. Eran dos de la provincia, el jefe de la Empresa y uno bajito de espejuelos que lo miraba todo y no lo oí hablar ni una vez (ese fue el primero que se rió cuando lo de la mesa); y tres del ministerio de La Habana: uno mulato flaco algo calvito y un cubo para las cervezas; el viceministro que te hablé, seriote pero jaranero zoquetón con los demás, cosa rara, de buen pelo bastante canoso y barba sucia de tabaco aunque no parecía viejo ni tenía semblante de guerrillero de la Sierra que había sido, si todavía le decían comandante no sé qué, yo lo escuché de boca del jefe de Eusebio en camino de llevar una botella de ron hacía tiempo guardada para el viceministro, pues él nada más tomaba trago fuerte y de ese tipo (la botella se veía fina con una figurita de mujer extraña en la etiqueta); y el chofer, muchachón tranquilo, buen mozo, que no tomaba nada porque se lo tenían prohibido. Me dio pena verlo descriado y esperé a que lo mandaron al carro a buscar tabacos para darle una y después él a cada rato pedía permiso si iba al baño, al carro a velar las antenitas, a la farmacia a comprar aspirinas y yo le daba otra botella y él siempre gracias vieja para allá y gracias vieja para acá y conversando con Mirella su ratico además en la nueva escapadita, hasta que en una de esas ya no regresó entretenido adentro viendo las revistas de tu madre. Mientras, yo seguía atenta a los pedidos de Eusebio contenta de verlo contento, curioseando oyéndolos hablar cosas serias de ellos y lamentando que Alberto no estuviera, pensando cómo le guardaba aunque sea tres cervezas a él sin que lo notaran. Y qué susto me di al caer en cuenta: el muchacho chofer podía emborracharse y matar al comandante viceministro en una curva por ahí y el lío que iba a tener Eusebio a consecuencias mías. Eso yo mañana no me lo podría perdonar, ni vuelta a nacer, qué va. Así que fuy y llamé a Mirella a un lado, que él no oyera sentado en el sofá con una revista abierta sobre los muslos, y se lo dije. Que hiciera algo, ni una más, se estaban acabando y ellos se podían dar cuenta. Ni una, hijita. Estuvo de acuerdo, me dijo que seguiría conversando para engatuzarlo y no viera tomar a los otros; y regresó con él otra vez. Al poco rato les traje un plato con galleticas y pepinitos de pomo búlgaro y unas lascas de mortadella, y lo puse en la mesita esta... Bueno, sí, chico, en la otra que estaba aquí... Porque seguro habían salido a coger fresco al portal, que eso pensé. Eusebio me estaba llamando bajito desde la cocina. Me dijo, vieja, que ya pueden ir poniendo la mesa; y me dio unos toquecitos cariñosos en el hombro. Todo le iba bien y el jefe se veía agradecido allá atrás ahora con un vasito de ron en la mano que se lo sirvió el viceministro, yo lo vi, para que probara de su botella parece. Fui al escaparate, saqué el mantel de hilo y lo puse. Miré a la sala y vi el platico sin tocar y ni rastro de ellos en el portal. Pensé que habían ido a buscarte, y adiviné. Dios me alumbró: no había terminado de pensarlo asomada a la persiana y el carro ya estaba parando frente a la casa. El chofer tan educado dio la vuelta a abrir la puerta y saliste dando salticos corriendo para acá. Tú me dabas los besos de todos los días al llegar y yo veía al carrazo negro aquel con los cristales oscuros levantados feliz de imaginar que Eusebio sí iba a ir lejos aunque no se arquitecto como Alberto, que él no fue a la universidad sino a una escuelita dirigida de dirigentes. Y tu madre, qué linda Mirella con el pelo que se le había despeinado, una reina bajando de la mano del muchacho vestida de blanco y caminando en sus tacones rápido así viniendo por la escalera con las mejillas arreboladas igual me figuraba a Jane Eyre la de Tu novela de amor que ponían a las dos. El chofer la miraba de abajo y se tocaba el labio; pero desvió la vista al sentir que yo lo veía mirarla. Ahí me pareció fresco, parecido al Froilán ese de los aretes que venía aquí con Alberto. Dejé pasar a Mirella y lo esperé para fijarle los ojos zoqueta otra vez; y entonces vi, pobrecito, que tenía el labio hinchado, azul morado y un poquito de sangre bajando lento para los dientes. Se lo dije, mi hijo ¿qué te pasó?, apuntando a la boca; y él nada, señora, la puerta que me dio, cerrándose la camisa como azorado, durísimo, muy correcto otra vez. Ahora juegas tú, Daniel. Mirella salió del baño y dispuso la mesa en un santiamén. Se había cambiado y peinado y puesto creyón más oscuro en los labios, y la observaba trajinar por el rabito del ojo sorprendida porque lo hizo en un dos por tres, así que ella echa todo ese tiempo preparándose nada más cuando quiere; yo pienso que al no tener preocupaciones... que yo lo hago todo en la casa... y a las mujeres nos gusta pavonearnos frente al espejo, es la verdad. Cuando conocí a tu abuelo que en la gloria esté... Ay. perdí. ¿El almuerzo? A eso voy. Delicioso. Ni contarte, de todo. Albertico le había aconsejado a Mirella el vino tinto para la carne, el asado, dijo él, y blanco heladito para el pescado, que es carne blanca, mira tú a ver... ¿O era al revés eso de los vinos? Ya ni me acuerdo, pero si quieres pregúntaselo a tu madre, ella de esas cosas ha aprendido bastante. La ensalada que preparó, ¡un primor!: tomates verdes pintones maduros, lechuga, rábanos, pepinos, pimientos verdes pintones maduros, col, berro y hasta verdolaga en la fuente al centro de la mesa con una puntica de zanahoria sembrada en medio. ¿Te acuerdas?. Ca- ballo de espada. Me lució por los ojos, que me miraste sinvergüenza, Dany. Nadie quería probarla primero, de hereje rompería la armonía; y Mirella reía nerviosa y el muchacho chofer sin probar bocado y poquitos de vino sí con la servilleta una esquina mojada a cada rato saliendo sangre que se limpiaba con la cabeza baja como ido que yo lo veía. Eusebio a una cabecera, el viceministro rebelde a la otra, Mirella a su izquierda, yo a la derecha de Eusebio y tú entre nosotras monito sobre un cojín para mejor llegar; y a la izquierda del viceministro el jefe de tu padre. Cuadro completo, Daniel, y en seguida espantaste la mula. Estaban achispaditos y celebraban los chistes y hablaban lo bueno del trabajo de Eusebio y el viceministro dijo la posibilidad de llevárselo para La Habana con casa carro y familia y todo, que era la dificultad por el momento la casa, y en eso a Mirella se le cayó el tenedor rarísimo que todos miraron a ver y yo a preguntarle, ¿te sientes mal?, con algo de lástima. La vi pálida, la pobre, del mucho corre y corre de la noche y la mañana; cansada se veía por tanto ayudar al buen crédito de Eusebio; y sonreía aun después de disculparse con un hilo de voz, que preñada pensé esperanzada lo estuviera; pero a las semanas luego seguía blancuzca y la barriga sin crecerle ni media pulgada y ya me dije que no, y me puse a mirar a Eusebio siempre llegando más tarde con tragos y ojeroso, si era una sombra de lo que es, y le duró bastante aquello, no creas. Quise interesarme por él y me respondió mal, como nunca, y ya lo dejé tranquilo porque por la noche al otro día vino a pedirme perdón y me lució más calmado. Nunca supe, pero algo raro les pasó cuando lo del almuerzo, andaban como huyéndose y ni se miraban. Dos de copa. Y también perdí esta, caramba. Ahora reparto yo, tramposo. ¿Qué me pasa, eh Dany? Sí, es tarde y voy a terminar. Comían como tiburones a pesar de la bebida y los saladitos, o tal vez por lo mismo. El viceministro contando el cuento del jabalí en Varsovia. Se lo habían matado para él solo, qué desperdicio; y lo vio morir y todo y sacarle lascas grandísimas de los congos que le sirvieron luego en el hotel espléndido en que se quedaba sintiendo el frío un espanto y viendo caer la nieve a través de la ventana con su botellita cubana inseparable de andanzas. La carne es la mejor que había probado y él, puedes estar seguro que ha comido bastantes. Lo dijo. Tenía un sabor entre vaca y puerco, sin tufos, y se dejaba morder suave, y no repugna, y contra el frío era lo mejor que había, mejor que aquello ni... Dejó la frase colgando y engrenchó el bigote con un guiño de mucha malicia y esperó, que le rieron el cuento con gusto de verdad; y a mí comenzó a caerme mal el comandante viceministro, grosero como hombre de guerra mandón al fin. El bajito de los espejuelos silencioso le echó un vistazo de reojo y yo lo miré a él agradecida por su apoyo firme y le sonreía viera lo bien que me estaba cayendo cuando bajaron las dos moscas desgraciadas a quererse sobre el mantel cerca de tu plato. Fue un momentico nada más, segundos lo que dura eso entre moscas, pero tú ni les diste tiempo, soltaste un manotazo y ahí la barrabasada aquella que muerta repito, si nos dejó patitiesos como estatuas en posiciones improvisadas, hasta Mirella quedó con el tenedor mordido en la boca, todos tiesos, ojos acucuyados, mejor el bajito que en mala hora abrió la boca para reírse algo nunca visto en esta casa, así, sin tregua, a mandíbula batiente, que es manera de mucho reír, sin importarle los espejuelos caídos en la fuente de langosta enchilada; y ahí fue que Eusebio te miró una vez lloroso por la herejía y el desplante, con poco de genio, rojo un tomate mirando al comandante viceministro que oye tú, Dany, qué cochino, escupió el taco de carne que mascaba al piso y metió mano a reírse que temblaron los cristales; y tú, triste; y tú padre ya levantando la cabeza sonriendo poquita cosa; y ahí fue también que yo pensé morirme, qué pena Dios mío, cuando te vi todo encogidito y suspirando porque no me mires, papá, que ya se jodió la bicicleta. La ganaste. Eso te oí, malandrín. |