marzo-abril.año2.No.12.1996


POESÍA

ERNESTO ORTIZ

por Juan C. Rodríguez.

 

CIUDAD QUE PODRÍA SER CUALQUIER CIUDAD.

                             a José Antonio y David, a Gloria.

 

los cuerpos entran a la ciudad, se sumergen,

cotidiano pez entre límites invisibles,

rumor de pasos, cristalino río sobre el esfalto

y mi única heredad

es el camino que conduce hacia dónde.

veo multitudes de gente caminando en círculo,

blandos y pálidos, de pupila inmóvil.

 

la ciudad tirita de pobreza

y azulándose sueña sus días de esplendor.

pobre de los amantes que no tienen

su banco, su árbol, su lluvia,

pobre cine cabizbajo, pueblerina palidez

de la luz que se escombra,

casa rota, rumbo escaso

y nadie cede sueños de hombre sino desmemoria,

a quien le importa, hay un papel que interpretar

y en el guión no se pregunta

quien está tras cada puerta, pero la ciudad conoce

en que avenida pasea su auto el ministro,

cual pared cae con la desolación de un perro familiar

si nadie la habita, conoce el patio

que oculta al ladrón, la ciudad sabe,

ella repartirá maravillas para los ojos

o la costumbre y el olvido.

 

esta calle tiene nombre de mártir.

definitivo en la perfección de los manuales,

el mártir no ignora que surgirá sonido de trompeta

en el crepúsculo de rostros cotidianos.

de esta muerte tan pequeña que compartimos

qué día quedará en la memoria de la ciudad.

ese que orinó en aquella esquina, luego de la jerga,

que conoce la oscuridad del barrio

donde la muchacha se resiste,

que tuvo lágrimas y blasfemó,

tiene mural esperándole

y biografía en que no aparecen los comentarios

que siempre levanta la grandeza

cuando se sabe que pudo tocarnos a cualquiera,

y hasta museo tiene, y en el portal -en la penumbra-

un viejo vende estampas de la virgen y oraciones

para quien navega por el mar.

pero ningún sitio señala al epitafio de los pájaros,

el patíbulo de los profetas,

la prohibición etérea en ciertas casas

olorosas a pintura reciente,

o la madriguera de quien pone la trampa

para cuerpo de mujer o de muchacho o medianoche,

ninguna pancarta en el sitio donde la suerte se aparece

a cambio de lo que no se nombra, de lo que no se ve,

pero la ciudad sabe,

a ella no pueden escamotearle el más pequeño rincón,

no pueden inventarle una historia, la ciudad sabe

y lo grita, y en la cocina donde se quema la madera

y el humo es pórtico de la ancestral costumbre

de poner el mantel para que el ángel baje

a reunir a la familia, en tal tibieza de hogar

ya sin costumbres, el ama de casa escucha

el lejano sonido de unos dados que ruedan

y sabe qué azaroso presagio significa.

 

árbol doblado, de raíz extenuada,

cimientos que de tal abandono aceptan

el abrazo estéril de la hierba,

señales que miran la dirección en que otros marchan,

habitantes de la ciudad

confundidos con el hombre,

ciudad que podría ser cualquier ciudad

así como un hombre puede ser otro hombre,

pero no poseo el hilo

que me lleve a otra calle del mundo,

no soy el otro

y esta ciudad no puede entrar a las altas estancias

-donde los sentidos descubren

el primer día de la creación, asombrados-,

reflejadas en las vidrieras, allí se queda,

ya les dije es una ciudad pobre

a quien llamo ciudad porque duele decir mujer

y no mostrarle un banco, un árbol, una lluvia

donde poseerla.

 

ve a misa con tu ropa interior

y acaricia verdaderamente a la culta muchacha

como enseñó ovidio en la roma ceñuda y libertina

pues si ellas se reúnen con su ropa mejor

y su mirada inquieta, quieren ser escogidas

de entre la congregación. ora por nobis.

 

buenos días. buenos días y nadie contesta,

ciertamente hemos muerto.

el escenario: un laberinto de tumbas

para que deambulen los cadáveres

a las luz de la luna.

 

estoy tan frágil, como puerta del siglo dieciocho

a nadie recibiré ya, en mi umbral fantasma,

ilusión de pasos

en algún momento fui cruel.

tanta injusticia sobre mi no justifica

el mínimo instante en que aparenté la venganza.

duele tanto que no me quieras.

me lamento y nadie acude,

adonde han ido los seres humanos,

me pregunto existen realmente o fue un sueño

que alguien sostuvo para mí, para sí,

para la rotura que hay que evitar

porque el fino cristal

y la distancia hasta la realidad

y lo irremediable.

 

crisálida, endeble muchacho que la ciudad oculta,

que mira tan despacio a los demás muchachos.

quién reconoce las extrañas siluetas

con que el amor nos busca

si aún la forma más nítida tarda.

liberada la palabra, abierto el pecho,

el corazón ofreces, muchacho que con rostro de otro

sales del cuarto,

quedémonos en silencio, veamos el amanecer

sobre un nuevo abismo.

y si abro la puerta con dulzura

y acepto el desolado mundo?, dejo que entre

a mi célula líquida el universo, océano vasto.

que suerte ser en la muerte uno mismo,

mi cuerpo

cuanta raíz y que extraño árbol seré.

 

cada camino, cada piedra pregunta por el hombre.

y si me burlo de Dios, y del Señor Presidente,

y del Hijo del Señor de los Ejércitos,

y si me burlo de Equis, y si me burlo de mí

por no estar loco o por estarlo,

a que no me atrevo,

a que no pongo un sismo en el reposo

de la avenida, a que no derribo un muro

y levanto otro,

a quién desafío, a quién.

 

en el discurso siempre hay cambios, y en la vida,

en el vegetal y el parásito también.

mejor me callo. y los aplausos uno, dos,

ya.

 

buenas tardes. yo puedo contestar más acerca de ti que tú mismo. yo quién soy.

si existes entonces

existo

pues la pregunta existe y la respuesta también; ni tú ni yo

añadiremos un ápice pero por las dudas hay que estar aquí.

se necesita un tercero y por inducción hacemos muchedumbre.

la población existe. la soledad. el diálogo existe

con quién. y el monólogo con quién,

pues tú puedes contestar más acerca de mí

que yo mismo. yo quién soy.

tú quién eres.

 

hay un sitio espumoso donde el hombre baila

y se desviste.

cuidado: no abrirse tanto el pecho, mañana

los invitados ocuparán la platea o la escena,

y aplaudirán o no.

el rayo que cruza en un segundo el cielo

es real en la vastedad de la jornada?

el trueno, verbo anunciado, a quién pertenece?

se puede estar tan lejos de sí mismo? un hombre

vive cien años siendo el hombre que no quiere ser,

viviendo en la ciudad que no quiere.

cien años espera la ciudad

y el hombre no la transforma,

y la ciudad tiene sueños de muerte.

 

vamos a ser felices,

dile al que está a tu lado

amigo mío. pero de corazón.

 

dulces viejecillas

lustran para nosotros el mármol

cada mañana de domingo.

los niños se detienen ante el olor inconquistable

de las rositas de maíz,

y van -del brazo del padre- al viejo parque

donde lo muerto, quebrado y mustio

se eleva, baja, rota, y fluye la corriente inesperada

por las venas secas, de metal y madera.

un niño puede construir una ciudad y poblarla,

con unos cuantos cubos de colores.

la derrumba al minuto siguiente

y levanta edificios tan fastuosos

que podría ser cualquier gran ciudad del mundo.

y no olvida nada.

 

tantos caminos inservibles traza el hombre,

pero caminar, ah caminar!

pies tan puros que la dirección no importa,

la pérdida o el encuentro, el acertijo

qué importan si la pureza...

que levanten la mano los puros.

 

la noche, invisible mano

a quien debe el títere la vida,

párpado húmedo que baja como la pleamar,

mostrando toda suerte de criaturas que se ocultaban.

vamos pues, tú y yo,

a pasear por la ciudad a la luz de la luna.

todo pueblo tiene un demente propio,

un sitio que se muestra al insípido turista,

una terminal de ómnibus

donde se espera siempre un destino

que no anuncian los viajes

y los oscuros urinarios son lugar de gloria.

la ciudad pregunta.

maltratan al loco y se refugia

en su discurso incoherente -qué profetiza,

qué brumosa visión se le presenta-.

rostros de manoseada postal

se disputan al extranjero. vamos a orinar.

todo consiste en saber

qué puede llevarse en los bolsillos

y qué en el corazón.

 

ah intelectuales que rodeáis una mesa

y a sorbo de infusiones buscáis

el inicio y el fin de las cosas

como quien busca la pre

n la música, diviértanse que este ritmo

se ha comprobado. no preguntes tu ascendencia

y deja caer por un pozo ciego las palabras.

la ciudad sabe

qué oscuro destino hay en todo esto,

qué escombro definitivo

en la noche que tanto prometía,

la ciudad gime, apagándose.

sedentario latón de basura

donde el viento sacia su curiosidad

-mendigo perfecto, el invisible- y juega

con periódicos viejos, los persigue calle abajo.

duermen todos, todo reposa.

si pudiera detenerme en cada puerta, saber

dónde están ahora los maestros, los militares,

los frailes y ladrones, ah si pudiera!

la ciudad, una isla abandonada a la suerte

de sus neones y sus piedras, fantasma opaco

bajo las estrellas.

el gato ignora todo, cruza. rey de la avenida,

amante de la soledad, negro y amarillo

como un sol, como un carro de grandes faros.

el semáforo, monarca destronado, odia a los gatos,

odia la soledad, pero

verde/ rojo/ verde/

como si no existieran.

la noche inmensa. en algún sitio

escapó un sueño y visita otros sueños,

me visita.

alguien tose, murmura rápido, calla,

otro carro viene, otros pasos se pierden

por las calles vacías.

yo silbo una canción que no reconozco.

el gato observa mis últimos pasos, el primer reloj

lo sobresalta. fin de su reinado.

 

quisiera elevarme sobre la ciudad

como un pájaro, un chamán,

o la leve pareja que chagall conoció.

qué paz la armonía de tejados siempre amaneciendo

y los postes del alumbrado que sobresalen

-florecimiento extraño-,

y la azotea donde se puso a secar la ropa,

y las antenas, los tanques de agua, las ventanas me miran

como viejos y entrañables amigos,

y el silencio en que estamos la ciudad y yo

como los elementos primarios, como un jardín

y la criatura más elemental,

como las ganas de comenzar todo de nuevo.