marzo-abril.año2.No.12.1996


NARRATIVA

LA ESPADA DEL JUEZ

por Armando Abreu Morales. y Juan C. Rodríguez.

 

ANDRÉS MARTÍNEZ,

NEGRO LEGÍTIMO.

Muerto a machete por una guerrilla

española.

En el pueblo de la Palma, a las ocho de la mañana del día seis de septiembre del año mil novecientos cuatro, y ante don Juan José del Collado y Monasterio, juez municipal... comparece la mestiza Francisca Cordero, natural de Las Pozas, de sesenta y cinco años de edad, viuda de Andrés Martínez y vecina de este pueblo, manifestando que el día cuatro del mes de marzo del año mil ochocientos noventa y ocho, y como a las doce del mediodía, murió su esposo legítimo, el moreno Andrés Martínez, por consecuencia de haberlo macheteado una guerrilla española en los montes de Tortuga, en ocasión de haber ido a buscar viandas, estando concentrado como pacífico en el campamento de fuerzas cubanas, en Margajitas...

El monte parece un tablero de ajedrez, aletargado en la majestuosidad de sus dominios, envuelto en el claroscuro que engaña a los lerdos y puede tragarse a los vivos si lo desconocen. Acostumbra a ser arisco. Está lleno de cañadas, de yerbajos que se enredan en las piernas y destrozan la ropa. Permanece cubierto de sombras escurridizas y efímeros orificios de luz, que transitan al vaivén de la brisa. Es asesino en estos tiempos de guerra y, cuando se le entiende, amigo eficaz contra los españoles, única forma de mantenerse con vida.

Andrés Martínez lo sabía se vio obligado a habitarlo en comunión. Lo hizo su aliado mientras acampaba en el sitio mambí perdido en las serranías de pizarra, donde los mogotes ceden su señorío a las cuchillas y a la soledad aplastante de los pinares que inician la Cordillera del Rosario. El campamento yacía en un punto alejado de los disparos, los sobresaltos y el filo encarnizado de los sables: refugio de heridos, mujeres y mansos.

El era un negro manso y viejo, Conocía los escondrijos, cada paso engañoso, los trillos que hacen los animales y la zona de los perros jíbaros. Y sabe también, esta mañana, el hambre que le estruja el estómago y se retuerce como una cabuya. Tiene que llegar al campo abierto en busca de comida, aunque corra el riesgo de toparse con la guerrilla volante.

Sale atravesando la malla de bejucos y trepaderas. Observa unos minutos el terreno, húmedo aún bajo los árboles; la quietud del aire. Baja por un sendero oculto entre granadillos y zarzas, y siente como la tierra roja traspasa las roturas de sus alpargatas. Se agacha oportuno para evitar las púas que hieren como bayonetas, defensa suprema del montecillo. Inclinado tras los últimos abrojos, descubre el pequeño tramo de sabana que se extiende a su derecha, profusa en yerbas de guinea. Más allá divisa el río, dividiéndola con su doble muralla de pomarrosas, deslizante sobre el fondo empedrado, exhibiendo su hálito fresco. A la izquierda el pinar cierra el círculo. Echa de un tajo sus ojos hasta la altura del sol que anuncia la media mañana.

Ahora es un negro tenso. La, piel escamosa delata los escalofríos del miedo, y parece el cuero del tambor con que bailara su padre en los días de toque. Quizás llevase dentro de sí la fuerza comprimida de sus ancestros, la señal de alerta ante la proximidad de la fiera, el antiguo llamado del instinto. Agazapado, ve a los pinos mecerse en la distancia e intenta sorprender el eco de algún disparo, el ruido de los caballos, la respiración de un hombre. Pero no hay más vida que él. Ajusta el jolongo a su espalda y se adentra en la sabana.

...declara: que el finado Andrés

Martínez era natural de Las Pozas, de

sesenta y seis años de edad, y de oficio labrador.

Que al acto de su fallecimiento

se hallaba casado con la declarante, de

cuyo matrimonio tuvo un hijo llamado Serafín,

que también murió...

El Caimito fue siempre un río de camarones. En sus setenta años de vivir la zona, el moreno Andrés Martínez aprendió la ubicación exacta de las cuevas, ocultas en los recodos y en las orillas. La pesca había quedado para tiempos mejores, cuando dejara de escucharse el sonido raspante de los gritos de guerra. Sin embargo, esta vez pudo más la tentación, el hambre que le entorcha el cuerpo y lo impele a trasponer los horizontes, a estrellarse en el peligro. La idea de acompañar las viandas taladraba ponzoña y daba al riesgo un corte limpio, tajante. Además, la quietud del mediodía, el viento ligero que mueve las puntas de los pinos y hace murmurar a las pomarrosas, invitaban a la aventura.

Se sumergió en el Charco Bolo y olvidó por un instante las horas de muerte en que vivía. La frescura del agua comenzó a aliviar la sofocación de la caminata, la asfixia del miedo. Dos años de reconcentración ayudaban a que el río estuviera repleto de camarones. Andrés sacaba uno tras otro, hasta mediar el jolongo. Hubiera podido duplicar el número, pero se le hacia tarde; y todo individuo, hombre o mujer, que fuera descubierto en despoblado sin un permiso oficial, sería considerado enemigo y pasado por las armas; decía el Bando. Aún debía andar doscientas varas para llegar al boniatal; después tendría que sacar las viandas y regresar al monte, que lo acunaría en su pacto de espesura y tambores ancestrales. No quiso abusar de su buena suerte y salió coronado por un millar de lucecitas sobre su pelo duro. Del otro lado ya es tortuga, la hacienda fértil, a lo largo de la llanura que encuentra su fin en el mar, cubierta antaño de conucos y majaguales, partida a la mitad por el Gran Camino del Norte.

El comandante del Ejército Libertador José Antonio Cruz trinaría de contento, le daría sus palmadas en la espalda, y se iría a cabalgar la guerra convencido de que el negro Andrés Martínez no era un viejo inútil, un lastre para la tropa, una impedimenta estéril.

...que presentaba a los testigos José

Antonio Cruz, Ángel Rodríguez y Agapito

Martínez, manifestando el primer ser

natural de Consolación del Norte, de

treinta y dos años de edad, viudo,

alcalde municipal y vecino de este pueblo;

el segundo ser natural de Bahía Honda,

de treinta años de edad, soltero, guardia

municipal de este Término y vecino del

mismo; y el tercero dijo ser natural de

Bahía Honda, de treinta años de edad,

casado y vecino de este pueblo...

interrogado por el señor juez.

Con su añejo cuchillo de punta roma, el negro Andrés ataca el boniatal. Rastrea entre las hierbas que casi supera su estatura, y cava desesperado en la base de los bejucos verdes-lilas. Arranca a la bendita humedad de estos suelos las viandas gordas como manatíes, como puerco de ceba. Las primeras se las come crudas, despojándolas de tierra a manotazos. Luego, se inclina una y otra vez, semejante a un péndulo que tejiera, segundo a segundo, la telaraña del destino. Su cuerpo va intermitente del surco al jolongo, y los boniatos caen raudos hasta colmarlo. Desde el hueco de un jagüey una lechuza se sorprende y mira, antes de perder su aleteo en la distancia.

El viejo se vuelve, lento, y sus ojos tropiezan con las patas de los caballos. Ahora todo es una alberca de aguas podridas en derredor, un círculo que anuncia la ausencia de la vida. Sólo alcanza a ver, a contraluz, la muda expresión de los jinetes. En medio del grupo, orondo sobre su montura recién estrenada, un negro defiende también la integridad de España. Le resulta una visión arrolladora y mística, y se le revela un castigo de Dios. Por encima del murmullo del viento entre las hojas, oye la voz que grita autoritaria:

"Agarren a ese negro; que agarren a ese negro, carajo".

Al caer bajo los golpes de machete, Andrés Martínez tiene tiempo aún para escuchar el rumor de las pomarrosas, e imaginar -tal vez- como la brisa mece las copas de los pinos que, allá en la inmediatez del monte amigo y traidor, se balancean al final del mediodía, intentando cazar con sus bayonetas oscuras las auras que mueven sus alas, en ronda contra el azul.

dicen: Que conocieron al moreno Andrés

Martínez en concepto de pacífico, mientras

se encontraba viviendo en unión de las

fuerzas cubanas, en el campamento de

Margajitas.

Que el día y año que se mencionan les

suplicó la mestiza Francisca Cordero que

le fueran a sepultar a su marido Andrés

Martínez, que había salido a buscar

viandas a Tortuga, y que habiéndole encontrado

una guerrilla española, lo habían macheteado.

Que con tal motivo fueron y, en efecto,

en un boniatal que estaba próximo a una

ceja de monte, hallaron el cadáver del

citado moreno, macheteado y con señales

evidentes de haber estado por allí aquel

día fuerzas españolas.

El rostro de la mujer parece disculparse por causar tanta molestia. Mira al comandante José Antonio Cruz; observa a los demás testigos, también veteranos de la guerra. Ellos la asisten en su último deber, porque Francisca Cordero no entiende de papeles ni juzgados. Don Juan José del Collado y Monasterio, con su voz gruesa, investiga de fuerza judicial, si queda alguna otra cosa que exponer.

Cumplía sus obligaciones de manera elegante, insuflando a los tramites legales una seriedad pastosa, a tono con su condición de hombre probo, de cabeza instruida al servicio de una república civilizada y libre. Ajusta la leontina después de consultar su reloj de oro, verdadera joya traída de España. Aspira dos veces el humo del tabaco, torcido aquí, regalo acostumbrado de un viejo amigo; y espera las palabras finales del señor alcalde municipal, testigo declarante.

Que recogieron el cadáver, y que

después de identificado le dieron

sepultura en el citado monte...

Fueron testigos presenciales de

esta inscripción el señor Ramón

Clavell, natural de Consolación

del Norte, mayor de edad, y vecino

de este pueblo, y Amado

Martínez, natural de Bahía Honda,

talabartero y vecino de este pueblo...

Había concluido una ardua jornada entre actas y expedientes. Ahora, a prima noche, luego de la cena, era el momento de fumar, de las visitas de rigor. La casa está iluminada. En los cristales cromados del mediopunto, se proyecta la luz oscilante de los quinqués. El aire anuncia torpe su presencia en la espesura de la noche. La quietud de esta hora se apuntala tras las puertas de los comercios, sobre los arcos desnudos de la iglesia, en la brevedad romántica de los postigos; y contagia inevitable a la calle empedrada, por la que raramente pasa algún transeúnte haciendo tintinear su bastón.

Echado a los pies del tiempo, el pueblo es una nuez. Bastó una noche para el salto al nuevo siglo, y ha continuado siendo el caparazón triste de siempre. Atesora iguales hombres, iguales estrellas en el cielo. Los armarios guardan las mismas vestimentas; son las mismas poltronas, e idéntico el rencor en los corazones.

Fuman en silencio. Don Juan José del Collado y Monasterio se balancea en el portal, junto a su viejo amigo don Ramón Clavell. Con su voz gruesa y autoritaria, pide a la sirvienta otro café; y vuelve a callar. Ambos recuerdan cómo seis años atrás, montados en las bestias de combate, espantaran a la lechuza que reposaba en el hueco del jagüey, muy próximo al río. A sus oídos llega de nuevo el grito del señor juez, que trunca el rumor de las pomarrosas y hace mover aún más las copas de los pinos: "Agarren a ese negro; que agarren a ese negro, carajo".